La dictadura
Roma, verano de 217 a. C.
Quinto Fabio Máximo se vestía despacio atendido por tres jóvenes esclavas egipcias de tez morena y cabellos azabache, asustadas, temerosas de no satisfacer bien a su amo. Con su piel repleta de marcas de golpes y latigazos se movían cabizbajas y temblorosas alrededor del viejo senador. Él, por su parte, estaba exultante. En una esquina el joven Marco Porcio Catón, envuelto en su fina toga, escuchaba a su mentor.
—Hoy es el día —empezó Fabio—, en que Roma, por fin, se da cuenta de que no tiene a nadie a quien recurrir sino a mí. ¿Ves, mi querido Marco? Al final todas las minúsculas teselas del gran mosaico que compone esta larga guerra empiezan a encajar y todo gracias… ¿gracias a qué, Marco? —Fabio se volvió hacia su discípulo favorito al tiempo que preguntaba con una amplia sonrisa en su rostro esperando recibir el silencio como réplica.
—Gracias al miedo —respondió Catón, recordando una conversación que escuchó en aquella misma villa hacía ya bastantes meses.
Fabio mantuvo su sonrisa unos segundos, sin decir nada. Luego se volvió hacia las esclavas y, con furia, las conminó a marcharse y dejarlos solos.
—Exacto —dijo Fabio—. He de reconocer, Marco, que tu sagacidad no deja de sorprenderme. Así es: el miedo nos ha ido abriendo el camino. El miedo, Marco, recuérdalo, administrado sabiamente es la mejor de las armas, especialmente para manipular a un pueblo inculto e influenciable. Roma tiene, por fin, miedo, el miedo necesario, el miedo justo para tomar decisiones que se deberían haber tomado hace ya tiempo; pero bien, en todo caso, hoy es el día en el que el Senado tomará esas decisiones y tenemos muchos enemigos lejos de Roma o, lamentablemente —el tono, no obstante, desvelaba una indiferencia rayando el sarcasmo—, muertos. Pobre Flaminio. La niebla nunca fue un buen aliado del soldado, pero adentrarse en un valle rodeado de cartagineses sin ver más allá de tu nariz, por Hércules, hay que ser estúpido. ¿Sabes cómo se derrotará a ese maldito Aníbal, Marco?
Esta vez Catón guardó silencio. La satisfacción de Fabio iluminó su rostro.
—Se le vencerá —continuó Fabio Máximo— invirtiendo la situación de Trasimeno: atacando a Aníbal desde las montañas, cercándole en un valle. Hacer con él lo que él ha hecho con nuestras legiones. Ésa es la forma. Pero lo primero es lo primero: ser nombrado dictador de Roma.
—¿Dictador?, ¿hoy?
—¿De qué te sorprendes, Marco? Hoy seré elegido dictador de Roma. Sólo he de jugar mis bazas en el Senado. Esta mañana acudirás al foro acompañado de un viejo senador y volverás junto al dictador con poder absoluto sobre Roma y todas sus legiones.
—Pero nombrar un dictador, esto sólo lo puede hacer el cónsul superviviente y Servilio está aún lejos de la ciudad.
Fabio Máximo exhaló un suspiro forzado, aparentando exasperación, cuando realmente estaba divertido viendo cómo había conseguido confundir a su pupilo que tan listo se creía.
—Te sabes tan bien la teoría, Marco y, sin embargo, desconoces tanto el alma humana. Ya has olvidado el miedo, ese miedo que todo lo puede. Cuando la gente teme que el terror se apodere de ellos, y Aníbal es el terror mismo, ha asolado regiones enteras de Italia, ha derrotado a iberos y galos, ha cruzado los Alpes, ha vencido a nuestras legiones, ha matado a un cónsul de Roma, herido a otro, cuando el terror está acechando, las normas, las leyes, se doblan, se cambian, se ignoran, Marco. El alma humana no atiende a lo que en momentos de sosiego y sensatez otros han pensado y diseñado con atención y racionalidad: leyes, normas, costumbres. No, el miedo quiebra todo eso. El Senado no es ajeno al temor de la gente, de un pueblo que demanda acciones concretas, algo diferente de lo que se ha estado haciendo hasta la fecha para vencer a ese animal africano que se acerca hacia Roma: si el cónsul no está en la ciudad, no te preocupes, Marco, que eso no le va a impedir al Senado decidir sobre el futuro del Estado, aunque para eso tenga que saltarse las leyes del propio Estado al que representa. —Fabio se acercó a Catón, posó su mano sobre su hombro y sacudió la cabeza como diciendo «parece mentira que aún no lo entiendas». Luego se encaminó a la puerta y salió. Catón le siguió, meditando concienzudamente.