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En el foro

Roma, final del verano de 217 a. C.

Emilio Paulo se encontró con su buen amigo y colega en el Senado Publio Cornelio Escipión, su joven hijo Publio y el amigo de este último, Cayo Lelio. Estaban paseando por el foro. A Emilio Paulo le acompañaban también su hijo primogénito Emilio y varios primos y otros familiares de los Emilio-Paulos. Los dos veteranos senadores enseguida empezaron a departir sobre el debate que acababan de presenciar en el Senado.

—Lo de Casilinum ha sido demasiado —empezó Emilio Paulo—. Muchos senadores están cansados de las tácticas dilatorias de Fabio. A mí me parece bien lo de reducir su mando. —Publio Cornelio padre asintió.

—¿Ha terminado la dictadura? —preguntó el joven Publio.

—No, no nominalmente —aclaró su padre— pero en la práctica sí: Fabio sigue como dictador, pero el Senado, de forma excepcional, ha decidido igualar a Minucio Rufo en la capacidad de mando.

—¿El jefe de caballería con el mismo mando que el dictador? Eso es absurdo —comentó el hijo de Emilio Paulo.

—Sí —continuó el viejo senador, su padre—, pero aún más: eso es humillante para Fabio. En cualquier caso eso es como si volviéramos en cierta forma al consulado con el dictador y el jefe de caballería con las mismas atribuciones que los cónsules.

—Fabio Máximo no digerirá bien esto —comentó Publio Cornelio Escipión padre, pero como si hablara para sí, como si pensase en voz alta.

Emilio Paulo le miró. Un breve silencio se adueñó del grupo. Al fin el experimentado senador se dirigió a su colega Publio.

—Lo digerirá como ha digerido tantas otras cosas, aunque es posible que Minucio Rufo se le indigeste, pero escucha bien, mi querido amigo, Fabio Máximo aún saldrá vencedor de todo esto. Tiempo al tiempo. No sé cómo pero recuerda mis palabras: Fabio Máximo es un superviviente, siempre lo ha sido y siempre lo será. De todas formas, lo importante de hoy es tu mandato de procónsul.

El joven Publio abrió los ojos y Cayo Lelio la boca. Sabían que se había hablado de enviar refuerzos a Hispania pero Publio Cornelio aún no les había desvelado nada, centrándose en comentar el debate sobre el mando de Fabio Máximo y Minucio Rufo, sin dejarles tiempo a preguntar por el asunto de los posibles refuerzos para Hispania. Emilio Paulo advirtió en la sorpresa del joven Publio, su muy probable futuro yerno, y del oficial que le acompañaba, Cayo Lelio, que había hablado de más.

—Lo siento —se disculpó—, creo que he dicho algo más de lo que correspondía.

Publio Cornelio padre levantó la mano y moviéndola en el aire quitó importancia al desliz dialéctico de su colega.

—Quería esperar a comentarlo en casa pero, bien, así es —continuó ahora mirando a su hijo—, he recibido el nombramiento de procónsul y la misión de acudir a Hispania con dos legiones de refresco para ayudar a Cneo en sus esfuerzos por mantener a los cartagineses a raya e impedir que puedan cruzar el Ebro y acudir a Italia a reforzar a Aníbal. En fin, eso es lo que hay.

—¿Eso es lo que hay? —Emilio Paulo echó una sonora carcajada—, por todos los dioses, si ha sido una de las escenas más entretenidas que he visto en el Senado en los últimos años. Los que apoyan a Fabio intentaban evitarlo a toda costa.

—¿Evitarlo? ¿Cómo? ¿Cómo puede oponerse a que se envíen refuerzos a Hispania? —preguntó el joven Publio, mirando con admiración a su padre que con tanta discreción llevaba lo de su nuevo nombramiento. Emilio Paulo, encantado de ser el encargado de informar a todo el grupo, prosiguió con su relato.

—Bien. Los defensores de Fabio han argumentado, con una retórica aceptable, que la prioridad es la guerra en Italia y que se necesitan todos los recursos, todas las legiones aquí, para frenar a Aníbal, pero claro, los hechos en esta ocasión han podido más que las palabras, y es que cuando Fabio se ausentó durante unos días para hacerse cargo de una serie de sacrificios aquí en Roma, Minucio aprovechó para enfrentarse abiertamente contra Aníbal obteniendo un resultado muy positivo, nada concluyente, eso es cierto, pero ha sido la primera vez que nuestro ejército ha plantado cara al invasor cartaginés en territorio itálico sin ser derrotado. Eso ha hecho subir muchos puntos a Minucio en el Senado. ¿Adónde nos conducirá este jefe de caballería aupado a codictador? Eso sólo los dioses lo saben. Personalmente tengo mis dudas sobre este ascenso, pero ha sido interesante ver cómo Fabio y los suyos pierden adeptos en el Senado. Aunque todo es cambiante.

—También —intervino Publio Cornelio, el recién nombrado procónsul—, hay que reconocer que el oscuro asunto de los terrenos de Fabio que no eran atacados por Aníbal ha pesado lo suyo.

—Sí, aunque hay que admitir, incluso admirarse ante la maestría con la que el viejo Fabio ha sabido responder a la tortuosa estrategia de Aníbal. De Fabio espero muchas cosas malas, pero no un pacto con Aníbal. Eso no. De lo demás es capaz de cualquier cosa.

—Estoy de acuerdo —admitió Publio Cornelio padre.

—En fin —prosiguió Emilio Paulo con sus explicaciones al grupo—, y luego la gran victoria de Cneo sobre Asdrúbal, el hermano de Aníbal, ha hecho que la balanza, joven amigo, se decantara a favor de tu tío y de tu padre en el asunto de Hispania. El resultado es que Fabio ha perdido esta mañana en el Senado: ha visto reducido su poder en Roma teniendo que compartir a partir de ahora el mando del ejército con Minucio y, a la vez, ver cómo se le entregan dos legiones a tu padre para acudir a Hispania como procónsul. Quizá habría ocurrido otra cosa si el propio Fabio hubiera estado presente para defenderse. Ahí la diosa Fortuna y el propio Aníbal nos han echado una mano. Ha sido un buen día. Los dioses reparten poder. Ellos sabrán bien lo que hacen. Estoy contento y tu padre, Publio, aunque no lo aparenta, porque tu padre es difícil que deje traslucir lo que piensa, también, así que os invito a comer algo a todos en mi casa; bueno, aunque es posible que alguno tenga otros intereses en mi casa más allá de probar mi comida y saborear mi vino.

El joven Publio bajó la mirada al suelo y, peor aún, sintió que las miradas de todos los reunidos se volvían hacia él. Y en el cúmulo de los desastres percibió que se sonrojaba mientras escuchaba cómo los dos senadores, Emilio Paulo y su propio padre se reían. Estaba claro que su interés por Emilia era público pero tampoco había por qué insistir sobre el asunto a cada momento. Su amigo Cayo Lelio intervino para alejar la atención del resto de su azorado compañero de batallas.

—Bueno, yo soy de los que se concentrarán en el vino, si no les parece mal.

—¿Mal? —preguntó Emilio Paulo—, en mi casa los que luchan por Roma en campo de batalla pueden beber hasta hartarse.

Lelio concluyó que aquel hombre era un gran senador y no pudo menos que considerar que la futura boda que empezaba a perfilarse y que uniría aún más si cabe a aquellas dos poderosas familias patricias sería un evento digno de no perderse.

Todo el grupo se dirigió hacia casa de Emilio Paulo. Publio Cornelio se situó junto a su hijo, caminando algo más despacio, dejando que el resto se distanciara unos pasos.

—Escucha, Publio, es importante lo que quiero decirte.

Su hijo le miró con atención.

—Bien, escucha. En los próximos días saldré para Hispania como hemos comentado. No sé el tiempo que estaré allí, pero por las noticias que nos llegan y lo que aprecio a leer entre líneas de lo que tu tío escribe en los mensajes oficiales al Senado, aquélla puede ser una campaña larga, más allá de las victorias conseguidas, pues los cartagineses tienen enormes recursos y fuerzas en todo aquel territorio, ¿me entiendes?

El joven Publio asintió. Le hablaba su padre, procónsul de Roma. Sentía respeto, admiración, interés.

—Bien —continuó el senador—, quiero que te quedes aquí, en la ciudad, y que cuides de tu madre y de tu hermano. Y sé que tendrás que volver a combatir, porque Aníbal es un hueso muy duro de roer y no sé si Fabio Máximo tiene claro lo complejo de la situación. Quiero que combatas con honor, pero evita los sacrificios inútiles. En Roma hay mucha gente ambiciosa pero no todos son buenos generales. Toma consejo de Emilio Paulo, es un hombre sabio y de gran experiencia en el campo de batalla; si coincidís, fíate de sus opiniones. Lelio es un buen amigo también. Presérvalo. Y atento a las maniobras de Fabio Máximo y ese joven que le acompaña, ese Marco… Marco…

—Marco Porcio Catón —completó el joven Publio.

—Sí, ése. No me gusta nada.

—También está Quinto, el hijo de Fabio.

—No, el hijo no me preocupa tanto; tiene ambición pero eso no es un delito, no le temo; incluso con el propio Fabio Máximo se puede hablar. Ya has visto hoy: aun como dictador, juntando las fuerzas adecuadas, se pueden conseguir cosas, pero ese Catón, ese Catón tiene la misma ambición que los Fabios, pero no sé si conoce límites a los medios para alcanzar sus objetivos. En fin, son varias cosas las que te he dicho en poco tiempo, pero sobre todo honor, prudencia y escuchar a los Emilio-Paulos y a Lelio en el campo de batalla. Creo que éstos son los mejores consejos que puedo darte. Y bien, lo de Emilia ya sabes que me parece bien.

Publio asentía a cada frase. Su padre parecía dudar. Al fin, se decidió a terminar sus pensamientos.

—Ahora lo que me preocupa es cuando tu madre se entere. La otra noche tuvo un mal sueño y sé que va a relacionarlo con mi nombramiento de procónsul. Yo no creo demasiado en todo eso, pero tu madre sí, y, a decir verdad, en alguna ocasión da la sensación como si sus ojos vieran más allá de lo que los demás alcanzamos a ver —y se quedó en silencio unos instantes—, en fin, ahora vayamos a casa de Emilio Paulo y correspondamos con afecto a su gentileza de invitarnos.

Padre e hijo aceleraron la marcha porque se habían quedado rezagados varias decenas de pasos. Lelio había observado que se quedaban atrás y fue a decirles algo pero vio al padre, al nuevo procónsul, hablando con seriedad a su hijo y comprendió que aquélla era una conversación privada y, con toda seguridad, de gran importancia. Sintió entonces una mano en su espalda y la voz del joven Lucio Emilio, el hijo del viejo senador.

—¿Te preocupas por Publio, el hijo mayor de los Escipiones?

—Bien, no, sí. Es mi amigo.

El joven Lucio Emilio asintió con consideración y respeto e invitó a Cayo Lelio a girar en una bocacalle para seguir al resto del grupo camino a su casa.