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Trasimeno[M]

Etruria, final de la primavera de 217 a. C.

Tito miró al cielo del amanecer aún cubierto por su manta, ya raída y desgastada por las largas noches del invierno pasado.

—Hoy saldrá un día claro y bueno y lucirá el sol con fuerza. El verano está aquí. Me alegro. A mí dadme luz y calor: el sol me alimenta el ánimo.

Druso no estaba seguro de que aquello fuera tan positivo.

—No sé —empezó—, a mí esto no me hace presagiar nada bueno. Con el buen tiempo el nuevo cónsul tendrá ganas de entrar en combate y visto lo visto, creo que mejor nos iría a todos si nos quedásemos quietos en una ciudad bien fortificada y dejásemos que ese cartaginés hiciera lo que le diera la gana hasta que se cansase.

Tito quiso rebatir aquellos argumentos pero no acertaba bien cómo defender su optimismo.

—Quizás —insinuó—, quizás este nuevo cónsul sea mejor general que el que nos condujo al desastre de Trebia.

—Puede ser —respondió Druso—, pero desde luego no es muy religioso. Abandonó Roma sin llevar a cabo todos los sacrificios necesarios. Servilio, el otro cónsul, en cambio, se quedó en la ciudad hasta cumplir bien con todas las ofrendas a los dioses siguiendo al pie de la letra lo que dicta el pontífice máximo y las sagradas costumbres; al menos eso se cuenta.

—No pensaba yo que fueras hombre religioso, Druso.

—Y no lo era, pero las derrotas, las derrotas le hacen a uno recapacitar, meditar, pensarse las cosas. Muchos dicen que el no seguir bien el orden de los sacrificios y no haber realizado las ofrendas que se debían haber hecho en su momento nos ha distanciado de nuestros dioses y por eso nos han abandonado.

Tito negaba con la cabeza.

—Yo no creo tanto en esas cosas. No digo que no se deban hacer las ofrendas pero no creo que estemos abandonados, en fin, no sé, quizás un buen general…

—¿Quizás? —le interrumpió Druso—, más nos vale. Aníbal ha entrado en Florentia y en Biturgia y sigue hacia el sur. Todos piensan que lo mejor es esperar a la llegada de las legiones de Servilio para que se unan a las nuestras, pero ya veremos qué es lo que hace nuestro nuevo querido general Cayo Flaminio. Esperemos que sepa algo más que dar su nombre a la larga Vía Flaminia que nos hicieron recorrer el año pasado desde Roma hasta el norte.

Tito se sentó junto a Druso. Juntos vieron el bullicio del campamento en aquella primavera que se extendía por la península itálica. En lo más hondo de su ser, Tito albergaba la esperanza de que aquella nueva estación trajese motivos para sustentar su optimismo más allá de la próxima batalla.

Cayo Flaminio aguardó los últimos informes: Aníbal evitaba dirigirse a Arrentium donde se encontraba con sus legiones y seguía hacia el sur. Estaba atacando Crotona, junto al lago Trasimeno. Sin duda, el general cartaginés declinaba el enfrentamiento con las tropas para seguir avanzando hacia Roma. El cónsul se dirigió a sus oficiales.

—¿Aún pensáis que debemos aguardar la llegada de Servilio?

El cónsul miró a su alrededor. Los tribunos dudaban. Tras lo transcurrido en el norte, en Tesino y, sobre todo, tras el desastre total de Trebia, lo sensato era esperar, pero era evidente que tampoco se podía permanecer impasible mientras Aníbal asolaba Etruria, se apoderaba de sus ciudades, saqueaba todo a su paso y encima se encaminaba hacia el sur, desdeñando el enfrentamiento con las legiones allí apostadas. Era difícil responder. El cónsul mantenía la mirada firme en sus tribunos.

—Os he hecho una pregunta y estoy esperando respuesta.

Aníbal, montado sobre un enorme caballo negro, dirigía el ataque sobre Crotona. Un joven oficial se acercó con noticias que su general aguardaba con interés.

—Mi general —empezó el oficial, pero esperó a que Aníbal se girase antes de decir nada más.

El general, tras unos segundos, se volvió hacia el recién llegado. El oficial vio el rostro de Aníbal con un parche oscuro sobre el ojo izquierdo, quedando sólo el derecho al descubierto. La intensidad de la mirada, no obstante, pese a provenir de un solo ojo, fue suficiente para que el oficial entregase su mensaje bajando su propia mirada al suelo.

—Mi general, el cónsul Flaminio sigue con sus legiones en Arrentium. No se ha registrado ningún movimiento.

—Bien —respondió Aníbal—, ya saldrá. Ya saldrá y estaremos esperándole —y luego, dirigiéndose al joven oficial—, ¿hay algo en mi rostro que te moleste?, ¿por qué no me miras cuando te hablo?

El joven oficial alzó su cara lentamente. El resto de los comandantes que rodeaban a Aníbal sintieron la tensión que atenazaba a aquel joven soldado. La pérdida de la visión del ojo había tornado en agrio y susceptible el carácter de Aníbal. Además, le había hecho más distante, más frío, casi gélido. Antes su sola presencia inspiraba respeto, incluso algo de miedo en los que apenas le conocían. Ahora todos se sentían extraños ante él. Nadie sabía ya bien lo que pensaba. No estaba loco. Sus órdenes desde que salieron de los pantanos habían sido precisas y varias ciudades habían caído. Quizá Maharbal, su lugarteniente, o Magón, el hermano pequeño del general, tenían mucho que ver en ello, pero el plan seguía siendo trazado por Aníbal.

—No hay nada en vuestro rostro que me moleste, mi general —se explicaba el joven oficial—, bajaba mi mirada por respeto. Pocos nos sentimos dignos de mirarle directamente a los ojos… —aún no había terminado de decir aquello cuando el oficial se dio cuenta de que se había equivocado, no quería decir eso exactamente, quería decir que le respetaba, que todo el mundo le respetaba muchísimo, que le adoraban y va y menciona la tontería de los ojos; quería que la tierra lo engullese allí mismo o que los dioses le partieran en dos con un rayo antes de escuchar la respuesta de su general.

—¿Los ojos has dicho, oficial? ¿Qué ojos si sólo me queda uno? —dijo Aníbal.

Un denso silencio se apoderó de todos los presentes. El oficial tuvo claro que aquél era su último día. Tragó saliva. Aguardó su sentencia. Maharbal pensó en interceder. No había habido mala fe, palabras dichas sin pensar, inoportunas pero sin pensar. Iba a decir algo pero entonces Aníbal volvió a hablar.

—Eso ha tenido gracia. No mirarme a los ojos cuando sólo me queda uno bueno. Sólo uno, ¿entiendes, soldado? —Y comenzó a reír a carcajadas grandes, que resonaban en el valle en el que estaban acampados, carcajadas contagiosas que pronto hicieron que el resto de los presentes se pusieran a reír. Incluso el joven oficial, cubierta su frente por un sudor frío, su estómago encogido por un nudo que apenas si le dejaba respirar, esbozó una tenue sonrisa.

Al fin, cuando todos dejaron de reír, Aníbal despidió a su joven informador.

—Ve a tu puesto, oficial del ejército de Cartago. Me has servido bien. Y puedes decir a todos que Aníbal ha perdido la visión de un ojo, pero que por el otro ve más lejos y con más agudeza que los cuatro ojos de los dos cónsules de Roma.

El joven oficial se apresuró a alejarse y, aunque tardó un par de horas en recuperar la calma, una vez estuvo repuesto comenzó a narrar entre sus amigos y colegas en el mando las palabras de su líder. En unas horas todo el ejército de Cartago hablaba de su general tuerto y de su enorme valentía al transformar las penurias del destino y la guerra en audacia y determinación contra Roma.

Entretanto, Aníbal conversaba con Maharbal.

—Flaminio saldrá de su escondrijo y lo hará pronto. Corre la voz de que nos alejaremos de Crotona una vez tomada hacia el sur, hacia Roma. Eso será suficiente. Los romanos también tienen oídos entre los nuestros. Todos esos galos que nos acompañan. No sé si son de fiar.

—Así se hará, mi general.

Aníbal se alejó entonces del resto de los oficiales y cabalgó unos minutos a solas, seguido de cerca por varios hombres que lo escoltaban, contemplando el asedio de la ciudad.

Con el nuevo amanecer, el cónsul Cayo Flaminio salió de su tienda y raudo se dirigió a sus oficiales.

—¡Nos vamos! ¡Todos en pie, partimos para Crotona y el lago Trasimeno! Si allí está Aníbal, es allí adonde debemos marchar.

Los tribunos seguían dudando, pero el cónsul se anticipó a su respuesta y montó sobre su caballo. Tiró de las riendas y, de forma inesperada, el animal se puso nervioso, relinchó y alzó sus patas delanteras, agitándose de forma extraña. El cónsul pugnó por mantener el equilibrio sobre su caballo, pero el animal se alzó tanto que apenas tenía forma su jinete de sostenerse sobre la silla y, al fin, el cónsul de Roma cayó al suelo. El golpe sobre la tierra dura de Etruria fue doloroso, pero Flaminio no se permitió ni el más mínimo de los quejidos. Mientras se incorporaba, dos soldados ya habían cogido al animal por las riendas y lo tranquilizaban. Aquél era un mal presagio. Flaminio sabía de la importancia que sus oficiales daban a estos sucesos, pero no cedió un ápice en su determinación. Se sacudió el polvo del suelo, se tragó el dolor del hombro magullado sobre el que había impactado en su funesta caída, y volvió a montar sobre el mismo caballo.

—¡Nos vamos, he dicho!

Y no esperó respuesta. A caballo se internó entre las filas de tiendas del campamento romano dando indicaciones a todos los centuriones para que se pusiese en marcha la enorme maquinaria de un ejército consular romano compuesto de dos legiones, tropas aliadas y caballería. La mayoría de los legionarios no habían visto caer al cónsul y veían en la decisión de su líder un hombre al que seguir. Los soldados siempre valoraban el arrojo por encima de otras virtudes. El rumor, no obstante, de que el cónsul había sido derribado por su propio caballo al dar la orden de partir hacia Trasimeno corrió con rapidez.

—Dicen que el cónsul ha sido derribado por su caballo al ordenar salir hacia donde se encuentra el general cartaginés —las palabras de Tito salían nerviosas de su boca.

—Eso no es nada —respondió Druso—, peores cosas he oído yo.

—¿Peores? —preguntó Tito mientras recogían sus pertrechos, armas y mantas para emprender la larga marcha hacia el suroeste.

—Y tanto. Han ocurrido extraños prodigios por diferentes regiones. Malos presagios todos ellos. —Druso parecía regodearse en el suspense que promovían sus afirmaciones. Veía cómo captaba la atención no sólo de Tito, sino de gran parte del resto de los hombres de su manípulo. Ante tanta expectación no pudo sino continuar con su relato—; dicen que en nuestra lejana Sicilia, había soldados, como nosotros, entrenándose en el lanzamiento de jabalinas y que éstas, al ser lanzadas contra el viento, prendieron en el aire, se encendieron de la nada, desvaneciéndose en cenizas sin poder alcanzar ninguno de los objetivos marcados, como sugiriendo que nuestras armas no valen nada contra el enemigo. Y eso es sólo el principio: también se habla de escudos que de pronto se cubren de sangre, o de lugares donde por las noches en lugar de una se ven dos lunas al mismo tiempo. Todo es extraño estos días y si es cierto que el cónsul ha caído de su caballo al ordenar partir hacia Trasimeno, no creo que nada bueno nos espere allí.

—Pues yo he oído más —comentó uno de los soldados del manípulo—, cuando los oficiales ordenaron levantar los estandartes para iniciar la marcha, uno de los centuriones comentó al propio cónsul que uno de los estandartes se resistía a ser izado, tan agarrado lo tenía la tierra, que era imposible moverlo de su sitio hasta que el cónsul ordenó que se excavara en el suelo hasta poder arrancarlo de la tierra y partir hacia el sur, en busca de Aníbal.

Druso, que veía cómo la atención de sus compañeros se había vuelto hacia el nuevo propagador de malos presagios, no se dio por vencido y retomó su relato de malos augurios, pues aún había oído fenómenos más sobrenaturales con los que estremecer a su audiencia.

—Eso no es nada —continuó—. En Capua, el cielo entero parecía incendiado, en la Vía Appia, la estatua de Marte ha empezado a sudar. Y hay cabras en las que crece la lana y un gallo que se transformó en gallina. Sucesos extraños. En Roma se suceden decenas de sacrificios expiatorios para congraciarnos con los dioses, y eso está retrasando a Servilio en Roma, pero lo ocurrido a Flaminio esta mañana no termina de convencerme de que Júpiter y Marte estén velando por nosotros.

—¡Bueno, por Hércules! ¡Basta de cháchara! ¡En marcha! ¡Formad, a vuestras posiciones! —El centurión al mando del manípulo interrumpió la serie de relatos de terribles sucesos.

Tito se situó al final de la formación, junto a Druso, y esperó a que el centurión diera la orden de incorporarse al resto de las tropas que estaban iniciando la marcha; mientras tanto su cabeza repasaba uno a uno los diferentes presagios que se habían mencionado y su mente intentaba desdeñar aquel largo entramado de sucesos negativos contabilizando el gran número de tropas que constituía el ejército del que formaba parte: unos veinticinco mil hombres, entre infantería y caballería, legionarios y aliados; una fuerza suficiente para enfrentarse contra el cartaginés. Puede que todos aquellos sucesos no anunciaran una gran victoria, una derrota definitiva de Aníbal, pero en el peor de los casos se llegaría a un cierto equilibrio, tras el que sólo restaría esperar los refuerzos de Cneo Servilio, el otro cónsul. Tito empezó a caminar dándose ánimos. Roma tenía las suficientes fuerzas para acabar con aquel cartaginés y se conseguiría, tarde o temprano. Suspiró profundamente. Por su propio bien esperó que la victoria final fuera más bien temprano que tarde.

Marchaban junto al lago Trasimeno entre una densa niebla. Era la humedad que ascendía desde sus aguas, pesada y lánguidamente, hacia las colinas y las montañas que rodeaban aquel lugar, dificultando la visión más allá de diez o veinte pasos. Tito percibió el olor del lago y la intensa humedad, aderezada con el frío del amanecer, le recordó el gélido Trebia donde casi perece por congelación. Al menos aquella mañana, el nuevo cónsul no había dado la orden de entrar en el agua, sino de adentrarse por el valle que rodeaba el lago. Tito y Druso avanzaban siguiendo la formación de su manípulo y su regimiento a su vez seguía al manípulo anterior y así toda su legión que también se orientaba siguiendo la ruta marcada por la legión que le precedía. Entre la bruma lo mejor era estar atento a la línea de soldados que tenías delante, o de lo contrario corría uno el riesgo de perderse en aquel valle quedando a merced de las bestias o, peor aún, de alguna avanzadilla del ejército cartaginés.

Tito no lo sabía, porque ningún romano podía observar bien la distribución de las legiones al adentrarse en aquel valle en busca del ejército cartaginés, ya que caminaban cegados por la niebla del amanecer, pero todas las tropas romanas estaban siendo rodeadas por las fuerzas de Aníbal apostadas en las colinas que bordeaban el lago. Flaminio, al fin, advertido por uno de sus oficiales, distinguió las primeras formaciones cartaginesas y dio la orden de prepararse para el ataque, pero sólo alcanzaba a ver la punta del iceberg, pues detrás de los pequeños destacamentos cartagineses que el cónsul había divisado, se encontraban las colinas y, tras ellas, todo el ejército de Aníbal repartido en una larga serie de destacamentos dispuestos para atacar por el flanco derecho, de arriba hacia abajo, al descender por las colinas, a los manípulos romanos.

Tito sintió de pronto un griterío ensordecedor y, antes de que pudiera discernir de dónde procedía o de qué se trataba, decenas de jabalinas llovieron sobre ellos sin saber bien de dónde venían. Muchos compañeros cayeron tras aquella mortal lluvia de lanzas. La Fortuna quiso que Tito y Druso salvasen la vida y se cubrieron, como el resto de sus compañeros, con los escudos ya salpicados por la sangre de sus colegas muertos en aquella primera andanada de armas arrojadizas. El griterío se hizo ensordecedor y pronto decenas de siluetas confusas, espadas en mano, se hacían tangibles ante ellos, como sombras del Averno que surgían de la nada, cargadas de odio y furia y que se batían con un incontenible ardor que arrasaba todo a su paso. Tito vio a Druso luchando cuerpo a cuerpo con varias de esas siluetas, pero no tuvo tiempo de acudir en su ayuda porque pronto él mismo se vio rodeado por dos sombras cuyas espadas lanzaban golpes certeros que él se esforzaba en detener primero con el escudo y luego con su propia espada, haciendo uso de los conocimientos adquiridos en su reciente adiestramiento militar. Entendió en un instante que estaba en medio de una batalla de proporciones descomunales, aunque la niebla no dejase ver las fuerzas enemigas y éstas sólo se hicieran reales a unos pasos de distancia en forma de terribles sombras armadas y temibles en su vigor. Tito consiguió clavar su espada en uno de esos hombres desconocidos y escuchó un alarido de dolor que le transmitió el último aliento de una de esas sombras, pero al tiempo sintió el lacerante acuchillamiento de su propia espalda. Se giró entonces como por un reflejo, con su espada en ristre y segó la cabeza de otra sombra. Luego cayó de rodillas.

—¡Druso, Druso! —exclamó entre gemidos de sufrimiento y alzó la mirada buscando a su amigo y lo encontró, apenas a tres pasos de distancia, cubierto de sangre, tumbado hacia arriba, con la boca y los ojos abiertos, escupiendo sangre por el vientre y una pierna, regando con sus fluidos vitales la tierra húmeda de aquella ribera del lago Trasimeno.

Las sombras parecían haberse alejado de ellos, en busca de nuevos objetivos. Incluso la tremenda algarabía de las voces de aquellos extraños, con palabras desconocidas que gritaban en todo momento, parecía diluirse en la distancia. No se veía nada a más de cinco o diez pasos. La niebla lo inundaba todo, arrastrándose pesada y lentamente ajena al sufrimiento y la muerte que se extendía bajo su manto. El olor a sangre, que Tito había aprendido a detectar desde Trebia, le informaba del estado en el que se encontraba su manípulo. Ese olor y los gemidos que intermitentes perforaban la densa niebla hasta alcanzar los aún estremecidos oídos de Tito. No les habían dado opción ni de luchar, ni de pensar en luchar. Todo había sido tan rápido. Tito sentía un desconocido calor recorriendo su espalda como un dulce reguero que él ya adivinaba que se trataba de su propia sangre, pero ahora no tenía tiempo de pensar en sí mismo. De rodillas, gateando entre los cadáveres de sus compañeros llegó hasta Druso. Cogió el cuerpo de su amigo en brazos y lo asió con fuerza.

—¡Druso, Druso! —No le llamaba sino que gritaba su nombre. No le importaba si sus voces podían delatar su presencia y hacer de él presa fácil para los enemigos que campaban por todas partes cortando cuellos de legionarios moribundos.

Pronto llegaron las lágrimas a sus ojos, hasta transformarse en un sollozo casi mudo, henchidos sus pulmones y su corazón de rabia y odio. «Sí, los dioses nos han abandonado», Druso, pensaba mientras le asía y se mecía con el cuerpo del amigo unido al suyo por la fuerza de sus brazos. Y fue en ese momento, partida su alma por el dolor irremediable de la pérdida de su único amigo, cuando Tito abrió sus ojos que había tenido cerrados durante minutos y, mirando a un cielo ausente por la densa niebla de aquel lago, maldijo a todos los dioses de Roma y los retó a que sobre él cayeran todas las maldiciones de las que fueran capaces de pensar porque desde aquel momento los aborrecía y renegaba de ellos. Aunque aquella maldición le fuera a costar los peores sufrimientos, Tito Maccio vació su rencor arrojando todo su odio contra los dioses que los deberían haber protegido aquella genocida mañana de una infausta primavera. Dejó el cuerpo de su amigo y caminando entre los cuerpos muertos de sus antiguos compañeros de armas fue pidiendo a gritos que lo mataran, que lo mataran, pero lo que Tito Maccio no sabía era que los dioses, esos mismos dioses de los que había renegado, ofendidos por su maldición y su osadía decidieron preservarle la vida, y aun cuando su herida era profunda, ésta, aunque dolorosa, se enjugaría para que al cabo de cuatro horas, cuando la niebla levantó, se encontrara vivo, superviviente, en un mar de cadáveres infinito, para así iniciar el largo y tortuoso camino que las deidades habían dispuesto para prolongar sus sufrimientos, más allá de toda posible expiación.