La batalla de Trebia
El río Trebia, diciembre de 218 a. C.
Tito Maccio se levantó aquella mañana helado por el frío y sobresaltado por un griterío que venía desde fuera del campamento. El fuego se había apagado y el viento gélido del amanecer venía acompañado de aguanieve. Druso se acurrucaba en el suelo estirando su fina manta con sus manos en un vano intento por cubrirse desde la cabeza a los pies aun cuando la extensión de la lana era insuficiente.
Tito Maccio se esforzaba por entender qué ocurría. Al igual que él, otros muchos legionarios se estaban levantando sorprendidos por los gritos que venían del exterior de las empalizadas. Los centuriones empezaron a dar órdenes para que todos se levantasen y se preparasen para salir a combatir: los cartagineses habían avanzado su caballería númida y ésta estaba acosando la zona en la que los romanos se habían fortificado.
Sempronio Longo se había levantado apenas hacía diez minutos y, tras una rápida reunión con los tribunos de sus legiones, decidió lanzar a toda su caballería contra los númidas y, no contento con eso, ordenó que se dispusiesen todas las legiones para seguir a los jinetes.
—¡Esos cartagineses van a entender hoy con quién están luchando! —dijo Sempronio Longo, sus ojos brillantes, con fulgor en sus pupilas y ansia en el corazón.
Tito Maccio agarró un pedazo de pan que tenía guardado de la noche anterior y se puso a morderlo con avidez. Estaba muerto de hambre y el frío no hacía sino agudizar esa horrenda sensación de vacío de su estómago, pero el centurión de su manípulo le conminó a dejarlo señalándole amenazadoramente con la espada.
—¡No hay tiempo para el desayuno, legionario! —dijo el centurión—. ¡Órdenes del cónsul! ¡Todos preparados para combatir! ¡Ya comeréis después de la batalla!
Aquello enfureció a Tito. De lo único que se había alegrado de su ingreso en la legión era de que al menos en el ejército podía comer con cierta regularidad, pero desde que lo habían desplazado al norte, estaba aterido por el frío y ahora además le negaban la comida.
—Déjalo —dijo Druso—. Está claro que hoy no nos van a dar nada para comer hasta que hayamos acabado con unos cuantos cartagineses, así que, cuanto antes acabemos con ellos, antes comeremos. Vamos, sígueme.
La determinación de Druso consoló un poco el ánimo de Tito Maccio y ambos se pusieron el casco, la coraza de piel, que era lo que podían permitirse unos soldados de tropas auxiliares, y cogieron sus espadas y pila.
—¡Vamos allá de una vez! —concluyó Tito.
En otro extremo del campamento, la caballería romana ya estaba formada y dispuesta para salir. El joven Publio y Cayo Lelio estaban sobre sus monturas. No se decían nada pero intuían que algo no encajaba, sin embargo, el cónsul Tiberio Sempronio Longo tenía el mando absoluto, al menos hasta que el otro cónsul, Publio Cornelio Escipión, se recuperase y no se podían discutir las órdenes del cónsul al mando, y menos en medio de un ataque enemigo.
La caballería romana salió al trote del campamento y al minuto empezó a galopar en dirección a los númidas. A quinientos pasos de las fortificaciones romanas, los jinetes de ambos ejércitos se enfrentaron en un combate duro bajo el viento y el aguanieve del invierno de Liguria. El joven Publio hirió a un par de jinetes númidas y Cayo Lelio hizo lo propio con otros dos, uno de los cuales cayó al suelo malherido. Los númidas empezaron a replegarse. Sempronio Longo dio orden de seguirlos y de que las legiones salieran del campamento y, a paso ligero, siguieran a su vez a la caballería romana para darles apoyo.
Los jinetes africanos huían por una llanura, lo que dio seguridad al cónsul Sempronio, ya que los romanos sólo temían las zonas boscosas donde los galos de la región presentaban con frecuencia emboscadas que causaban numerosas víctimas entre los legionarios. Por el contrario, un avance por terreno llano y despejado era algo que los romanos no temían. Había un bosque, pero los númidas se alejaban de él acercándose al río Trebia. Al llegar al mismísimo río, los jinetes africanos espolearon sus caballos para cruzarlo al galope por una zona por la que se podía vadear al ser de aguas poco profundas. La caballería romana hizo lo propio y el cónsul ordenó que la infantería siguiera los mismos pasos.
Tito Maccio entró en el río. Pronto el agua le cubrió primero hasta la cintura y, al llegar al centro del río, hasta casi los hombros. La corriente no era fuerte, pero la temperatura del agua estaba tan baja que sintió como si hasta sus propios huesos se congelasen por dentro. Se fijó en Druso, cuyos dientes castañeteaban por el frío.
Al salir del río Trebia, los legionarios romanos estaban temblando y apenas tenían fuerza para mantener sus armas en la mano. Sólo la caballería, que apenas se había mojado hasta las rodillas, parecía estar en condiciones razonables para el combate, pero ya no había tiempo para retroceder o replantear la batalla. Al llegar a la llanura al otro lado del río los romanos comprendieron exactamente lo que les esperaba. En la distancia Sempronio Longo vio al ejército cartaginés dispuesto para el combate.
Aníbal dio orden de que los mercenarios baleáricos con sus hondas y su infantería más ligera, lanzas en ristre, se pusieran al frente del ejército. Ésta era la primera línea de combate de las tropas púnicas compuesta por unos ocho mil hombres. Por detrás, en una gran falange, avanzaba la infantería pesada, constituida por soldados traídos de Iberia, los recientes aliados galos de la región, que guardaban odio eterno a Roma desde tiempo secular, y los soldados africanos que habían acompañado a Aníbal, algunos incluso a su padre Amílcar, desde Cartago. En total unos veinte mil hombres.
La caballería númida, en su maniobra de repliegue, se dividió en dos grandes grupos que se unieron al resto de los jinetes del ejército púnico en ambas alas de la formación. Los africanos alinearon entonces un total de diez mil jinetes dispuestos para la batalla. Y, como remate final, el general cartaginés había formado dos pequeños grupos de elefantes, los supervivientes del tránsito de los Alpes, junto con las alas de la caballería. El general africano observaba el campo de batalla desde un altozano.
—Todo está dispuesto —dijo—, y Baal está con nosotros.
En el frío de la mañana, su voz sonó cálida, llena de fuerza y extraño poder. Sus oficiales se sintieron seguros y esperaron la señal de su líder.
Sempronio Longo sentía el frío en sus piernas mojadas por el agua del río, pero no reparó en los temblores de muchos de sus soldados de infantería ni en que las tropas no habían desayunado ni en el viento gélido que parecía navegar junto al agua del río.
—¡Las legiones al centro! ¡La caballería en las alas, que guarden los flancos mientras avanzamos!
Las órdenes se transmitieron a tribunos y decuriones y luego a los centuriones hasta llegar a toda la tropa: aproximadamente unos dieciséis mil romanos y veinte mil aliados.
La infantería ligera romana fue la primera en acometer a los cartagineses. Congelados por el frío del agua del Trebia, Tito Maccio y Druso encontraron cierto alivio en correr aunque sólo fuera para entrar en calor. Sin embargo, pronto el miedo a morir hizo que sus otros sufrimientos se desvanecieran en su cabeza: los africanos los recibieron con una densa lluvia de proyectiles. Tito y Druso se guarnecieron bajo sus escudos al tiempo que veían cómo algunos compañeros más lentos caían atravesados por las flechas enemigas. Preocupados por su supervivencia, no vieron cómo la caballería romana empezaba a ceder en las alas. Los jinetes númidas atacaban con, para muchos, inesperada agresividad, y los confiados caballeros romanos se vieron sorprendidos por la furia de aquella lucha cuerpo a cuerpo a la que no estaban acostumbrados. La mayoría de los jinetes romanos sólo sabían de los númidas por sus dos aparentes claras victorias recientemente conseguidas bajo el mando del cónsul Longo y no entendían aquella ferocidad con la que los africanos lanzaban cada golpe. Como resultado, muchos romanos cedían terreno y otros, los más valientes, eran heridos o caían derribados al retirarse sus compañeros.
De nuevo el joven Publio y el veterano Cayo Lelio se vieron luchando con aquellos jinetes reconociendo en el primer cruce de golpes la tenacidad en la contienda de los africanos que habían encontrado anteriormente en la batalla de Tesino.
—¡Esta vez va en serio! —exclamó Publio.
—¡Así es, por Júpiter y por todos los dioses! —respondió Lelio mientras combatía con un fornido guerrero númida.
La turma de Publio y Cayo Lelio mantenía la posición a duras penas y con el coste de algunas bajas, pero el hijo del cónsul se percató de que se estaban quedando solos mientras el resto de la caballería romana retrocedía cada vez más.
—¡Hay que retirarse! —le dijo a Lelio y éste aceptó sin discusión. Poco a poco, de la forma más organizada que podían, fueron retrocediendo para no quedar rodeados por los jinetes númidas.
Con el retroceso de la humillada caballería romana los flancos de las legiones quedaron al descubierto. Tito y Druso también retrocedían tan velozmente como les permitían sus piernas y sus escudos, que llevaban en alto para protegerse de los dardos y las jabalinas que seguían cayendo en todo momento. Apenas habían tenido oportunidad de combatir. Sólo un breve cruce de golpes con un grupo de iberos cuyas estocadas habían dejado entumecido el brazo con el que Tito sostenía su escudo. En su repliegue, ni Tito ni Druso se percataron del desastre que se avecinaba. Las legiones de infantería pesada combatían con el frente cartaginés a la vez que se defendían de las embestidas de los jinetes númidas por los flancos.
Sempronio Longo, en la retaguardia, rodeado por parte de su caballería, observaba el desastre en el que se había convertido su ofensiva.
—¡No pasa nada! ¡El enemigo es fuerte pero podemos vencer! —Intentaba insuflar seguridad en su voz elevando el tono de sus palabras, pero su nerviosismo quedaba implícito en el vibrar extraño de sus frases lanzadas al viento glacial y sus oficiales empezaban a desconfiar ya de aquel cónsul que los había conducido no ya a una pequeña derrota como en Tesino, sino a un desastre militar de consecuencias incalculables—. ¡Que la caballería se reorganice! ¡Vamos a volver a atacar!
Aún no había terminado Sempronio Longo de decir esas palabras cuando, desde el bosque cercano, saliendo de la retaguardia romana, una fuerza de mil jinetes númidas y mil infantes cartagineses se lanzó sobre las desguarnecidas tropas de la infantería romana. Se trataba de las tropas de Magón, el hermano de Aníbal, que, siguiendo las instrucciones recibidas, se había emboscado entre los árboles la noche anterior al amparo de la larga oscuridad del solsticio de invierno y de la tímida luna nocturna. La infantería romana quedó rodeada esta vez al completo por los enemigos, mientras que la caballería romana observaba impotente el desastre total que se cernía sobre su ejército. Sempronio Longo enmudeció mientras sus oficiales le pedían, ahora ya sin reservas y sin vigilar la forma o el tono en el que expresaban su demanda, que ordenase una retirada general antes de ser completamente masacrados por los cartagineses. Sempronio Longo, no obstante, sólo escuchaba los gritos de sus soldados que caían muertos y el bramido de los elefantes que pisoteaban legionarios romanos. Aquellas bestias avanzaban protegidas por los jinetes númidas y los aliados galos e iberos que acompañaban a los cartagineses.
Ante la inactividad del cónsul, varios centuriones reagruparon a los hombres que podían seguirlos y se abrieron paso entre los enemigos. Nadie tenía deseos de volver a cruzar el río de aguas heladas del Trebia y menos rodeados de enemigos. Era mejor abrirse un camino todos juntos por donde salir. Tito y Druso se vieron favorecidos al producirse el reagrupamiento romano cerca de su zona.
Unos diez mil legionarios y soldados aliados pudieron salvarse y entre agotados, hambrientos y ateridos, llegaron, tras varias horas de larga y triste marcha, hasta las ciudades de Placentia y Cremona, bajo dominio romano, para guarecerse entre sus fortificadas murallas.
Publio y Lelio se replegaron junto al resto de la caballería cruzando el río. A pocos metros vieron al cónsul Sempronio Longo cabalgando cabizbajo, protegiéndose con su capa de la intensa lluvia que, aunque ahora los azotara con poderosa vehemencia doblegando aún más sus ánimos con el imperio de su humedad y fría insistencia, al mismo tiempo les había brindado una gran ayuda para facilitar el repliegue.
Aníbal observaba la retirada romana mientras las gotas de lluvia salpicaban todo su cuerpo. Estaba empapado. Sus oficiales esperaban la orden de replegarse o bien de emprender una persecución contra la infantería y caballería romanas que, cada una por su lado, buscaban refugio en las ciudades que controlaban en la región. Aníbal optó por el repliegue de sus tropas. La lluvia era demasiado intensa para continuar con las acciones militares y el objetivo principal de infligir una dura derrota a las legiones de Roma en propio territorio itálico ya estaba conseguido. Podía ver en el rostro de los jefes galos e iberos que acompañaban a sus oficiales cartagineses la enorme confianza que tenían depositada en sus decisiones desde aquel instante. A partir de aquel día empezaba la auténtica guerra contra Roma. Pronto llegaría la victoria absoluta y el plan de su padre sería cumplido fielmente de forma que el dominio sobre todo el Mediterráneo occidental pasara a manos de Cartago. Aníbal sonrió y se sacudió el pelo para secarse por un lado y por otro para no cegarse en sueños aún no cumplidos. Quedaba una inmensa labor todavía por realizar. Y complicada.
—Nos replegamos —dijo, y nadie discutió su orden. De hecho cada vez menos se atrevían tan siquiera a preguntar el porqué de sus mandatos.
Cayo Lelio y Publio, seguidos de la mayor parte de los jinetes de su turma de caballería, cabalgaban bajo la interminable lluvia que los envolvía. Lelio se puso al lado del joven Publio.
—Nuevamente nos hemos salvado, por los pelos.
—Así es. Se diría que los dioses están con nosotros.
—Bueno, para salvarnos la vida puede ser —continuó Lelio—, pero extraña forma de estar con nosotros es ésa en la que nos conducen de derrota en derrota. Esto empieza a ser fastidioso. Estoy cansado de replegarme, de retirarme, de ver a cuántos he podido salvar de caer abatidos por el enemigo, los recuentos al llegar al campamento, sucios, cansados…
—Te entiendo, Lelio, te entiendo. Es una extraña forma. No sé si es causa del capricho de los dioses o capricho de nuestro cónsul al mando. Sin embargo, aquí estamos, y esta noche, aunque ya imagino que Longo no tendrá ganas de repartir vino, tú y yo tomaremos unas buenas copas juntos al abrigo de mi tienda, si te parece bien. Nos secaremos y repondremos fuerzas. Esta guerra no ha hecho más que empezar.
Lelio le miraba entre admirado y sorprendido. Le fascinaba aquella tenacidad en la lucha aun después de una serie de fracasos militares como los que llevaban cosechados aquel año entre el Tesino y el Trebia. Debía de ser la juventud que aportaba fuerzas suplementarias. Lelio hacía tiempo ya que había olvidado aquel espíritu juvenil con el que se emprendía una campaña. Todo era nuevo. El mundo estaba lleno de posibilidades. Hacía años que todo aquello se había desvanecido para él y, curiosamente, junto a aquel muchacho, aquellas sensaciones parecían retornar a su ser.
Entre la lluvia y el viento helado, Publio acertó a leer en la mirada de su interlocutor la sorpresa y la extrañeza ante sus palabras.
—Lelio —quiso aclararle—, mi padre dice que a veces la más grande de las victorias se construye sobre muchas derrotas previas. Esperemos que tenga razón.
—Esperémoslo pero, y no quiero por ello faltar al respeto a tu padre, ¿en qué se basa el cónsul Escipión para afirmar tal cosa?
—Ha leído mucho, ha leído mucho. Algo habrá aprendido en todos esos volúmenes de filosofía que colecciona y que me va entregando poco a poco.
Publio sonrió al final de sus palabras. Lelio sacudió la cabeza.
—Creo que necesitaremos algo más que historias de filósofos muertos para frenar a los cartagineses.
Publio mantuvo su sonrisa, dejando claro que no tomaba como ofensa aquella reflexión de Lelio. Mantuvo su sonrisa y su serenidad. En algún momento encontrarían la victoria y estaría apoyada en las palabras de su padre o en los textos que éste le pasaba; de alguna forma, de algún modo todo aquello debería encajar perfectamente y comenzar a fluir. Entretanto, no restaba sino resistir. Y estaban su padre y su tío Cneo y, mientras ellos combatieran, todo era posible. El joven Publio se dio cuenta de que ésa era su auténtica fortaleza: saber de la existencia de su padre y de su tío y que ambos luchaban en su mismo bando.
Tito y Druso cenaron aquella noche en silencio. Aún tiritaban por el frío pasado y quién sabe si por el miedo sentido en el campo de batalla. Engulleron las gachas de trigo sin hablar, aturdidos por los sufrimientos compartidos, dos soldados al servicio de Roma en un ejército mal gobernado que se retiraba a la deriva.