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La noche más larga

Junto al río Trebia, diciembre de 218 a. C.

Maharbal se presentó de inmediato ante Aníbal. Éste aguardaba en su tienda, junto a sus oficiales, el informe de su jefe de caballería. Entre los líderes cartagineses se incluía esa tarde la presencia de Magón, hermano de Aníbal, que le había acompañado desde Iberia, en el tránsito por la Galia y los Alpes, hasta alcanzar la región de Liguria, donde ahora se encontraban, al norte de la península itálica.

—Todo ha salido según lo planeado —empezó a explicar Maharbal—. Los romanos están convencidos y satisfechos de su victoria.

—Perfecto —dijo Aníbal—. Ahora escuchadme bien: de aquí a dos días volveremos a hostigarlos con la caballería y quiero que se conduzca a las legiones romanas hasta esta posición. —Aníbal señalaba un punto en un mapa que estaba dispuesto sobre una mesa en el centro del corro que habían creado los oficiales a su alrededor. Continuó dirigiéndose a su hermano menor—. Magón, quiero que cojas esta noche parte de nuestras tropas, luego te concreto cuántos jinetes, y quiero que te sitúes en esta zona. Aquí hay un bosque. Has de alcanzarlo durante la noche, muy importante, sin ser visto. —Magón escuchaba con atención las observaciones de su hermano sobre el plano y ratificaba con su cabeza que aceptaba la misión.

—De acuerdo —apostilló.

—Entonces todo está claro —concluyó Aníbal—. Ésta es la noche del solsticio de invierno, la noche más larga del año. Eso te da más horas de oscuridad, Magón, para alcanzar el objetivo. Si todo sale bien, haremos que tras la noche más larga el día más corto que viene después les parezca a los romanos también el más largo de su vida. Desearán que nunca hubiera amanecido.

Las noticias de la victoria de la caballería romana sobre los númidas de Aníbal se difundió rápidamente por todo el campamento romano levantado junto a Placentia. El cónsul Publio Cornelio Escipión, ante los informes que corroboraban lo explicado por su colega en el cargo, Sempronio Longo, no pudo oponerse a que éste asumiese el mando supremo sobre todas las legiones para lanzar una ofensiva a gran escala sobre las posiciones cartaginesas. Una vez Publio Cornelio hubo accedido a ceder sus legiones, sin decir una palabra de agradecimiento o de reconocimiento, Sempronio Longo salió de la tienda de su colega dejando al cónsul herido a solas con su hijo. El joven Publio fue el que inició la conversación con su padre, reclinado en el triclinium, masajeándose el costado y sobre todo la pierna donde le dolía aún la herida recibida en la batalla de Tesino.

—Padre, tengo un mal presentimiento y Cayo Lelio piensa igual que yo. La retirada de la caballería cartaginesa ha sido… peculiar. Aquellos hombres no se parecían en nada a los que nos encontramos en Tesino y, sin embargo, eran los mismos.

El cónsul escuchó con atención y luego consideró unos instantes antes de dar su respuesta.

—Es posible que Aníbal esté jugando con nosotros una vez más. Explicaría muchas cosas: primero se entretuvo conmigo, aprovechándose de mi desprecio a su habilidad como general y de mi infravaloración de sus tropas. Yo he pagado cara mi altanería y, si en efecto ésa es la estrategia del cartaginés, ahora le tocaría el turno a Longo, pero sólo tenemos intuiciones, Publio, sólo intuiciones. Eso no basta para detener una ofensiva como la que prepara Longo. Nadie le hará ver los hechos de la forma en la que tú y yo los estamos considerando. Además, Sempronio Longo tiene de su parte a los tribunos. O mucho me equivoco o ésta va a ser la tónica durante bastante tiempo en nuestra lucha contra este general cartaginés. Tendremos que ver dónde o, para ser más precisos, en quién encuentra Roma al líder sabio y valiente que a la vez sepa enfrentarse contra este enemigo. Pero ésa es otra historia. No debemos anticiparnos de esta forma a acontecimientos aún tan imprecisos e inciertos. Quizá todo termine en nada y Sempronio Longo consiga su magnífica victoria mañana al amanecer y Aníbal no sea más que un breve pasaje de nuestras vidas que no merezca ni unas líneas de recuerdo. Ahora lo que me importa, lo fundamental, es que te cuides, hijo mío, mañana en el combate y en los días posteriores: lucha y cumple con tus obligaciones como oficial de la caballería de Roma, pero protégete siempre que puedas si la locura ciega al cónsul obnubilado por su ansia de victoria a toda costa. Espero no tener que asistir nunca al triunfo de un mentecato como Longo en Roma obtenido con sangre de mi familia, ¿me entiendes, hijo? Eso nunca. Que los dioses no lo permitan.

—Te entiendo, padre.

El joven Publio se retiró para que su padre descansase. De regreso a su tienda observó cómo el campamento bullía en preparativos para la gran ofensiva. Los legionarios limpiaban sus armas, afilaban las espadas y las puntas de sus dardos y pila; revisaban sus cascos, escudos y corazas. Muchos practicaban el combate cuerpo a cuerpo bajo la tutela de los centuriones.

La hora de la cena llegó y la actividad se detuvo para que se distribuyera el rancho y los legionarios pudieran comer antes de acostarse.

Tito Maccio bebía de su vaso y saboreaba el vino. Algo que hacía semanas que no podía hacer. Sempronio Longo quería congraciarse con la tropa y conseguir su favor para el combate que se avecinaba y había ordenado distribuir un vaso de vino —no más— por hombre. Los soldados comían y el estómago lleno y el alcohol del vino estimulaba su valentía.

—Yo creo que mañana ganaremos. —Era Druso quien hablaba así—. Los cartagineses han huido en cuanto hemos acudido con nuestra caballería y todos sabemos que la infantería romana es mucho mejor que la cartaginesa. En cuanto nos encontremos frente a frente y vean nuestras cuatro legiones y con ellas todas las tropas auxiliares, se darán media vuelta y se volverán por donde han venido.

Tito Maccio no veía las cosas con tanta seguridad, pero no quiso contradecir a su amigo. Suspiró. Después de muchos años de soledad Druso, otro soldado auxiliar, se había convertido en el amigo que no tenía desde que el viejo traductor griego Praxíteles falleciera, en aquellos días en que trabajaba en la compañía de teatro de Rufo. Tito Maccio pensó en el paso del tiempo mientras cenaba: qué lejos estaban esos días y qué distantes parecían; era como si la época en la que preparaba los vestidos de los actores, cuando él mismo en ocasiones se veía obligado a sustituir a alguno de los cómicos, demasiado borracho para ponerse en pie, y salía al escenario y declamaba su papel, hubiera sido la vida de otra persona. Tantos sucesos y tantos sufrimientos había entre esa vida y su actual condición de soldado que parecían existencias inconexas, sin relación alguna, pero así era la vida, su vida. Había dejado aquella forma de existir y ahora era un legionario de los ejércitos de Roma, cenando junto a su amigo y sus compañeros la noche previa a una gran batalla, a una gran victoria según vaticinaban todos. ¿Quién sabe? Igual estaba en la víspera de un cambio definitivo en su desdichada fortuna: un ejército vencedor siempre era premiado con agasajos por parte del cónsul triunfante y haber participado en una importante victoria militar te abría las puertas en muchos sitios. Tito Maccio echó el último trago de su vaso de vino y se sintió más seguro de sí mismo de lo que nunca había estado en su vida.

Magón marchaba intentando discernir la ruta a seguir entre las sombras proyectadas por una tenue luna creciente. Le acompañaban mil infantes y mil jinetes. Los soldados cartagineses caminaban a paso ligero sorteando la maleza y las piedras del sendero elegido, siguiendo a la caballería. Un frío húmedo lo poblaba todo. La mayoría buscó consuelo en el recuerdo de otros cielos estrellados, lejos de allí, en su país, y al abrigo de los recuerdos de su patria y de saberse dirigidos por un poderoso general, zigzaguearon en silencio con su determinación puesta en la batalla sin cuartel que debía librarse la mañana siguiente.

Publio, el hijo del cónsul, se tumbó en su tienda y a la luz de una lámpara de aceite empezó la lectura del volumen que su padre le había regalado: la Ética a Nicómaco de Aristóteles. Su griego estaba algo oxidado, pero leer en voz alta le ayudaba a percibir con más claridad el sentido de cada palabra mientras giraba con sus manos los rollos que contenían el texto. Leyó durante varios minutos aunque sus pensamientos vagaban lejanos, en Roma, hasta que un pasaje captó su atención. «Hay tres motivos —decía el filósofo griego— por los que los hombres se quieren y se hacen amigos: la utilidad, la atracción física y la simpatía, se entiende la simpatía espiritual. Esta simpatía es el comienzo de la amistad, no la amistad misma… Cuando la utilidad es el motivo de que nazca la amistad, los hombres se aprecian mutuamente, no por ellos mismos, sino sólo por interés…, algo parecido sucede con aquellos que se hacen amigos por la atracción física. No se estima al amigo porque es el que es sino porque me reporta beneficios o me proporciona placeres. El fundamento de estos lazos es transitorio».[3]

Publio seguía con sus ojos aquellas frases con intenso interés, de forma que no vio la sombra de un soldado dibujarse en la tela de su tienda, «la amistad verdadera [se basa] sobre el carácter y las virtudes de los que son iguales entre sí. Son ésos los que se suelen buscar y encontrar. En la medida en que son buenos buscan el bien el uno para el otro. Tales amistades son raras, hay pocos hombres así. Tal cosa requiere tiempo y trato, hasta que cada uno se haya mostrado al otro digno de cariño y la confianza se haya confirmado…».

En ese momento la figura del legionario que se acercaba a la tienda descorrió la tela que daba acceso al interior y el rostro moreno y la barba poblada de Cayo Lelio se hicieron nítidos a luz de la lámpara de aceite. El joven Publio se sobresaltó. Las manos le temblaron y casi dejó caer los rollos con el texto que estaba leyendo.

—Perdona que te moleste —dijo Lelio—, me preguntaba si querrías tomar ese vaso de vino que nos regala Sempronio, en compañía.

Publio le miró y accedió.

—Sí, claro —dejó entonces los rollos del texto sobre su lecho, apagó la luz soplando y salió con Lelio al exterior.

Hacía frío. Los soldados del destacamento de caballería de Publio y Lelio esperaban a sus oficiales; cuando éstos llegaron se repartió el ánfora de vino que les había correspondido y llenaron sus vasos.

—¡Por la victoria! —dijo uno de los soldados. Y todos levantaron sus vasos y bebieron un trago. Publio pensó en cómo había cambiado el trato con aquellos hombres desde hacía unas semanas hasta ahora. Estaba claro que su modo de actuar en Tesino al salir en defensa del cónsul y al luchar por dejar a los cartagineses al otro lado del río había impactado en sus hombres. Publio se dirigió entonces a Lelio.

—Bebamos también tú y yo por algo más.

—Por lo que quieras.

—Bebamos por la amistad —dijo el joven Publio.

Lelio confirmó despacio con su cabeza que aceptaba aquel brindis y levantó su copa mirando al hijo del cónsul.

—¡Por la amistad! —dijo Lelio con voz alta y clara, y ambos oficiales agotaron hasta la última gota de vino en un largo sorbo que los unió, aunque ellos aún no lo supieran, para el resto de sus vidas.