Un puente sobre el río
El río Tesino, noviembre de 218 a. C.
Los romanos cabalgaron durante media hora. Los caballos estaban extenuados. Algunos se habían visto obligados a llevar a más de un jinete y el esfuerzo los tenía exhaustos. Alcanzaron así el puente de naves sobre el Tesino. Un jinete se aproximó hasta el joven Publio.
—¡Decurión! ¡El cónsul quiere hablar con vos!
Publio Cornelio Escipión hijo aceleró el ritmo de su caballo hasta ponerse a la altura del cónsul. Éste cabalgaba doblado sobre su montura, atenazado por el dolor y el sufrimiento. Uno de los soldados le había vendado la pierna con un paño que se encontraba completamente teñido de un rojo oscuro, denso, fuerte. Un reguero de sangre semiseca se había vertido desde la pierna hasta el vientre del caballo, perdiéndose en la parte inferior del animal.
—¿Querías hablar conmigo, mi cónsul? —preguntó el joven Publio.
Su padre no se levantó ni le miró. No estaba para esfuerzos extra ni para cumplidos, pero sí para dar las órdenes que eran necesarias. Su voz, aunque entrecortada por la fatiga, transmitió las instrucciones de forma suficientemente comprensible.
—En cuanto crucemos el río… hay que desmantelar el puente… El puente debe deshacerse…, los cartagineses no deben cruzar el río.
—Así se hará —fue la rápida respuesta del joven oficial. Quiso añadir alguna palabra que reconfortara a su padre del sufrimiento que padecía. No supo qué decir. Era difícil mitigar el dolor de quien sufría no sólo por las heridas recibidas sino, sobre todo, por la derrota a la que había conducido a su caballería. El cónsul tampoco añadió nada más. Así, el joven Publio se retiró y, acelerando nuevamente la marcha de su montura, fue junto a Cayo Lelio que cabalgaba al frente de aquella improvisada formación de repliegue.
—El cónsul ha ordenado que el puente sea deshecho una vez que crucemos.
Lelio asintió con la cabeza, sin mirarle. De alguna forma el joven oficial entendió que no hacía falta más. Y estaba cansado y no tenía ganas de discutir. No habrían estado de más unas palabras que subrayaran aquel leve asentimiento de cabeza, pero en la situación en la que estaban no había tiempo para sutilezas. Dejó que el destino dictaminara: si Lelio era el oficial que su padre había descrito, aquella orden de desmantelar el puente sería ejecutada concienzudamente, pero si no lo era, nadie sabía lo que podría haber detrás de aquel tenue asentimiento. La forma en la que había combatido Lelio hacía honor a su fama, pero sus dudas en el momento clave en el que había de lanzarse para socorrer al cónsul henchían la cabeza del joven Publio de incertidumbre.
Llegaron al río.
Los romanos fueron cabalgando sobre el puente. El primero en pasar fue el cónsul herido con su escolta. Los soldados que custodiaban el puente no podían ocultar su desolación. El cónsul se retiraba con apenas dos centenares de sus jinetes. Ya habían visto diferentes grupos de tropas que habían cruzado el río de forma desordenada y se temían lo peor; no obstante, de alguna forma ver al cónsul herido acompañado de un pequeño regimiento de caballería retirándose a toda prisa era algo que no habían esperado presenciar.
El regimiento de caballería fue cruzando el puente. Todos excepto un hombre. Cayo Lelio permaneció en la retaguardia. El joven Publio alcanzó el puente con los últimos jinetes. Observó entonces a su segundo oficial dirigiéndose a los soldados que custodiaban el puente.
—¡Es orden directa del cónsul de Roma que el puente sea desmantelado inmediatamente! ¡Rápido! ¡Coged las espadas y cortad todas las sogas que sostienen las naves sobre el río! Tenéis unos minutos para soltar las naves. ¡Apresuraos! ¡Corred de una vez, por todos los dioses!
Los soldados observaron al decurión que había frenado su avance y se había quedado para escuchar las órdenes de Lelio. El joven Publio corroboró las órdenes de su oficial.
—¡Ya habéis oído! ¡Tenéis unos minutos para deshacer el puente! ¡Marchad!
Los legionarios se pusieron a trabajar de inmediato. Un grupo se adentró en el puente y comenzó a cortar las sogas que sujetaban a los barcos entre sí. Otros cruzaron el puente y cogieron hachas para cortar las cuerdas que sostenían a varios de los barcos amarrados a la orilla del río. Lelio y Publio cruzaron juntos el río observando y animando a los soldados en su trabajo. Al llegar al lado dominado por las tropas romanas, ambos desmontaron y cogieron sendas hachas. Sin mirarse, pero como gobernados por el mismo sentimiento de urgencia y necesidad, se encaminaron cada uno a uno de los grupos de legionarios que se esforzaban en deshacer las cuerdas que sustentaban el puente en ese lado. No era una tarea tan sencilla como la que pudiera pensarse pues los romanos, en su afán por asegurar la estabilidad del puente, habían puesto un gran número de esas amarras en cada extremo. Eran sogas tan gruesas en algunos casos como el brazo de un soldado y habían sido untadas con aceite para protegerlas de la intemperie. Las espadas resbalaban en el óleo y apenas cortaban. Las hachas hacían más destrozo, pero en cualquier caso era un trabajo lento. Desatar los nudos era tarea imposible ya que los días de constante tensión sujetando las naves habían apretado tanto las cuerdas que sus líneas no eran discernibles allí donde habían sido entrecruzadas para formar cada nudo.
Una polvareda anunció en el horizonte la llegada de las tropas cartaginesas junto al río. Los legionarios que quedaban aún en la orilla del río por la que se aproximaban los enemigos se retiraron dejando alguna espada y algún hacha sobre el suelo, abandonadas, en su prisa por ponerse a salvo cruzando al otro lado del río. Al llegar a la otra orilla inmediatamente fueron interpelados por el joven Publio.
—¿Habéis cortado todas las cuerdas de ese extremo?
Los soldados no respondían. El decurión leyó en sus ojos que no habían terminado con la orden que habían recibido. Por un momento pensó en ordenar que regresaran a la otra orilla y que, aun a riesgo de su vida, cumplieran la orden. Sin embargo, reconsideró la situación en unos segundos donde sus pensamientos se pisaban unos a otros. Él mismo tenía miedo. Salían de un combate desastroso, con el cónsul herido, en franca retirada. Añadir a estas circunstancias una orden suicida para un grupo de legionarios no haría sino desmoralizar aún más al resto de las tropas. El joven Publio sintió las miradas del resto de los soldados que por un instante se habían tomado un respiro en su tarea para observar de qué forma el joven oficial, hijo del cónsul, pensaba resolver la situación: los soldados habían huido sin cumplir la orden, los cartagineses se acercaban y el puente seguía firme sobre el río.
—Coged hachas —empezó al fin el oficial—. ¡Coged hachas todos! Y el que no tenga hachas que use su espada. ¡Ayudad a los dos grupos de esta orilla del río! ¡Entre todos hay que cortar todas las cuerdas y empujar las naves para que el puente se deshaga antes de que lleguen los cartagineses! El enemigo no ha de cruzar el río por este puente. ¡Ésta no es una orden mía sino del cónsul y el que no cumpla en esta orilla el cometido esta vez no responderá ante mí, sino ante el propio cónsul!
Los soldados huidos de la otra orilla comprendieron que el joven oficial les estaba dando una segunda oportunidad y fuera por agradecimiento o por temor a tener que presentarse ante el cónsul para responder de no haber cumplido una orden suya, se abalanzaron sobre las cuerdas y con todas sus fuerzas empezaron a ayudar a sus compañeros a rasgar y cortar cada una de las decenas de amarras. Con el refuerzo del nuevo equipo de legionarios, todos concentrados ahora en una orilla, el trabajo empezó a dar frutos y las primeras cuerdas empezaron a deshacerse. Eran dos grupos de unos veinte legionarios y jinetes cada uno. Junto a ellos estaban los caballos de sus amos, esperando ser montados cuando éstos terminaran con su trabajo en el puente. Lelio y Publio ilustraban con el ejemplo de su sudor al resto de los soldados cómo acometer la orden que el cónsul había dado. En ese momento los cartagineses aparecieron en la otra orilla entre la inmensa nube de polvo que habían levantado.
—¡Seguid cortando! —gritó el joven oficial romano—. ¡No miréis a los cartagineses y seguid cortando! ¡Mientras no se adentren en el puente no podrán alcanzarnos con jabalinas o proyectiles! ¡Seguid cortando! ¡Seguid, por Roma, por el cónsul!
Los soldados, entre el sudor de todos y la sangre de los heridos que se habían unido a la tarea, continuaron en el esfuerzo. Los cartagineses llegaron junto al puente. Aníbal, acompañado de una pequeña escolta y sus lugartenientes se aproximó al borde mismo del pontón. Publio, tenso, nervioso, los observó entre las gotas de su propio sudor y algunas gotas de sangre, cuyo origen desconocía, quizá fuera suya o quizá de algún enemigo herido por él en la confusión de la reciente batalla. El general cartaginés estaba evaluando la resistencia del viaducto de naves. Publio le vio entonces dar una orden. Uno de los lugartenientes retrocedió y habló con un grupo de jinetes. Publio veía a sus soldados cortando las cuerdas. Ya casi todas estaban cortadas. Por fin, alguna de las naves empezó a moverse. El puente crujía pero se mantenía en su lugar.
—¡Las naves! ¡Empujad las naves corriente abajo! —clamó el joven decurión a voz en grito.
Las cuerdas ya estaban cortadas. Las naves se movían, pero el río, por la sequía del otoño, bajaba sin demasiada fuerza y, aunque profundo, no llevaba una corriente turbulenta, de forma que los barcos atados entre sí aún mantenían su posición por alguna jugada quizá que los dioses púnicos les estaban haciendo a los romanos. Los legionarios se agruparon y todos a una se adentraron hasta la cintura para empujar la nave más próxima a la orilla y alejarla de la ribera. Eran cuarenta soldados empujando con todas sus fuerzas, pero la nave parecía encallada. No había nada que hacer.
Publio se separó del grupo y dio otra orden.
—¡Los caballos! ¡Coged cuerdas, las cuerdas cortadas, y atadlas a los caballos! ¡Un extremo de la soga en el caballo y otro en la nave!
Los legionarios agruparon los caballos. Rápidamente ataron sogas a los cuellos y lomos de los animales y el otro extremo de cada cabo a diferentes puntos de la nave, desde el timón hasta las pequeñas ventanas por las que salían los remos. Veinte caballos fueron así atados en unos minutos.
—¡Tirad! —gritó Publio a legionarios y caballos a un tiempo.
—¡Empujad! —ordenó Lelio a los soldados que ayudaban empujando desde el río.
Los jinetes cartagineses se posicionaron a la entrada del puente. A una orden de Aníbal avanzaron sobre las naves. Era un grupo de sesenta jinetes, armados con jabalinas y espadas dispuestos al ataque. Su misión era doble: comprobar la estabilidad de la pasarela y arrojar las jabalinas mortales sobre los romanos para impedir que acometieran la destrucción del puente. Cabalgaron al trote sobre las tablas entrelazadas y las naves que formaban el viaducto. La maderas temblaban, pero resistían el peso del regimiento que se adentraba en formación de a seis. Mientras, un centenar de soldados cartagineses se apiñaba en torno a las cuerdas medio cortadas de la orilla que ya dominaban para asegurar estas amarras y evitar que el puente cediera por su lado.
Los cartagineses alcanzaron la mitad de la plataforma y prepararon sus jabalinas. Publio dudó entre ordenar a los hombres que se pusieran a salvo o insistirles en que siguieran con su labor. Cayo Lelio resolvió sus dudas con órdenes concretas.
—¡Empujad, malditos! ¡Y tirad! ¡Que los caballos tiren con todas sus fuerzas! ¡Es una orden!
Y así, caballos y romanos tiraron y empujaron con todas sus energías, los cartagineses avanzaron y lanzaron su primera tanda de proyectiles, la nave varada en la orilla romana crujió y de pronto cedió, se movió y desencalló empezando a flotar sobre el río, sobre la corriente, moviéndose muy despacio en dirección al mar; primero unos centímetros, medio paso, un paso, varios pasos, hasta que al fin la nave se alejaba arrastrada por la corriente. Cayeron entonces las jabalinas sobre los romanos que no pudieron disfrutar ni de un segundo de júbilo por haber conseguido su objetivo, hiriendo y matando a discreción. Lelio y Publio y la mitad de los hombres se salvaron recurriendo a los escudos que tenían desperdigados por el suelo entre espadas, hachas y sogas cortadas.
—¡Desatad los caballos! ¡Rápido, antes de que sean arrastrados por la nave! —De nuevo Publio recobraba el control de la situación.
La nave se alejaba definitivamente y consigo arrastraba a una segunda y una tercera y una cuarta y una quinta… El puente se deshacía por segundos, los cartagineses avanzaron más.
—¡Escudos arriba! ¡Protegeos!
Ordenaron Publio y Lelio al tiempo. Una segunda andanada de jabalinas llovió del cielo, pero esta vez los romanos protegidos a tiempo por sus escudos evitaron la mayor parte de las mismas. Los caballos estaban desatados ya en su mayoría; quedaban dos por liberar pero ya no había tiempo, las bestias luchaban por no ser arrastradas por la nave que los dragaba hacia el centro del río, piafaban y se sacudían, pero la fuerza de ambas bestias por sí solas no era suficiente y eran llevadas hacia el flujo del río, hacia la ribera primero, luego al agua y poco a poco absorbidos por las aguas silenciosas, impávidas, engullendo con indiferencia sus relinchos salvajes de pavor.
Romanos y cartagineses quedaron mudos un minuto al presenciar a los caballos pugnando por nadar y salvarse. Pronto, sin embargo, reaccionó la avanzadilla de jinetes cartagineses que aún se encontraba sobre lo que quedaba de puente: empezó a replegarse, a volver sobre sus pasos, pero los caballos sentían la pasarela moviéndose, veían las naves del extremo de la misma separarse una a una, crujiendo las maderas bajo sus pezuñas. El desorden se apoderó de la formación y el miedo poseyó tanto a jinetes como a bestias. Maharbal daba órdenes a gritos desde la orilla, intentando constituir una retirada bien coordinada de aquel regimiento.
Aníbal sacudió la cabeza suspirando profundamente. Todo era en vano. Igual que tenía clara una victoria cuando nadie sabía aún discernir hacia dónde se decantaría una batalla, de igual forma era consciente de cuándo una posición estaba perdida pese a que sus lugartenientes aún se empeñaban en corregir lo incorregible. El Tesino, sin turbulencia pero con el infinito tesón de la corriente decidida y de sus aguas frías, fue llevándose consigo al resto de las naves primero junto con centenares de maderos sueltos y, después, a bestias y jinetes cartagineses. Los romanos montados ya en sus propios caballos veían con asombro la facilidad con la que el río, una vez cortadas las cuerdas y empujada la primera nave, deshacía como un castillo de naipes todo el puente, arrastrando consigo jinetes y caballos. Y por primera vez en horas, los romanos respiraron con alivio. Lamentaban con profundo dolor la pérdida de sus compañeros que yacían en la ribera con las jabalinas clavadas en sus cuerpos, pero no había tiempo para el luto en aquellos instantes. Rápidos, ayudaban a los heridos y los encaramaban a los caballos que permanecían sin montura y, bajo las órdenes de un joven oficial de Roma, un tal Publio Cornelio Escipión, de diecisiete años, y su segundo oficial, Cayo Lelio, recio soldado forjado en mil batallas, abandonaron la posición con la satisfacción de haber dejado al enemigo detrás, detenido por el río, dando así cumplimiento fiel a la orden encomendada por el cónsul del ejército.
Se alejaron cabalgando en el silencio de una tarde nublada y oscura de noviembre. Lelio se puso junto al oficial al mando, dejando un espacio de un metro, de modo que quedara claro quién era el que mandaba aquel contingente de tropas, vencidas y exhaustas, y con bastantes heridos, pero todos orgullosos de haber luchado hasta el límite de sus posibilidades y, al menos, en medio del fracaso y la desolación de la derrota, haber conseguido frenar al enemigo siquiera por unos días, quizá unas semanas. Construir un puente no era tarea fácil. Ellos lo sabían. Deshacerlo, en según qué circunstancias, tampoco lo era. Eso lo acababan de aprender entre sudor, sangre y muerte.
Maharbal dirigía las operaciones para recuperar al máximo número de supervivientes entre los jinetes africanos que habían caído del puente, ahora ya inexistente. Aníbal permaneció sobre su caballo, observando atento cómo se alejaban los romanos dirigidos por aquel joven oficial. Las palabras de su lugarteniente lo rescataron de sus reflexiones.
—Veintidós hombres han sobrevivido —se explicaba Maharbal—. El resto ha perecido arrastrado por la corriente. Muchos no sabían nadar y otros se han hundido por el peso de sus armas y corazas. Y se nos ha escapado el cónsul. Ha huido con sus hombres. Una lástima. Habría sido una victoria absoluta.
Aníbal asintió con la cabeza sin dejar de mirar la otra orilla. Sin embargo, no tenía claro si debía preocuparse tanto por la huida del cónsul herido o, más bien, por la existencia de aquel joven oficial romano que había facilitado dicha huida, aquel decurión, el hijo del cónsul.