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Los desfiladeros de la muerte

Los Alpes, octubre de 218 a. C.

Un hombre, cubierto su cuerpo con pieles de oveja, se arrastraba sobre la nieve de la cumbre. Había tardado horas en ascender hasta aquel lugar. Sus jefes le habían encomendado aquella misión por ser el más hábil a la hora de escalar y trepar por las alturas de las montañas. Arrastrándose despacio, con suma precaución pues sabía que el precipicio estaba oculto bajo aquel manto de nieve, llegó hasta el mismo borde del abismo. Levantó la mirada cubriendo sus ojos con la palma de la mano para protegerlos del resplandor intenso del sol sobre las cumbres blancas de los Alpes. Sus ojos escudriñaron el desfiladero durante unos segundos hasta que descubrieron su objetivo: en el horizonte, allí donde empezaba el estrecho paso entre las montañas heladas, se vislumbraba una larga y serpenteante fila oscura que, lenta y trabajosamente, parecía avanzar hacia el desfiladero. Se quedó unos minutos observando cómo la zigzagueante serpiente adquiría una forma más definida hasta que sus diferentes componentes empezaron a ser discernibles de forma independiente: centenares de hombres a pie, con espadas, lanzas, escudos y pertrechos a sus espaldas; hombres a caballo, decenas de ellos, y carros con sacos, telas, víveres y, lo más sorprendente, al final de la serpiente de soldados y jinetes, se adivinaba la silueta extraña de unas bestias desconocidas que como gigantescos caballos llevaban a sus lomos varios hombres; unos temibles animales que bramaban con una furia ensordecedora cuyos gritos largos y continuados parecían ascender por las paredes del desfiladero haciendo temblar a las propias montañas. El hombre volvió a deslizarse en silencio, esta vez hacia atrás, alejándose del borde del precipicio y, cuando estuvo ya a una distancia prudente como para poder levantarse sin ser visto, se puso en marcha y, con toda la velocidad que sus piernas y la orografía le permitían, bajó aceleradamente de la cumbre para informar a los jefes de su tribu.

El ejército de Aníbal avanzaba cansado por el inusitado esfuerzo del ascenso, helado por el viento gélido que bajaba de las montañas, agotado por los diferentes enfrentamientos que había tenido que disputar ya con distintas tribus hostiles a su presencia en aquella remota región del mundo. Estaba documentado el paso, hacía unos doscientos años, de las tribus de galos que ahora habitaban en la región del Ródano, pero desde entonces nada se sabía de ningún contingente importante de hombres que hubiese conseguido pasar con éxito por los desfiladeros de los Alpes. Habían sufrido multitud de ataques de pequeñas tribus, pero habían sido escaramuzas que se habían resuelto siempre a su favor tras una contienda breve en las laderas de las montañas. Aquellos desfiladeros, sin embargo, preocupaban al general cartaginés, por lo angosto del espacio que dejaban para las tropas y por lo escarpado de las paredes que se levantaban a ambos lados, pero no había ya alternativa ni posibilidad de vuelta atrás. Los días pasaban y pronto llegaría noviembre. Cada vez había más nieve en las cumbres que los rodeaban y era posible que en unos días los pasos quedaran impracticables. Sólo restaba seguir el avance hasta el final, hacia un incierto desenlace. Por primera vez Aníbal dudó de su victoria.

Rocas de gran tamaño empezaron a caer desde lo alto de las paredes del desfiladero. Primero se oía el silbido que los peñascos producían al cortar el aire con el filo de sus aristas en su interminable caída por el abismo de las montañas circundantes, hasta que al fin se oía el enorme impacto sobre el suelo del estrecho paso. A veces el impacto era como mitigado, no tan seco, sino como una extraña mezcla de chasquidos con un amortiguado pero truculento golpe contra la tierra. Eso último significaba que la roca había alcanzado su objetivo despeñándose sobre una decena de soldados sorprendidos por aquella lluvia de piedras gigantes. Hombres y caballos se refugiaron en los bordes de las paredes, ya que éstas parecían adentrarse hacia el interior de la montaña quedando así a cubierto aquellos que allí se guarecían de las rocas lanzadas desde la cumbre. Un elefante fue alcanzado por un peñasco del tamaño de su cabeza; el animal dobló sus patas delanteras, quedando de rodillas unos segundos, la cabeza partida en dos, sangre roja del animal vertiéndose por doquier, pero, pese al tremendo corte, la bestia se recompuso lo suficiente como para ponerse de nuevo sobre sus cuatro patas y, bramando de dolor, echar a correr como si con su carrera pudiera huir del sufrimiento que la atería; en su locura pisoteaba a los confusos soldados, que pugnaban por buscar refugio en la base de las paredes de aquel desfiladero angosto, aquella trampa mortal en la que se habían adentrado.

Aníbal daba órdenes apoyado por su hermano pequeño Magón y por sus oficiales, Maharbal y Hanón, para mantener la formación mientras que la mayor parte de soldados y bestias conseguía refugiarse de la torrencial avalancha de proyectiles pétreos que se les lanzaban desde las alturas. El general cartaginés aguantó estoicamente durante una hora, hasta que, o bien se quedaron sin piedras en las alturas, o bien se agotaron de lanzarlas. Mandó entonces grupos de soldados de la infantería ligera para que salieran del desfiladero y treparan por ambas vertientes del paso hasta ganar el acceso a las cumbres desde las que se les atacaba.

Tardaron varios días. Aníbal fue reforzando los contingentes que ascendían hacia las cumbres. Los alóbroges lucharon en las cimas de las montañas, pero cada vez subían más y más hombres. Un día, en lugar de llover piedras, llovieron hombres sobre el desfiladero. Aníbal se separó de la pared de la montaña para observar el cuerpo de uno de los muertos: estaba cubierto de pieles de oveja, tenía varias heridas de espada en las piernas y brazos y el pecho partido, reventado por su impacto al caer desde la cumbre. Pronto empezaron a caer más y más cuerpos similares. Aníbal volvió a refugiarse a la espera de que sus hombres terminasen de limpiar la cumbre. En media hora las rocas que supusieron la primera lluvia mortal sobre aquel desfiladero quedaron enrojecidas por el impacto de centenares de cuerpos, aquellos que en un primer momento lanzaron las piedras. Ahora, juntos, reposarían en el desfiladero por los siglos de los siglos.

El ejército se puso en marcha de nuevo. Tras de sí quedó el angosto desfiladero de la muerte, como lo habían bautizado los cartagineses en sus días de refugio en las paredes de aquel paso montañoso. Prosiguió entonces el interminable avance, esta vez ya hacia el sur, en busca de la salida de aquel laberinto de montañas infinitas y heladas. El invierno avanzaba y cada vez encontraban nieve más baja y más profunda. Los africanos aguantaban el frío razonablemente, conocedores de las frías noches del desierto, pero caminar sobre la mojada nieve y resistir los sabañones que la humedad provocaba en sus pies era nuevo para ellos. Además, tras el frío de la noche no veían el calor del día, sino que el frío gélido parecía quedarse con ellos todo el día, y aunque el sol intentaba calentar ligeramente, cada vez estaba más débil y, con frecuencia, pasaba el día entero sin que lo vieran, pues las nubes parecían vivir en aquellas montañas y no desplazarse un ápice. Luego venía la lluvia y, si bajaba la temperatura, se transformaba primero en una lluvia extraña y helada y luego en nieve que se acumulaba en la ruta que debían seguir ralentizando aún más su paso. Así pasaron las siguientes semanas, hasta que un día llegaron al final del camino: en un nuevo desfiladero el paso les quedaba completamente cortado por una lisa muralla de piedra helada; se trataba de un alud de roca y nieve que había caído desde lo alto de las montañas y que con la cercanía del invierno se había recubierto de una gruesa capa de hielo. Un muro infranqueable. Aníbal se quedó observando aquella muralla de la naturaleza, sin ladrillos, sin grietas, más alta que las murallas de Sagunto o Qart Hadasht o cualquier otra ciudad que conociera, más profunda que el mayor de los fosos; impenetrable, imperturbable e indiferente a los hombres, a sus ejércitos y sus luchas. Ante ellos, los dioses interponían el obstáculo definitivo. Aníbal se volvió hacia sus soldados y los contempló agotados, muchos de ellos sentados sobre la nieve, entre aturdidos y desahuciados, observando con estupor aquel muro que se alzaba ante ellos. Habría preferido un muro de hombres o un ejército de salvajes o las tropas consulares de Roma. Todo aquello contra lo que estaban entrenados para luchar, pero ¿cómo vencer al invierno, cómo superar aquella muralla de hielo? Aníbal comprendió que no había ánimo ni fuerzas en aquellos soldados para acometer este combate contra las montañas mismas. Se volvió de nuevo hacia la muralla de hielo, acercándose hasta la misma base y sobre la pared gélida posó sus manos, sintiendo en las yemas de sus dedos el escozor de la quemadura del hielo, buscando en el dolor la iluminación para desbancar a un enemigo con el que no había contado.

Pasan unos minutos. Los oficiales de Aníbal aguardan a una distancia prudencial de su general en jefe. Esperan una orden, instrucciones, una solución. Contemplan descorazonados el muro de roca y hielo de más de veinte metros de altura que corta su paso por el último de los desfiladeros de aquellas grandiosas y terribles montañas. La mayoría lamenta en lo más profundo de su ser haberse embarcado en aquella aventura para terminar de esta forma, no ante un ejército enemigo, en medio de una lucha gloriosa, épica para su país, sino ante un muro de piedra helada indiferente a sus anhelos, a sus deseos y pasiones. Varios se palpaban los cabellos con la mano mientras intentan encontrar algún pequeño resquicio por donde penetrar aquel bloque impávido y gélido. No hay ranuras. Es impenetrable, imposible de derribar.

El general se vuelve hacia sus oficiales y hacia sus soldados. Como el camino asciende lentamente hasta el muro, Aníbal resulta claramente visible. Inspira entonces con profundidad y proyecta con fuerza su voz hacia las profundidades del desfiladero. Sus palabras resuenan entre los ecos de las paredes de aquel estrecho paso y las laderas escarpadas de aquellas montañas engrandecen su voz de forma que resulta audible para la mayor parte de su ejército. Los hombres le escuchan entre sorprendidos, anhelantes y admirados.

—¡Vosotros no sois mis soldados, no sois mi ejército, sois mucho más que todo eso! ¡Vosotros me habéis seguido por Iberia hasta conquistar todos los territorios de aquella vasta región! ¡Me seguisteis incluso cuando la lucha era imposible! ¡Cuando los carpetanos nos doblaban en número junto al Tajo no os desanimasteis sino que confiasteis en mí y vencimos, arrollamos por completo a aquellos que antaño asesinaran a vuestro querido, a mi muy estimado padre, Amílcar! ¡Luego os pedí que me ayudarais a conquistar Sagunto, una ciudad inexpugnable, amiga de Roma, y todos me ayudasteis, sin importaros los meses de trabajos, sin atender a las consecuencias que aquello traería sobre todos nosotros! ¡Y luego habéis formado parte de la mayor expedición que nunca jamás se atrevió a lanzarse sobre nuestro enemigo sempiterno! ¡Los romanos nos temen, nos odian porque nos temen y sólo confían en sus dioses para salvarse! ¡Las legiones… no tememos a las legiones! ¡Cruzamos el Ebro y doblegamos sus posiciones y las de sus aliados! ¡Cruzamos los Pirineos, la Galia, el Ródano, pese a la oposición de los voleos, y penetramos en estas montañas! ¡Los salvajes nos han atacado en infinidad de ocasiones y siempre los hemos derrotado! ¡Allí, tras esta pared de hielo, está la península itálica, con sus valles fértiles, con todas las riquezas sometidas a Roma y que sólo aguardan para ser nuestras! ¡Sus tropas, sus generales confían en la fuerza del invierno, del frío y de las montañas para detenernos, confían en que paredes como ésta nos hagan cejar en nuestro empeño! ¡Pero yo me pregunto… me pregunto, os digo! ¿Hemos cruzado tantos ríos, tantas montañas y luchado contra tantos pueblos para doblar nuestro ánimo ante una muralla de hielo? ¡Murallas poderosas las de Sagunto… y las conquistamos, y eso que estaban atestadas de aguerridos defensores que nos lanzaban piedras, jabalinas, dardos, pez ardiendo! ¡Aquello sí que era una muralla infranqueable y la cruzasteis! ¿Qué se interpone ahora entre nosotros y Roma, entre nuestras fuerzas y sus legiones confiadas, entre nuestra victoria y su debilidad? ¡Sólo una muralla sin defensores, fría, silenciosa! ¡Y yo os pregunto…, os pregunto a todos! ¿Fuisteis capaces de escalar las murallas de Sagunto, de cruzar el Tajo o el Ródano y acabar con los que se oponían a vuestros esfuerzos y no seréis capaces de derribar una muralla sin defensas, un muro que no dispone de ejército para defenderse?

Los soldados cartagineses escuchan con la boca abierta, atentos a cada palabra de su líder. Al fin una garganta aislada rompe el trance de sus compañeros.

—¡Sí, sí seremos capaces, mi general!

Y a la pequeña voz aislada decenas, centenares, miles de gargantas se unen a un tiempo y gritan con todas sus fuerzas.

—¡Sí, podremos! ¡Sí, podremos! ¡Podremos!

—¡Entonces —continuó Aníbal—, a por el muro, a por el muro!

Y treinta mil soldados respondieron como una sola voz, que quebró las laderas de las montañas haciendo temblar la tierra bajo sus pies.

—¡A por el muro! ¡A por el muro! ¡A por el muro!

Tal era la intensidad del gigantesco vocerío engrandecido mil veces por los ecos de las montañas que los rodeaban que la pared de hielo y roca tembló, desgajándose ligeramente, de forma que una grieta surgió desde los pies de Aníbal y como un relámpago ascendió zigzagueante hasta alcanzar la cúspide de la pared. Pequeños trozos de hielo y piedra se vinieron abajo. Aníbal y sus oficiales recurrieron a sus escudos para protegerse y a sus piernas para alejarse de la pared.

Una vez que se tranquilizaron las voces, cesó la lluvia de cascotes helados y el general volvió de nuevo su mirada sobre la pared. Una grieta de varios centímetros se había entreabierto sesgando la muralla por completo. Era un resquicio estrecho, ínfimo casi, pero marcaba una ruta a seguir. Aníbal no dudó y se dirigió a sus hombres de nuevo para culminar lo que había empezado.

—¡Con sólo vuestras voces habéis partido la pared, ahora que sean vuestros brazos los que nos abran el camino! —Y a sus oficiales, rápido, ágil, con los ojos encendidos, empapando a todos de su pasión—: ¡Picos y palas para todos los hombres! Que trabajen por turnos, como si se tratase de una mina. Y el que no tenga picos, que use su espada, lanzas, dagas, cuchillos, lo que sea. Cualquier cosa punzante que sirva para arrancarle las entrañas a esta muralla. En tres días quiero un paso lo suficientemente ancho como para que caballos y elefantes pasen por él.

Los oficiales asintieron y en cuestión de segundos toda la operación se puso en marcha. Maharbal, junto a Aníbal, contemplaba a su general como si de un dios se tratase: tan sólo con el ánimo infundido a sus soldados había quebrado lo impenetrable. Aquel hombre, sin duda, los conduciría a la victoria absoluta sobre Roma. Muchos caerían ante su poderío y nadie podría detener semejante ánimo.