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Al encuentro de Aníbal

Norte de la península itálica, noviembre de 218 a. C.

El cónsul, apoyados sus brazos sobre una mesa, meditaba. La confirmación de que el cartaginés había conseguido su objetivo, cruzar los Alpes, no dejaba de sorprenderle. Estaba claro que Roma se encontraba ante un enemigo diferente a cuantos habían encontrado anteriormente; pero, aun así, el cónsul albergaba gran confianza en los planes que había elaborado y en la destreza de sus tropas para derrotar al enemigo. Su hermano Cneo iba camino de Hispania para cortar así los suministros de Aníbal y él mismo por su parte había juntado un poderoso ejército para poder enfrentarse al cartaginés y frenar su avance. Era el momento de poner los planes en marcha, de dar las órdenes pertinentes. Además, el enfrentamiento entre las dos caballerías, la romana y la cartaginesa, junto al Ródano, fue claramente favorable a las tropas consulares y eso había subido la moral al ejército.

En un primer momento pensó en hacer avanzar a todas las legiones y que todos los soldados cruzasen el río, pero, pensándolo mejor, concluyó que sería más conveniente hacer una salida de reconocimiento con la caballería. Para evitar emboscadas decidió salir con toda la fuerza de caballería. Eso implicaba juntar a más de dos mil quinientos jinetes combinando a un tiempo rapidez de movimientos y una fuerza de disuasión poderosa; los cartagineses tendrían que pensárselo bien antes de atacarlos. Además, decidió que junto con la caballería los acompañaran unos mil velites de la infantería ligera, como tropas de refuerzo ante una posible batalla.

El cónsul, acompañado de su escolta, se situó en la puerta norte del campamento; de esa forma el general en jefe podía pasar revista al conjunto de tropas que se llevaba para esta misión de avanzadilla al otro lado del río. El último destacamento de caballería en salir del campamento fue el que comandaba su hijo. El cónsul no pudo evitar sentirse orgulloso al ver a su joven vástago cabalgando al frente de aquel grupo de jinetes. A su lado, a la derecha, ligeramente retrasado, cabalgaba Lelio. Escipión padre había tomado la decisión de que ese destacamento de ciento sesenta jinetes, junto con otras turmae con un número similar, quedaran en la retaguardia de las tropas que había seleccionado para esta misión. Quería que su hijo estuviera próximo a la primera línea de los combates que se pudieran producir para que aprendiera desde la proximidad la dureza y la crueldad de la guerra, y algo de estrategia; pero quería evitarle el peligro inminente que suponía entrar en combate directo al principio de una batalla, cuando el desenlace de la misma aún estaba por decidir.

Lelio y sus hombres, al salir del campamento en la cola de la formación, vieron confirmados sus temores de que el cónsul habría pensado en preservar a su hijo del combate, con todo lo que eso implicaba, es decir, que todos ellos, todo el destacamento quedaba a su vez alejado de la batalla que pudiera tener lugar.

Tras cabalgar unos quince minutos aquella mañana fría de noviembre llegaron junto al río Tesino. Era un lugar donde el río bajaba con fuerza, con turbulencias. Había una gran humedad en el aire. Hacía frío, caía una lluvia fina y el viento arreciaba con violencia.

El cónsul y su escolta que cabalgaban al frente de la caballería llegaron al emplazamiento del puente que los legionarios habían estado construyendo durante las semanas precedentes. El paso sobre el río, formado por más de quince naves puestas en paralelo unas junto a otras, era una impresionante obra de ingeniería militar romana. Con infinidad de troncos fuertemente anudados entre sí se tapaban los huecos que quedaban entre las naves. Habían construido un sólido puente flotante. El agua del río circulaba entre las quillas de las naves de forma que el espacio que quedaba entre nave y nave hacía las veces de ojos del puente.

El cónsul ordenó que el primer destacamento de caballería, en hilera de a cuatro, avanzase sobre el puente para cruzar el río. Las quince naves fueron absorbiendo el peso de los ochenta jinetes y sus monturas a medida que éstos avanzaban por el puente. Los caballos notaban los troncos vibrando bajo sus pezuñas, pero el puente, pese a las dudas que los brillantes ojos de los equinos planteaban, se sostenía firme.

Mientras los destacamentos de caballería iban cruzando el río, éstos iban formando al otro lado preparados para la carga por si los cartagineses los sorprendían en el proceso de cruzar el Tesino. El cónsul sabía que éste era uno de los momentos más delicados de toda la operación. Era, sin duda, el espacio de tiempo donde las tropas con las que había salido a hacer reconocimiento de la región quedarían más vulnerables ante un posible ataque sorpresa; por eso había dado órdenes estrictas de que los destacamentos que cruzasen el río estuvieran preparados para entrar en combate en cualquier momento. Sin embargo, no pasó nada. El conjunto de las tropas a caballo tardó media hora en cruzar el Tesino. A continuación le siguieron las tropas de infantería ligera, los velites. Al cabo de otros treinta minutos todas las tropas se encontraban en el lado norte del río, reunidas de nuevo, dispuestas para continuar el avance.

Publio Cornelio Escipión ordenó que las tropas avanzasen siguiendo el curso del río. Y así lo hicieron durante varios kilómetros. El valle estaba en silencio. No se oían pájaros y, si bien es cierto que era invierno, aquello incomodó sobremanera al cónsul, de tal forma que decidió, contrariamente a lo que era la costumbre en los ejércitos de Roma, enviar exploradores por delante de las tropas para evitar un encuentro inesperado con el ejército cartaginés.

Las tropas levantaban una gran polvareda en su avance. Había sido un otoño seco en el norte y, pese a la humedad que las aguas del río despedían, el terreno por el que avanzaban estaba bastante seco, de modo que las pezuñas de los dos mil quinientos caballos y las sandalias pesadas de los mil infantes sacudieron el polvo del camino creando una nube que podría ser visible a gran distancia. Estaba claro que en forma alguna podría sorprender al enemigo.

Llevaban una hora de marcha junto al río cuando uno de los decuriones que cabalgaba al lado del cónsul señaló un punto del horizonte.

—Mi general, ¿ha visto eso?

A lo lejos, en la distancia, se vislumbraba una nube de polvo que a cada momento se hacía mayor. En ese mismo instante, cabalgando a galope tendido, llegaron varios de los exploradores. Sólo venían a confirmar lo que ya todos sabían: el ejército de Aníbal se encontraba ante ellos, apenas a unos miles de pasos de distancia; la nube que veían era el indicador además de que las tropas cartaginesas no estaban detenidas, de que también avanzaban sobre ellos a gran velocidad. Muy posiblemente el combate se cernía sobre la caballería romana y la infantería que los acompañaba.

El cónsul ordenó detener el avance de las tropas. Había que prepararse para la lucha. Rápidamente reunió en torno suyo a los tribunos de la infantería y a los decuriones de la caballería. Entre ellos estaba su hijo. Se trataba de una rápida reunión del Estado Mayor de las tropas que había traído consigo al norte del Tesino. Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, dio órdenes precisas: la infantería debía posicionarse al frente, cargando sus jabalinas preparados para lanzarlas cuando los primeros jinetes de Aníbal se acercaran a ellos; detrás de la infantería en formación cerrada se situaría la caballería; quedarían cuatro turmae de jinetes en la retaguardia como tropas de refresco que sólo intervendrían en caso de necesidad. Los informes de los exploradores habían sido confusos y poco precisos. No quedaba claro cuáles eran exactamente las fuerzas con las que contaba Aníbal en ese momento. Solamente habían coincidido todos ellos en que el general cartaginés, en una operación similar a la que había hecho el cónsul, se había adelantado al grueso de su ejército con su caballería, dejando al resto de su infantería atrás. Escipión, aun desconociendo si Aníbal le superaba en número, estaba animado a entrar en combate, decidido a ello, entre otras cosas, por la experiencia anterior contra ese mismo ejército que ahora se dirigía contra ellos cuando las dos avanzadillas de la caballería se enfrentaron en el Ródano. ¿Por qué tendría que ser diferente ahora el sentido del combate? En cierta forma, el cónsul no podía evitar pensar que la estrategia de Aníbal de rehuir la lucha en la Galia y dar el rodeo de cruzar los Alpes pudiera en gran parte deberse a un cierto temor del general cartaginés a entrar en combate abierto con un ejército consular romano al completo. Escipión sentía además que sus tribunos, decuriones, jinetes y legionarios compartían esa misma sensación de posible victoria contra la caballería cartaginesa. Por ello, tras posicionar las tropas, aguardó tranquilamente a que Aníbal y su ejército se dibujaran en el horizonte y, al igual que ellos habían hecho, se dispusieran en formación de combate.

Aníbal dio orden a su ejército de que se detuviera. A su voz miles de caballos frenaron su avance. El general cartaginés observó el despliegue de las tropas romanas. Esta vez iba a atacar. Estuvo mirando la formación de la caballería romana durante varios minutos sin decir palabra alguna. Ninguno de sus oficiales se atrevió a cortar ese silencio. Por fin, Aníbal dio instrucciones. Aparentemente se trataba de algo muy simple. Una carga frontal con toda la caballería contra las tropas romanas. La única instrucción especial era que el avance tenía que ser al galope. Había que evitar que la infantería romana dispuesta en la primera línea pudiera hacer uso de sus jabalinas o, al menos, minimizar las bajas causadas por éstas. Ahora iban a combatir al cien por cien de sus fuerzas. Sabía que los soldados estaban deseosos de luchar y que haber derribado con sus propias manos la muralla de hielo que hacía unos días les cortaba el paso hacia la península itálica no había hecho sino alimentar el ánimo y las ansias de sus tropas por alcanzar su gran objetivo: Roma.