Una villa romana
Roma. Finales de septiembre de 218 a. C.
En las afueras de la ciudad de Roma. Una colina y en lo alto una gran mansión de ladrillo y piedra, rodeada de cipreses erguidos con orgullo, mecidos por el suave viento proveniente del oeste. En el interior de la villa, el atrium y tras el atrium un amplio peristilium con un cuidado jardín. Y allí, en el lado de sombra de aquel jardín, una reunión, un cónclave: un hombre mayor, calvo, delgado pero con una buena barriga, de cincuenta y cinco años, en el centro, Quinto Fabio Máximo «el Verrucoso», dos veces ya cónsul de Roma, que declaró el principio de aquella guerra en el Senado de Cartago; y junto a él su hijo, del mismo nombre, Quinto Fabio, en la treintena, fiel retrato de su padre, con la misma nariz aguileña y ceño constante en la frente, aunque con pelo aún en su cabeza, preparado para entrar pronto en cargos de representación pública; junto a ellos, dos hombres un poco mayores que el hijo, Cayo Terencio Varrón, bien afeitado, con los ojos muy juntos, como si el ángulo de visión de las cosas y de los tiempos fuera único, sin perspectivas; aguardando impaciente su momento de tocar el poder, pretor de aquel año; y Cayo Claudio Nerón, con la mente despejada, pero unos ojos negros brillantes, un fulgor entre curioso y temible, un hombre ambicioso pero más mesurado que Varrón quizá, esperando con algo más de sosiego que su colega la oportunidad que el destino ponga en sus manos para alcanzar la gloria y la fortuna. Por fin, en una esquina del peristilium del jardín, entre las columnas, de pie, presto a acudir si su mentor lo requería, un joven de apenas dieciséis años, Marco Porcio Catón, con mirada nerviosa, un chico pequeño, ágil en sus movimientos, silencioso, siempre escuchando, constante en sus determinaciones, leal al señor de aquella villa, pero con alguna idea propia que guardaba para sí, pequeños tesoros que escondía hasta que llegara el día adecuado para desenterrarlos. Así, entre sus pensamientos, Catón empezó a escuchar la voz profunda de Quinto Fabio Máximo, acariciando con su poderosa tonalidad las paredes de aquel claustro de piedra.
—Os he reunido a todos porque se acerca la guerra.
Todos asintieron; sin embargo, Fabio Máximo sacudió lentamente su cabeza.
—No, no me entendéis; cuando digo que se acerca la guerra no me refiero a que están a punto de enfrentarse nuestras tropas consulares con los enemigos de la patria, sino que quiero decir que ese enfrentamiento va a ser mucho más próximo a Roma de lo que el Senado estimó jamás. Escipión ha fracasado, nada nuevo, en su intento de detener al cartaginés en Hispania; ni tan siquiera lo ha detenido en la Galia. Aníbal ha cruzado el Ródano y se ha adentrado en los Alpes.
—¿Los Alpes? —preguntó Varrón, formulando en voz alta la sorpresa de todos los presentes.
—Así es, amigos míos; Aníbal desciende hacia el corazón de la península itálica desde las montañas.
—Pero es imposible que un ejército cruce esas montañas, y menos ahora que se acerca el invierno. Los pasos estarán ya impracticables —comentó de nuevo Varrón, que parecía el más decidido a entrar en aquel debate.
—Sea como fuere —continuó Fabio Máximo— Escipión no piensa igual que vosotros: ha dividido sus tropas, mandando la mayoría a Hispania al mando de su hermano para así cumplir con el mandato del Senado de atacar las vías de aprovisionamiento del ejército púnico en Hispania, un movimiento hábil que no me permitirá criticarle en el Senado, una lástima, en fin… —por unos segundos suspiró; prosiguió de nuevo— y se dirige al norte de la península itálica para ponerse al mando de las legiones del norte, las que debieron ser suyas desde un principio si los galos de la región no se hubieran sublevado, entreteniéndonos en reclutar nuevas tropas, dando tiempo a que Aníbal saliera de Hispania y avanzara hasta el Ródano. Cuanto más lo pienso, más claro veo que entre Aníbal y los galos de la región cisalpina hay contactos. Se sublevaron como parte de un plan mucho mayor que ahora empieza a cristalizar.
—Puede ser, pero si Aníbal perece en los terribles desfiladeros de las montañas, atacado por los salvajes, de nada le valdrá todo su maravilloso plan. —Esta vez fue su propio hijo quien se dirigió a los demás. Quinto lo observó en silencio, sin conceder y sin mostrar desprecio. Meditando. Al cabo de unos segundos retomó su relato.
—En cualquier caso, hijo, Publio Cornelio Escipión se dirige al norte, como previsión de lo que pueda ocurrir y debo, aquí en secreto, admitir que comparto sus dudas sobre la imposibilidad de cruzar esas montañas. No estamos ante un pequeño general africano sin ambición ni estrategia; es evidente que este Aníbal lleva tiempo estudiando este plan y cada vez más soy del parecer de que puede conseguir cruzar los Alpes. Y es sobre este planteamiento sobre el que quiero que nosotros construyamos nuestra propia estrategia.
—¿Para presentarla ante el Senado? —pregunto Varrón.
—He dicho nuestra propia estrategia. El Senado tiene la suya, cambiante según el momento y que gestionaremos a nuestra conveniencia, pero está claro que alguien en Roma tendrá que tener una estrategia bien definida para terminar con estos cartagineses o, de lo contrario, serán ellos los que terminen con nuestra civilización. Hasta ahora el Senado se limita a poner el ejército en manos de los Escipiones o de un Sempronio al que quiere enviar a África, esa idea descabellada. Tenemos que pensar en Roma, en proteger a Roma, y en generales que amen nuestra ciudad y nuestras costumbres sin dejarse contaminar por influencias extranjeras ni distraer por nimiedades como libros, literatura, teatro, et cetera[*]. Los Escipiones y sus amigos los Emilio-Paulos, han de ser utilizados en esta guerra, pero hemos de ser nosotros los que estemos en los momentos clave, en las batallas clave. Necesitamos nuestros velites, nuestra infantería de primera línea para abrir las líneas del enemigo, pero hemos de ser nosotros los que terminemos las batallas que estos empiecen. Nosotros somos los triari.
—¿Y cómo se supone que hemos de gestionar esta estrategia? —preguntó de forma directa Claudio Nerón. Fabio Máximo le miró con gratitud. La primera pregunta inteligente de la tarde.
—Con el miedo —dijo—. Aníbal cruzará los Alpes. Dispone de tropas entrenadas y, más importante aún, con experiencia en el campo de batalla. Ha conquistado Hispania con esos hombres y aquél es un país complejo con guerreros valientes, enfrentados entre sí, como suele ser el caso entre los bárbaros, pero valientes en la lucha; y Aníbal los ha doblegado con esas tropas que saldrán de las montañas. El cartaginés vencerá a las legiones del norte. Mis augures lo han confirmado. El Senado tendrá que recurrir a refuerzos, a las tropas de Sempronio. Éste es un ejército consular nuevo, inexperto, pensado para África, mentalizado para luchar en el calor de aquellas latitudes que habrá que ver cómo se desenvuelve en el frío del norte. Y si Aníbal no detiene, como es costumbre, la guerra con la llegada del invierno, entonces, tendremos el miedo en Roma.
—¿Y sólo con miedo vamos a manejar al Senado y al pueblo? No lo entiendo.
Era Varrón el que hablaba. Fabio Máximo le miró y Catón, desde la esquina donde lo observaba todo, leyó la mirada de su mentor: «Claro que no lo entiendes, ¿cómo vas a entenderlo si eres como ellos?». En cualquier caso, Fabio Máximo permaneció en silencio. Al fin, se decidió a explicar lo que para él resultaba transparente como el agua clara de un arroyo.
—Con el miedo —empezó—, mi querido amigo Terencio Varrón, se pueden conseguir muchas cosas, se puede conseguir todo. El miedo en la gente, hábilmente gestionado, puede darte el poder absoluto. La gente con miedo se deja conducir dócilmente. Miedo en estado puro es lo que necesitamos. Lo diré con tremenda claridad aunque parezca que hablo de traición: necesitamos muertos, muertos romanos; necesitamos derrotas de nuestras tropas, un gran desastre, que nos justifique, que confunda la mente de la gente, del pueblo, del Senado. Nosotros, en ese momento, emergeremos para salvar a Roma.
Todos se quedaron mirando al viejo excónsul, sorprendidos, estupefactos. No daban crédito a sus oídos, pero Fabio Máximo paseó sus ojos despacio por la faz de cada uno de los presentes, subrayando con el brillo intenso de sus pupilas ligeramente dilatadas la determinación de su voluntad. No hubo réplicas.
Los cipreses que rodeaban la villa ya no se movían. El viento se había detenido. Era una hora extraña de la tarde en la que la brisa desaparece y todo parece permanecer inmóvil. Un jardín amplio, con cinco hombres reunidos; un peristilium de columnas y una gran villa rodeándolo todo. La villa en una colina, cipreses en cada esquina de la gran mansión, laderas descendentes por las que serpentea un camino empedrado que se perdía en el horizonte, rumbo a Roma.