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Un error inesperado

Italia central, 217 a. C.

Fabio Máximo estaba dispuesto a terminar con el azote de Aníbal y asentar su poder en Roma. Reclutó dos legiones, relegó del servicio al cónsul Servilio y adoptó el mando de las legiones que éste dejaba sin licenciarlas, haciéndose así con el control de dos ejércitos consulares completos. Alejó a los pretores de Roma, remitiéndolos a Cerdeña y Sicilia, aunque allí no fuera especialmente necesaria su presencia. Sólo le quedaba dominar la ambición irrefrenable de su segundo en el mando, su jefe de caballería Minucio Rufo, una pequeña molestia impuesta por el Senado, un escollo solventable.

Aníbal, entretanto, se dedicó a arrasar las regiones limítrofes con Roma.

—Iremos debilitando a nuestro enemigo poco a poco, cercenando sus dominios hasta estrechar un cerco lento pero definitivo —solía decir entre sus oficiales. Su táctica iba a ser la de siempre: arrasar territorios amigos de Roma para obligar a sus generales a entrar en combate en un terreno preestablecido por él, adecuado para una emboscada. Así arrasó las tierras de los hirpini en la región del Samnium, tomando Telesia y destrozando Beneventum. Luego entró en Campania y asoló la mayor parte del rico ager falerni. Éstas eran tierras muy productivas, muy apreciadas por los romanos.

Fabio, sin embargo, evitaba entrar en combate con Aníbal, manteniendo las tropas alejadas de los valles, siempre vigilando al cartaginés desde las cumbres y los altiplanos de las montañas circundantes. De esta forma su ejército asistía impasible al espectáculo de fuego y desolación que el cartaginés extendía a su paso sin que nadie se le opusiera. Entre las filas de las legiones crecía la desazón y la decepción en su líder, un dictador que se negaba a usar el ejército para oponerse a los enemigos de Roma. Minucio Rufo agitaba a los soldados primero y luego a los propios oficiales en contra de la estrategia dilatoria del dictador. Fabio Máximo, no obstante, permanecía impasible a las críticas. Una noche conversaba con Catón, uno de los pocos que aún sentía fieles a su mando.

—¿Crees tú también que soy un cobarde, Marco? —preguntó Fabio Máximo, sentado en su triclinium, iluminado su rostro tenuemente entre las alargadas sombras proyectadas por dos pequeñas lámparas de aceite. Marco Porcio Catón respondió despacio, eligiendo con esmero sus palabras.

—No, no creo que seas un cobarde, aunque para muchos tu perseverancia en evitar entrar en combate con Aníbal pueda parecerlo.

—Bien; eres cauto y sincero. Sigamos. ¿Y por qué crees que evito el combate, si no es por cobardía? A fin de cuentas tengo cuatro legiones bajo mi mando, y todas las fuerzas latinas y aliadas. ¿Por qué, Marco, por qué Fabio permanece en las cumbres, escondido, mientras Aníbal arrasa los territorios de nuestros aliados?

—Esperas.

—Bien, Marco, muy bien. Tienes todo mi reconocimiento. ¿Y qué espero?

—Un error de Aníbal.

Fabio asintió con la cabeza. A veces se preguntaba si era bueno tener a alguien que empezaba a tener ideas propias a su lado. Por otra parte, alejarlo sería ganarse su ingratitud y no tenía claro que quisiera tener al joven Marco Porcio Catón como enemigo; pobre del que terminara siendo objetivo de sus intrigas futuras. A todo esto, ¿intrigaría Catón contra él? No. Aún no tenía la suficiente fuerza y además esperaba la ayuda de su mentor. Fabio confirmó las intuiciones de Marco.

—Exacto. Un error de Aníbal es lo que esperamos. Hasta ahora los anteriores cónsules no han hecho sino seguir los pasos marcados por el cartaginés y entrar en combate donde y cuando éste lo ha deseado y ¿con qué resultado? Escipión fue derrotado y cayó herido; ahora tendrá que emigrar a Hispania y buscar su fortuna en aquella tierra inhóspita combatiendo alejado de Roma junto a su hermano; Sempronio perdió clamorosamente en Trebia y está acabado política y militarmente y Cayo Flaminio, además de perder sus legiones, está muerto y enterrado. No, no me parece que combatir allí donde Aníbal quiera sea la mejor estrategia.

Catón escuchaba atento: tras una exposición tan sintética pero a la vez tan precisa de los fracasos de sus predecesores en el mando resultaba tan evidente que lo que ahora hacía tenía tal sentido que costaba creer que las intrigas de Minucio Rufo y sus veladas acusaciones de cobardía pudieran surtir efecto alguno entre los hombres y, sin embargo…

—Es cierto, pero las imágenes del ager falerni en llamas son difíciles de tolerar para los legionarios de Roma —dijo Marco, midiendo el tono de sus palabras.

—Lo son. Claro. Por eso ellos son legionarios y yo su dictador y jefe supremo.

No hubo más conversación aquella noche. Catón salió de la tienda y su figura se perdió entre las sombras.

Casilinum, Italia central, 217 a. C.

Aníbal había dado orden a los guías de dirigir el ejército hacia Casino, donde podrían encontrar tierras ricas, víveres y seguir con su táctica de arrasar regiones productivas y queridas por los romanos, presionando así aún más al viejo dictador para que éste, al fin, entrase en batalla campal.

Llevaban dos días de marcha, cuando Aníbal empezó a extrañarse por lo escarpado de las montañas que los rodeaban. Estaban en un valle profundo desde el que se contemplaba un paisaje agreste.

—Éste es un lugar inhóspito —comentó Aníbal entre dientes. Miró a su alrededor sin entender bien dónde se encontraban y frunció el ceño—. ¡Que vengan los guías!

Dos hombres con aire algo distraído, taciturno, profusas melenas, cubiertos de pieles de oveja, vinieron escoltados por guerreros númidas e iberos. Ambos guías procedían del norte de Italia, ganaderos galos próximos a la región del Po, que habían accedido a guiar a Aníbal por todos aquellos territorios a cambio de protección y dinero para sus familias. El general cartaginés había satisfecho con creces sus requerimientos en pago por sus servicios, pero cuando fueron conducidos aquella mañana ante Aníbal, éste presentaba un rostro temible.

—¿Dónde estamos? —preguntó el general de Cartago en un latín no muy bien pronunciado, lengua que usaban para hacerse entender con los galos.

Los guías dudaron. Era evidente que algo no marchaba bien.

—Llegando a Casilinum —dijo al fin el más mayor de los dos.

Aníbal no respondió, sino que abrió el ojo sano de forma sorprendente; luego se giró y se llevó una mano a la cabeza, acariciándose su larga cabellera con los dedos. Inspiró con profundidad. Sintió el viento que descendía por las agrestes laderas que lo envolvían. Observó la larga columna de su ejército, que se extendía varios miles de pasos, perdiéndose en el horizonte, zigzagueando por todo el lecho de aquel angosto valle. Seguía en silencio. Se llevó la otra mano a la cabeza y con ambas se mesaba los cabellos despacio, como intentando buscar una razón para lo sucedido. Espiró el aire que, sin saberlo, había contenido durante varios segundos en lo más profundo de su pecho y, al fin, se volvió de nuevo hacia los guías que, con ojos de miedo intentaban discernir en los gestos del general qué marchaba mal.

—Yo —Aníbal hablaba con exagerada lentitud— había ordenado conducir al ejército a Casino, no a Casilinum. —Tras sus palabras se alejó de aquellos hombres y se paseó durante unos segundos con los brazos en jarras. De nuevo se acercó a los guías—. Necesito que me respondáis con claridad y sin meditar un instante, si os paráis a pensar, ése será vuestro último pensamiento —y deslizó su mano hacia la empuñadura de la espada que llevaba ceñida al cinturón.

Los guías asintieron, tragando desesperación entremezclada con la saliva de sus bocas.

—¿Entendisteis bien mi orden de dirigirnos a Casino? —preguntó Aníbal.

—Sí —dijo uno de los guías con voz trémula.

—No —respondió el otro casi a la vez, dubitativo.

Aníbal los miró fijamente, esperando una aclaración. Al fin, el que había dicho que sí añadió una explicación.

—Bueno, no estábamos seguros del todo, pero pensamos, creímos…

Aníbal le interrumpió.

—¿Pensasteis, creísteis? ¿Y sobre una vaga creencia, en función de lo que pensasteis que se os había ordenado condujisteis a todo un ejército, a mi ejército, a esta trampa mortal?

Un oficial se acercó a Aníbal por la espalda.

—General, general. Tenemos informes de los exploradores de la retaguardia: los romanos han tomado los pasos por los que hemos accedido al desfiladero.

Aníbal levantó la mano y el oficial calló. Sin volverse a mirar a éste, sino manteniendo sus ojos fijos en los guías, volvió a preguntarles.

—¿Cómo sé yo ahora que no sois espías de Roma que nos habéis tendido una trampa al conducirnos hasta este callejón de montañas?

—No, no, mi señor, eso nunca. Ha sido un error —ambos hombres se esforzaban por persuadir al gran general cartaginés, pero, para mayor desesperación suya, vieron cómo aquél se alejaba y lanzaba una orden al grupo de oficiales que los rodeaba.

—¡Que los crucifiquen!

Los oficiales, ayudados de varios soldados cartagineses, apresaron a los dos guías, ahogaron sus súplicas a golpes y se llevaron a ambos hombres lejos de la visión del general.

Fabio Máximo, satisfecho, oteaba el horizonte desde lo alto de las montañas. Las tropas de Aníbal se agrupaban en una larga columna en lo profundo de un angosto valle rodeado por las legiones bajo su mando. El dictador, acompañado de su hijo Quinto y de su fiel servidor, Marco Porcio Catón, preparaba un plan de ataque.

—Ahora sí, ahora sí —decía entre dientes, casi sonriente—, mañana nos lanzaremos con nuestras tropas sobre el cartaginés. Tendrá que combatir desde una posición inferior. Ahora que él no quiere combatir es cuando nosotros entraremos en lucha.

Los tribunos asentían con la cabeza y los centuriones se frotaban las manos en previsión del botín de guerra que se podría capturar con el próximo amanecer. Fabio Máximo lanzó una sonora carcajada que retumbó por entre las peñas que descendían por el abrupto desfiladero.

—¿Cuántos víveres tenemos? —preguntó Aníbal en su tienda, abrigado por pieles de cabra y oveja mientras el atardecer se extendía en forma de alargada sombra sobre el valle y sobre sus tropas.

—Tenemos bastante trigo para pasar parte del invierno y ganado, mucho ganado, pero no sé si será suficiente para toda la estación fría —Maharbal era el que explicaba la situación de los pertrechos—. Ninguno esperábamos estar en un terreno tan árido como éste y llevar más víveres ralentizaba la marcha.

Aníbal asentía.

—Bien, bien. Exactamente, ¿cuántas cabezas de ganado tenemos?

—No sé; es difícil de precisar. Calculo que unas dos mil.

—Serán suficientes, tendrán que serlo —continuó Aníbal—, ¿y los romanos?

—De momento se limitan a tomar posiciones. No creo que ataquen hasta el amanecer, pero me parece que esta vez se echarán sobre nosotros. La posición es muy ventajosa para ellos. Esto es una ratonera. —Maharbal se mostraba desolado. Tanto combatir y tantas victorias para luego perderlo todo por un error tan estúpido como aquél, porque unos guías habían malinterpretado el nombre de un destino, estaban bien crucificados.

—Que los hombres reúnan leña, ramas secas, palos y cuerdas, soga en pequeños trozos, miles de estos trozos. Y leña, mucha leña —fueron las extrañas órdenes de Aníbal. Maharbal, perplejo, no sabía qué hacer. El general, ligeramente comprensivo ante su confusión añadió algunas palabras más—. No pasaremos ni una noche en este lugar. Que los hombres cenen temprano, nada más recoger la leña, pero que no se enciendan hogueras.

La noche cubría montañas y valle con su espeso manto negro. Estaba acabando el verano y como las noches aún eran cortas, pronto amanecería. En uno de los puestos de guardia en lo alto de las montañas un legionario se esforzaba en escudriñar las sombras. Le había parecido que algo se movía a lo lejos, pero no: sin duda, sus ojos le engañaban. Sin embargo, al cabo de unos minutos empezó todo: se acercaban los kalendae[*] de octubre y apenas había luna. Decenas de antorchas empezaron a moverse al pie de la ladera de la montaña desde la que vigilaba. Calculaba la posición de las llamas por lo que su memoria recordaba de cuanto había visto en las últimas horas del atardecer. Era una ladera de larga y pronunciada pendiente. Muy difícil de escalar para los cartagineses y desde la que al amanecer les atacarían. Ya no eran decenas sino centenares de antorchas y se movían. Avanzaban hacia él. El legionario llamó a un centurión. Éste, al escuchar la voz de alarma, vino enseguida.

—¿Cuánto tiempo llevan esas antorchas encendidas? —preguntó el oficial, nervioso—, ¿cómo no me has llamado antes?

—¡Han empezado ahora mismo! —Se defendía el legionario de guardia.

Lo que ocurría es que las antorchas ascendían por la ladera a una velocidad inusitada, como si los cartagineses que las llevaban escalasen a toda velocidad la ladera de la montaña.

—Mire, centurión —comentó otro centinela del puesto de guardia de al lado, señalando hacia el otro extremo del valle—, por allí también asciende otra columna de antorchas.

—¡Dad la alarma general! —gritó el centurión—. ¡Nos atacan, nos atacan! ¡Todos a sus puestos! ¡Los cartagineses ascienden por la montaña!

Fabio Máximo escuchó un tremendo escándalo en el campamento. Rápido cogió su espada y salió de su tienda. En el exterior los lictores le esperaban para acompañarle.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Miles de cartagineses ascienden por las montañas, a toda velocidad —explicaba uno de los lictores—, están alcanzando ya los primeros puestos de guardia.

Los legionarios se protegieron con sus escudos y prepararon sus alargados pila para ensartar con ellos a los primeros cartagineses que accediesen a la cúspide de la montaña, pero a medida que las antorchas se acercaban, el suelo empezó a vibrar de una extraña forma, como si en lugar de soldados fueran elefantes lo que trepaba por las montañas, aunque todos sabían que eso era imposible porque los cartagineses ya no disponían de esos animales. Algunos, aterrorizados por el inmenso estruendo de los desconocidos porteadores de aquellas veloces antorchas, abandonaron sus posiciones, debilitando la primera línea de los romanos, que así, con varios puntos desguarnecidos, recibió las antorchas en un encuentro entre desiguales. Cuando las llamas, ya apenas a unos pasos de distancia, hicieron visibles a los que las transportaban, los romanos, espantados, comprendieron lo que se les venía encima: no eran soldados cartagineses, ni tampoco elefantes lo que se les echaba encima a toda velocidad, sino centenares de vacas y toros con antorchas atadas a sus cuernos, una multitud de enormes bestias totalmente presas del pánico que intentaban zafarse, huir de aquel fuego infernal que los perseguía y que, no importaba cuánto corriesen, les seguía allí adonde fueran y, peor aún, al ascender y moverse rápidamente, las llamas se habían avivado hasta empezar a quemar la raíz de sus astas y el dolor insufrible azuzaba a las bestias a una huida sin fin y sin destino que arrasaba todo cuanto encontraban a su paso. Así, no sólo los primeros puestos de guardia, sino toda la primera fila de los romanos cedió sin apenas poder presentar oposición al empuje de las enloquecidas bestias que, una vez superadas aquellas posiciones iniciales se adentraron incluso entre las tiendas de parte del campamento sembrando el mayor de los desórdenes. Entre la confusión y el caos, grupos armados de cartagineses, que habían seguido y atizado a las bestias para dirigir su ascenso por las laderas, se ocupaban de herir y matar a cuantos romanos confusos y desarmados encontraban a su paso.

Fabio Máximo se esforzaba por poner orden en medio de aquel caos. Y, tras una larga hora de confusión absoluta, una vez que la mayoría de aquellos animales de astas en fuego habían sido abatidos o desperdigados, empezó a recomponer la formación de sus legiones y contraatacar a los grupos de soldados cartagineses infiltrados y apostados por las cumbres que antes ocuparan los centinelas romanos que dieron la señal de alerta y que ahora yacían muertos bajo las sandalias de sus enemigos. Se trataba de soldados iberos expertos en combatir entre montañas, siempre en pequeños escuadrones, en una permanente guerra de guerrillas. Aquélla fue una larga noche para los romanos y, muy en particular, para Fabio Máximo. Al amanecer, sus ojos asistieron horrorizados a un triste espectáculo. Miles de cadáveres esparcidos por las cumbres y las laderas. Muchos eran iberos del ejército cartaginés, pero otros tantos eran legionarios de Roma y otros, soldados de las fuerzas aliadas de la ciudad del Tíber. Y, lo peor de todo, cuando Fabio Máximo se acercó a una de las más altas peñas desde las que poder otear el horizonte y examinar el valle, vio que ya no quedaba ningún soldado de Cartago en aquel territorio. Aníbal había sembrado la confusión por la noche con el ardid de las bestias enloquecidas por el fuego en sus astas y, aprovechando el caos resultante, había sacado el grueso de su ejército de aquel desfiladero de roca y piedra. A cambio de unos centenares de cabezas de ganado que, sin duda, recuperaría en los próximos días asolando los territorios colindantes, había salvado a su ejército y, por encima de todo, humillado al general enemigo. Fabio Máximo miraba a su alrededor sin creer aún lo que sus ojos le mostraban. Más tarde o más temprano llegarían reacciones desde Roma.