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La batalla naval

La desembocadura del Ebro, verano de 217 a. C.

Cneo gritaba desde la proa de su quinquerreme capitana.

—¡Remad, remad, remad!

Los marineros del ejército de Roma se afanaban con los remos. Sus frentes sudorosas atestiguaban la valía de su esfuerzo. El general usaba su potente voz con fortaleza y sin descanso de modo que sus órdenes fueran audibles no sólo en su nave, sino en varios de los treinta y cinco barcos que componían su flota expedicionaria en Hispania.

—¡Remad, malditos, por todos los dioses! ¡Remad por vuestra vida, remad por Roma!

Habían salido apenas hacía dos días de Tarraco y los informes eran que se acababa de avistar la flota cartaginesa de cuarenta navíos anclada varios kilómetros río arriba. El barco de Cneo Cornelio Escipión había llegado justo a la desembocadura del gran río de aquella región. Bordearon el delta del Ebro a plena marcha. Al entrar en el estuario la corriente del río se oponía a la fuerza de los brazos de los remeros, pero el general romano compensaba con la tenacidad de sus órdenes aquella dificultad: ante sus voces y su firmeza, los legionarios de Roma redoblaban sus esfuerzos y batían los remos con una energía que ni ellos mismos sabían que pudieran tener entre sus brazos.

Desde que Cneo había llegado a Hispania su política había sido la misma y muy sencilla: ataques directos y frontales allí donde estuviera el enemigo, sin descanso, sin cejar en el empeño de derrotarlos una y otra vez allí donde estuviera, sin rehuir nunca el combate. Sus soldados, con las victorias que se iban acumulando, adquirían renovados ánimos que los impulsaban en cada nueva batalla. Habían derrotado a los cartagineses por tierra. Ahora restaba el mar. Podía parecer que Cneo no planificaba su campaña, pero nada más alejado de la realidad: su política de ataques rápidos y frontales había hecho que numerosos jefes tribales dudaran en continuar dando su apoyo a unos cartagineses que empezaban a perder terreno y que no acertaban a frenar a aquel general indómito que parecía ir apoderándose de toda Hispania paso a paso, sin detenerse apenas a respirar. Su empeño actual era dominar la costa, de modo que pudiera reducir la red de abastecimientos que Cartago enviaba a Hispania de forma regular por mar. Dominar la costa este de toda aquella región le permitiría mermar las fuerzas de las tropas de tierra cartaginesas. Habían llegado exploradores con noticias sobre el avance hacia el norte de la flota africana hasta adentrarse en el Ebro. Bien, se dijo Cneo, pues allí iremos.

—¡Remad, remad, remad!

Ya habían entrado en las aguas suaves del río, pero la corriente del mismo continuaba resistiéndose a la fuerza de los remos romanos.

Un centinela cartaginés oteaba el horizonte desde lo alto de una torre de piedra junto a la desembocadura del Ebro. Su misión era avisar de la proximidad del ejército romano cuando éste decidiera aproximarse por tierra desde Tarraco. Por eso el soldado mantenía fija su mirada hacia el norte, sin observar mucho lo que ocurría en el mar, a su derecha, allí donde el río se diluía en la inmensidad salada. Estaba cansado porque llevaba toda la noche sin ser relevado. Bostezó despacio abriendo su boca de par en par y cerrando los ojos. Se quedó medio dormido apoyado en el muro de la torre. Tuvo una sensación extraña. Abrió un ojo y vio a decenas de barcos ascendiendo por el río. No eran barcos cartagineses. Abrió los dos ojos. Se frotó el rostro con la palma de la mano izquierda. El sol del amanecer le dificultaba la visión de lo que ocurría. Dejó caer la lanza y se protegió los ojos con la mano derecha. Bajó corriendo de la torre. Al pie de la misma dormían varios soldados cartagineses. El centinela los despertó y les contó lo que había visto. Como no le creyeron, varios soldados ascendieron a la torre ya que desde el suelo no se veía nada, sino unas suaves colinas que impedían la visión del lecho del río. Al llegar a lo alto de la torre los soldados comprobaron que los barcos de los que había hablado su compañero eran, en efecto, la flota romana y que ya estaban sobrepasando la posición de su torre de vigilancia.

Asdrúbal, hermano de Aníbal, recibió la noticia de la llegada de la flota romana mientras desayunaba leche de cabra y migas de pan. Dejó el cuenco en el suelo y miró río abajo. Aún no se veía nada en el horizonte, pero el jinete que acababa de llegar estaba nervioso.

—¡Están a menos de veinte kilómetros, mi general! —había dicho.

Remaban contra la corriente, pero veinte kilómetros era una distancia mínima. Asdrúbal ordenó embarcar sus tropas con rapidez.

Los cartagineses empezaron a subir a los barcos con cierta indolencia. A ningún soldado le gustaba interrumpir su desayuno, por exiguo que éste fuera. El rancho era sagrado y el momento de comer también. ¿A qué venían esas prisas?

Los mástiles de las quinquerremes romanas empezaron a definirse contra el sol del amanecer. Miles de cuencos de leche y migas cayeron al suelo, rompiéndose la mayoría, rodando otros hasta la orilla del río, haciendo que algunos soldados tropezaran y cayesen de rodillas. Lo que había empezado siendo una lenta maniobra de embarque se transformó en un atropellado abordaje sin orden, sin dirección. Algunos barcos se llenaron de hombres y víveres demasiado pronto sin dar tiempo a deshacer amarras e ir alejándolos de la orilla al tiempo que se cargaban de hombres y pertrechos quedando medio embarrancados en la costa arenosa del río. Otros flotaban ya sobre las aguas fluviales pero sin formación de combate. Asdrúbal, impotente ante la anarquía de sus hombres, escupía al suelo y maldecía su suerte.

—¡Remad, remad, remad! ¡Ni siquiera nos esperaban! ¡Preparad el abordaje! ¡La primera línea de barcos, que sobrepase la flota enemiga! Los rodearemos antes de que se den cuenta.

Los oficiales de Cneo volaban de un lugar a otro siguiendo sus órdenes. La flota romana ascendía en perfecta formación, desplegada en dos largas hileras de naves ocupando toda la anchura del río. La primera línea sobrepasó la confusa formación cartaginesa sin enfrentarse a los barcos enemigos para, nada más superarlos, virar ciento ochenta grados y atacar a los navíos cartagineses por detrás toda vez que la segunda fila de quinquerremes los alcanzaba por el otro lado. Los cartagineses, sin ninguna formación consistente, sin haber preparado la defensa de sus naves, armados con lanzas y espadas, intentaron defenderse de la acometida romana, pero una densa lluvia de armas arrojadizas proveniente de ambos lados los recibió lacerando infinidad de cuerpos, atravesando escudos, barcos, soldados. La sangre comenzó a impregnar la madera húmeda de las cubiertas. Los gritos de dolor de los heridos se esparcieron por el amanecer del río mientras el miedo y el pánico se desataban entre los africanos.

Asdrúbal se retiró callado, con algunas de las naves supervivientes que habían conseguido zafarse del cerco romano. Había visto a varios centenares de sus hombres nadando hacia las orillas y luego escapar tierra adentro. Aquella batalla había sido un desastre para sus intereses en la región. Se esforzaba en contar y recontar las naves supervivientes como intentando negarse lo evidente. Tardarían meses en recuperarse de aquello y, lo peor de todo es que tendría que recurrir al Senado de Cartago y solicitar refuerzos. Se giró hacia la costa. El delta majestuoso extendía su larga playa lamiendo el mar. En aquel instante, despacio, se arrodilló. Cerró los ojos y juró por Baal que, si los dioses le daban fuerzas, vengaría aquella afrenta lavando su honor con la sangre de aquel general romano esparcida sobre un campo de batalla repleto de cadáveres enemigos. Asdrúbal, hermano de Aníbal, general de Cartago, al mando de las fuerzas africanas en Hispania, musitó su juramento entre dientes, arrodillado, con la cabeza hundida en el suelo de la cubierta del barco. Sus hombres le miraron en silencio, respetando el refugio de la plegaria en donde su líder se había recluido sin importarle que le observasen. Habían combatido con él en numerosas ocasiones y la derrota era algo desconocido para su general. Asdrúbal era el favorito de su hermano, el gran Aníbal, que combatía en Italia.

—Controla Iberia hasta que mande por ti para que me ayudes con refuerzos, hermano —habían sido las palabras del hermano mayor. Se abrazaron y Aníbal partió hacia Italia.

Asdrúbal ahora, arrodillado con su humillación, sentía el mayor de los dolores: estaba faltando a la promesa que había hecho a su hermano. Había perdido veinticinco naves. Veinticinco barcos. Eso significaba la supremacía del mar para los romanos. Un fugaz segundo dejó que entre sus pensamientos brillase la agria luz del suicidio como única salida para mantener el honor, pero el instante pasó y retomó su plegaria a Baal, implorando canjear su existencia, si era necesario, por poder alcanzar Italia superando al nuevo general romano que ahora se interpondría entre él y su hermano Aníbal. De pronto, de un cielo sin nubes estalló un largo y sonoro trueno. Los marineros, estremecidos por la sorpresa y el temor, miraron al horizonte. No se divisaba nada más que agua y cielo claro. Sin embargo, el pavoroso trueno arrastró su resonancia sobre las olas y el viento durante largos segundos en los que todos permanecieron callados, quietos, sin remar siquiera. Asdrúbal, con la llegada a sus oídos del imponente trueno, abrió los ojos y se levantó lentamente. Buscó nubes en el cielo pero, al igual que sus hombres, tampoco vio ninguna. Empezó entonces a asentir despacio con la cabeza.

—¡Así sea! ¡Baal y yo tenemos un pacto! ¡Mi vida a cambio de alcanzar Italia y ver a ese general romano muerto sobre la tierra de Iberia!

Con aquellas palabras Asdrúbal se retiró al interior del barco, no sin antes dar las instrucciones necesarias para dirigir la pequeña flota superviviente hacia Qart Hadasht.

Cneo estaba exultante, rodeado de sus oficiales en la orilla del río, haciendo recuento de los barcos hundidos o apresados, de los enemigos abatidos y del botín capturado. Iba de un lado a otro sonriente y satisfecho consigo mismo y con sus tropas. Habían despejado el río y el mar. En cuanto llegase su hermano Publio con refuerzos, avanzarían hacia el sur. Tribunos y centuriones saludaban a su general con orgullo. Súbitamente un trueno largo y profundo ascendió por el río desde la lejanía. Los romanos escudriñaron el cielo pero no acertaron a ver nubes ni señales de relámpagos en el horizonte. Algunos soldados se pusieron nerviosos, pero como no pasó nada más, tras un instante de extrañeza todos prosiguieron con sus tareas de recoger pertrechos enemigos, víveres y armas abandonadas por el ejército derrotado. Al cabo de unos instantes nadie recordaba ese solitario trueno traído por la brisa del mar. Sólo Cneo se quedó pensativo con sus ojos fijos en lontananza, allí por donde una escasa escuadra cartaginesa había conseguido escabullirse. Sacudió al fin la cabeza levantando los brazos y luego dejándolos caer.

—¡Tonterías! —dijo—, ¡tonterías! ¡Historias para asustar a niños! —Y volvió de nuevo con sus oficiales para disfrutar de la victoria.

Estaba contento de poder recibir a su hermano Publio, que pronto llegaría para unirse a él en la lucha contra los cartagineses de aquella región, con una posición tan mejorada como la que había conseguido con aquella batalla.