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Cayo Lelio

Norte de la península itálica, noviembre de 218 a. C.

Cayo Lelio cabalgaba en silencio entre las tiendas del campamento establecido por el ejército consular junto al río Tesino a pocos kilómetros de Placentia. Lelio avanzaba firme sobre su caballo, la espalda recta, las bridas asidas por manos fuertes, culmen de unos brazos bien formados, musculosos. Tenía treinta y pocos años pero se conservaba lozano, fresco, joven. Tal era así, que recientemente optó por dejarse una tupida barba que a menudo acariciaba con sus dedos. Barba y gesto que le hacían más respetable, incluso también para sus soldados. La admiración y fidelidad de los veteranos la tenía asegurada por su valor e inteligencia en las campañas pasadas que habían compartido entre agotadoras marchas, frías noches y complicadas batallas, pero la barba parecía ser la solución rápida para acallar la impertinencia de algunos recién llegados a su regimiento desconocedores del auténtico valor de la espada que Lelio llevaba a su cintura.

En su trayecto vio cómo diferentes grupos de legionarios cortaban grandes troncos para el puente que el cónsul había ordenado construir para cruzar el río. Los hombres trabajaban con tesón, poniendo interés en lo que hacían. En su esfuerzo se adivinaba la preocupación de todos por las noticias que habían corrido por la península itálica. Aníbal había conseguido lo imposible: el general cartaginés había cruzado los Alpes con su ejército y avanzaba hacia el sur de la península, hacia Roma. Entre Aníbal y Roma sólo se interponían ellos en su camino, las legiones del norte ahora bajo el mando del cónsul Publio Cornelio Escipión; nada más. No podían ser derrotados. El otro ejército consular de ese año se encontraba en el sur, en Sicilia, a las órdenes del otro cónsul, Sempronio Longo, preparando una ofensiva contra África para responder así a la osadía de Aníbal con la misma moneda. Era una estrategia bien diseñada por el Senado de Roma, pero la apuesta hacía que Aníbal ahora sólo tuviera uno de los ejércitos entre él y la ciudad del Tíber. Y es que nadie, ni los cónsules ni los senadores ni ningún ciudadano de Roma pensó que el general cartaginés fuera a llegar más allá del Ródano en la Galia.

Pero no era momento de caer en el desánimo o el miedo. Todos pensaban, y Lelio también, que un ejército consular era más que suficiente para detener a Aníbal en el norte de la península itálica. No importaba la probada osadía del cartaginés o su audacia en las rutas escogidas. A fin de cuentas, Aníbal no había hecho nada más que asediar ciudades que no poseían suficiente ejército para su defensa, combatir contra los salvajes de Hispania o tener un inesperado éxito en seguir rutas en las que nadie se habría adentrado. Sin embargo, en algún momento tendría que luchar abiertamente contra los ejércitos de Roma y eso, necesariamente, sería el final de las victorias del cartaginés. Algo decían de victorias sorprendentes contra los galos del Ródano. Bárbaros sin estrategia. No contaba.

Publio Cornelio Escipión había ordenado construir un puente para cruzar el río y cortar el avance de Aníbal enfrentándose a él. Era una decisión audaz pero necesaria y cada soldado subrayaba con su esfuerzo y su sudor en la ingente tarea de levantar ese puente su pleno acuerdo con su general: había que salir a luchar contra Aníbal y detenerle. Nadie había llegado tan lejos o, mejor dicho, tan cerca de Roma con un ejército hostil en decenas de años y tenía que disolverse rápidamente este temor que se estaba apoderando de todos los romanos. El cónsul había ordenado disponer diversas naves que habían ascendido por el río y otras construidas allí mismo de forma que, puestas en paralelo, fueran formando el puente, pero la tarea debía completarse con multitud de troncos que adecuadamente sujetos uniesen las naves entre sí, quedando de esa forma un puente flotante lo suficientemente sólido como para que las tropas pudieran cruzar el Tesino con todos sus pertrechos de guerra cuando esto fuera necesario. Aníbal no debía cruzar este río. Se había escabullido en el Ródano y los había evitado al cruzar los Alpes, pero éste debía ser el final de su viaje.

Lelio se detuvo frente a la tienda del cónsul, custodiada por numerosos legionarios y los lictores. Había sido convocado personalmente por el cónsul. Tenía una orden escrita de su puño y letra sobre la cera de una pequeña tablilla y la enseñó a uno de los legionarios que enseguida se aproximaron a él cuando desmontó. El legionario cogió la tablilla con sus manos y ordenó a Lelio que esperara. Otros dos legionarios salieron a su encuentro y se apostaron a ambos lados de Lelio. No era lógico que un decurión que apenas tenía al mando unos treinta jinetes de una turma de caballería fuera convocado a solas por el cónsul. Quizá si hubiera una reunión de todos los oficiales antes de una batalla aquello tendría más sentido, pero un oficial de rango menor citado a solas era algo peculiar. El legionario escudriñó la nota pero al final pareció aceptar su incapacidad para descifrar el mensaje contenido en esas letras que no conseguía entender y se volvió para llevarlo a uno de los lictores de la escolta del cónsul. Todos los oficiales de la legión sabían leer y escribir, aunque sólo fuera para cumplir con los múltiples trámites burocráticos de gestión tan comunes en el ejército romano, pero la capacidad de leer no era ya tan frecuente entre los soldados. El lictor leyó la orden.

El propio Lelio compartía la confusión de los legionarios que le rodeaban. Él era un buen oficial y tenía una excelente hoja de servicios en varias campañas anteriores. Lo más probable es que el cónsul quisiera enviar un grupo de reconocimiento al otro lado del río y hubiera pensado en él por sus buenos informes y su experiencia. En cualquier caso, ésta era la conclusión a la que había llegado al comentar el asunto con algunos de los jinetes a su mando. En conjunto todos estaban emocionados y honrados por ser elegidos para una tarea de este tipo, por muy arriesgada que ésta fuera. No era extraño que en empresas de esta naturaleza un escuadrón de reconocimiento fuera masacrado en una emboscada y lo más habitual en estos casos era que el enemigo se esmerase en no dejar testigos de lo sucedido para mantener al oponente desinformado de lo ocurrido e incrementar su temor y dudas ante la ausencia de los soldados enviados como avanzadilla. Aun así, todos en su escuadrón estaban decididos y casi impacientes por conocer las órdenes del cónsul de Roma.

El lictor dio el visto bueno a la tablilla entregada por Lelio y le condujo al interior de la tienda. Ésa fue la primera vez que Cayo Lelio vio al cónsul. Éste estaba sentado, consultando notas que tenía en sus manos, examinando cuentas e inventarios sobre el material y los soldados de las legiones bajo su mando. Lelio permaneció de pie, firme, a unos metros del cónsul mientras éste terminaba la lectura de los documentos que sostenía en sus manos. Al fin, dejó los papeles sobre la mesa y se dirigió a su oficial.

—Cayo Lelio, decurión de la caballería de las legiones de Roma, excelentes servicios en múltiples campañas, ascensos rápidos fruto de sorprendentes muestras de valor, excelsos informes de todos sus superiores; aventurado en ocasiones pero prudente en la mayoría de sus acciones de guerra; siempre victorioso; alguien en quien los demás soldados confían en plena batalla; disciplinado, no discute las órdenes, hace que se cumplan; le gusta el vino y las mujeres, pero esto no incide en sus servicios; bien, todos tenemos que relajarnos. No me gustan los hombres que no tienen alguna debilidad, desconfío de ellos. Creo que en cualquier momento pueden explotar, derrumbarse al haberse creído siempre por encima de los demás. Los que se han emborrachado o han perdido la cabeza por una mujer en alguna ocasión saben que todos somos vulnerables, y eso es importante, ser conscientes de nuestras limitaciones, ¿no comparte esa opinión, decurión?

—Bien —empezó Lelio—, sí, creo que así es, mi general.

Lelio estaba confuso. No era ésta la forma en que esperaba que se desarrollase la conversación. Bueno, en realidad no había pensado ni que fuera a haber conversación alguna ni que el cónsul le fuera a consultar sobre sus opiniones acerca de nada. El cónsul callaba, como esperando que Lelio añadiese algo más a su breve comentario, pero a él no se le ocurría qué decir.

—Supongo —las palabras del cónsul le permitieron escapar del silencio denso de unos segundos antes—, supongo que te preguntas por qué te he hecho llamar.

—Sí… es decir, no. Quiero decir, habrá alguna misión que desea encomendarme a mí, o a mí y a mi destacamento, y en fin, aquí estoy para hacer lo que se tenga que hacer.

—Para lo que se tenga que hacer —Escipión repitió aquellas palabras despacio, como sopesándolas—. Sí, no esperaba menos. —Nuevamente el cónsul se detuvo y se quedó mirando en silencio largamente a aquel oficial. Estaba sin duda ante un hombre recto, con sus pequeñas debilidades, eso estaba claro; aquellas mejillas ligeramente sonrosadas no eran fruto sólo del frío de la mañana, sino de esa pequeña debilidad por el licor; pero aquel hombre inspiraba confianza, seguridad; se había batido en numerosas batallas y nunca había retrocedido. Se apuntó que había salvado a más de un jinete en una confrontación pero, como no pudo probarse a ciencia cierta, no obtuvo la condecoración que seguramente merecía. Aquel oficial, no obstante, no presentó ninguna queja. Nunca reclamaba excepto en una ocasión, y fue para solicitar las pagas atrasadas de sus subordinados, no la propia, transmitiendo con corrección una reclamación justa, evitando la insubordinación. No, a este hombre no era normal que se le amotinaran hombres bajo su mando—. Te he hecho llamar para encomendarte una misión, Cayo Lelio. Una misión vital para mí, la misión más importante que he encomendado a nadie en mis años de servicio a Roma, y quiero que seas tú y tu destacamento de caballería el que la lleve a cabo, y no admito negativas ni comentarios.

Lelio se sintió orgulloso. Sin embargo, no entendió bien por qué el cónsul podía pensar que él fuera a hacer algún comentario a lo que se le ordenase o, menos aún, cómo iba tan siquiera a pensar en no llevar a cabo lo que se encomendase.

—Quiero, Cayo Lelio, que mi hijo tome el mando de tu destacamento pero que tú permanezcas en él como segundo. —El cónsul observó con detenimiento la reacción de Lelio a medida que detallaba las órdenes que le estaba dando—. Mi hijo es muy joven, sólo tiene diecisiete años, pero Roma vive tiempos duros, estamos en guerra y quiero que lo antes posible esté en condiciones de asumir el mando como tribuno en una legión; para ello debe empezar pronto, ya, a tener hombres bajo su supervisión y quiero que empiece con tu destacamento. ¿Algún comentario?

Lelio guardaba silencio nuevamente. No era éste en absoluto el encargo que había esperado recibir, y en su rostro la decepción había debido de quedar marcada. El cónsul leyó en aquellas facciones con claridad, pero tampoco dijo nada. Ya sabía que ningún oficial iba a dar saltos de alegría al ver su mando sometido a un jovenzuelo inexperto por el hecho de ser éste hijo del general en jefe. Por eso quería un oficial completamente disciplinado, inquebrantable en su fe en la autoridad del superior para que su hijo no encontrara problemas en su primer destacamento.

—Bueno —continuó el cónsul—, ya veo que todo está claro y que no hay comentarios por tu parte. Sinceramente, no los esperaba. Pero no he terminado, hay una segunda orden que te voy a dar, una orden mucho más importante y que puede dar lugar a excelentes recompensas por su adecuado cumplimiento o a una infinita ira por mi parte si no es cumplida por desidia o dejadez de tu lado.

Lelio prestó atención, tensó los músculos, dejó de parpadear.

—Te ordeno que defiendas la vida de mi hijo en la batalla en todo momento, te ordeno que evites que entre en una confrontación imprudente y que, si en algún momento has de desobedecer una orden suya para evitar que mi hijo ponga en peligro su vida de una forma absurda, así lo hagas; en ese caso tienes mi orden superior de no obedecerle; sé que tus hombres te respaldarán en todo momento y cuento con ello. También has de saber que esta orden queda entre tú y yo y no la debe conocer nadie, ni mi hijo ni, por supuesto, tus hombres. ¿Queda claro?

Quedaba clarísimo. El cónsul le ponía a su hijo al mando de un destacamento a la luz de todos para que todos le vieran al frente de unos hombres valerosos, pero en realidad, era él, Lelio, quien mandaba el destacamento, pero nadie debía saberlo, sólo el cónsul. Lelio no sabía bien qué pensar. No estaba seguro de estar satisfecho o cómodo con el mandato recibido, o si alegrarse por la confianza del cónsul. Estaba confuso, y la sensación de decepción permanecía sólida en su mente. Ante aquella maraña de pensamientos decidió hacer lo que estaba entrenado a hacer. No rebatir las órdenes recibidas.

—Así se hará, mi general —comentó Lelio—. He comprendido con claridad las órdenes y así serán ejecutadas.

El cónsul veía cierta tristeza en el semblante del oficial, pero también quedaba claro en sus palabras y en el tono firme con el que habían sido pronunciadas que Lelio seguiría aquellas órdenes al pie de la letra independientemente de que le agradasen o no. Su hijo estaría en buenas manos. Quizá no en manos amigas, pero sí en manos expertas en la guerra y disciplinadas y eso ahora era lo prioritario. Su hijo Publio debía ganarse ahora la amistad. Eso no se puede ordenar. Se manda sobre las acciones pero no sobre los sentimientos.

—Puedes marchar. Espero excelentes servicios de tu parte.

Lelio se dio la vuelta tras un saludo a su general y partió.

Una vez fuera inspiró con profundidad el aire frío del amanecer y contuvo sus ganas de gritar y maldecir. Había sido contratado como niñera de un mozalbete que apenas se mantendría en el caballo; en definitiva, le tocaba agachar la cabeza ante el hijo del general delante de todos sus hombres. No, no estaba decepcionado: estaba realmente iracundo, pero lo peor de todo era que sabía que no había nada que hacer sino obedecer.

El cónsul permaneció en su tienda. En unas horas llegaría su hijo. Estaba ansioso por recibirlo y por hablar con él. Hacía meses que no lo veía y tenía que admitir que lo echaba de menos. Echaba de menos a los dos, a Lucio y a Publio. Había llegado la hora de que Publio empezara su aprendizaje en el arte de mandar hombres. Escipión padre no tenía la plena seguridad de cómo saldría aquello. Quizá hubiera sido mejor que el joven Publio hubiera entrado en combate al mando del otro cónsul en el sur de la península itálica. Por alguna razón que no podía determinar, presentía que la gran batalla contra Cartago iba a tener lugar aquí, al norte. Quizá hubiera estado bien alejar a Publio de aquel inminente peligro, pero al mismo tiempo había tantos enemigos de la familia Cornelia apiñados en el Senado que alejar a Publio de su ámbito de poder y control y tenerlo cerca era algo de por sí positivo. Eran tiempos confusos, de cambio, más aún, de crisis. Era difícil educar a unos hijos en la política y el ejército sumidos en una incipiente guerra cuyo fin no acertaba a vislumbrar. El cónsul tomó de nuevo un viejo volumen, un rollo, que tenía en su mesa, escrito en griego, y continuó la lectura de las palabras de Aristóteles buscando en ellas la clarividencia que ahora le faltaba.