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El principio del fin

Norte de Apulia, otoño de 217 a. C.

Fabio Máximo había esperado aquel momento desde que le llegaron las noticias de Roma a través de un mensajero oficial. El soldado, un decurión de la caballería, experto en el combate pero nervioso ante el todopoderoso senador, entregó las tablillas con las órdenes del Senado. Fabio Máximo las cogió y leyó con detenimiento, por dos veces consecutivas sin alzar la mirada, la decisión del Senado de Roma que igualaba en rango y poder sobre las legiones al dictador, él mismo, con su jefe de caballería. No se le despojaba nominalmente del rango de dictador pero, a todos los efectos prácticos, era una vuelta al reparto de poder propio de los cónsules. Cualquiera en Roma estaría agradecido por la delicadeza del Senado que sólo lo rebajaba a un grado similar a cónsul, pero para quien tiene por costumbre ostentar dicho cargo con cierta frecuencia, aquel mensaje no dejaba de ser humillante. Nada se decía sobre la venta de sus propiedades para hacer frente al pago de los prisioneros que tenía el cartaginés. Era de esperar. Con aquello no había conseguido más que acallar los crecientes rumores sobre un pacto secreto entre Aníbal y él mismo. Ningún agradecimiento a su sacrificio económico. Ningún reproche oficial ni ninguna pregunta tampoco sobre el asunto. Quizá fuera mejor así. Tampoco había esperado nada más que atajar los calumniosos rumores que la estrategia de Aníbal había puesto en marcha. Acabar con un rumor no era tarea sencilla. Dio por buena la pérdida de sus propiedades en la región. Quedaba el asunto de la equiparación de Minucio al mismo nivel que el dictador. Eso, ahora, era lo prioritario. Devolvió las tablillas al mensajero, que las sostuvo en su mano sin saber muy bien qué hacer con ellas.

—Has entregado tu mensaje; puedes retirarte —dijo Fabio y se quedó a solas para reflexionar.

Minucio Rufo no tardaría en llegar para reclamar su cuota de poder. Catón miraba al dictador en espera de información. Sin prisa, pero con atención. Un siervo diligente, dispuesto. Fabio Máximo compartió con él el contenido del mensaje, la orden del Senado.

—¿No hay forma de eludir ese mandato? —preguntó Catón, dudando, sin estar seguro de la oportunidad de su pregunta.

—¿Eludir esa orden? ¿Hacer como que no ha llegado? —Fabio meditó unos segundos—. No, no es posible. En el mejor de los casos eso sólo retrasaría lo inexorable. El propio Minucio seguramente vendrá con una copia de esa orden en sus manos. Es astuto como conspirador, lástima que en el campo de batalla su inteligencia se diluya notablemente. No, tenemos que acatar el mandato del Senado con diligencia, sin discutirlo. El Senado de Roma otorga y quita poder. Tendría que haber acudido personalmente al Senado —aquí se levantó y elevó el tono de voz—. ¡Esos imbéciles se dejan convencer por cualquiera! ¡Por Cástor, Minucio Rufo con poder de cónsul! Hay que resolver esto con agudeza, Marco, con inteligencia.

El dictador cerró los ojos y se quedó quieto; sabía que la solución estaba allí, en su cabeza.

Al cabo de unas horas la alta y orgullosa figura de Minucio Rufo trazó su perfil en la puerta de la tienda del dictador de Roma.

—Adelante, adelante, querido Minucio —dijo Fabio, con tono cordial invitando al recién llegado a pasar al interior, lo que éste hizo acompañado de varios oficiales de su caballería—. ¿Algo de vino?

Minucio rehusó el vino con el dorso de la mano, miró a su alrededor, vio a Catón y a varios tribunos de confianza del dictador y, volviéndose de nuevo hacia Fabio, mostró una tablilla. Fabio dejó la jarra de licor en la mesa y se sentó en su silla. Guardó silencio. No invitó a Minucio a sentarse. Miró la tablilla sin cogerla.

—Ya sé lo que pone —dijo al fin.

La fría respuesta del dictador no pareció incomodar a Minucio.

—Bien, pues a partir de mañana nos alternaremos en el mando de las legiones.

—No, no lo creo, Minucio.

—¿Perdón? —dijo el jefe de la caballería. Su tono de voz revelaba que no terminaba de creer lo que acababa de escuchar—. ¿Te niegas a obedecer el mandato del Senado de Roma?

Fabio sonrió lacónicamente. Se admiraba de la simpleza de su interlocutor. Los oficiales presentes en la tienda, tanto los favorables al recién llegado como los tribunos fieles a Fabio, estaban expectantes. Si Fabio Máximo no obedecía, eso sería rebelión militar, traición al Estado.

—No, por supuesto que no me niego a cumplir el mandato del Senado de Roma —aclaró el viejo senador para sosiego de sus afectos y confusión de sus enemigos políticos.

—Pues no entiendo a qué viene negarse al mando alterno de las legiones. Ésta es la costumbre cuando se dispone de un único ejército —insistió Minucio.

—Ah sí, un solo ejército, cuatro legiones, creo que ahora nos vamos acercando a la clave de este debate. —Fabio empezaba a disfrutar con aquella conversación; había sido derrotado en el Senado, su imagen estaba desacreditada y a la baja, pero era Fabio Máximo y ante sí sólo tenía un bufón—. Verás, querido Minucio, hay más formas de cumplir con el mandato del Senado que la de relevarnos al frente de las legiones en días alternos.

—¿Otras formas?

—Por supuesto —Fabio le miró como quien está diciendo «parece mentira que no caigas en la cuenta, querido amigo»—. Claro, Minucio —Fabio prosiguió con un intenso tono paternalista, hiriente para su interlocutor, que se veía obligado a escuchar como quien atiende a un maestro en la escuela—. Veamos. Te lo explicaré para que lo entiendas: el Senado nos ha equiparado en el mando sobre el ejército, lo que es, a efectos prácticos, y no me duele reconocerlo, volver al sistema consular; es como si tú y yo fuéramos cónsules, Minucio.

—Cónsules… sí… eso es cierto —aceptó Minucio mientras fruncía el ceño desconfiando, temiendo un subterfugio para engañarle.

—Bien, veo que me sigues. Tenemos cuatro legiones, es decir, dos ejércitos consulares. Te propongo un acuerdo para cumplir con el mandato del Senado, para que tú puedas ver satisfechas tus pretensiones de mando sobre el ejército y yo quede también contento: dividamos las legiones entre los dos, formemos dos ejércitos independientes.

Fabio observaba a su oponente en el mando que le escuchaba con la frente arrugada y los labios apretados. Fabio continuó hablando.

—Escucha, Minucio, es lo más práctico: tú y yo no nos vamos a poner nunca de acuerdo en cómo llevar la guerra contra el cartaginés. Un día tú querrás llevar al ejército a un sitio y al día siguiente yo lo querré llevar a otro. Así no llegaremos ninguno de los dos a nada. Con el pacto que yo te propongo tendrás dos legiones, con su correspondiente caballería y fuerzas aliadas a tu entera disposición durante estos meses que restan del año para que busques a Aníbal y le plantees batalla allí donde creas más oportuno. Incluso estoy dispuesto a más: dejaré que entres tú primero en combate con él. Minucio, te estoy dando esa oportunidad que estabas buscando. Sólo pido lo que el Senado me concede a mí también: el cincuenta por ciento del mando, es decir, el cincuenta por ciento del ejército. Piénsalo bien. Es justo lo que propongo. Y, aunque no sé si lo apreciarás, es sabio. O si no, al menos deberás admitir que es lo más práctico. Créeme, el mando alterno no es una buena política cuando se está en una guerra como ésta.

Minucio se pasó la mano derecha por la barba. Se volvió hacia sus oficiales y en voz baja intercambiaron algunas palabras. Fabio mantuvo su sonrisa mientras se servía una generosa copa de vino. Se llevó la copa a los labios y saboreó el caldo con deleite mientras esperaba la decisión de su colega en el mando. Minucio dejó a sus oficiales y encaró de nuevo al viejo senador al tiempo que éste dejaba la copa en la mesa y se cruzaba de brazos.

—¿Y bien, Minucio? ¿Cuál es tu decisión?

—Acepto. Dos legiones para cada uno con su caballería y sus tropas aliadas.

—Correcto. Dos legiones —dijo Fabio y se levantó—, la primera y la cuarta para ti, la segunda y la tercera para mí, ¿te parece bien?

Minucio se giró hacia sus oficiales. Varios asintieron.

—De acuerdo: la primera y la cuarta para mí.

—Bien —concluyó Fabio—, pues no hay más que hablar. El Senado ha sido obedecido. Mis tribunos se encargarán de organizarlo todo junto con los oficiales que tú designes y ahora, por favor, dejad que descanse un poco. Tenemos una guerra que seguir y no debemos olvidar que nuestro enemigo sigue siendo Aníbal.

Con esto se sentó en la butaca, cerró los ojos y escuchó cómo todos iban saliendo de la tienda. Cuando volvió a abrirlos, sólo Catón permanecía en el interior.

—Ya me marcho —dijo—, sólo quería manifestaros mi reconocimiento.

Y salió sin esperar respuesta del senador. Fabio se sirvió otra copa de vino, levantó el vaso y brindó mirando al cielo.

—Siempre es gratificante tener alguien entre el público que valore lo que haces. Quizá esto sea lo que sientan los actores. No sé. No sé. Lo suyo es teatro, lo mío, la realidad. En fin, como quiera que sea, hoy hemos salvado la mitad del ejército. La otra mitad, claro, está condenada a muerte.

Aníbal se sentía cómodo. De nuevo tenía ante sí la situación idónea: un nuevo jefe militar de Roma, Minucio Rufo en este caso, al mando de dos legiones, como si de un nuevo cónsul se tratara, igual de ambicioso que los anteriores que habían caído en sus emboscadas: Sempronio en Trebia, Cayo Flaminio en Trasimeno o el propio Publio Cornelio padre en Tesino. El general cartaginés oteaba el paisaje que separaba su campamento del campamento del recién ascendido Minucio.

—Esa colina —dijo señalando el centro del valle—, Maharbal, quiero que tomen esa colina y que se escondan entre aquellas grutas varias unidades de infantería ligera y de caballería.

En el centro del valle una colina pedregosa, llena de hendiduras y grietas que se entreabrían hasta constituir profundas cavernas, se alzaba irregular pero dominante como un vigía silencioso de aquel territorio. Al otro extremo de la misma, en la parte más honda del valle, el general romano había acampado con la primera y la cuarta legión. Aníbal detalló con más precisión sus órdenes. Maharbal escuchaba siguiendo con sus ojos las indicaciones que Aníbal hacía señalando en el paisaje que les rodeaba, marcando así las posiciones que debían ocupar los soldados aquella noche. Al caer el sol, el jefe de la caballería de Aníbal desplegó los hombres por las cavernas y las hendiduras del terreno, hasta ocultar quinientos jinetes y cinco mil soldados por las diferentes laderas de la colina.

Amanecía sobre las legiones primera y cuarta. Un centinela romano observó movimientos de tropas enemigas en lo alto de la colina que los separaba del campamento cartaginés. Dio la alarma y en pocos minutos Minucio Rufo había convocado a sus tribunos para establecer el plan de ataque.

—Hay que conquistar ese altozano e impedir que carguen sobre nosotros desde ahí. Aníbal juega a provocarnos. Se cree que es otro como Fabio o quizá el mismo Fabio contra el que sigue luchando. ¡Vamos a enseñarle al cartaginés por fin cómo combaten las legiones de Roma!

Los tribunos salieron enardecidos de la tienda del jefe de la caballería romana y empezaron a organizar el despliegue característico e imponente de las legiones de un ejército consular: los velites de la infantería ligera se ubicaron en primera línea de combate y avanzaron hacia las posiciones del enemigo en la colina; tras los velites, Minucio ordenó que se incorporara la caballería y al final la infantería pesada.

Los cartagineses, bien atrincherados en sus posiciones elevadas en lo alto del montículo, se mantuvieron firmes ante la primera embestida de los velites hasta el punto de conseguir que éstos tuvieran que replegarse detrás de la caballería y reagruparse con la infantería pesada romana al llover sobre ellos una intensa lluvia de jabalinas y dardos que diezmaron sus líneas. La caballería prosiguió el ascenso con el grueso de las legiones, pero cuando ya estaban a punto de entrar en lucha con las fuerzas cartaginesas apostadas en lo alto de la colina, las unidades de infantería y caballería que Aníbal había ordenado apostar por los diferentes recovecos naturales de todo aquel terreno empezaron a emerger de sus escondites sorprendiendo a los romanos por los flancos y la retaguardia o incluso surgiendo entre las propias líneas de la formación romana. El perfecto despliegue de las legiones se transformó en una batalla campal, que tenía lugar por todas partes en donde la estrategia romana había desaparecido para convertirse en una lucha cuerpo a cuerpo mortal y cruel. En este combate sin tregua los esforzados iberos y galos y las experimentadas tropas africanas y númidas empezaron a ganar terreno pese a la encarnizada resistencia de los romanos, heridos en su orgullo y azuzados por su general Minucio, que no cejaba en su empeño por mantener la formación de su ejército, algo que resultaba ya del todo imposible. Pronto el combate se transformó de igualada lucha a un repliegue confuso y convulso de los romanos perseguidos de cerca por la infantería y caballería cartaginesa. De nuevo, el desastre se cernía sobre otro ejército de Roma, cuando por el fondo del valle empezó a aparecer una larga columna de soldados avanzando a marchas forzadas, en perfecta formación, preparados para entrar en combate.

Aníbal observaba la batalla junto a sus generales. Todo marchaba según lo planeado, cuando nuevas tropas entraron en el valle. Al principio eran unas columnas de lo que parecía ser infantería ligera romana, pero al poco tiempo quedó dibujada sobre el extremo de la llanura la formación inconfundible de una, no, de dos legiones romanas más. Fabio entraba en acción acudiendo en auxilio de su colega en el mando. Aquello no entraba en los planes del general cartaginés.

—Nos retiramos —ordenó Aníbal.

Sus oficiales le miraron dudando.

—Nos retiramos, he dicho. Hemos diseñado un plan para derrotar a dos legiones no a cuatro. Nos retiramos.

Y sin esperar más, subió al caballo que le proporcionó un soldado y, junto con su guardia, se dirigió a Geronium, a la espera de la llegada de sus tropas.

Quinto Fabio Máximo paseaba acompañado de Catón. Atardecía y los últimos rayos del sol proyectaban infinitas sombras sobre aquel valle repleto de cadáveres y heridos. Cada ejército había perdido miles de hombres. Aún no tenían claras las cantidades exactas de muertos entre los legionarios ni de los caídos entre las filas del enemigo, pero al menos habían conseguido lo más cercano a una victoria, ya que el general cartaginés había optado por retirarse. Fabio Máximo había disfrutado con la sumisión de Minucio Rufo en su tienda, tras el desastroso combate que aquél había iniciado, rogando disculpas por sus desprecios anteriores y agradeciendo la intervención de Fabio para salvar a sus tropas y a él mismo de una muerte segura. Fabio había saboreado aquel dulce momento de victoria con avidez pero con el agrio conocimiento de saber que aquél era sólo un pequeño sorbo de lo que había ansiado para sí y los suyos. Contemplando los cadáveres desmenuzados sobre la tierra comprendió que, si bien aquel día había logrado una importante victoria, en el conjunto de las cosas su gran estrategia había fracasado. Sí, había conseguido varias victorias: había salvado su nombre y su prestigio con la venta de sus fincas para liberar a los prisioneros de anteriores batallas y había conseguido dejar claro que su forma de conducirse en la guerra no era incorrecta si se consideraba el desastre del ataque de Minucio, recién investido con el grado de codictador. Sin embargo, aun con el prestigio militar intacto, sus opiniones eran contestadas en el Senado y, por encima de todo, la guerra se alargaba más allá de sus designios. Todo tendría que haber concluido en aquel desfiladero de Casilinum de donde el cartaginés se le había escapado de entre la punta de los dedos. Aquél había sido el momento clave cuando la combinación de la noche, unos bueyes asustados y la inteligencia de aquel enemigo que se apuntaba ya como casi indestructible habían dado al traste con los designios de su gran plan: crear una guerra que fuera más allá de las guerras en las que hasta entonces había combatido Roma para que Roma, presa del pánico y el terror absolutos, temiendo por su propia existencia, recuperara la antigua tradición de la dictadura y, desde ese poder, poner él fin a aquel temor y de esa forma conseguir el dominio absoluto sobre el Senado, sobre Roma, sobre el mundo. Había sido un buen plan, una estrategia bien diseñada hasta que algo falló: Aníbal. A partir de ese momento, se daba cuenta, todo era posible y eso implicaba no sólo que pudiera no vencerse, sino que se pudiera caer en la más absoluta de las derrotas. Los legionarios a su alrededor, sus oficiales, Minucio Rufo, los senadores que recibían las noticias a esas horas, a través de los mensajeros, de la gran victoria de aquel día, todos estaban alegres, esperanzados. Fabio sintió la angustia de saberse solo en la clarividencia de sus augurios: Roma estaba al borde de su destrucción, aunque nadie más lo supiera. Sólo quedaba por saber el nombre del loco que capitanearía aquella ciudad hacia su naufragio definitivo.