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El enemigo ciego

Entre Liguria y Etruria, febrero de 217 a. C.

Había nuevos cónsules en Roma: Cneo Servilio Gemino y Cayo Flaminio. Ambos eran generales veteranos, curtidos en campañas anteriores. Aníbal sopesaba esta información en su tienda, sentado sobre una butaca cubierta de pieles de oveja para suavizar el frío de finales de aquel duro invierno de Liguria. Servilio permanecía en Roma, parece ser que intentando seguir con detalle los complejos preceptos religiosos romanos para conseguir el favor de sus dioses. Flaminio, por el contrario, más ágil, más decidido y menos escrupuloso en el fervor religioso, se había encaminado ya hacia el norte para enfrentarse a él, el invasor extranjero. Aníbal se sonrió. El cónsul romano se había establecido en Arrentium, entre Umbría y Etruria, con la idea de interponerse en su ruta hacia el sur. Aníbal escuchaba los informes de sus oficiales, mientras revisaba los planos que tenía extendidos ante sí en una amplia mesa de madera que sus soldados trasladaban de aquí para allá para que pudiera establecer siempre la estrategia a seguir con calma. Sus hombres se esmeraban en todo aquello que hiciera más fácil la vida a su general y, en especial, en todo lo que pudiera ser de utilidad para tomar las decisiones más acertadas en la campaña en la que le seguían. Su ejército había acumulado tal multitud de experiencias positivas desde sus primeros combates en Iberia como para desarrollar una infinita confianza en las decisiones de su líder. Eran los oficiales los que a veces dudaban más, pero cuando Aníbal hacía públicas sus determinaciones en un discurso ante los soldados africanos, en su lengua y luego en un corrupto ibero para sus mercenarios hispanos, ya no se atrevían a oponerse a sus designios. Además, el general se había rodeado de un pequeño número de intérpretes que le asegurasen que sus mensajes llegaran a todos y cada uno de los diferentes grupos de soldados que componían la compleja amalgama de su ejército. Todos los oficiales eran conocedores de la enorme simpatía que las tropas, especialmente las africanas y las iberas, sentían por su general. Por eso se sentían hoy especialmente incómodos ante una disensión sobre la estrategia a seguir entre ellos y el general que los gobernaba a todos.

Los oficiales de Aníbal insistían en una ruta más larga y lenta para alcanzar las legiones de Cayo Flaminio; sin embargo, el general cartaginés no compartía esa visión de las cosas. Miraba en silencio los mapas hasta que en su cabeza todo quedó claro. Sólo entonces se manifestó con contundencia.

—Iremos en línea recta por aquí —señaló la región del río Arno. Sus oficiales sacudían las cabezas en clara oposición—. Lo sé —continuó Aníbal—, sé que toda esta región ha sido inundada este invierno por el río que aquí llaman Arno, pero es la ruta más rápida y la única no vigilada por los romanos. Los exploradores confirman este punto y eso es lo esencial. En cuatro días podemos estar en Etruria, por sorpresa, sin que hayan controlado nuestros movimientos y comenzar el saqueo de la región. Tenemos que conseguir que Flaminio nos ataque con sus legiones antes de que se le una el otro cónsul. Ésa es nuestra mejor baza. Si dejamos que los dos cónsules se unan, será difícil nuestra victoria. El menosprecio que sentían ante nuestro ejército en Trebia ya no es un arma que podamos volver a utilizar. Es mejor adentrarnos en terrenos inundados que transitar por caminos secos, más largos y controlados por los romanos para luego encontrarnos con un agolpamiento de todas las legiones de Roma. Y esto no es una consulta. Es una orden.

Aníbal se alzó. Dobló los mapas y salió al exterior. Sus oficiales no se atrevieron a oponerse y en pocos minutos sus instrucciones estaban siendo difundidas a todos los regimientos de su poderoso ejército expedicionario.

La poderosa maquinaria de guerra cartaginesa abandonaba la región acompañada de refuerzos procedentes de diferentes tribus de los galos ligures que fortalecían aún más su contingente de tropas iberas, cartaginesas y númidas. Al principio la marcha fue sobre terreno seco y sin problemas más allá de las muchas horas de caminar sin detenerse apenas, la lluvia constante de aquellos días y la fatiga propia de aquellos esfuerzos. No obstante, a medida que avanzaban hacia el sur la tierra comenzó a pasar de estar húmeda por la lluvia a transformarse poco a poco en fango y, luego, del barro se tornó en un pantano denso, de aguas espesas, pegajosas. Los soldados hundían sus pies primero hasta los tobillos y luego hasta las rodillas. Aníbal encabezaba el ejército, hundiendo sus propias piernas en aquella agua estancada varios días después de las grandes avenidas del Arno, pero no cejaba en su determinación. Así pasó el primer día, con fatiga, lluvia y aguas pantanosas. Aquello era sólo el principio de un nuevo calvario. Lo peor estaba por venir: anochecía pero no se adivinaba en el horizonte ningún lugar que estuviera lo suficientemente seco y firme donde poder establecer un campamento. En la última hora del atardecer, Aníbal se restregó los ojos con sus manos empapadas de aquella agua maloliente y pesada. Ningún lugar a la vista donde establecer un cuartel provisional. Y no había tiempo para retroceder. Sus guías galos le confirmaron que el terreno seguía igual durante decenas y decenas de kilómetros. El general cartaginés volvió a restregarse los ojos. Sentía un picor peculiar que le hacía sentirse incómodo.

—Que los hombres descansen como puedan. Dormimos aquí. No se montan tiendas. No hay sitio, terreno firme sobre el que fijarlas, pero quiero centinelas toda la noche a quinientos pasos de la columna del ejército, por ambos flancos. Dormiremos todos sobre nuestros pertrechos empapados hasta el amanecer y al alba seguiremos. Las bestias, que permanezcan a la intemperie. Las que no sobrevivan las abandonaremos.

Así dijo el general y lanzó parte de sus pertrechos al suelo: telas y maderas se hundieron en el agua pantanosa hasta que al fin, después de echar las pieles de oveja, tocaron fondo de forma que se estableció una especie de suelo artificial sobre el que Aníbal se acostó y cerró sus ojos. El picor persistía y siguió rascándose ambos ojos inconscientemente mientras el sueño, impulsado por el cansancio de la larga marcha, se adueñaba de su cuerpo.

Sus hombres hicieron lo propio, intentado emular el ejemplo de su general: lanzaban sus pertrechos sobre las aguas pantanosas que los rodeaban, y cuando éstos parecían hacer pie en el fondo de aquel marjal, los cubrían con sus capas para luego recostarse sobre las mismas y terminar cubriéndose con las mantas que llevaban consigo. Eran unas condiciones horribles para intentar conciliar el sueño, pero el hecho de que su general compartiera las mismas penurias por las que ellos debían pasar los hacía sentirse próximos a su líder y nadie de entre los iberos o africanos lamentó su suerte. Entre los galos ligures recién unidos a la causa cartaginesa y a aquella extraña expedición contra Roma, las cosas eran diferentes. No entendían a qué tanta prisa. Ellos llevaban esperando años para vengarse de Roma y no veían la necesidad de acortar por aquellos pantanos, pero la tremenda disciplina de las tropas veteranas de Aníbal no les permitía ni tan sólo plantear sus quejas.

Aquella noche Aníbal se despertó en varias ocasiones por el picor de los ojos. En particular, le dolía el ojo izquierdo. En una de las ocasiones en las que su sueño se vio interrumpido por aquel horrible ardor se percató de la tímida luz del amanecer en el horizonte dibujando en lontananza la silueta de los Apeninos al este. Aníbal hizo llamar a varios médicos que acompañaban su ejército. Estaba tomando leche calentada al fuego de una hoguera cuando dos hombres de unos cuarenta años, barba tupida, pelo cano y extremadamente delgados, llegaron a su presencia. El general dejó su desayuno y permitió que aquellos hombres le examinasen. Los dos le analizaron los ojos con detenimiento y luego se miraron entre sí. Al fin, el que parecía algo mayor se dirigió al paciente.

—Es una mala infección en los ojos la que tenéis, mi general. Es por esta extraña humedad. Si no queréis perder la vista, debemos alejarnos de esta ruta y buscar terreno seco cuanto antes. Entretanto podemos hacer empastes de barro y manzanilla para calmar la hinchazón y el picor.

Aníbal los escuchó atento.

—No podemos abandonar esta ruta. Es preciso que alcancemos Etruria lo antes posible.

—Entonces… —el mismo médico que había hablado antes dudaba ahora.

—¿Entonces? —preguntó Aníbal.

—Podéis perder la vista, mi general. Podéis quedar ciego. Deberíamos volver sobre nuestros pasos lo antes posible.

—Eso no es posible —Aníbal negaba insistente con la cabeza tal posibilidad mientras hablaba, pero ya no se dirigía a sus médicos; era más bien como si hablara a solas consigo mismo—, hay demasiado en juego, demasiado.

El general hizo entonces que vinieran los guías galos y les preguntó sobre el tiempo que les quedaba para, siguiendo la ruta hacia el sur, salir de aquellos pantanos.

—Dos o tres días más, general.

Entonces volviéndose a los médicos, Aníbal preguntó de nuevo.

—¿Aguantarán mis ojos dos o tres días más en estas condiciones?

Los médicos guardaban silencio.

—¿Y si cabalgara?

—Eso mejoraría las cosas, pues cuanto más alejado del agua estéis, mejor.

—¿Y si fuera a lomos de Sirius, el elefante que nos queda? Es mucho más alto que cualquier caballo. Me mantendría alejado del agua, al menos durante el día. Eso y los empastes, ¿qué pasaría entonces?

Los médicos se mesaban las barbas con las palmas de sus manos. Querían dar la mejor de las respuestas pero eran temerosos y, por la experiencia adquirida en el ejercicio de su profesión, cautos.

—Decidme con claridad la situación —insistió el general.

Nuevamente el más mayor volvió a dirigirse a Aníbal.

—El ojo izquierdo está muy mal. Si no regresamos, seguramente perderéis la visión del mismo. Es posible que con los empastes y sobre el elefante, lejos del agua, se pudiera salvar el otro ojo. Quizá los dos. Es difícil de pronosticar. Depende de lo que tardemos en salir de los pantanos, de que no llueva más. Necesitáis curas en ambos ojos, descansar en terreno seco y ver cómo evoluciona cada ojo. Es todo cuanto puedo deciros.

Ahora era Aníbal el que se mesaba sus largos cabellos. Se restregó los ojos con una de sus manos.

—No, mi señor, no debéis tocaros los ojos, no; os prepararemos el barro con manzanilla, pero no debéis restregaros los ojos; eso sólo empeorará vuestra condición.

Aníbal exhaló un profundo suspiro pero obedeció.

—El picor es horrible —dijo.

—Lo es, sin duda —asintió el médico que le hablaba—. Os prepararemos ese empaste y eso os calmará.

—De acuerdo —y volviéndose hacia los guías galos—, ¿tres o cuatro días más, decís, antes de salir de los pantanos?

—Así es, mi señor.

Aníbal asintió en silencio. Varios oficiales presentes asistían expectantes a aquel debate. Su general estaba ponderando si compensaba arriesgarse a perder su vista por obtener una, para ellos, incierta ventaja militar que no alcanzaban a entender. Ninguno sabía qué decir. Tampoco parecía que su general buscase consejo.

—Seguiremos entonces. Nos detendremos el mínimo tiempo posible por las noches. Avanzaremos sin descanso. Yo cabalgaré a lomos de Sirius. Vosotros dos me aplicaréis los empastes en los ojos y yo resistiré el dolor y el picor sin tocarme la cara. En tres días saldremos de estos pantanos.

Avanzaron sin descanso en largas marchas diurnas hasta conducir a hombres y bestias a la extenuación absoluta. Al salir de los pantanos, Aníbal, desolado por el dolor en sus ojos, sin apenas visión, se refugió en su tienda, pero antes de echarse a descansar, ordenó a sus oficiales que atacasen las principales ciudades de la región. Maharbal escuchó su mandato y lo ejecutó con disciplina. En los días siguientes, mientras Aníbal se debatía entre la luz y las sombras bajo el cuidado de sus médicos, el ejército cartaginés se hizo con las poblaciones de Florentia y Biturgia. El plan seguía adelante: arrasar Etruria para que el cónsul Flaminio decidiese atacar por sí solo, sin esperar la llegada de Servilio y sus refuerzos.

Cuando Cayo Flaminio recibió los informes de la caída de Florentia y Biturgia suspiró profundamente y ordenó que las legiones se preparasen para salir. Ésa fue su primera reacción, pero al fin se lo pensó dos veces y se contuvo. Decidió esperar unos días más a Servilio. Sabía que aquélla era la misma estratagema con la que Aníbal había manipulado a los cónsules del año anterior y no quería caer en la trampa. Esperó y esperó y siguió esperando.

En su tienda, Aníbal recibía los informes de Maharbal sobre la toma de ciudades en Etruria, con los ojos vendados, aguardando el dictamen de los médicos, que debían dilucidar si el gran enemigo de Roma se había vuelto ahora un enemigo ciego.