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El mayor ejército de Roma

Roma, primavera de 216 a. C.

Emilia, junto con gran número de familiares y amigos, se acercó hasta el Campo de Marte para despedir a las legiones que marchaban para terminar, en esta ocasión de una vez por todas, la guerra con Aníbal. El Senado había aprobado la decisión, propia de tiempos de emergencia, de incrementar el número de soldados por legión de cuatro mil a cinco mil. Y no sólo eso, sino que se había acordado proporcionar a los nuevos cónsules de aquel año, Terencio Varrón y Emilio Paulo, que al final accedió a presentar su candidatura según le habían pedido amigos y clientes, no dos legiones a cada uno, sino el doble: de forma completamente inédita en la historia de Roma, en aquel año de 216 a. C. se reclutaron hasta ocho legiones de cinco mil legionarios, a las que se completó con trescientos jinetes cada una, más las fuerzas aliadas y su propia caballería, hasta crear así el mayor ejército que nunca antes Roma había puesto en marcha: una inmensa fuerza armada de ochenta y siete mil hombres, el mayor ejército en la historia conocida por los romanos. Los cartagineses disponían tan sólo de entre cuarenta y cincuenta mil hombres, según todos los informes de exploradores y espías cotejados por el Senado.

Emilia había tomado posición en una ladera del Campo de Marte y desde allí observaba cómo las tropas desfilaban abandonando la ciudad para salir al encuentro de los cartagineses. Roma estaba henchida de orgullo y la joven Emilia compartía aquella sensación de forma especial: su padre era uno de los cónsules al mando y su prometido, un joven y apuesto recién nombrado tribuno incorporado al servicio en una de las legiones de su padre; pero no todo era satisfacción en el corazón de Emilia. Ajena a la desmedida confianza que los romanos ponían en aquel nuevo ejército, la joven sentía en su estómago la desagradable tenaza del miedo. Su padre y su prometido iban a la guerra, de nuevo. No temía tanto por su padre, al que había visto ir y venir en tantas ocasiones regresando siempre victorioso, como cuando venció en la guerra de Iliria, pero su querido Publio era tan audaz y estaba tan deseoso de cumplir con honor su cometido como tribuno de la legión que, pensaba Emilia, no dudaría en poner en peligro su propia vida si el deber lo requería, como ya hiciera en Tesino para salvar a su padre y detener a Aníbal. Emilia no quería para nada que su joven prometido cometiera una cobardía, pero su corazón dictaba deseos que iban contra la razón y la patria.

—Lo siento —se había confesado ante su padre aquella misma mañana—, sé que es impropio de la hija de un cónsul de Roma comportarse así, pero es que… la verdad…

—La verdad —le ayudó su padre— es que quieres mucho a ese joven de los Escipiones, ¿no es así?

Emilia asintió, mirando al suelo, avergonzada. Acababa de pedirle a su padre que protegiera a su prometido y que evitara que pusiera en peligro su vida.

—Hija, escúchame bien. No hay que avergonzarse por querer de esa forma. Y pedir protección para un ser querido a tu padre no es indigno. No te puedo prometer que el joven Publio Cornelio no entre en combate, pues a eso vamos, pero te prometo una cosa, hija mía: ese joven que tanto te preocupa volverá sano y salvo a Roma. Volverá.

Emilia levantó su rostro y miró con ojos llorosos a su progenitor. Su padre había hablado con tanta seguridad que parecía absurdo ya hasta tener miedo por Publio. Su padre siempre había cumplido sus promesas.

Ahora, no obstante, asistiendo al desfile de las tropas desde aquella ladera, rodeada de las sonrisas y la seguridad de sus familiares y amigos, se dio cuenta de que se había pasado toda la mañana hablando con su padre sobre la seguridad de Publio y que había olvidado decirle que también se cuidara él, que también lo quería con locura, que sin él ella estaría como muerta. Estiró el cuello, porque los vítores de la gente anunciaban la proximidad de uno de los cónsules. En la lejanía, envuelto en una muchedumbre de decenas de miles de personas, acertó a ver la elegante figura de su padre caminando al frente de las legiones.

Emilio Paulo hizo llamar a dos tribunos para que le acompañaran durante la marcha de las legiones. En unos minutos el joven Publio y Cayo Lelio aparecieron y coordinaron su paso con el del cónsul para escuchar lo que el general en jefe tenía que comentarles sin detener el avance de las tropas.

—Fabio Máximo vino ayer a mi casa, por la noche —empezó el cónsul. Publio y Lelio, atentos, miraron a Emilio Paulo. Éste prosiguió con su relato.

»¿Os sorprende? A mí no tanto, no tanto. Estaba preocupado, por Terencio Varrón. Terencio le preocupa sobremanera y cuando algo pone nervioso a Fabio, éste no duda en dirigirse a quien considera oportuno. Así es Fabio: puede hacer el vacío a alguien durante meses o incluso atacarte en el Senado, pero en un instante, si necesita tu cooperación, se dirige a ti como si nunca hubiera cruzado una mala palabra contigo. Así es. Por mí que los dioses lo confundan, pero ayer estaba realmente tenso. “Emilio Paulo, —me dijo—, cuídate de su ambición; sé que la gente detesta mi estrategia prudente, pero es la única que realmente se ha mostrado como efectiva; me dirijo a ti, Emilio Paulo, porque sé que tu experiencia puede ver más allá de nuestros enfrentamientos pasados; apelo a tu conciencia para que influyas este año en el ejército y sosiegues el alocado ánimo de Varrón. Temo un desastre”. Y se fue.

—Sí, es extraña esa visita en mitad de la noche para comentar algo así —dijo Lelio.

—Más extraña es su preocupación —añadió Publio—, yo no he tratado mucho con Fabio Máximo, pero mi padre sí y no recuerdo que nunca le viera nervioso o preocupado.

—Exacto, exacto —se apresuró a intervenir Emilio Paulo—, lo que dices es muy adecuado; tu padre no te comentó que Fabio Máximo estuviera nervioso porque nunca lo ha estado, bueno, quizá… —dudó unos segundos, meditando, rememorando el pasado— sí, quizá cuando fuimos a Cartago, aquella embajada, ante la airada respuesta de los senadores cartagineses, todo ese griterío de voces a favor de la guerra; allí, diría yo, se sintió, me pareció detectarlo, incómodo, al menos incómodo, algo confuso quizá. Y aquella expresión la volví a ver ayer plasmada en sus ojos. Sí, era algo más: Fabio tenía miedo.

El silencio se apoderó de los tres. El paso rítmico de las legiones, en un avance acompasado de miles de soldados, generaba un poderoso estruendo, como un lento y constante bramido que ascendía por las laderas de las colinas de las afueras de Roma. Publio meditaba, al tiempo que avanzaba manteniendo el paso con el cónsul y su amigo Lelio. Era extraño aquel temor en un hombre como Fabio Máximo. Recordó entonces que una vez su padre le comentó que Fabio Máximo, además de senador, de cónsul y de dictador era augur, augur permanente: podía predecir el futuro. Eso añadía una dimensión adicional a su persona que acrecentaba el pavor que sentían por el anciano senador muchos de sus enemigos. ¿Habría visto algo Fabio Máximo en el futuro tan peligroso como para advertir a Emilio Paulo, uno de sus enemigos en el Senado? Publio echaba de menos a su padre. Emilio Paulo habló como si leyera los pensamientos de su joven tribuno.

—Lástima que Marte haya alejado a tu padre de nosotros. Su consejo hoy nos sería de gran valor.

—En todo caso —comentó Lelio—, tenemos ocho legiones y todas las tropas aliadas; éste es el mayor ejército del mundo. Yo creo que es Aníbal el que debe tener miedo, no nosotros. Es él el que está en territorio enemigo y cada vez con menos suministros. Algo de razón tenía Fabio en alargar la guerra, pero seguramente haya llegado el momento de poner fin a esta locura.

Emilio Paulo le miró sin decir nada y luego volvió sus ojos hacia el horizonte, hacia donde se encontraban las legiones bajo el mando de Terencio Varrón, que habían partido unas horas antes de la ciudad.

—Eso mismo creo que piensa Varrón —dijo el viejo cónsul—. La cuestión es saber si ya es el momento adecuado para terminar con Aníbal o si aún es pronto.

—Yo creo que la fruta está madura —insistió Lelio.

—¿Y tú, Publio? —preguntó el cónsul—. ¿Qué piensa nuestro tribuno más joven?

—Yo creo que si Fabio duda, debemos ser cautos. Recelo de su consejo, pero recelo aún más de ese general cartaginés. Aunque tengamos un ejército superior en número, creo que debemos ser cautos.

Emilio Paulo asintió con decisión.

—Te pareces cada vez más a tu padre —comentó—; seremos precavidos.

Publio sintió un profundo orgullo deslizándose por sus venas. Su mayor aspiración en la vida era aproximarse, al menos un poco, al gran prestigio y dignidad de su padre y, si fuera posible, al conocido valor de su tío en el campo de batalla. Las palabras de Emilio Paulo le hicieron sentir bien y, por unos minutos, la figura del temible general cartaginés quedó desdibujada entre los pensamientos más agradables de su mente.