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La turma de caballería

Norte del territorio itálico, noviembre de 218 a. C.

Lelio regresó junto a su destacamento en el extremo norte del campamento romano. Desmontó rodeado de sus hombres, ávidos por conocer la misión que había llevado a su decurión a ser llamado ante el propio cónsul.

—¿Y bien? —preguntó un joven jinete con anhelos de gloria y aventura, un poco inconsciente y para quien ésta era su primera campaña militar—. ¿Cuál es la misión?

Lelio permanecía callado, sin mirar a Marco ni al resto de los hombres. Estaba inclinado estudiando una de las pezuñas de su caballo.

—Vamos, decurión, díganos al menos algo —preguntó Léntulo, un veterano del grupo, que ya había participado en numerosas batallas siempre junto a Lelio como oficial superior.

Lelio sabía que tenía que decir algo. Durante su trayecto de vuelta, regresando desde la tienda del cónsul en el centro del campamento hasta volver con sus hombres, había ocupado su mente en estudiar con detenimiento las alternativas que tenía: callar y no decir nada, mentir o, sencillamente, decir la verdad. La primera opción era imposible, pues la expectación que la notificación del cónsul había levantado entre los hombres era demasiada; él mismo la había aumentado al dejar entrever su propio interés por una misión de reconocimiento en territorio enemigo; no es que Lelio tuviera especial deseo por recibir condecoraciones, sino porque sabía de lo complicado de la situación: el ejército cartaginés no era un enemigo débil y tenía miedo que las misiones de reconocimiento fueran encomendadas a gente inexperta y que, en definitiva, la desinformación de los movimientos del enemigo pudiera conducir a una derrota del ejército consular. Sin embargo, después de la entrevista con el cónsul, todo aquello ya no era cosa suya. La segunda opción, mentir, podría darle un tiempo de sosiego con sus hombres, pero más tarde o más temprano se iba a descubrir la mentira y eso no haría sino minar la confianza que sus jinetes tenían en él. Estaba claro que lo único sensato era decir, tal cual, la verdad del mandato del cónsul; es decir, la orden pública por la que Publio Cornelio Escipión hijo pasaba a tener el mando del destacamento; las órdenes privadas del general con relación a que Lelio debía velar por la seguridad del hijo del cónsul y de que para ello incluso podía revocar una orden del nuevo oficial al mando quedarían entre el propio Lelio y el cónsul. Al menos eso, aunque sólo fuera eso, era un secreto alivio: si el mozalbete daba una orden de locos no habría por qué obedecerle, y los hombres harían caso a su oficial de toda la vida, al propio Lelio; en eso, sin lugar a dudas, el cónsul tenía razón.

—Se me ha notificado que el destacamento pasa a estar bajo el mando de Publio Cornelio Escipión, hijo del cónsul de Roma, general en jefe de este ejército —dijo al fin Lelio, sin mirar a nadie.

Cogió un cepillo y se dispuso a limpiar su caballo, algo para lo que había asignada la soldadesca más joven del campamento, pero que Lelio prefería hacer personalmente con su montura; tenía la teoría de que de esa forma el caballo obedecía mejor a su jinete, si éste le daba personalmente de comer y le limpiaba. Tareas ambas en las que el decurión se ocupaba con esmero y aprecio hacia su caballo. El animal piafó con agrado.

Marco y el resto de los hombres estaban digiriendo la información. Sólo Léntulo se apresuró a replicar.

—¡O sea que nos ha tocado de niñeras del hijo del cónsul! ¡Por Cástor y Pólux! ¿Y qué más? Tantas batallas para esto. Es vergonzante… además, a fin de cuentas, cuántos años tiene…, ¿veinte, veintiuno…?

Lelio suspiró. Una vez empezada a contar, la verdad debía abrirse paso en todo su esplendor.

—¡Diecisiete! —respondió Lelio sin dejar de cepillar con casi impertinente detenimiento su caballo, el cual al menos ni preguntaba ni se quejaba; eso siempre le había gustado de los caballos: no preguntan, no hablan.

Sus hombres empezaron a quejarse a coro, se les oía explayándose a gusto: menudo desprecio al destacamento, es una injusticia, había más turmae con historiales menos brillantes; seguro que el cónsul quería que su hijo se apropiara de las hazañas por las que ya era conocido el destacamento entre el resto de la legión, todo ello aderezado con maldiciones varias y diversas imprecaciones a Hércules, Marte, Júpiter Óptimo Máximo y otros dioses menores como Mercurio e incluso el propio Baco. Lelio al final dejó el cepillo, dio una palmada afectuosa a su caballo y decidió poner orden.

—Publio Cornelio Escipión, hijo del cónsul, es el oficial en jefe de este destacamento y todos acataremos sus órdenes sin quejas ni remilgos y que quede bien clara una cosa —el tono de Lelio era serio, casi hostil a sus propios hombres; todos callaron—, el primero que suelte una insolencia a nuestro nuevo oficial al mando, aparte del castigo que éste disponga si es que dispone alguno, se las tendrá que ver conmigo al acabar el día; y se las verá conmigo a muerte. Tenemos un oficial en jefe nuevo. Aprovechad lo que queda de mañana para lamentaros, quejaros o gruñir; me da igual, pero al mediodía, a no ser que alguno de los dioses a los que tanto clamáis cambie las cosas, en cuanto se presente el nuevo oficial al mando, todo eso se acabó; y, si no, ya sabéis lo que os espera por mi parte.

Lelio nunca amenazaba. Lelio sólo informaba. Todos lo sabían. Vieron a su oficial alejarse entre la multitud de soldados de la legión; quería estar solo. Léntulo resumió para todos, especialmente los más jóvenes.

—Creo que Lelio ha sido muy claro y ha dado instrucciones precisas. Lo mejor será que todos las tengamos muy presentes. —Léntulo observó que los hombres, aunque a desgana, asentían en silencio. Todos acatarían las órdenes, pero nadie iba a sentir simpatía alguna por el nuevo joven oficial al mando.