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Cannae

Apulia, verano de 216 a. C.

Abrigado por la noche, un hombre mayor, encorvado, vestido con una larga túnica gris de lana y cubierto su rostro por una capucha del mismo color, buscaba algo que comer entre los desperdicios que un grupo de soldados del ejército de Aníbal acababa de echar por encima de la empalizada del campamento. No era una pared alta, pues aquél no era un emplazamiento fijo para las tropas. Todos aguardaban la decisión del general. Roma enviaba un nuevo ejército contra ellos, uno más grande, más fuerte, se decía. Los soldados hablaban del futuro, del presente, de los problemas que les acuciaban. Unos centinelas iberos conversaban cerca de donde el viejo revolvía entre la basura. Los guardias llevaban túnicas blancas sucias, manchadas de sangre y espadas de doble filo terminadas en punta. Estaban tranquilos y un viejo carcamal muerto de hambre no era motivo de preocupación. No era extraño ver a niños o ancianos vagando cerca de los campamentos en busca de algo de comer. La guerra había llevado la devastación a toda la parte norte de Apulia y la devastación había conducido al hambre. También se acercaban mujeres al campamento. Éstas, si eran guapas y satisfacían a los centinelas, podían volver a sus casas con comida. Los niños podían mover a pena o ser rápidos y deslizarse en la noche y, a riesgo de su vida, escapar con algún pequeño trofeo: un trozo de carne, un pequeño saco de grano, unas verduras. Los ancianos, por el contrario, no tenían nada que ofrecer ni tenían ya la agilidad suficiente en sus piernas para poder robar. Sus flácidos músculos sólo les permitían remover la basura en busca de un resto comestible. Los guardias hablaban a pocos metros de aquel anciano arrodillado entre los desechos del rancho del ejército africano, en un dialecto de su tierra, en el que se refugiaban para no ser entendidos por los que los rodeaban ya que, quizá con la excepción de Aníbal y alguno de sus oficiales, nadie que no fuera de su tierra podía entenderlos.

—A los galos tampoco les han pagado.

—Sí. Lo sé. Ya son varias semanas.

—Y cada vez hay menos comida.

—Yo tengo hambre. Me comería a ese viejo si no es por lo seca que debe de ser su carne.

Rieron. El viejo no se inmutó por aquel comentario en una lengua ibera que debía de ser desconocida para él.

—Si esto sigue así —continuó el primero de los centinelas—, muchos piensan ya en pasarse a los romanos.

—¿Desertar?

—Llámalo como quieras. Yo lo llamo comer y sobrevivir.

El otro centinela asintió despacio. Vinieron entonces unos segundos de silencio.

—¿Y el viejo? —preguntó uno de los guardias.

—No sé.

Ambos miraron a su alrededor. El anciano se había desvanecido entre las sombras. No se preocuparon. Habría huido hacia los árboles con algo de basura o, más probablemente, sin nada, con su hambre a cuestas, hasta llegar a un claro del bosque donde sentarse y terminar muriendo a solas. Los guardias debían decidir si desertaban o, mejor dicho, cuándo lo harían. El ejército romano se aproximaba. No quedaba mucho tiempo y los víveres escaseaban. Muchas habían sido las promesas del general cartaginés cuando los trajo a aquel país y, si bien al principio las promesas se cumplían, el último año había traído pocas victorias y menos recursos y ellos no eran hombres pacientes.

Un anciano cubierto de una larga túnica gris, con una capa por encima de la cabeza ocultando su rostro, se alejó de la empalizada del campamento cartaginés rumbo al bosque cercano. Una vez difuminada su figura entre los primeros árboles, irguió su cuerpo hasta alcanzar casi su metro ochenta de estatura. Se estiró despacio, sin prisa alguna e inspiró con profundidad. La conversación que acababa de escuchar aún resonaba en sus oídos pero no le había hecho cambiar sus planes. Una vez henchidos sus pulmones de aire limpio, frondoso, verde, procedente de aquel bosque, desplegó sus brazos dejando caer la túnica. Bajo la luz del tenue sol que podía penetrar las copas de los árboles se distinguía un uniforme militar limpio, claro, sencillo, de oficial, de alto mando, pero sin alharacas ni adornos extraños. Sólo una serie de anillos en sus dedos proclamaban una distinción poco frecuente, pero difícil de ubicar para cualquier desconocido. Era un oficial cartaginés en medio de un mundo en guerra. Un extranjero en territorio enemigo que, no obstante, se movía con sorprendente calma. Una vez desprendido de su túnica, paseó por el bosque hasta encontrar un claro. Allí, acariciado por los rayos del sol naciente se sentó junto a un árbol y meditó durante media hora, en paz, en sosiego, pero con profunda intensidad. Debía tomar decisiones trascendentes en su vida, en aquella guerra y, sin saberlo aún, en la historia de la humanidad. Los mercenarios de Iberia estaban a punto de la rebelión y Roma lanzaba el mayor ejército de su historia contra los suyos. ¿Qué hacer? Eran momentos como aquél cuando echaba más en falta a su padre. Si estuviera él allí acudiría como cuando era niño, a refugio de su sombra a preguntar, «¿padre, qué debo hacer?, ¿padre, cuál es la mejor solución?». Pero el cuerpo de su padre fue enterrado junto a un largo río en Iberia y ya no estaba allí para preguntarle. Una sensación densa de desazón recorrió su piel incrementando el frío del rocío de la madrugada.

El oficial cartaginés se alzó y salió de aquel claro del bosque para, cruzando dos espesas hileras de árboles, emerger próximo a la empalizada del campamento del ejército africano en Apulia. Llegado junto a la puerta principal saludó a los centinelas africanos allí apostados y éstos devolvieron aquel saludo con una posición de firmes, ajustándose los cascos bien rectos sobre la cabeza, nerviosos, tensos, intentando aparentar que tenían bien controlado aquel puesto de vigilancia. El oficial se adentró en el campamento. La mayoría de los soldados se ponían en pie cuando veían a aquel oficial cruzando entre las hileras de tiendas que conformaban las grandes avenidas de aquella fortificación provisional. Así paseó aquel cartaginés hasta alcanzar el centro neurálgico de aquel campamento: la tienda del general en jefe. Ante ella, varios soldados veteranos de las guerras de Iberia, los Alpes, la Galia Cisalpina y las campañas en Italia vigilaban en pie, armados, despiertos, preparados ante cualquier eventualidad gracias a su disciplina y su perfecta rotación en las guardias. Aquel oficial cartaginés se acercó hasta la misma puerta de la tienda sin ser molestado por ninguno de los centinelas veteranos y, cuando alcanzó la mismísima entrada de la tienda de Aníbal, uno de los guardias de la puerta dejó su lanza rápidamente en el suelo y con sus manos plegó la tela que daba acceso al recinto. El oficial asintió con un saludo y entró en la tienda. En el interior Maharbal y Magón le esperaban.

—Os saludo —dijo el oficial cartaginés al entrar.

Los dos generales le recibieron en silencio hasta que Maharbal se atrevió a expresar con sinceridad lo que pensaba.

—No deberíais pasear a solas al amanecer por el campamento.

—Lo sé —dijo Aníbal—, pero como general en jefe del ejército cartaginés expedicionario en Italia soy yo quien decide qué debo hacer y qué no, a no ser que sea ahora Maharbal quien decida qué debe hacer Aníbal y qué no. Hasta ahora pensaba que sólo el Senado de Cartago tenía la potestad para limitar mis movimientos.

Maharbal agachó la cabeza, pero formuló al menos, aunque fuera mirando al suelo, una tímida respuesta.

—Ya sabéis que no es eso lo que deseo decir. Me preocupa vuestra seguridad. Vuestra vida es nuestro salvoconducto en estas tierras y en esta guerra. Nos preocupa que os pase algo y son muchos los enemigos y muchas las artes que está dispuesta a utilizar Roma para terminar con vuestra vida. No veo razonable que os paseéis a solas por el campamento. Es lo que pienso.

—Los soldados africanos me respetan —respondió Aníbal, firme, seguro, retador.

—Lo sé —prosiguió Maharbal mirando al suelo mientras Magón, el hermano menor de Aníbal, contemplaba la escena en silencio—, pero hay muchos mercenarios, y los iberos y galos no están contentos. Hay que ser precavido.

Aníbal asintió lentamente y se sentó en una silla en el centro de la tienda. En Hispania se casó con una joven princesa ibera, Imilce, para asegurarse la lealtad de aquellos guerreros pero decidió no traerla consigo a su campaña de Italia. Cuando partió de Hispania no consideró necesario traerse a su joven esposa. Ahora, con la perspectiva que da el tiempo, se percataba de que quizá aquélla no había sido la decisión más inteligente, pero ya era tarde para lamentarse. Tendría que pensar en otras fórmulas para asegurar la disciplina de las tropas iberas.

—Vamos a Cannae. Atacaremos aquel fortín. Salimos mañana —concluyó Aníbal.

Maharbal y Magón se miraron, volvieron sus rostros hacia su general en jefe que había cerrado su ojo derecho, el otro permanecía semicerrado, herido, al haber perdido la visión en los pantanos del norte; asintieron y, sin esperar más aclaraciones, que sabían que no iban a recibir, salieron de la tienda y, una vez fuera, debatieron entre ellos cómo sería mejor trasladar las órdenes oportunas a los cuarenta mil soldados de aquel ejército para marchar hacia Cannae. Ambos sabían que allí había víveres, grano y alimentos en gran cantidad acumulados por el ejército consular romano. Acordaron que sería bueno extender ese rumor para motivar a los mercenarios.

Aníbal, mientras, permanecía en su tienda. En su mente aún escuchaba cada palabra de los mercenarios iberos: estaban a punto de desertar y Roma se acercaba con ocho legiones. Lo lógico sería abandonar, lo genial sería atacar. Se levantó, cogió un ánfora de vino de una estantería junto a una de las paredes de tela de la tienda y un vaso. Podría llamar a un esclavo para que le sirviera, pero estimaba más estar a solas. Llevó ambos junto a la mesa en el centro del recinto. Escanció vino. Bebió en silencio, contemplando un mapa del centro-sur de Italia donde se detallaban las principales ciudades de Apulia, el Samnium y Campania. Observó la posición de Cannae y la de Roma. Calculó la ruta de las ocho legiones visualmente sobre el plano y mentalmente cuantificó las fuerzas romanas y las suyas. Roma dispondría de unos ochenta mil hombres, entre las ocho legiones y las tropas aliadas. Él sólo tendría la mitad. Era el final de su expedición en Italia. O no. Escanció una segunda copa de vino. Cannae. Suministros y víveres. Los mercenarios estarían agradecidos aunque dubitativos. Los romanos venían con dos nuevos cónsules. Uno cauto, otro atrevido, según los informes de los espías. Se turnarían en el mando. Como en Tesino. Era un enfrentamiento incierto. Sobre el papel favorable a Roma. En su mente no tan claro, no tan claro. Difícil. Habría que ver el viento, la luz del sol, la caballería, sus veteranos, la división en el mando romano. Cada variable era una posibilidad, cada posibilidad una incertidumbre, cada incertidumbre una oportunidad. Aníbal bebió a solas aquel amanecer. No llamó a ninguna esclava aunque empezó a sentir ganas de yacer con una mujer. Tenía que decidir el curso de la historia. Apartó el nuevo vaso de vino que acababa de servirse. Necesitaba la mente despejada.

Pasó el día y llegó la noche. El campamento cartaginés quedó desierto. Sólo los rescoldos de las hogueras brillaban en la madrugada.

Los exploradores romanos se arrastraban por el suelo húmedo arropados por la oscuridad de las últimas horas nocturnas. Aníbal se había ido. Retornaron a sus caballos y en una hora los dos cónsules recibieron la noticia de la marcha del general cartaginés.

—¡Es una huida! —declaró Varrón a viva voz.

—Se han marchado —aclaró Emilio Paulo—, el motivo y la estrategia están por determinar.

Con desdén Terencio Varrón desechó el comentario de su colega y se dirigió a los tribunos allí congregados, entre ellos el joven Publio y Cayo Lelio, que asistían como testigos privilegiados a aquel debate. En la mente de Publio la escena le traía a la memoria la discusión entre su propio padre y Sempronio Longo previa al desastre de Trebia.

—Romanos, los cartagineses huyen ante nuestra sola presencia —la voz de Varrón se dejaba oír con fuerza y arrastraba las voluntades por el potente vigor que rezumaba persuasión—. Nuestro ejército es demasiado poderoso para el enemigo. El propio Aníbal lo reconoce dejando Geronium y poniendo rumbo al sur hacia el interior de Apulia. Y yo digo: éste es el momento de terminar con el invasor. ¡Persigamos a los cartagineses sin tregua! ¡Acabemos con los enemigos de Roma!

Se oyeron vítores de algunos soldados. Los tribunos permanecieron en un más controlado silencio para no contrariar al otro cónsul al mando, pero estaba claro que sus rostros denotaban impaciencia por la prolongada espera a la que estaba siendo sometido aquel gran ejército y en general una gran coincidencia con las ideas expresadas por Terencio Varrón.

Era el turno de Emilio Paulo. Hacia él se volcaron todas las miradas. El joven Publio pensó en hablar para apoyar la estrategia más prudente del viejo cónsul, pero ¿quién iba a hacer caso de un joven tribuno de tan sólo diecinueve años? Abriendo la boca podría quizá causar más daño a quien quería ayudar. Emilio Paulo, al fin, formuló una respuesta.

—No considero oportuno seguir a Aníbal sin antes delimitar el fin de su estrategia, pero ya que mi otro colega al mando estima lo contrario y no teniendo yo tampoco en mi mano un argumento preciso para oponerme, acepto que el ejército de Roma siga al cartaginés, pero sin entrar en batalla campal.

Las últimas palabras de Emilio Paulo apenas llegaron a oídos de los tribunos, ya que los gritos de muchos soldados, festejando el levantamiento del campamento actual y la actitud de Varrón con sus brazos en alto y sus rápidas órdenes a los tribunos de su mayor confianza para ponerse en marcha apagaron la bien modulada voz del viejo cónsul. Pronto la mayoría marchó; Publio vio cómo Emilio Paulo se sentaba en una silla frente a la puerta de su tienda mientras un esclavo le traía agua. El joven Escipión se acercó.

—Ya ves, muchacho —le comentó Emilio Paulo—, el ejército está deseoso de entrar en combate con quien no ha hecho sino derrotarnos una y otra vez.

Publio pensó en Tesino, Trebia, Trasimeno y, sin embargo, estaba la victoria de Fabio cuando ayudó a Minucio Rufo a escapar del ataque del cartaginés; pero Emilio Paulo prosiguió con su costumbre de aparentemente leer el pensamiento de su joven oficial.

—Y lo de Fabio cuenta poco —se anticipaba el viejo senador—, una victoria pírrica, más bien una retirada estratégica de Aníbal. Si algo he aprendido de ese hombre es que ha sido él siempre el que ha elegido el terreno para combatir y las fuerzas que había en lucha en cada una de sus grandes victorias. La entrada de Fabio aquel día no la tenía planeada y ante la duda se retiró. El propio Fabio corrobora esta certeza mía con sus propios consejos: siendo él el único que hasta la fecha ha causado una cierta leve derrota a Aníbal es el primero en promulgar la estrategia de la prudencia y el tiento. Terencio nos lleva a donde sólo los dioses saben. Y los augures que he consultado se contradicen. Unos piensan que este ejército es invencible y otros temen lo peor. Estamos en manos de Terencio.

Publio quería expresar su apoyo al viejo cónsul, pero no sabía qué podía decir que animara al senador.

—En fin, en una hora partimos hacia Apulia. Escucha, Publio, si entramos en combate, sigue mis órdenes en todo momento, es importante.

—Así lo haré.

Emilio Paulo se quedó unos segundos contemplando al joven tribuno.

—¿Qué edad tienes, muchacho?

—Diecinueve años, mi cónsul.

—Diecinueve años y ya tribuno —el cónsul sonrió complacido—; mi hija es lista, muy lista, para lo bueno y lo malo; quedas advertido, mi joven amigo. —Y sin decir más, Emilio Paulo se alejó dejando al joven Publio entre orgulloso y confuso.

Dos soldados romanos jugaban a los dados. Era una madrugada cálida de verano y habían dejado sus capas de abrigo junto al fuego que habían encendido más por tener una luz que por calentarse. De hecho la sensación de frescor de la brisa del amanecer junto con el rocío sobre la piel desnuda de sus brazos y piernas era gratificante.

—Te toca —dijo uno de los soldados y le pasó al otro los dados. Había algunas monedas de plata sobre el suelo. Estaban apostando fuerte, absorbidos por la partida.

A su alrededor se veían unos muros semiderruidos: las murallas de la fortaleza de Cannae. Paredes desvencijadas, agrietadas y quebrantadas en multitud de lugares. Cannae había sido asediada, había resistido, caído, vuelto a ser asediada y vuelto a caer hasta quedar en ruinas. Representaba el ejemplo más claro de lo que estaba suponiendo la guerra para amplias regiones del territorio itálico. Su posición, no obstante, seguía siendo privilegiada, en lo alto de una colina desde la que se dominaba un amplio valle donde solía crecer el trigo, aunque la guerra no había permitido cultivar las tierras el año anterior. Sin siembra, el valle había quedado transformado en un inmenso tórrido mar de tierra y polvo durante los meses del asfixiante estío. Por ello, los ejércitos consulares del año anterior habían hecho acopio de provisiones en las regiones más al sur y las habían acumulado en el fortín de Cannae para así disponer de víveres en aquel territorio antaño fértil y ahora baldío por la guerra. De esta forma, junto a los muros en ruinas se acumulaban centenares de sacos de grano, ánforas de vino y aceite y cántaros con agua, sal, frutos secos y miel. Todo lo necesario para abastecer a un gran ejército durante varias semanas, quizá meses, de lucha en aquella guerra que ya se prolongaba durante dos años.

Los dos soldados seguían enzarzados en su partida. Por fuera, alrededor del muro, pequeños grupos de legionarios patrullaban bordeando las murallas. Aún no habían tenido tiempo de levantar las empalizadas necesarias para hacer fuerte su posición en aquel lugar. El final de la dictadura de Fabio, las dudas de los cónsules del año anterior y las órdenes del Senado pidiendo que se defendiera la derruida fortaleza de Cannae hasta la llegada de los nuevos cónsules con las nuevas legiones, habían mantenido la guarnición en cierta indeterminación, sin saber si debían partir rápidamente con todos los víveres o bien fortalecerse en aquella fortificación en ruinas.

Aún era de noche cuando uno de los legionarios pensó que había visto algo entre las sombras de las rocas que rodeaban Cannae. Dudaba en avisar al oficial al mando de la patrulla, cuando se dio cuenta de que no podía hablar. Luego llegó el dolor. Cayó al suelo viendo cómo sus compañeros de guardia seguían una suerte similar. Caían dardos, decenas de ellos desde el cielo oscuro. Pensó en su familia y, con los ojos abiertos, dejó de respirar. En unos segundos treinta hombres desnudos, el cuerpo pintado de azul, armados con espadas y dagas, gateaban por el suelo, concluyendo con el filo de sus armas lo que los dardos habían iniciado. Con su destreza consiguieron que no hubiera mucho más que aullidos apagados de sufrimiento y sorpresa. Ascendieron a continuación un centenar de iberos con túnicas blancas y púrpuras tornadas en gris por el polvo de Cannae. Dejaron a los galos terminando su sangrienta tarea de concluir con las vidas de la patrulla romana y alcanzaron las murallas de la fortaleza. Habían seleccionado un entrante amplio, no bien guarnecido y por él se introdujeron en el fortín. Sólo entonces, al ver a los iberos campando a sus anchas en el interior de Cannae, se dio la voz de alarma entre los defensores, pero para ese momento, varios miles de iberos y galos rodeaban ya la colina de aquella ciudadela.

Fue una madrugada sangrienta.

Salió el sol.

Aníbal paseaba rodeado por sus hombres de confianza, aguerridos veteranos de África, por una fortaleza en ruinas, cubierta de cadáveres. Los mercenarios estaban satisfechos: los veía repartiéndose sacos de grano y ánforas de vino. «Que beban», pensó. Había sido todo rápido y quedaba tiempo hasta la llegada de las legiones romanas de Emilio Paulo y Terencio Varrón. Aníbal tropezó con lo que pensó eran unas pequeñas piedras, resbaló y estuvo a punto de caer, pero haciendo alarde de unos extraordinarios reflejos para sus treinta y tres años, recuperó la vertical y maldijo en voz baja. Se agachó y cogió tres pequeños objetos: eran cuadrados por todas partes y tenían pequeños números romanos grabados en cada faz. Tenían algo de sangre fresca. Aníbal los contempló en silencio. Dados romanos. Miró a su derecha y vio los cuerpos de dos legionarios atravesados por flechas galas. La vida es una partida misteriosa, pensó el general, y se guardó los dados en el bolsillo. Caminó hasta el extremo sur de la fortaleza mientras a sus espaldas proseguía el reparto de víveres y bebida entre númidas, cartagineses, iberos y galos. Sus oficiales se ocupaban de mantener el orden en la operación intentando apaciguar ánimos y evitar peleas entre unos y otros. La fácil victoria y el amplio botín facilitaba aquélla, en otras ocasiones, casi imposible tarea.

Aníbal miraba hacia el sur. Por allí debían venir las ocho legiones. Un ejército dos veces mayor que el suyo. Y todo de romanos y tropas aliadas. A sus espaldas sabía que tenía a mercenarios de muy diferente origen y de más dudosa lealtad. Los alimentos obtenidos en aquella escaramuza ayudarían a preservar la unión de sus tropas, pero ¿por cuánto tiempo? Examinó el valle polvoriento. La tierra sin labrar anunciaría la llegada de los romanos con tiempo suficiente para prepararse. Tanto polvo. ¿De dónde vendría el viento? Contempló despacio las laderas de las colinas que cercaban el valle.

Terencio Varrón encaraba a Emilio Paulo. Este último tenía el mando aquel día. Terencio estaba fuera de sí. Hacía días que habían acampado en Casilinum, desde cuyas fortificaciones se contemplaba la fortaleza de Cannae y tenían que presenciar cómo los cartagineses se repartían el botín de los víveres acumulados con gran esfuerzo y trabajo por parte del ejército romano del año anterior sin hacerles frente, sin hacer nada. Y además, las patrullas de aguadores romanos, cuando se acercaban al río próximo, el Aufidus, para aprovisionarse del líquido necesario para dar de beber a hombres y caballos, eran atacadas por la caballería númida sin que Emilio Paulo diera instrucciones más allá de proteger a las partidas de aguadores lo suficiente como para que realizasen su tarea sin devolver la provocación con expediciones de represalia que pudieran llevar a un enfrentamiento campal de los dos ejércitos al completo.

—¿Hasta cuándo hemos de parecernos a Fabio Máximo? —preguntaba Terencio sin mirar a su colega en el mando, sino dirigiéndose al gentío de legionarios que los rodeaba—. ¿Cuándo tendrá nuestro querido colega el ánimo de entrar en combate? —Y elevando el tono de voz—. ¿Para eso ha alistado Roma al mayor ejército de su historia, para que asista como niñas asustadas al espectáculo de su enemigo robándole la comida y el agua? ¿Somos legiones de Roma o pobres mujerzuelas aterrorizadas?

Emilio Paulo sabía que era difícil dar respuesta adecuada a la demagogia de su contrincante. Los legionarios se sentían seguros por su elevado número, por formar parte no de una ni dos ni cuatro, sino de hasta ocho legiones. Nunca antes se habían visto formando parte de una fuerza tan gigantesca. Nada podría detenerlos y menos el absurdo y cobarde desánimo de un cónsul viejo como Emilio Paulo. Éste sentía las miradas de desprecio de los legionarios y escuchaba los cada vez más frecuentes susurros entre dientes de los centuriones. Sólo contaba con el apoyo de sus tribunos de confianza, como el joven Publio, Cayo Lelio y algunos otros, y la coincidencia en valorar la cautela como la estrategia que se debía seguir de Servilio, uno de los cónsules del año anterior; pero era Terencio Varrón el que dominaba las almas del ejército y a quien los legionarios parecían estar más dispuestos a creer.

—Si no mandas atacar hoy, seré yo quien lo haga mañana —y con esa promesa Terencio se alejó arropado por sus tribunos, vitoreado por la gran mayoría de los legionarios que asistían interesados al enfrentamiento de sus cónsules.

Al día siguiente, fiel a su palabra, el cónsul Terencio Varrón ordenó que salieran las legiones y la caballería y que se dispusiesen en formación de combate en la llanura que se extendía entre Canusium y Cannae[M], entre el campamento general romano y las posiciones cartaginesas. Aníbal fue avisado en su tienda aquella mañana mientras aún yacía medio dormido sobre su lecho.

—Los romanos están sacando a su ejército —le informó Maharbal.

Aníbal se levantó con celeridad y mientras se ponía la coraza revisaba los planos que sus oficiales habían elaborado de la comarca. Maharbal indicó sobre uno de los mapas el lugar exacto en el que los romanos se estaban desplegando.

—¿Al sur del río? —preguntó Aníbal, pero no esperaba contestación, era como si hablase para sí mismo, por eso el asentimiento de su jefe de caballería quedó sin respuesta por parte del general en jefe. El general Himilcón y su hermano Magón entraron en ese momento. Ambos se acercaron a la mesa de los mapas.

—Que salga la infantería ligera —empezó a explicar Aníbal— y la caballería. Ocho mil infantes, pero toda la caballería. De momento reservaremos la infantería africana.

Las órdenes se transmitieron veloces y al cabo de unos minutos el cónsul Terencio Varrón llenó su rostro con una amplia sonrisa.

—Salen —dijo mirando a sus tribunos—, por Cástor y Pólux, las ratas cartaginesas salen de su madriguera. Que avancen las legiones.

La formación romana avanzó con turmae de caballería intercaladas entre los manípulos de las legiones. En medio del campo de batalla la infantería ligera cartaginesa entró en combate con los velites. Los inexpertos legionarios apenas resistieron la primera acometida cartaginesa, pero Varrón ordenó que la infantería pesada de la retaguardia los sustituyese consiguiendo nivelar las fuerzas y, en poco tiempo, hacer que el fiel de la balanza se inclinase a su favor. Para ello contó con la ayuda de los lanzadores de jabalinas y la caballería. Los mercenarios cartagineses lucharon con fuerza, pero el poder de la infantería pesada de las legiones les hizo perder terreno y sólo la presencia de la inmensa caballería cartaginesa impidió el desastre absoluto. Algunos oficiales cartagineses solicitaron la salida de la infantería africana pesada, los más veteranos de las fuerzas expedicionarias, pero Aníbal se negó sin dar más explicaciones. En ese estado de cosas, el combate se convirtió en un repliegue continuo de las tropas cartaginesas, que resistían como podían la embestida de las legiones, hasta que, con la caída del sol, Aníbal ordenó la retirada completa y el refugio de todas sus fuerzas de a pie y a caballo en las fortificaciones de Cannae.

Terencio Varrón vio su victoria absoluta truncada por la llegada de la noche. Los dioses le eran esquivos, pero su orgullo crecía en su pecho.

—Sólo el descanso del sol nos ha privado de aniquilar al enemigo. Sólo han ganado un poco de tiempo. Mañana podremos rematar el trabajo.

Los romanos no se replegaron hacia Canusium sino que Varrón ordenó establecer el campamento general allí mismo, en el centro del valle, donde habían obligado a Aníbal a replegarse. Durante la noche los dos cónsules reavivaron el debate sobre la estrategia a seguir. Emilio Paulo seguía incómodo con aquella situación. Aníbal no había sacado a todas sus fuerzas, ¿por qué?

—¿Por qué el cartaginés no quiso combatir hoy con todo su ejército? —Emilio Paulo preguntaba a Varrón y los oficiales presentes. Una hoguera en el centro del espacio demarcado por las tiendas de los oficiales iluminaba la escena proyectando sombras temblorosas que se estiraban por el suelo en un extraño baile de siluetas negras.

—No es eso lo que debe preocuparnos —respondió Varrón visiblemente contrariado por la tozudez de su colega en el mando—, ¿qué me importa a mí lo que haga ese cartaginés? El caso es que hoy hemos sacado las legiones y se han tenido que refugiar. Todo confirma que debemos promover una batalla campal y combatir con todas nuestras fuerzas y así terminaremos con esta pesadilla que parece asustar tanto a nuestro colega en el mando.

Algunas risas apagadas se dejaron sentir entre los presentes. Emilio Paulo, con semblante adusto y serio, se dirigió a los que reían con tono firme y seco.

—Mañana me corresponde el mando y se actuará según mi parecer ya que todo acuerdo con mi colega resulta inútil.

Con esas palabras Emilio Paulo se retiró a su tienda seguido por el joven Publio, Cayo Lelio y el resto de los tribunos de su confianza.

Aníbal escuchaba el viento de la noche. Sabía que el día había dejado mal sabor de boca entre sus hombres y hasta entre sus generales más próximos, como su propio hermano pequeño o el mismísimo Maharbal. Una extraña batalla la de aquel día. Mañana tendría el mando Emilio Paulo. No habría combate, al menos generalizado, campal. Todo tendría que ocurrir, pues, pasado mañana. Quedaban cuarenta y ocho horas. El viento se deslizaba hacia el norte. El Volturno lo llamaban los habitantes de aquella región. Un viento fuerte en los días del estío, siempre hacia el norte. Hoy habían combatido al sur del río y el aire cogió de costado a ambos contendientes. Luego estaba el sol pero aquello resultaría demasiado obvio incluso para alguien tan impetuoso como el nuevo cónsul Varrón. No, debía ser más sutil. Lo que estaba claro es que debían conducir el enfrentamiento al otro lado del río, pero ¿cómo llevar allí al grueso del ejército romano? De momento, con relación al otro lado del río, los romanos sólo se habían limitado a establecer un pequeño campamento al norte del Aufidus pero de pocas tropas, diseñado sólo para dar apoyo a los aguadores de las legiones. Sí, miró entonces al suelo y luego al cielo lleno de estrellas en aquella noche cálida. Se luchará al norte, más aún, se combatirá hacia el norte, acariciados por aquella brisa. Eso era una parte, el principio, luego quedaba cómo concluir aquel enfrentamiento. Éstas podían ser sus últimas cuarenta y ocho horas en Italia, en el mundo, o el principio de todo y el fin de Roma. Aníbal sostenía entre sus dedos los dados con los que tropezó unos días antes. La vida y la muerte, una extraña partida. Pensó en tirar los dados al suelo y ver qué números salían, pero se lo pensó mejor y no lo hizo. ¿Superstición? ¿Miedo? Sacudió su cabeza y, paseando despacio por el campamento, protegido de cerca por un nutrido número de africanos que, a una respetuosa distancia, vigilaban por la seguridad de su general, se encaminó hacia su tienda.

Al día siguiente, Emilio Paulo confirmó sus dudas. Se sentía mal ubicado, en medio del valle. Los cartagineses lanzaban escaramuzas continuas contra las fuerzas del campamento romano de apoyo establecido al otro lado del río, amenazando la tarea de recogida de agua y humillando a los romanos en pequeños ataques, donde los jinetes cartagineses dejaban muertos a decenas de soldados que poco podían hacer para guarecerse de los rápidos embates africanos. Emilio Paulo dio orden de que un tercio, pero sólo un tercio de las tropas cruzara el río y fuera al norte para defender a los aguadores estableciéndose en el segundo campamento romano. La llegada de parte de las legiones al norte del Aufidus hizo que de nuevo los cartagineses, con la caída de la tarde, se replegaran después de rehuir con cuidado un enfrentamiento abierto con las tropas recién llegadas desde la orilla sur del río.

La noche llegó, pero esta vez no hubo debate entre los cónsules en el cuartel general. Varrón y Emilio Paulo no tenían nada que decirse; se limitarían a turnarse en el mando.

Amaneció el 3 de agosto de 216 antes de Cristo. Aníbal había dado orden de repartir un desayuno extraordinario entre sus hombres antes del alba, excepto en el caso de los jinetes númidas, a los que había hecho acostarse con la caída del sol y comer algo de madrugada. Cuando el sol despuntaba, los romanos establecidos al norte del río recibieron el ataque de toda la caballería númida con una inusitada fuerza y ansia de lucha. Las legiones allí establecidas consiguieron repeler el ataque pero ¿qué ocurriría si los cartagineses sacaban más tropas desde Cannae y las enviaban al norte del Aufidus? El cónsul Terencio Varrón, al mando del mayor ejército de Roma, ordenó que el resto de las legiones que aún permanecían al sur del río cruzasen el mismo, vadeando su cauce escaso en aquellos días del verano, acompañadas por toda la caballería.

Aníbal, desde lo alto de una de las semiderruidas torres de la fortaleza de Cannae, vio cómo con el alba todo el ejército romano cruzaba el río y se establecía al norte, desplegándose siguiendo el curso del mismo hacia el Adriático. Respiró hondamente. Al norte, por fin, están al norte. Lanzó entonces al aire, muy altos, los dados que guardaba entre sus dedos desde el día que conquistaran aquel fortín y los vio volar desplazándose ligeros hacia el norte empujados por la intensa y creciente brisa de aquella mañana. No se quedó para ver con qué números le favorecían —o no— los dioses. Lo que quería que le dijeran los dados ya se lo habían dicho al desplazarse varios metros hacia el norte navegando en el cielo empujados por el viento. Bajó de la torre donde le esperaban su hermano Magón, su jefe de caballería y el resto de los oficiales.

—Desplegamos las tropas. Formación de ataque según lo planeado, a lo largo del río, todos al norte del Aufidus. Hoy es el día. Un día grande, para bien o para mal. Y que Baal y el resto de los dioses estén con nosotros.

En lo alto de una de las torres de Cannae, tres dados apuntaban al cielo con tres seises.

Varrón dio orden de que todas las legiones menos una y sus correspondientes tropas aliadas partiesen hacia el norte del río. Dejaba en el campamento del sur unos once mil hombres de reserva con la misión de atacar el campamento cartaginés una vez éste quedara semivacío si Aníbal respondía por fin sacando también todas sus tropas para plantear una batalla en campo abierto. Quedaban otros tres mil hombres en el pequeño campamento de apoyo al norte del Aufidus.

Publio cruzó el río junto con Lelio entre las legiones que debían posicionarse en el centro de la formación. Estas legiones estarían bajo el mando de Servilio y Atilio, ambos cónsules del año anterior, el segundo en sustitución del malogrado Flaminio. Por su parte, Terencio Varrón quedaba al frente de la caballería aliada en el flanco izquierdo y Emilio Paulo al mando de la caballería romana en el flanco derecho. El sonido de las tubas y las voces de los oficiales se escuchó durante minutos mientras se establecía el despliegue completo de las tropas. Publio avanzó hasta las primeras filas de los manípulos desde donde pudo observar la infantería ligera de los velites adelantada al resto de las tropas. Miró a ambos lados y observó cómo el ejército romano se extendía varios kilómetros en ambas direcciones. Hasta donde su mirada alcanzaba sólo se veían legionarios y más allá aún, fuera de su campo de visión, en sendos extremos de la interminable formación, sabía que estaban las turmae de la caballería aliada y romana. Miró entonces al frente. Ante el ejército de Roma Aníbal sacaba todas sus fuerzas de Cannae, que también cruzaban el pequeño río Aufidus. De esa forma el cartaginés iba a luchar de espaldas al curso del río. Era cierto que no era un gran río y que apenas llevaba agua y que no era invierno, sino agosto, de modo que, al contrario que en Trebia, el agua fresca del río era más un alivio que una dificultad. Pero le extrañaba que Aníbal, tan detallista en la elección de los enclaves para luchar, no hubiera tenido en cuenta aquello. Era como si quisiera poner a sus hombres una barrera que les impidiese retroceder, una señal inequívoca de la decisión de su líder: combatir hasta el final. ¿Y si ordenaba un repliegue? El río dificultaría la maniobrabilidad de sus tropas. ¿Por qué elegir ese sitio? Miró al cielo. No podía ser por tener el sol a sus espaldas, pues los romanos encaraban el sur, de modo que la luz del sol vendría para ambos por uno de los flancos sin menoscabar la visión a ninguno de los dos ejércitos. Había una suave brisa que a medida que amanecía y el cielo se poblaba de luz cobraba más intensidad.

—Es impresionante —comentó Lelio señalando al frente. Las tropas de Aníbal se habían desplegado ocupando la misma distancia que las romanas, casi tres kilómetros.

Publio asintió admirado por el poderío del cartaginés y la disciplina de sus tropas pese a estar compuestas de mercenarios de las más diversas regiones del mundo. En Tesino y en Trebia no hubo tiempo para apreciar el poder del enemigo.

Los cartagineses y sus aliados cruzaron el río en dos columnas, protegido el desplazamiento de los hombres por arqueros y lanzadores de jabalinas en la parte frontal, de modo que si los romanos decidían atacar antes de terminar el despliegue pudieran repeler la agresión con una lluvia de todo tipo de armas arrojadizas que diera tiempo a su propia infantería a reaccionar. No parecía dejar Aníbal mucho margen para la improvisación. Durante el despliegue cartaginés Publio continuó meditando sobre el río: vadeable sí, pero un obstáculo para todos, también para los propios romanos que, en caso de romper los flancos de la formación cartaginesa verían complicado atacar por la espalda a un enemigo que podría replegarse hacia el río. Después de todo, quizá aquella idea no fuera tan mala.

Una vez concluidas las maniobras de posicionamiento de las tropas, en el centro, justo enfrente de ellos, apenas a unos mil pasos se veía a hombres desnudos pintados con colores ocres, algunos azules y largas melenas, armados con gruesas espadas y lanzas; eran los galos que se habían unido a Aníbal desde su entrada en Italia; junto a ellos se veían los iberos vestidos con túnicas blancas y púrpuras blandiendo sus gladios de doble filo terminados en punta. Ambos grupos llevaban escudos y los golpeaban emitiendo un ensordecedor estruendo que surtía efecto en su objetivo de intimidar al enemigo. Publio miró hasta donde su vista se perdía buscando la caballería enemiga. En el horizonte observó los movimientos de grandes grupos a caballo que se establecían en las alas de la formación cartaginesa. Lo que no podía era discernir bien dónde se ubicaban los jinetes númidas y dónde los galos e iberos. Habían quedado con Emilio Paulo que éste les enviaría mensajeros con lo que ocurriera en su flanco para, de esa forma, estar comunicados durante la batalla. Al cabo de unos minutos, un joven centurión se acercó a Publio y Lelio con la información que anhelaban.

—Vengo desde la posición del cónsul Emilio Paulo —empezó el oficial—; es la caballería gala e ibera la que tienen enfrente. Unos ocho mil jinetes.

Lelio y Publio se miraron. Sabían lo que eso quería decir. El cónsul apenas contaba con dos mil cuatrocientos jinetes entre todas sus turmae de caballería.

—¿Se sabe algo del otro flanco? —preguntó Publio al centurión.

—Sí, dicen que son los númidas los que tiene frente a sí el cónsul Varrón, pero éstos son bastantes menos, unos dos mil, aunque es difícil de precisar ya que se mueven constantemente.

—Bien, centurión. Vuelve a tu posición.

El oficial se retiró por entre los manípulos de la infantería de regreso hacia la ubicación del cónsul que lo había enviado con aquel mensaje.

—Es imposible que el viejo aguante —comentó Lelio en referencia a Emilio Paulo.

—Es cierto —coincidió Publio—; pierde en una proporción de tres a uno y los galos e iberos son ya jinetes curtidos en muchas batallas. Ese flanco lo perderemos sin duda, sólo espero que el cónsul pueda replegarse a tiempo con las legiones.

—Varrón debería aguantar —añadió Lelio— eso nivelaría las cosas.

—Debería, tú lo dices, pero los númidas son los mejores guerreros a caballo que he visto nunca en combate; no tengo claro que Varrón sepa bien cómo combatirlos y, si perdemos ese otro flanco, nos quedaremos sin apoyo de la caballería. La batalla la tendremos que ganar aquí.

Nuevamente miró hacia el frente: galos e iberos agitaban los brazos con sus espadas en alto y en los extremos de la infantería estaban los soldados africanos, los más experimentados de Aníbal, los que habían luchado con él primero en Hispania y luego en toda su travesía por la Galia, los Alpes e Italia. Iban equipados con escudos, espadas, corazas y pila romanos, sustraídos a los cadáveres de las legiones arrasadas en Trebia y Trasimeno. De hecho, era difícil diferenciar aquellas tropas de las propias legiones de Roma. Excepto… Se veía que disponían de más espacio para cada soldado y más espacio entre líneas. Publio se volvió hacia sus tropas y observó que la orden de Varrón de invertir la configuración normal de los manípulos había hecho que los legionarios estuvieran mucho más agrupados de lo normal sin casi espacio para maniobrar. Como disponían de muchos más hombres, si se extendían en la formación clásica, varios miles de legionarios habrían quedado en las márgenes de la formación del ejército sin estar confrontados con las tropas de Aníbal, que eran la mitad en número. Varrón había ordenado que, en lugar de que cada manípulo tuviera dieciséis soldados al frente y diez filas de profundidad, que, de forma excepcional, aquel día, cada manípulo se constituyera con sólo diez soldados en cada fila con una profundidad de dieciséis filas. Eso daba mayor profundidad al inmenso ejército romano, y, en teoría, permitiría que todas las tropas entrasen en combate; sin embargo, Publio observaba cómo, una vez introducida esa modificación, el resultado final era un gigantesco apelotonamiento de hombres en una densa malla de soldados con apenas espacio para maniobrar. Sesenta y seis mil legionarios, no obstante, deseosos de entrar en combate imbuidos de las ansias de victoria transmitidas por Varrón y sus oficiales. Sí, concluyó Publio, tenían una gran superioridad numérica, pero eso no fue suficiente para los persas en Gaugamela frente a Alejandro.

El cónsul Terencio Varrón dio orden de que los velites se pusieran en movimiento y entrasen en combate con la infantería ligera de Aníbal que también se encontraba avanzada. Así empezaron los primeros enfrentamientos de aquel largo día. Los guerreros más jóvenes de ambos bandos luchaban en pequeños grupos avanzando y retrocediendo alternativamente sin que ninguno de los dos bandos consiguiera vencer con claridad. Las posiciones de la infantería pesada se mantenían fijas hasta que Aníbal decidió terminar con aquellas escaramuzas y dar comienzo a la auténtica batalla.

El general cartaginés, al contrario que Terencio Varrón, que estaba en uno de los flancos con la caballería, se situó en el centro mismo de su ejército. Había confiado a su general Himilcón la caballería gala e ibera para que barriese a los jinetes romanos, mientras que a su hermano pequeño Magón lo retuvo consigo en el centro para tener a alguien de máxima confianza que le ayudase a dirigir las complicadas maniobras que había diseñado para con sólo treinta mil infantes enfrentarse a unas legiones romanas que le doblaban en número. A Maharbal le había mandado la misión más complicada: detener con sólo los dos mil númidas el avance de la caballería romana aliada al mando del cónsul Varrón. Sabía que Himilcón no tardaría en abrirse camino y no dudaba de que, si bien Maharbal pudiera ser que no consiguiera una victoria, era seguro que por allí no avanzaría Varrón con comodidad.

—¡Que avancen las falanges de galos e iberos! —dijo Aníbal; los había situado en el centro, entre otras muchas cosas porque desconfiaba de su lealtad y nada mejor que hacerles entrar en combate los primeros para asegurarse de que no huirían si las cosas se torcían.

Publio observó cómo las primeras líneas del centro de la formación cartaginesa avanzaban hacia ellos, sin embargo, la infantería africana de los extremos permanecía en sus posiciones. Aquello era extraño.

—¿Qué hacen? —preguntó Publio; pensaba que por su juventud aquél podía ser un movimiento que desconociera. Desde luego no estaba en ninguno de los volúmenes que había estudiado sobre estrategia militar y no era la forma en la que Aníbal había combatido en batallas anteriores.

—Ni idea —dijo Lelio, encogiéndose de hombros—; supongo que preserva parte de sus tropas como reserva. Sabe que le doblamos en número.

Pero la infantería gala e ibera avanzaba además de una forma peculiar, adelantándose más en el centro y menos en las alas, creando unas líneas de soldados curvas. Publio y Lelio, ubicados en la tercera legión, estaban no en el centro, sino hacia la derecha de la formación romana, de forma que cuando aquel avance galo-ibero adquirió la curva que trazaban en el campo de batalla, impedían la visión de lo que pasaba al otro lado de la llanura. Publio no podía verlo, pero intuía que Aníbal estaba dibujando una formación convexa cuyo diámetro en su parte inferior alcanzaría casi dos kilómetros, dejando en la base sendos grupos de infantería pesada africana sin moverse.

Varrón ordenó el avance del ejército romano. Publio y Lelio transmitieron las órdenes que llegaban del mando supremo del ejército a sus subordinados. Las legiones de Roma, en perfecta formación en línea recta, se adentraron en la llanura, pisando con sus decenas de miles de sandalias, pisadas que se unieron a los millares de los galos e iberos, contribuyendo todos con aquel movimiento de millares de hombres a levantar grandes nubes de polvo que despegaban de la tierra seca de aquel territorio sin siembra en medio de un caluroso verano. La brisa de la mañana se había transformado en un intenso viento que ascendía desde el sureste hacia el noroeste, arrastrando consigo todo el polvo que levantaban las grandes masas de soldados en movimiento, barriendo el valle justo en dirección opuesta al avance romano. Publio comprendió entonces por qué Aníbal había decidido luchar aquel día y en aquel lugar. El polvo cegaba a los romanos en su avance, dificultando su visión. Para ver tenían que protegerse el rostro, pero llevando una espada en una mano y un escudo en la otra aquello era complicado y ¿de qué desprenderse? La espada era imprescindible. Algunos optaron por abandonar el escudo, pero la lluvia de dardos y jabalinas que lanzaban los iberos hizo que la mayoría decidiese mantener en sus manos ambas herramientas y semicerrar los ojos para disminuir la molestia del polvo en movimiento veloz por el valle del Aufidus.

Publio acertó a ver a varios iberos que se acercaban a toda velocidad hacia su posición. Con el escudo frenó el potente golpe de una espada y con su arma pinchó por debajo del escudo a su atacante. Sus flancos quedaron cubiertos por un centurión y varios legionarios de los principes y los hastati. En el cuerpo a cuerpo la importancia del factor viento disminuyó un poco, aunque seguía siendo molesto y un obstáculo añadido que Terencio podría haberles ahorrado planteando la lucha en perpendicular al río. Claro que aquello era mucho pedir al cónsul al mando. Lelio, al que había perdido de vista por unos momentos, reapareció, su coraza cubierta de sangre, pero, a la luz de la agilidad en sus movimientos, debía de ser sangre enemiga.

—¡Adelante! —gritó Lelio animando a los enardecidos legionarios a avanzar contra los mercenarios de Cartago. Publio y Lelio combatieron juntos y, apoyados por los manípulos de legionarios, pronto avanzaron al tiempo que galos e iberos perdían terreno dejando cadáveres de compatriotas en su retirada, cuerpos acuchillados por las espadas romanas que eran pisoteados por las legiones en su incontenible avance. Hubo un pequeño receso al replegarse el enemigo con rapidez y reagruparse en nuevas líneas dejando unos veinte pasos entre un ejército y otro. Los romanos aprovecharon para reemplazar sus primeras líneas, agotadas ya por el esfuerzo, por la retaguardia dando paso a los triari. Publio y Lelio dejaron también que otros oficiales los relevaran en el mando de la infantería de primera línea y, así, aprovecharon para recuperar el resuello.

—¿Todo bien, Publio? —preguntó Lelio.

Publio tenía un pequeño corte en un brazo, aunque de escasa importancia, y el brazo del escudo le dolía por los golpes recibidos, pero, en general, estaba bien.

—Bien, bien —respondió entrecortadamente por lo rápido de su respiración. Sólo necesitaba un poco de aire. Desde la retaguardia observó cómo los triari proseguían con el avance que habían iniciado ellos. Los galos e iberos continuaban replegándose. La antigua formación convexa de las tropas cartaginesas había desaparecido en el continuo repliegue de su infantería hasta el punto de invertirse y empezar a crear una especie de bolsa, un saco sostenido en ambos extremos por las impertérritas falanges de la infantería pesada africana, que seguía sin entrar en combate. Los iberos y los galos estaban siendo barridos por los romanos, pero en su persecución atraían a las legiones hacia aquel saco que parecían guardar las tropas africanas.

—Esto no me gusta —dijo Publio, señalando a las tropas africanas que seguían sin participar en la batalla.

—A mí tampoco —confesó Lelio.

Ala izquierda cartaginesa

—Himilcón —ordenó Aníbal—, que Himilcón ataque ahora. ¡Quiero la caballería romana fuera de combate! ¡Ya!

Un jinete llevó la orden al galope. Himilcón asintió cuando el jinete le transmitió el deseo del general en jefe. No lo dudó un segundo y la caballería ibera y gala se lanzó hacia los caballeros romanos.