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Ojos negros de mirada profunda

Roma, enero de 217 a. C.

Publio Cornelio Escipión padre había regresado a Roma desde el norte para ceder la magistratura consular, por un lado, a quien fuera elegido para el cargo, cumplido su año de mandato, y, por otro lado, para terminar de restablecerse de sus heridas de Tesino. Con él regresó parte de las tropas y, entre otros muchos, su propio hijo. Ambos, Publio padre e hijo, caminaban aquella mañana de enero por las transitadas calles de una Roma que se preparaba para las nuevas elecciones consulares. Diferentes nombres sonaban como posibles candidatos a la máxima magistratura del Estado: Terencio Varrón, Cayo Flaminio, Emilio Paulo, Servilio y, como siempre, Fabio Máximo, pero no estaba claro aún cómo iban a desarrollarse los acontecimientos.

—¿Adónde vamos? —preguntó el joven Publio a su padre al salir de su casa. Caminaban por entre callejones estrechos y amplias avenidas con un paso constante, rápido y decidido, aunque el único que sabía el destino de aquella salida era su padre. Al joven le parecía sorprendente la recuperación de su pater familias. La herida en la pierna recibida en Tesino había sido grave y profunda; sin embargo, su padre avanzaba veloz y firme; apenas era visible una leve cojera al pisar con la pierna herida, sólo discernible para quien supiera lo acontecido hacía unos meses junto a aquel nefasto río del norte.

—Vamos a casa de Lucio Emilio Paulo —respondió al fin el interpelado.

El joven Publio se quedó pensativo. Lucio Emilio Paulo había sido cónsul el año anterior; era un personaje respetado por sus victorias en la guerra de Iliria pese a que Fabio Máximo intentó manchar su victoria con confusas acusaciones sobre malversación en las cuentas de aquella victoriosa campaña militar; apenas conocía nada más de él, aparte de que su padre siempre había hablado de este senador con gran estima. Pensó en preguntar cuál era el motivo de la visita y, ya puestos, por qué deseaba ir acompañado. Lo segundo podría tener una respuesta relativamente fácil: desde que regresaran del frente de guerra su padre había insistido en presentarle a todos los hombres influyentes de Roma que conocía, senadores, pretores, cuestores, censores. El joven Publio hacía lo posible por retener nombres, funciones y las valoraciones que de cada una de esas personas le hacía su padre. El hijo no veía a qué tanta prisa por presentarle a tanta gente en tan poco tiempo, pero su padre insistía en que estaban en guerra y que en una guerra cualquier cosa era posible y convenía estar preparado. No entendía bien el joven Publio el sentido de estas explicaciones, pero sabía que discutir con su padre en aquellos temas que éste tenía decididos era inútil, de forma que acataba los deseos del padre como si de órdenes de un superior en el campo de batalla se tratara, pues, a fin de cuentas, por el tono de decisión que su padre había empleado aquella mañana, casi venían a ser lo mismo.

—Se acercan las próximas elecciones para el consulado. Ya sabes que Varrón será muy probablemente elegido por las comitia centuriata[*] como el cónsul representante del pueblo. Varrón es un loco. Temo mucho que pueda llevar a Roma al desastre. Necesitamos una persona con carisma y gran experiencia que, apoyada por el Senado, sea elegida como el otro cónsul.

El joven Publio se quedó sorprendido de recibir tantas explicaciones de golpe. Por algún motivo su padre deseaba que tuviera bien presente todo lo que se estaba decidiendo en Roma en esas semanas.

Al cabo de unos veinte minutos llegaron a la residencia de la familia del excónsul Lucio Emilio Paulo. Ésta se encontraba en lo alto de una colina; era una domus grande y rodeada de un amplio jardín. Toda la hacienda estaba custodiada por una elevada muralla de más de dos metros y medio de altura y por guardias armados en la puerta. A través de una inmensa verja de hierro oscuro se discernía un ancho camino que conducía a la puerta principal de la mansión. Los guardias reconocieron enseguida a Publio Cornelio Escipión y abrieron la verja.

Su padre era respetado y bien recibido en aquella casa. Sin embargo, al seguirle su hijo, uno de los guardias se interpuso y solicitó una aclaración.

—¿Quién es este que le acompaña, general? Sólo me está permitido dar paso a un pequeño grupo de personas conocidas por mi amo. Y este joven no figura entre ellos.

Publio padre no se alteró ni dejó entrever en el tono de su respuesta enfado o molestia por lo inquisitivo y estricto del centinela.

—Eres un fiel y buen servidor de tu señor. Cumplir sus órdenes te honra. Este que me acompaña es mi hijo, mi primogénito, y vengo a presentarlo a tu señor. Deseo que mi hijo conozca a aquellos que merecen ser respetados en Roma.

—Comprendo… —Pero el guardia no daba paso, pensativo.

—Si lo deseas, podemos esperar aquí mientras envías a alguien a preguntar a tu amo si mi hijo es bienvenido en su casa. No hay ofensa por esperar. —Con ello Publio padre concluyó y aguardó respuesta.

El soldado se debatía en silencio. La solución no era tan sencilla como todo eso. Su señor era una persona justa pero que se enojaba ante decisiones absurdas. Por un lado estaba la orden según la cual sólo podía pasar el padre, pero negarle la entrada al hijo de uno de los mejores amigos del señor de la casa no era en nada hospitalario y podía considerarse como una forma ridícula de celo en la tarea de custodiar la casa.

Publio padre se apiadó del guardia y decidió darle una solución.

—Quizá podrías escoltarnos a los dos hasta el patio de la casa del senador y dejarnos allí mientras informas a tu señor de quién le visita, de quién acompaña a esta visita y el objeto de nuestra venida. De esta forma mostrarías hospitalidad ante un amigo de tu señor y cautela al transgredir ligeramente una orden suya. —La expresión de Publio Cornelio padre era la de un general acostumbrado a dar órdenes, de forma que sus palabras transmitían la confianza de quien posee gran experiencia.

—Sí —respondió aliviado el guardia—, esto haremos.

Dejando al otro centinela junto a la puerta, el soldado acompañó a padre e hijo hasta la entrada de la gran mansión dejándoles pasar hasta un patio. En el centro había una fuente con un surtidor. El murmullo del agua al caer y el frescor de las plantas que rodeaban aquel patio transmitían una agradable sensación de paz y sosiego. Pese a estar en invierno, había amanecido un día despejado con mucho sol. El joven Publio se sintió a gusto en aquella estancia, con el cielo abierto sobre ellos, con el aire fresco y el agua.

Fue el propio Lucio Emilio Paulo quien salió a recibirlos en persona.

—Ya veo, viejo amigo, que sigues siendo hábil en el arte de la persuasión —fueron las palabras de recibimiento que el senador dedicó a su padre— y te entretienes ahora en confundir a mis súbditos. Yo doy una orden precisa y aquí llegas tú y haces que la gente se confunda hasta no saber qué es lo apropiado.

—¿Acaso querías tenernos en la calle esperando, viejo bribón? —respondió Publio padre.

—Nada de eso, nada de eso… —se abrazaron los dos senadores, los dos excónsules—, sí me parece bien, pero es que me conmueve tu capacidad de persuadir a la gente para salirte con la tuya. Se te ha echado de menos en el Senado este año. ¿Y bien? —dijo entonces mirando al joven acompañante de su amigo—. Éste sin duda debe de ser tu hijo, corrijo, tu valiente primogénito, tu salvador en Tesino, ¿no es así?

—Así es.

El senador Emilio Paulo se distanció un par de pasos, examinando al joven que le estaba siendo presentado. Tras un par de segundos se adelantó y, antes de que el joven Publio pudiera reaccionar, se fundió en un abrazo con él. El senador tenía fuerza en sus venas más allá de la que uno podía pensar, pues el joven sintió en aquel intenso abrazo la fortaleza de unos musculosos y poderosos brazos. Por fin, le dejó libre y Publio hijo pudo decir algo.

—Es un honor para mí conocerle. Mi padre le tiene en gran estima.

—Ah, ¿y eso es bueno? —interrumpió el viejo senador.

Publio hijo, confundido, no supo qué responder. El senador entre risas continuó.

—Hay más de uno que solamente por eso, porque tu padre me estima, ya no me aprecia nada. Roma es una guarida de lobos. Pero estoy de broma, como ya verás, yo también aprecio a tu padre. Pero dejemos esta palabrería y veamos qué te trae por aquí de verdad, viejo Publio. Estoy encantado de conocer a tu hijo, pero me lo podías haber presentado en el foro en los próximos días. ¿Por qué has venido hasta mi casa, tan lejos del centro? Y no me engañes.

Publio padre sonrió.

—No, no lo pretendo. Mis dotes de persuasión no creo que pudieran llegar a tanto. Ya sabes a qué he venido.

—Ah… —por primera vez Lucio Emilio frunció el ceño y se puso serio—. Por eso… no sé, no sé… no eres el primero que viene por lo mismo, pero no… no lo veo claro.

—Permíteme al menos exponerte mis razones con un poco de calma —insistió Escipión padre.

—Bien, sí, eso sí. Parece que olvido mis modales y os retengo en el patio de mi casa…

En ese momento una joven de unos dieciséis años apareció en el patio. Entre niña y mujer, un rostro de facciones suaves, con la tez oscura por el sol y una profusa melena azabache, larga y sinuosa que caía sobre sus hombros y espalda; su cuerpo, no obstante, era exuberante, con amplios senos que se dibujaban bajo la toga blanca que lucía en la luz clara de aquella mañana; caminaba despacio, como si apenas rozaran sus pies el suelo, sin hacer ruido. Se quedó a la entrada del patio sin intervenir en la escena, observando.

El senador al volverse para invitar a sus amigos a entrar en la casa la vio y ésta retrocedió sobre sus pasos, pero la voz impetuosa del amo de la casa la detuvo.

—Ah, mi hija Emilia, siempre una grata sorpresa, la luz de esta casa y desde el fallecimiento de su madre, la esperanza de esta familia. Ven que te presente a dos buenos amigos.

La joven se acercó y el senador llevó a término las correspondientes presentaciones. En la proximidad, Publio hijo pudo ver de cerca la profundidad de la mirada de aquella jovencísima mujer: eran unos ojos negros como su pelo, como la noche, pero cálidos, con una mirada intensa, dulce, tranquilizadora. Acompañaban la paz del murmullo del agua, del cielo despejado, pero cuando se quedaban quietos, devolviendo la mirada, se apreciaba un ápice de travesura, de complicidad, de secreto.

—Y digo yo —continuó el senador—, ¿no será mejor, Publio, que dejemos a los jóvenes a su aire y que tú y yo nos dediquemos a dirimir el futuro del Estado? Más que nada lo digo por mi hija. No sé si tu muchacho aguantará tus largas explicaciones, pero estoy seguro de que eres capaz de aburrir a mi niña hasta el infinito. No tienes piedad cuando hablas de defender a Roma —y volvió a reír.

—Como desees. Estamos en tu casa.

—Bien, pues no se hable más —y dirigiéndose a su hija—, Emilia, ya que tu hermano anda perdido por el foro, o al menos eso prefiero pensar yo, ¿por qué no conduces al jardín y entretienes a este valiente joven mientras tu propio padre se aburre con el pesado de su padre?

—Como quieras, mi señor —fue la rápida respuesta de Emilia.

Los senadores salieron del patio y ambos jóvenes quedaron a solas. Para esto no se había preparado aquella mañana el joven Publio. Había sido llamado por su padre para una visita formal a un importante senador de Roma para tratar de asuntos esenciales de la ciudad, la patria y su gobierno, y ahora se veía a solas con una jovencísima muchacha, muy hermosa, pero con la que no sabía de qué hablar.

—No hace falta que hablemos si no quieres —empezó Emilia—. Quiero y respeto mucho a mi padre, pero le encanta poner a la gente en situaciones extrañas para ver cómo reacciona. Dice que así es como se conoce realmente a las personas. En sus reacciones ante lo inesperado.

Publio escuchó en silencio. Desde luego ése no era el inicio de conversación que había considerado para empezar a hablar con una joven patricia romana. Pero Emilia no se vio ni sorprendida ni desanimada por el silencio de su interlocutor, o al menos su desenfado y decisión no sugerían tal cosa.

—Mi padre ha dicho que vayamos al jardín, hace un día tan precioso que creo que será un paseo agradable… Si a ti te parece bien.

Publio al fin dijo algo.

—Sí, me parece bien.

«Hablar, lo que es hablar no habla mucho —pensó la joven Emilia mientras lo acompañaba hacia la entrada de la casa para salir al jardín—, pero es guapo». Se sonrió sin decir más.

—¿Por qué sonríes? —preguntó Publio, que no dejaba de observarla.

Estaban ya en el jardín. El aire fresco de la mañana teñido del calor del sol era una mezcla embriagadora para los sentidos, especialmente rodeados de aquel jardín repleto de plantas exóticas. Emilia dudaba en responder. Por fin se decidió.

—Por nada especial. Es sólo que mi padre y mi hermano, hace unos días, empezaron a hablarme con insistencia del tema del matrimonio, de elegir sabiamente y no sé cuántas cosas más sobre el asunto y…

—¿Y…? —La joven había captado el interés de su invitado, ¿o era miedo?

—Y entonces mi padre empezó a recitar nombres de posibles buenas elecciones. Y tu nombre estaba el primero de la lista.

—Ya… —el joven Publio vio confirmado que aquella mañana nada transcurría según había pensado. Decidió seguir la conversación que, al menos una cosa era evidente, resultaba diferente a cualquier otra que nunca había tenido con una patricia—. Y por eso la sonrisa.

—Sí; me ha hecho gracia que hace unos días me propusieran tu nombre como posible «sabia elección» y que de pronto, unos días más tarde, te encuentres aquí, nos encontremos aquí, poco menos que empujados por mi padre, solos.

—Ya… entiendo. No deja de ser una coincidencia.

—¿Tú crees? —preguntó Emilia.

—Bueno…, veo que hay tres posibilidades.

—¿Tantas? ¿Y cuáles son? —Y se sentó en un banco de piedra bajo un pino alto y robusto, pero a la luz del sol, ya que la sombra del enorme árbol caía más lejos. Publio permaneció de pie, explicando sus posibilidades.

—Uno: es posible que sea una coincidencia, nada más; dos: es posible que tu padre y el mío hayan tramado que nos conozcamos; tres: los dioses desean que nos conozcamos.

—¿Y cuál de las tres crees tú que es la cierta? —preguntó una interesadísima Emilia. Aquel joven era guapo y, según había oído de sus padres, excelente y valiente soldado, héroe que había salvado a su propio padre, un cónsul de Roma, en el campo de batalla de caer en manos de los cartagineses aun a riesgo de poner en grave peligro su propia vida. Heroicidades semejantes no podían dejar insensible a la joven patricia.

Publio no sabía bien por dónde proseguir. Además, otros pensamientos se agolpaban en su mente. Su experiencia con las mujeres era relativamente variada en lo sexual, con las prostitutas que en numerosas ocasiones había visitado con su tío Cneo y, ocasionalmente, alguna esclava en casa de su padre; y luego estaban las aburridas conversaciones con jóvenes patricias que le habían sido presentadas para «los mejores fines», normalmente seleccionadas con esmero por su madre; sin embargo, una conversación ingeniosa con una joven patricia, que además era muy hermosa, era algo nuevo para él.

—No hace falta que me respondas —la voz de Emilia, suave y tierna, se mezcló con sus pensamientos—. Me bastaría con que me hicieras un favor, un gran favor.

—Si puedo ayudarte, estaré encantado y orgulloso de poder hacerlo —Publio sintió que sus palabras brotaron con sinceridad de su corazón y no dejó de estar sorprendido. Eso sí le puso algo nervioso, pero la placidez de aquella joven patricia le envolvía y contrarrestaba sus dudas.

—Verás. Mi padre y mi hermano están muy insistentes con este tema del matrimonio y si consiguiera hacerles pensar que un joven romano, hijo de un senador y excónsul de Roma, de una excelente familia patricia, valiente oficial, se interesa por mí, aunque sólo fuera por un tiempo, pues sé que me dejarían tranquila con el tema, al menos por unas semanas, quizás meses…

El joven Publio escuchaba atento.

—… Supongo que bastaría con que vinieras a verme alguna vez, con cualquier pretexto; basta con que demos un paseo, aunque no hablemos.

Publio meditó bien su respuesta mientras observaba el pelo de la joven, acariciado con suavidad por una dulce brisa. Era un cabello precioso, denso, que daban ganas de acariciar. Por fin empezó a hablar despacio. Emilia le miraba con fulgor en sus ojos.

—Entiendo tu preocupación y que te resulte incómodo que tu padre te atosigue con el tema del matrimonio, y aun cuando me encantaría poder ayudarte en cualquier otra cosa que me pidieses, eres la hija de uno de los mejores amigos de mi padre y no podría hacer nada que pudiese poner en peligro la amistad de mi padre con el tuyo; si ahora fingiera interés por ti para luego no cumplir lo que mis acciones daban a entender, sería una afrenta a tu padre, a tu hermano, a toda tu familia, que sería difícil que me perdonaran y tendrían razón en no hacerlo, y eso también avergonzaría a mi padre.

Emilia bajó la mirada despacio. La suave brisa proseguía su recorrido por el jardín haciendo que el largo y ondulado cabello de la muchacha se agitara suavemente sobre sus hombros.

—Sí, evidentemente estás en lo cierto. Perdona. Creo que aún soy una niña en muchas cosas. Espero que no tengas mala opinión de mí.

—No —esta vez Publio respondió con rapidez—, no, en absoluto. No hay ofensa alguna.

Y pensó en añadir algo para salir de aquel diálogo que tanto se había complicado.

—Quizá, si no te importa —continuó Publio—, me gustaría ver el resto del jardín.

Emilia accedió y se levantó enseguida para guiar a su invitado por entre los árboles desnudos de hojas y los pinos siempre verdes. Estaba meditando y caminaba sin hacer comentarios junto al joven Publio cuando se volvió hacia él para preguntarle de nuevo.

—Admiras mucho a tu padre, ¿verdad?

El joven comprendió que no iba a ser tan sencillo conducir a la muchacha hacia una conversación frívola o ligera. Sin embargo, no se sentía molesto. En cierta manera aquel paseo resultaba agradable a la vez que muy distinto al que nunca hubiera hecho con ninguna de las múltiples jóvenes patricias de las mejores familias de Roma que se le habían presentado desde su regreso de Liguria.

—Sí, respeto mucho a mi padre y… —pensó unos segundos antes de concluir— sí…, para mí, sin duda alguna, es un modelo a seguir… aunque a veces resulta abrumador intentar estar a su altura.

Ésa era una confesión que nunca antes había hecho a nadie; hasta entonces sólo había sido un silencioso pensamiento en su mente que de pronto había cobrado voz y forma en presencia de aquella muchacha.

—Sí, te entiendo, a mí me pasa algo parecido —la voz dulce de la joven parecía fundirse con el viento—. Yo también deseo estar a la altura de lo que mi padre y mi hermano esperan de mí, pero no me parece sencillo.

Lucio Emilio Paulo observaba a su hija desde una de las ventanas de la domus. Publio le hablaba de Roma, de la guerra, del Senado y de las elecciones consulares para el año siguiente, con su elocuencia habitual, para persuadirle de que presentara su candidatura. Aunque mirara por la ventana no dejaba de escuchar atento las palabras de su amigo. No obstante, su interés estaba dividido entre los razonamientos de su colega en el Senado y la escena que estaba desarrollándose en el jardín de su casa.

El joven Publio y Emilia vieron por fin interrumpido su diálogo cuando los senadores aparecieron en el jardín. El primero en dirigirse a los jóvenes fue el amo de aquella casa.

—Hija mía, ¿le ha gustado a nuestro noble invitado la visita por el jardín?

—Sí, creo que a nuestro invitado le ha gustado el paseo.

—Así es —corroboró Publio hijo.

—Bien, bien, me alegro —y, volviéndose a su padre, Emilio Paulo continuó—, tu padre y yo ya hemos terminado de dilucidar los asuntos de Estado esta mañana y creo que otros deberes os reclaman en la ciudad. ¿No es así, Publio?

—En efecto —confirmó Publio padre—. Nos vamos, hijo mío, con el permiso del pater familias de esta noble casa, espero…

—Por supuesto, por supuesto —y Emilio Paulo se dispuso a acompañarlos a la puerta de acceso a la hacienda, donde los guardianes seguían vigilando el acceso.

El joven Publio observó que Emilia los seguía del brazo de su padre. Llegaron a la puerta conversando acerca del excelente tiempo de aquella mañana de invierno. Publio hijo pensó en el tremendo contraste entre lo frívolo de la presente conversación frente al intenso diálogo de minutos antes con la joven hija del senador. Por un instante echó de menos ese breve intercambio de pensamientos del que habían disfrutado.

Llegaron a la puerta. Su padre se despedía cordialmente del senador Emilio Paulo. Los jóvenes se miraron. En ese momento el joven Publio tomó la palabra.

—Me pregunto, noble Lucio Emilio Paulo, si mi persona sería igual de bienvenida a esta casa si en otra ocasión tengo la oportunidad de acercarme a ella para visitar a los que aquí viven, aun cuando viniera solo y no acompañado por mi padre.

No era frecuente que un joven oficial, por muy hijo de cónsul que fuera, se dirigiese tan directamente a un senador demandando lo que no era otra cosa sino permiso para ser recibido en su casa en cualquier momento.

Publio padre miró a su hijo sin mostrar reproche ante sus palabras, pero con notable sorpresa. El senador aludido guardó silencio unos segundos. Emilia inspiró profundamente. Los guardias de la puerta que habían escuchado la petición del joven oficial estaban atentos a la respuesta de su señor.

—Sea —empezó Emilio Paulo—, ordeno que el hijo de Publio Cornelio Escipión, del mismo nombre, siempre sea bien recibido en esta casa, cuando quiera que éste desee honrarnos con su presencia. Un joven oficial de Roma de la familia Escipión siempre será apreciado en casa de Lucio Emilio Paulo.

—Gracias. Agradezco profundamente esta deferencia con mi persona. Espero estar a la altura del honor y la confianza que depositas en mí.

Los guardianes habían escuchado la orden de su amo y tomaban buena nota. Nunca más debían poner dificultad a aquel joven para acceder a la casa de su señor, como lo habían hecho en aquella mañana.

—Y…

—¿Algo más aún? Mi querido Publio —dijo Emilio Paulo dirigiéndose a Publio padre—, tu hijo cuando solicita parece no tener fin. ¿Es esto frecuente en él?

—Pues no, no lo es. No es dado a solicitar cosas —Publio padre respondió mirando a su hijo que aún deseaba solicitar algo más.

—¿Y bien? —preguntó al fin Emilio Paulo.

—¿Podría dirigirme un momento a vuestra hija?

Emilia se había quedado retrasada unos pasos, dejando una prudencial distancia con los hombres que se estaban despidiendo en la puerta, junto a los guardias. No dejaba de mirar y escuchar con enorme interés el intercambio de solicitudes y concesiones entre el joven Escipión y su padre.

Lucio Emilio Paulo se volvió hacia su hija. Los ojos de la muchacha brillaban y sus mejillas estaban encendidas pero sin llegar al sonrojo, con el rostro alto, sin bajar la mirada. Sin duda hacía esfuerzos por controlar sus reacciones. Estaba esperando la respuesta del pater familias.

—Sí, si eso te complace, puedes hablar con ella.

El joven Publio avanzó unos pasos hasta situarse junto a Emilia. Una vez junto a la muchacha fue breve, no quería abusar de la paciencia del senador que tanto estaba transigiendo aquella mañana.

—Espero poder volver a verte, es decir, si esto te agradase.

—Me encantará volver a verte —fue también la breve respuesta de Emilia que esta vez sí bajó la mirada, y en voz baja, de forma que su padre no oyera, añadió— y gracias por fingir este interés en mí; pensé que al final no me harías el favor que te pedí.

—No lo hago.

Emilia entonces volvió a mirar al joven Publio a los ojos, confundida.

—No finjo. —Y con esas palabras el oficial dio media vuelta antes de que Emilia pudiese decir nada. Padre e hijo de la familia Escipión salieron de la casa y se marcharon andando. El senador Lucio Emilio Paulo y su hija los vieron mientras se alejaban poco a poco.

—Allá van dos hombres nobles de esta ciudad —comentó el senador a su hija—. En estos tiempos difíciles necesitamos más como ellos, necesitamos más… —luego guardó silencio, para al final continuar dirigiéndose a su hija—. Y bien, ¿me enseñarás a mí también el jardín que tan intensos efectos tiene en algunos jóvenes de esta ciudad, o esos paseos son sólo para la juventud?

—Son también para mi padre, sin duda, siempre que éste desee la compañía de su hija.

Ésta fue la respuesta de Emilia, que, no obstante, necesitó de un importante autocontrol para no dejar traslucir en su tono la combinación de emociones que la atenazaban y que la tenían navegando entre la más absoluta confusión y la ilusión más extraña que nunca jamás había sentido.

El padre de Publio no comentó nada mientras caminaban de vuelta a casa, pero de alguna forma estaba seguro de que su hijo iba a encontrar algo o, mejor dicho, alguien en quien ocupar su tiempo una vez que él partiera para Hispania.