El debate de los cónsules
Junto al río Trebia, norte de la península itálica, noviembre/diciembre de 218 a. C.
Tito Maccio estaba colérico. Primero los habían destinado a Lilibeo en Sicilia con idea de prepararse para invadir África y ahora se encontraban de vuelta emplazados en el norte de la península itálica, acampados junto a un río que llamaban Trebia, a finales de noviembre soportando un frío terrible. Había anochecido y, cubierto con una manta, se acurrucaba junto con otros soldados alrededor de un fuego intentando calentarse los pies helados por el viento gélido y la lluvia que había estado cayendo durante todo el día. Tito siempre toleraba mejor el calor que el frío, por eso se había alegrado cuando el destino inicial de su legión fue África.
—Estábamos mejor en Sicilia —comentó.
—No sé por qué dices eso —respondió Druso, su mejor amigo desde que en su primera guardia le advirtiera del peligro de dormirse estando de servicio cuando pasaba la patrulla nocturna a comprobar cada puesto de vigilancia.
—Bueno, si hay que luchar —aclaró Tito— o morir si es el caso, prefiero al menos no tener que pasar frío durante días y días. Al menos que la espera se haga relativamente agradable.
—En eso tienes razón —admitió su colega, y varios soldados asintieron con la cabeza.
Estaban todos ateridos por el viento helado que parecía adentrarse por todos los recovecos de sus mantas. Además, todo eran prisas en los desplazamientos de las tropas, de manera que apenas podían cargar con pertrechos, ropas o comida suficiente para cubrir sus necesidades a gusto. La moral no estaba muy alta y menos con las noticias que venían del norte. Primero fue la sorpresa de enterarse, cuando estaban en Sicilia, de que Aníbal había rehuido el combate en la Galia para cruzar los Alpes y entrar en la península itálica, y luego el desastre de Tesino donde la caballería romana había sido devastada por el enemigo. Además, el hecho de que uno de los dos cónsules yaciese herido tampoco ayudaba a infundir valor entre los legionarios.
Los soldados se apretujaron junto al fuego, recostándose unos al lado de otros para intentar complementar con el calor de sus cuerpos el tímido alivio térmico de las débiles llamas, pues la leña húmeda por la lluvia ardía mal y despacio. Tito, echado de costado, miraba su espada cuyo filo brillaba a la luz de la luna. Apenas habían tenido tiempo de ejercitarse para el combate, pues en lugar de pasar varios meses en Lilibeo adiestrándose, habían tenido que interrumpir la instrucción militar para emprender el largo camino que los llevase desde Sicilia al norte de la península itálica. Mucho viaje y poco entrenamiento. Si todos estaban igual de verdes que él en el uso de la espada o en el arte de lanzar una jabalina, aquello no tenía buen cariz. El caso es que se suponía que las legiones de Roma eran invencibles: vencedoras contra los cartagineses en aquella anterior larga guerra contra los púnicos; victoriosas contra el rey de Épiro; conquistadoras de multitud de ciudades en territorio itálico, de las grandes colonias griegas en la región del Bruttium; vencedoras ante los piratas ilíricos o los galos ligures. Un gran número de victorias debería sustentarse sobre algo más que unos días de instrucción, meditaba Tito. Quizá el secreto estuviera en sus líderes, en los cónsules y su capacidad para la estrategia militar. Sí, seguramente ése debería ser el secreto. A Tito le venció el sueño y cerró los ojos. Los cónsules velaban por ellos.
Publio Cornelio Escipión padre tenía vendado el torso, por un golpe que amorató su piel pese a llevar coraza, y una pierna estaba en alto, sobre un pequeño taburete frente a su silla. El muslo estaba enfundado en gasas blancas enrojecidas. Había perdido mucha sangre en su huida desde Tesino hasta alcanzar el campamento que habían montado sus legiones en las cercanías de Placentia. Estaba postrado en un triclinium que había pedido a sus lictores para evitar la humillación de recibir a Sempronio Longo, el otro cónsul recién llegado de Sicilia, tendido en un lecho. En la tienda estaban los tribunos y, detrás de éstos, el joven Publio junto con algunos otros oficiales de menor rango. El cónsul Publio Cornelio Escipión había dado la orden de venir a estos oficiales, centuriones de infantería y decuriones de caballería, entre los que también estaba Lelio, para que de esa forma, sin privilegiar a su hijo, éste pudiera estar presente en las negociaciones que iban a tener lugar.
Sempronio, seguido por varios de los tribunos de sus legiones, entró en la tienda.
—¡Te saludo, cónsul Publio Cornelio Escipión!
—Te saludo, cónsul Tiberio Sempronio Longo; sé bienvenido a nuestro campamento. —La voz de Escipión era más débil, pero mantenía un tono de dignidad que no pasó desapercibido para el otro cónsul—. Te puedo ofrecer algo de fruta. Hasta la hora de la cena es lo mejor que tengo… y algo de vino.
Sempronio Longo miró la comida que se le ofrecía, pero la rechazó, con cierto aire de desdén.
—No, gracias; creo que tenemos cosas más importantes que debatir.
Los oficiales de Publio Cornelio Escipión revelaron en sus rostros un enfado creciente por la actitud de desprecio del recién llegado. El cónsul ofendido permaneció impasible ante las provocaciones de Sempronio, hizo una indicación y dos esclavos retiraron toda la comida al instante.
—Bien, veamos de qué quieres hablar —respondió Publio Cornelio, esta vez de forma muy seca.
Sempronio por su parte hablaba sin sentarse, de pie, firme, haciendo gala de su excelente forma física frente a la debilitada figura de su colega.
—He venido aquí para comunicarte que, teniendo en cuenta tu actual estado, creo que lo más conveniente es que yo me haga cargo del mando de las legiones, de todas las legiones, quiero decir. Es evidente que no puedes acudir al campo de batalla en tu actual condición.
El enfado de los tribunos de Publio Cornelio se tornó en ira. Alguno iba a hablar, pero su general levantó la mano para que guardaran silencio.
—Sí, lo que dices salta a la vista. Estoy herido y necesito un tiempo para recuperarme; en cualquier caso eso no debe repercutir en la unión del mando ya que no considero que debamos entrar en combate en la actual situación…
—¿No entrar en combate? —interrumpió Sempronio—. Eso es absurdo. Aníbal está apenas a medio día de marcha y disponemos de cuatro legiones más todas las tropas auxiliares. Lo absurdo es esperar a que los cartagineses se organicen y consigan que se les unan más galos rebeldes. Toda la región que ha estado bajo tu mando es un desastre.
Publio se concentró en mantener la calma. Las heridas le dolían sobremanera y la conversación le agotaba; hacía esfuerzos sobrehumanos porque tal cansancio no se hiciera palpable ni en su expresión ni en el sudor frío que sentía transpirando por su piel.
—Los galos —empezó— son gente inconstante. Si aguardamos a que pase el invierno sin entrar en combate directo, con toda seguridad se volverán a sus casas, muchos de ellos abandonarán a Aníbal. Lo que debemos hacer es mantener nuestra posición impidiendo que el cartaginés avance más y aprovechar el tiempo en mejorar la instrucción de nuestras tropas. Además, el frío, la lluvia, el invierno en sí, y más aquí en el norte, no es el momento apropiado para combatir. En primavera atacaremos y sacaremos a este invasor de nuestro territorio, no ahora.
Sempronio sabía que la instrucción de sus tropas no era la idónea, pero qué importaba aquello si estaban luchando contra poco menos que salvajes africanos agotados por una marcha sin fin desde Hispania ayudados por una bandada de galos rebeldes. Además, no podían esperar a la primavera. El mandato consular estaba a punto de terminar. Con el año entrante habría nuevas elecciones y la victoria y el seguro triunfo sería para los cónsules entrantes, mientras que ahora, con Escipión herido, él, Sempronio Longo, y nadie más se llevaría toda la gloria de la victoria y el derecho a celebrar un magnífico triunfo por las calles de Roma con el salvaje Aníbal encadenado a su carro. Un espectáculo digno de los grandes reyes romanos del pasado… Pero allí estaba el otro cónsul, abatido y acobardado por sus heridas y su derrota, interponiéndose entre su gloria y su persona. Sempronio paseó su orgullosa mirada por los rostros de los tribunos militares del cónsul vencido y leyó en ellos lealtad a su general. No podría imponer su criterio sin contar con el apoyo de al menos algunos de aquellos tribunos.
—Bien —concluyó Sempronio—, si ése es tu parecer te propongo lo siguiente: pospongo mi propuesta de ataque hasta evaluar mejor la situación, pero creo que sería razonable enviar parte de la caballería hacia el norte para ver cómo están las cosas por allí. Sé lo que ha pasado en Tesino, de forma que daré instrucciones de que se sea cauto en dicho avance. Además, sugiero que nos acompañen algunos de tus tribunos para que así puedan informarte de todo lo que suceda.
Publio Cornelio meditó durante unos segundos. Estaba confuso. Aquello era una propuesta bastante razonable y negarse a aceptarla podría parecer ofuscación por su parte, una actitud que podría dar pie a que Sempronio alegase que no estaba en sus cabales después de la derrota de Tesino y quitarle el mando. Dio entonces la única respuesta posible.
—Si mis tribunos aceptan, a mí me parece bien —dijo y volvió su mirada hacia sus oficiales. Éstos lentamente, uno a uno, fueron asintiendo con la cabeza.
—De acuerdo —dijo Sempronio, y dirigiéndose a los tribunos del otro cónsul—, partimos al alba; los que tengan que acompañarnos, que acudan a la entrada del campamento al amanecer.
Sin mediar más palabra, Sempronio Longo dio media vuelta y salió de la tienda. Le siguieron sus tribunos, quedándose Publio Cornelio con sus propios oficiales. En el silencio de la tienda se oyó el viento nocturno deslizándose por el campamento y sobre el viento resonó alta y clara esta vez la voz de Publio Cornelio Escipión.
—¡Imbécil!
Algunos oficiales sonrieron ante la precisa evaluación que el cónsul acababa de hacer de Sempronio Longo y sus aptitudes para el mando. Publio padre designó entonces los oficiales que debían acompañar a Sempronio Longo y su caballería. Seleccionó a dos tribunos, un centurión y algunos oficiales de su caballería, entre ellos Cayo Lelio y su propio hijo.
Una vez salieron todos, el cónsul se dirigió a su primogénito, que abandonaba la tienda en último lugar.
—Un momento, Publio, quiero hablar contigo.
El joven retornó al interior y esperó mientras su padre se acomodaba en el triclinium. El cónsul suspiraba ahora por el dolor que había contenido durante la entrevista con su homólogo en el mando. Ante su hijo no sentía que tuviera que ocultar su sufrimiento. De algún modo deseaba que su primogénito viera todo lo relacionado con la guerra, la gloria de las victorias y la crueldad de las derrotas. Hasta ahora no había podido ofrecerle nada de lo primero. Quizá en el futuro. Ya se vería.
—Ten —dijo, sacando un volumen en un rollo que tenía guardado en un pequeño cofre en una mesa junto a su triclinium—, quiero que leas este volumen. Creo que no estaba entre los que estudiabas con Tíndaro. A mí me lo entregó hace poco Emilio Paulo; te lo tengo que presentar… a Emilio Paulo; un gran hombre, un buen senador y cónsul, ya sabes, hace unos años, aunque al igual que nosotros tenga poderosos detractores, como Fabio Máximo, que le critican. En fin, me salgo del tema. Este rollo, este volumen es interesante. Trata sobre la amistad, sobre cómo distinguir quién es tu amigo y tu enemigo, y en estos tiempos saber diferenciar entre quién te sigue por interés y quién te defiende por lealtad es esencial. En algunos casos saber eso puede salvarte la vida. Prométeme que lo leerás.
El joven Publio cogió el rollo y, delante de su padre, lo abrió y leyó la primera línea en voz alta.
—Ética a Nicómaco de… —giró un poco el rollo para leer mejor— Aristóteles.
—Bien, veo que tu griego sigue ahí. En fin, además el volumen te ayudará a preservar tu conocimiento de esa lengua. No quiero que la olvides. El texto es una selección de pasajes de una obra más extensa. Realmente, según me explicó Emilio Paulo, lo que aquí te entrego son los libros VIII y IX de la Ética a Nicómaco, pero éstos son los libros que se centran en el tema de la amistad. Lo leerás, ¿verdad?
—Por supuesto, padre. Lo leeré con atención.
—Bien, bien… entonces ya puedes marchar, ah… y mañana, por todos los dioses, ten mucho cuidado. No estaré en el campo de batalla para que tengas que salvarme otra vez, así que nada ya de heroicidades, ¿de acuerdo? Especialmente si a quien se tuviera que salvar fuera a Sempronio Longo.
Su hijo asintió con la cabeza entre sonrisas. Su padre le dirigió unas palabras más.
—Ese general cartaginés sabe estrategia, eso no es nuevo, pero ese cartaginés además juega con nosotros; lo siento en el ambiente; siento que lee en nuestros pensamientos, que juega con nuestras ambiciones y vanidad. Por eso estoy aquí herido. He pagado el precio de mi vanidad, de mi ambición combinada con un desprecio ingenuo por el enemigo. Tú aún eres joven y no estás lleno de esa pasión por el poder que mueve a muchos en Roma, pero Sempronio sí y la ambición puede ser una mala consejera cuando se lucha con alguien tan astuto como ese cartaginés. Cuídate y, mañana, haz caso a Lelio. Y… y no le guardes rencor ni tengas dudas de él. Si alguna vez te contradice en alguna cosa, piensa que lo hace por orden mía. En el campo de batalla escúchale como si fuera yo mismo.
El joven Publio dejó pasar unos segundos de profundo silencio antes de responder. En su mente aún pesaban las dudas de Lelio cuando le había ordenado que encabezara junto a él la carga para salvar al cónsul, a su padre, el mismo que le decía que confiase en aquel hombre. Al final respondió.
—De acuerdo, padre, así lo haré.
El cónsul indicó a su hijo con la mano que podía retirarse y, una vez salió de la tienda, dio una palmada. Un esclavo le trajo una copa llena de vino. El cónsul la bebió de un trago y se echó a dormir.