Sacrificios
Roma, verano de 217 a. C.
En el jardín de su amplia casa estaban sentados el viejo excónsul Emilio Paulo junto a su hija Emilia, su prometido, el joven Publio Cornelio Escipión y un oficial amigo suyo, Cayo Lelio. Los esclavos sacaron fruta y vino. Lelio daba buena cuenta del vino mientras que el excónsul mordisqueaba una manzana, sin mucho afán. Todos escuchaban a Emilio Paulo, que, entre bocado y bocado, explicaba lo acontecido en el Senado.
—Han elegido a Fabio Máximo como dictador de Roma, el salvador, le han llegado a llamar algunos.
—Pero eso no es posible, no con el cónsul fuera de Roma —comentó Publio.
—Te sorprenderías, joven Publio —empezó Emilio Paulo— de lo que un montón de senadores asustados puede llegar a decidir. Yo me opuse, claro, y algunos otros, pero con tu padre y tu tío fuera, en Hispania, con algunos otros que han caído, como el propio Flaminio y, como bien dices, con el cónsul fuera de Roma, los senadores temen más que a nada al desorden, al vacío de poder y a un pueblo aterrorizado. Ante eso, se levanta Quinto Fabio Máximo y se postula como el gran salvador, pero claro, sólo si el Senado quiere, si considera que es necesario, él está ahí para servir a Roma cuando Roma le necesita, y luego pasa a describir sus grandes méritos, sus consulados anteriores, sus grandísimas victorias sobre los galos, su triunfo… ¡Como si nos las viéramos ahora con un grupo de galos en revuelta! ¡Por todos los dioses! Y el Senado le acepta, le abraza como la gran salvación, se le agradece su valor para dirigirnos en estos tiempos de tumulto y temor, ¡por Hércules, a dónde hemos llegado!
Y el viejo excónsul arroja el corazón de la manzana, con rabia, contra la pared que rodea el jardín.
—Esclavo, haz el favor —añadió Emilio Paulo dirigiéndose a uno de sus sirvientes—, más vino, a ver si así puedo digerir la sesión de esta mañana.
—¿Dictador? ¿Solo? —preguntó Publio.
—Dictador, solo, claro, ésa es la idea, muchacho, bueno, han nombrado a Minucio Rufo como jefe de la caballería, pero tampoco es eso un gran alivio. Minucio es capaz de meter a la caballería en cualquier emboscada. Demasiado ambicioso. Estamos en manos de un manipulador y de un irresponsable —explicó Emilio Paulo y se bebió el vaso que se le acababa de servir—. Y eso no es todo. Aún falta lo mejor: Fabio Máximo ha hecho que se consulten los libros sibilinos porque consideraba que nuestros males vienen por no haber realizado con rigurosidad los ritos religiosos y ha echado la culpa de todo ello a Flaminio, por su apresurada salida hacia el norte al encuentro de Aníbal sin haber ejecutado todos los sacrificios preceptivos.
—Es buena estrategia esa de acusar a un muerto que ya no puede defenderse y por el que nadie quiere dar la cara —comentó Publio, con una copa de vino también ya en su mano. Emilia era la única que había declinado la invitación para beber.
—Sí —continuó Emilio Paulo—, inteligente, hábil; nadie salió en defensa de Flaminio. Puede que Flaminio se equivocara al entrar en aquel valle, pero no creo que fuera mala idea intentar acudir al norte lo antes posible; pero es cierto, sobre todo de cara al pueblo, que debería haber tenido más cuidado e intentar hacer los sacrificios de costumbre. Ahora la duda, sembrada por Fabio, planea sobre todos y se ha acordado que se ejecuten sacrificios extraordinarios para congraciarnos de nuevo con los dioses.
—¿Extraordinarios? —preguntó Lelio.
—Sí. Escuchad bien: hay que hacer sacrificios a Júpiter, a Venus, Marte, Neptuno[*], Juno, Minerva, Vulcano, Mercurio, Apolo, Diana y Vesta. Y supongo que me olvido de alguien, pero todo esto no es sino engañarnos y devolver una falsa confianza a nuestro ejército. No digo que no debamos realizar los sacrificios, pero que sólo con eso no vamos a conseguir revertir el actual estado de las cosas. Esperemos que al menos el propio Fabio sea consciente de eso.
—Seguro que lo será —dijo Publio—. Una cosa es lo que dice en público y otra lo que él piensa en realidad.
—En fin, es posible; ésa es la típica idea que tu padre habría expresado si estuviera aquí —concluyó Emilio Paulo y le miró con interés renovado—. Bueno, y para terminar, Fabio ha ordenado que se celebren unos grandes juegos para los que el Senado destinará nada menos que trescientos mil ases. Más vino —y el viejo excónsul estiró el brazo con su copa vacía.
Una muchedumbre se agolpaba a las puertas del templo de Júpiter. Sólo había hombres romanos libres. Aquella mañana de verano no se había permitido la asistencia de mujeres, extranjeros o esclavos. El pontífice máximo, Lucio Cornelio Léntulo, acompañado de los tres flamines maiores[*], sacerdotes dedicados al culto de Júpiter, dirigía la ceremonia. Fabio, sentado en una amplia butaca, próxima al altar, asistía como observador privilegiado a la realización de todos los sacrificios: trescientos bueyes para el máximo dios. Observaba cómo la gente se acumulaba, deseosa de ver la forma en la que se ejecutaban los sacrificios que pudieran congraciar a la ciudad con sus dioses. En sus ojos se leía el miedo y su necesidad de sentirse protegidos. Fabio sonrió para sus adentros aunque exteriormente mantuvo una expresión seria y de aire preocupado. Sin duda, había tenido una buena idea al promover estos sacrificios. El pueblo, al verle allí, presidiendo en calidad de oferente de aquellos sacrificios, personificando la máxima representación del Estado, viendo la inmolación de cada animal, le identificaba con la tradición, con lo correcto, con el acercamiento de nuevo a los dioses y, en consecuencia, le identificaba con la protección celestial. Ésa era una idea que a Fabio le encantaba. Le daría un mayor margen de maniobra a la hora de reclutar nuevas legiones y tropas de apoyo para su próxima campaña contra Aníbal. Fabio estaba satisfecho de cómo evolucionaban las cosas, pero mantuvo su faz seria, meditabunda, atenta a las acciones de los sacerdotes asistentes.
El primero de los bueyes, todos machos por tratarse de sacrificios para un dios, llegó junto al altar de piedra levantado frente al templo de Júpiter. El animal iba conducido por el popa[*], un hombre grueso, alto y fuerte que tiraba de una cuerda a la que estaba atada la bestia. Tensando la soga con fuerza condujo al buey hasta el altar mismo, con cierta docilidad por parte del animal, lo cual era absolutamente necesario. Cualquier intento por parte de la bestia por zafarse del popa e intentar huir sería considerado como un mal presagio; pero aquel buey se dejaba conducir ajeno a los confusos sentimientos de los hombres que le rodeaban, desconocedor de sus conflictos, de sus guerras y, sobre todo, ignorante del miedo que los movía y que tenía sometidas sus voluntades.
Una vez en el altar, el victimarius[*] encendió el fuego sagrado y, cuando la llama ya resplandecía con fuerza, sustituyó al popa en la tarea de sujetar al animal. A unos pasos del altar un tibicen se llevaba una flauta a los labios y empezaba a tocar una melodía que al mismo tiempo que sosegaba al animal, hacía callar al gentío y ayudaba a que el sacerdote pudiera ejecutar el sacrifico de forma correcta. En ese momento, Fabio Máximo se alzó de su asiento y con voz fuerte ordenó que la muchedumbre guardara el silencio preceptivo.
—¡Favete linguis[*]!
La gente calló, conteniendo sus lenguas, tal y como el dictador de Roma y oferente de los sacrificios le había ordenado. En el denso silencio el sacerdote encargado de esta primera víctima, el más anciano de los flamines, se cubrió la cabeza con su toga de forma que su rostro quedó invisible para todos los asistentes. Lentamente, con enorme solemnidad, se volvió hacia cuatro vestales[*] que, junto al resto de los sacerdotes, sostenían una bandeja con mola salsa[*], harina y sal mezcladas con las manos de las propias sacerdotisas vírgenes. El sacerdote oficiante levantó en alto la bandeja para que todos pudieran ver bien que iba a usarla. Luego, bajándola, untó sus manos con la mola salsa y la vertió sobre el animal que iba a ser inmolado y sobre los instrumentos que estaban preparados para llevar a cabo el sacrificio. Tras la salsa especial, tomó una jarra con vino tibio y vertió también el líquido por el lomo del gigantesco buey, que permanecía quieto, envuelto en el silencio, la música y los ungüentos que se iban esparciendo por su piel. El popa, que había conducido el buey hasta el altar, cogió un cuchillo afilado y, suavemente, lo pasó por todo el lomo de la bestia; el filo del cuchillo brillaba al mojarse con el rojo del vino vertido sobre la piel del animal. Fabio Máximo, en pie, empezó una larga plegaria en favor del pueblo de Roma. Tras unos minutos de súplicas, ruegos e imprecaciones a Júpiter, el dictador terminó y volvió a tomar asiento. El popa dejó entonces el cuchillo afilado y tomó una enorme maza de piedra, se giró hacia el oferente y preguntó en voz alta y clara.
—¿Agone[*]?
—Agone —respondió con fuerza y tensión contenida Fabio Máximo.
El popa alzó la maza al cielo, la música de la flauta llenaba todo con su tediosa melodía, el viento soplaba suave, la gente contenía la respiración y la maza se desplomó como un ariete contra la testuz del animal. El buey tembló, echó un soplido profundo y dobló las piernas. Antes de que pudiera mugir, lamentarse o emitir cualquier ruido, la maza volvió a desplomarse con toda la fuerza mortal que el popa era capaz de reunir. Los ojos del animal miraban sin ver, la sangre empezaba a regar el suelo del altar, y, por fin, la bestia cedió y se desplomó sobre el suelo. El cultarius[*] tomó el cuchillo afilado que antes había acariciado el lomo del animal, y con agilidad y experiencia, alzó la cabeza del animal al cielo por tratarse de un sacrifico dedicado a una de las divinidades celestiales y segó el cuello del buey. La sangre manó como un río en busca del mar.