Centinelas de la noche
Sicilia, octubre de 218 a. C.
Atardecía en Lilibeo, donde el cónsul Sempronio había establecido el campamento general del ejército consular que se le había asignado para la invasión de África. Caminaba gozoso y seguro de sí mismo. El adiestramiento de las tropas había comenzado con auténtica energía. Había algunos heridos por los duros entrenamientos militares en la lucha cuerpo a cuerpo, pero aquello estaba muy lejos de sus preocupaciones. Sólo pensaba en la próxima partida hacia África. ¿Dónde desembarcar? Ésa era su única duda. ¿Justo frente a Cartago o quizá en Utica o incluso más al norte? Su mente siempre lo llevaba directamente a Cartago, pese a que sus tribunos preferían establecer primero una plaza fuerte en la región antes de dirigirse contra la capital del imperio cartaginés. Unos blandos. ¿Cómo iba a sacar adelante aquella campaña con esos oficiales tan flojos? Por eso quería disciplina y adiestramiento sin descanso.
El cónsul paseaba escoltado por sus doce lictores, ajeno a las miradas de rabia de muchos de los legionarios.
Tito observó al cónsul paseándose por el campamento. Una vez hubo desfilado la comitiva del comandante en jefe, se retiró, acariciándose el hombro derecho con la mano izquierda, masajeándose los músculos, intentando calmar el dolor de los golpes recibidos aquella mañana por su instructor. Y tenía que dar gracias a los dioses de no haber sido ensartado como una aceituna como le había ocurrido a alguno de sus compañeros del manípulo. Aquello era el ejército, se decía constantemente. Te dan de comer a diario, no con abundancia, pero sí suficiente, desde luego estaba mejor alimentado que cuando mendigaba por las calles de Roma. Los golpes, no obstante, las magulladuras y el riesgo de perecer en un combate con un instructor no habían entrado en sus cálculos. Estaba claro que lo suyo no era calcular nada, ni inversiones comerciales ni planes de futuro. Carpe diem[*], se dijo, y a sobrevivir y a sobrellevar las penurias según vinieran.
Tomó el rancho a solas. Gachas de trigo. Algunos las despreciaban por ser lo mismo que comían en Roma y parecían estar cansados de ellas, pero a Tito le encantaban. Un compañero suyo, mayor que él, le pasó su cuenco a medio comer.
—Toma, si quieres, se ve que a ti te gusta esto.
Tito cogió el cuenco sin dudarlo. El legionario que se lo pasaba continuó hablando.
—Soy Druso, bueno, me llaman así. Vengo de Campania. Ésta es la primera vez que te alistas, ¿verdad?
—Supongo que resulta bastante evidente. Mi nombre es Tito, Tito Maccio, de Umbría.
—Por Hércules, tu falta de destreza con el gladio esta mañana era de las que hacía tiempo que no veía. Creo que le has dado lástima al oficial y por eso se ha limitado a machacarte el hombro con la parte plana de la espada, pero ándate con cuidado. La torpeza se tolera, pero la indisciplina se paga cara.
—Bien, lo tendré en cuenta —dijo Tito.
Se hizo el silencio. Anochecía. La luz era débil, tenue; las sombras de las tiendas se deslizaban por el suelo, estirándose; el viento era cada vez más frío.
—Se acerca el invierno —dijo Druso—. Se nota en el aire.
—Esta noche me toca guardia. Aunque lo tengo claro: en cuanto se duerma la gente, me busco una esquina donde nadie me vea y me echo a dormir cubierto con mi manta. Por Cástor, ¿a qué tanta historia con las guardias en terreno conquistado? Total, lo único que tenemos enfrente es el campamento de las legiones regulares.
—Yo me andaría con cuidado y estaría bien despierto para entregar tu tessera[*].
—¿Mi tessera?
—Sí, una tablilla pequeña en la que los tribunos y los praefecti sociorum escriben un símbolo que identifica a cada manípulo. Te la entregarán al entrar en tu turno de guardia y luego una patrulla a caballo pasará por la noche a recoger tu tessera. Si no te encuentran en tu sitio, mañana te buscarán los oficiales y te llevarán ante los tribunos. Hazme caso, y estate atento para entregar tu tessera. Y basta de charla. Estoy rendido y creo que mañana quieren que hagamos marchas forzadas desde el amanecer. Se ve que el cónsul está ansioso por ir a África a que nos degüellen a todos.
Druso se levantó y se retiró a su tienda. Tito se quedó junto a las brasas del fuego, arropado por su manta, hasta que un oficial se acercó y le entregó una pequeña tablilla con varios números que supuso identificaban su manípulo. El oficial le indicó la puerta en la que le tocaba hacer guardia y que su turno sería el primero de los cuatro de aquella noche. Aquello fueron buenas noticias. Al menos luego podría dormir de tirón hasta el amanecer.
El campamento entero descansaba. Se oía algún perro ladrando en la distancia y, de cuando en cuando, algunos jinetes, seguramente de las patrullas nocturnas recogiendo las tablillas de los puestos de guardia, pero, de momento, nadie se había acercado a su posición. A Tito le seguía doliendo el hombro. Eran breves pero intensos pinchazos agudos. A ratos dejaba su pilum y el escudo en el suelo y se masajeaba el hombro. Junto a la puerta empezaba el vallado del campamento. El aire era cada vez más frío y fuerte. Junto al vallado estaría protegido del frío y podría acostarse allí, incluso dormir un rato. Las palabras de Druso aún perduraban en su mente. «Estate atento para entregar tu tessera». Se había atado la tablilla al cinturón de piel, junto a la espada, para no perderla. Podría esperar junto al vallado, bien guarecido del frío, la llegada de la patrulla sin necesidad de tener que aguantar a la intemperie más horas. Aquello era absurdo. En general, su vida había carecido de sentido desde que dejara la compañía de teatro. A veces tienes algo bueno, puede que no el sueño de tu vida, pero algo bastante bueno para ti y no sabes valorarlo, reconocerlo. Cada vez veía con más claridad que eso había sido así con él. A no ser que una gran victoria contra los cartagineses y su participación en la misma cambiara su relación con la diosa Fortuna. Ruido de pisadas, no, de pezuñas. Jinetes a caballo. Dejó de masajearse el hombro y cogió su escudo y su lanza con rapidez. Se puso en guardia, con el pilum bajado, y gritó.
—Alto. Quo vadis?[*]
—Es la guardia. Baja tu arma y danos la tessera de tu manípulo.
Tito obedeció sin rechistar y al oficial que se aproximó hasta él sin bajarse del caballo le entregó su tablilla. Le acompañaba un soldado de su manípulo al que había visto en el adiestramiento pero con el que no había hablado nunca. Llevaba a su vez otra pequeña tessera.
El oficial escudriñó entre las sombras la tablilla de Tito.
—Bien, puedes retirarte —dijo y, luego, dirigiéndose a los jinetes que le acompañaban—, aquí todo está bien; dejamos al segundo centinela de la noche. Sigamos con el recorrido.
Y se alejaron sin más. Tito y el nuevo soldado de guardia quedaron a solas. Se despidieron con la mirada, sin decirse nada. Se veía que el nuevo centinela estaba muerto de sueño. Tito dio media vuelta y se encaminó hacia su tienda. Una vez en ella cayó rendido por el dolor, la fatiga y el frío. Durmió como un lirón.
Las trompetas del amanecer despertaron a todo el campamento. Tito salió de su tienda esperando encontrarse con un nuevo día de adiestramiento, algo de desayuno y enseguida a combatir o, como dijo Druso, a hacer marchas forzadas hasta la hora del prandium[*]. En cualquier caso nada especial por lo que mereciera la pena levantarse. Por eso remoloneó un poco en su tienda, pero apenas había pasado un minuto, cuando dos legionarios de las tropas regulares del ejército consular entraron en su tienda, en la que sólo quedaba ya él por salir, y lo arrastraron fuera. Fue a decir algo pero un puñetazo le aclaró las ideas. En un instante se encontró a medio vestir, en formación con otros tres hombres, en más o menos las mismas circunstancias. Ninguno se había levantado con la celeridad necesaria para estar ya completamente vestido con el uniforme de infantería ligera que les correspondía. Un tribuno, acompañado de uno de los praefecti pasó revista a la pequeña formación de centinelas nocturnos.
—Éstos son los soldados que hicieron guardia ayer por parte de este manípulo, tribuno —dijo el prefecto aliado.
—Falta una tessera de este manípulo. Aparte veo que a todos les cuesta levantarse a la hora. Por eso recibirá cada uno diez azotes en presencia de sus compañeros. Eso contribuirá a fomentar el ansia por madrugar en este manípulo.
El prefecto asintió con decisión. Tito sintió pánico. Su hombro aún le dolía y diez azotes serían la gota que rebosa el vaso. Pensó en decir algo, pero el puñetazo recibido nada más ser levantado ya le había dado indicación de que el silencio sería su mejor salvoconducto para no recibir más golpes de los necesarios.
—La tessera que falta es la del segundo turno —dijo el tribuno. Los soldados que habían sacado a Tito de la tienda cogieron entonces al hombre que estaba a su lado y lo empujaron fuera de la fila. Tito reconoció al soldado que lo reemplazó en la guardia nocturna.
—Bien —empezó el tribuno—, la guardia nocturna es sagrada, en territorio amigo o enemigo. Un centinela dormido es una vía por donde puede venir un ataque sin que haya ninguna voz de alarma que nos permita reaccionar. Dormirse en la guardia es traición y la traición sólo tiene una pena en la legión romana, sea en las tropas consulares o en los manípulos de las legiones aliadas.
Uno de los legionarios que acompañaban al tribuno le entregó un bastón de madera de pino; el tribuno cogió el bastón con fuerza pero se limitó a rozar suavemente la frente del soldado traidor que, doblegado por el sueño, se había apartado para descansar junto al vallado para guarecerse del frío y no se percató de la venida de los jinetes de la patrulla nocturna. Cuando despertó ya estaban en el cuarto turno de la noche y ni el nuevo centinela ni los jinetes de la patrulla quisieron recoger ya su tessera.
El tribuno se separó del soldado condenado por traición y los legionarios que lo acompañaban empujaron a Tito y sus otros dos compañeros de turnos de guardia para que quedasen a una distancia razonable. Luego les dieron bastones y piedras. Tito cogió una piedra grande con una mano y con la otra el bastón. No sabía qué hacer. Vio cómo el resto de los soldados del manípulo había recibido piedras y bastones igual que él. Druso también. A una señal los compañeros del soldado condenado empezaron a lanzar piedras contra él. Éste se arrodilló en el suelo y se cubrió la cabeza con las manos, pero seguían lloviendo sobre él más y más piedras. Tito vio cómo Druso, sin mirar al condenado, arrojó su piedra impactando en una pierna del mismo. Sus colegas en la guardia nocturna hicieron lo propio. Tito tragó saliva, inspiró con fuerza y cerrando sus ojos arrojó su piedra. Cuando los abrió vio al condenado arrastrándose por el suelo dejando un reguero de sangre a su paso. Su cuerpo lleno de heridas. Pero la cabeza, protegida con sus brazos y manos, apenas tenía marcas. Aullaba de dolor e imploraba piedad. El tribuno dio otra señal y decenas de soldados del manípulo se lanzaron contra el condenado. Con sus bastones golpearon salvajemente una y otra vez a su compañero sentenciado por traición. Esta vez los bastones se abrieron camino entre los brazos del condenado y encontraron su objetivo: la cabeza del soldado fue machacada, la sangre salpicaba a su tribunal mientras lanzaban intermitentes pero continuos testarazos mortales sobre su cráneo. Se oyó el crujir de huesos. Los aullidos cesaron. El tribuno observó el cumplimiento de su sentencia y contempló con satisfacción cómo todos los miembros del manípulo a excepción de uno, Tito, habían usado tanto piedras como bastones para hacer cumplir la sentencia. El tribuno se dirigió al prefecto.
—Este hombre, que no ha usado su bastón —señalando a Tito—, que en vez de diez, reciba veinte azotes. Y no le condeno a más porque al menos lanzó la piedra. Veinte azotes harán de él un más fiel cumplidor de la disciplina del ejército de Roma.
El tribuno, acompañado de los legionarios y los jinetes que habían venido con él, regresaron al campamento de las legiones consulares. El prefecto ordenó que retiraran el cuerpo del soldado ajusticiado y que azotasen al resto de los soldados condenados por levantarse tarde y, en el caso de Tito, por no usar su bastón en el ajusticiamiento de la mañana.
Tito recibió los veinte azotes con lágrimas pero en silencio. Luego se vistió con rapidez. Sentía gotas de sangre resbalando por su espalda, pero no estaba dispuesto a perderse el desayuno. Cuando llegó, sin embargo, ya era demasiado tarde. Observó con desolación que sus compañeros ya estaban cargando los pertrechos y preparándose para salir de marcha. Estaba a punto de derrumbarse cuando Druso se acercó por su espalda.
—Toma —dijo.
Tito se giró y vio que Druso le había cogido las gachas de su desayuno en un cuenco de barro. Tito cogió el cuenco y con las manos se llevó la comida a la boca sin decir nada a Druso pero comiendo al tiempo que mantenía su mirada fija en los ojos de aquel soldado experimentado proveniente de Campania.
—Come rápido. Tenemos marchas forzadas. Vamos —dijo Druso, y lo dejó a solas para que terminara su desayuno.