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Planos y planes

Roma, septiembre de 218 a. C.

Aún era de noche cuando el joven Publio se encontró con los ojos abiertos de par en par, completamente desvelado. Debían de faltar todavía varias horas para el alba, pero le resultaba imposible continuar durmiendo. Tras unos minutos contemplando las pequeñas grietas del techo de su habitación, se levantó, dejó su lecho y salió al atrium. El aire fresco de aquella madrugada anunciaba el fin del verano y la pronta llegada del otoño. Paseó unos minutos dando vueltas en torno al impluvium hasta que al fin, con paso firme, decidió unir sus acciones a sus pensamientos. Se adentró en la estancia que su padre había preparado como biblioteca; una estancia independiente que daba al atrium pero distinta al tablinium que, al dar paso entre el atrium y el jardín de la domus, resultaba demasiado pública para los documentos más reservados que su padre había ido acumulando con el transcurso de los años.

Publio se procuró luz con una de las lámparas de aceite que dejaban por la noche para iluminar, aunque fuera sólo tenuemente, el atrium. La pequeña lámpara pareció aumentar la intensidad de su luminosidad al cambiar el imposible esfuerzo de dar luz a todo el atrium por el trabajo más apropiado a sus dimensiones de iluminar la pequeña biblioteca donde se adentraba el hijo del cónsul de Roma. Pequeña en cuanto a dimensiones, apenas cuatro pasos por cinco, pero grande por sus contenidos. En decenas de pequeños cestos o canastillas con tapa distribuidos en pequeños armarios con estanterías en su interior se acumulaban infinidad de rollos que su padre había ordenado por temas diversos. Los armarios estaban abiertos, por lo que su padre había guardado los rollos en esos pequeños cestos de madera o mimbre para proteger sus volúmenes. Cada cesto tenía inscrito el nombre del autor de los rollos que contenía en una pequeña hoja de papiro que recubría cada canasto. El joven Publio recordaba las palabras de su padre antes de partir: «Siempre que quieras, puedes entrar en mi biblioteca y consultar lo que desees. De hecho cuanto más leas ahora, de cualquier cosa, seguramente algún día te hará mucho bien. Entra cuando quieras. Y Lucio también. ¡Pero, por Hércules, no me desordenéis los rollos ni me los cambiéis de cesto u os las veréis conmigo a mi vuelta!». Aunque acompañó con una sonrisa aquel aviso final, una de sus últimas frases antes de darse la vuelta y marcharse con las legiones.

Había teatro griego al fondo de la estancia, con una cesta con rollos de varios autores diferentes entre los que sobresalía el número de rollos de obras de Menandro, pero luego había un cesto íntegramente para contener las obras de Aristófanes. En la estantería inferior, se podían ver dos canastillas con obras de los grandes filósofos helenos Sócrates, Platón y Aristóteles. En el lateral izquierdo, estaban los que el cónsul definía como «sus tesoros». El joven Publio, al tiempo que pasaba suavemente sus dedos por los distintos cestos de aquellas estanterías, podía escuchar la voz casi temblorosa de su padre al enseñarle aquellos rollos: comedias y tragedias de Livio Andrónico o poemas de Quinto Ennio, literatura escrita en latín, cuyos propios autores habían decidido entregar alguna copia de sus escritos a un interesadísimo aficionado como era su padre. Nada, sin embargo, de Nevio, del que el cónsul había visto varias obras pero de quien no aceptaba las tremendas y airadas críticas que aquél lanzaba contra la clase dirigente de Roma. Alguna vez, su padre reía al admitir que fue viendo una de las obras de Nevio cuando recibió la noticia de que su madre iba a dar a luz a su primogénito.

En el lateral derecho de la estancia, según se entraba, estaban los volúmenes que, en este preciso momento, estaban en la mente de Publio y por los que había encaminado sus pasos hasta la biblioteca personal de su padre: rollos en los que se recogía información sobre los pobladores de Hispania, sus costumbres y ciudades más importantes, además de documentos recogidos en hojas de papiro sueltas, enlazadas en pequeños montones por cuerdas finas de cáñamo, donde se daba cuenta de información militar relevante relacionada con las principales colonias griegas amigas de Roma, principalmente ciudades de origen griego en las costas de la península. La habitación contenía también en el centro una sencilla mesa y una silla, lisas ambas, sin adornos. Su padre era un hombre austero, sólo algo indulgente en la complacencia con el buen vino y el disfrute de las artes literarias en las festividades que organizaban los ediles de Roma. Para leer una buena obra, decía, no hacía falta nada más que tiempo y que estuviera bien escrita. Sobre la mesa, el hijo del cónsul extendió algunos de los documentos sobre Hispania, que fue repasando con detalle y, luego, se levantó para acercarse al cesto de mapas. Lo abrió y leyó con detenimiento y paciencia cada uno de los epígrafes inscritos en las cubiertas laterales de cada rollo: Sicilia, Roma, Grecia, África, Cerdeña, Galia Cisalpina, Massilia, Hispania, Qart Hadasht y así hasta unos treinta, pero se detuvo al leer el nombre de Hispania. Sacó el plano y lo extendió sobre la mesa, repasando con sus ojos cada uno de los pueblos que vivían intentando retener la región que ocupaban según el mapa: ilergetes al norte del Ebro, edetanos al sur del mismo río, celtíberos más al centro de la región, con Numantia y Segontia como centros importantes, los carpetanos entre el Tajo y el Duero, y los vacceos más al norte, y lusitanos y vettones hacia el oeste; y luego hacia el sur los vettones y los oretani entre el Guadalquivir y el Guadiana, y al sur del Guadalquivir los turdetani, los bastetani y los bástulos. El mapa recogía también los límites establecidos por los cartagineses, los territorios conquistados al sur por Amílcar, las anexiones de su yerno, Asdrúbal, y los territorios añadidos al imperio cartaginés de Hispania por Aníbal en los últimos años. Marcados en tinta roja, escritos en la letra que Publio reconoció enseguida como la de su padre, se leían los dos nombres de dos ciudades: Sagunto y Qart Hadasht. La primera estaba claro que su padre la habría marcado por ser el detonante de esta nueva guerra con Cartago, pero no tenía claro el porqué de su interés por el otro enclave, aunque conocía que era una ciudad especialmente importante para los cartagineses. Nuevamente se levantó y volvió a rebuscar en el cesto de los mapas hasta encontrar de nuevo el de aquella ciudad, sacarlo y extenderlo en la mesa sobre los otros.

En lo alto del mapa se podía leer, nuevamente de manos de su padre: «Qart Hadasht, o Cartago Nova en nuestra lengua, capital del imperio cartaginés en Hispania. Ciudad fundada por los propios cartagineses, fuertemente fortificada, centro de suministros de las tropas cartaginesas, puerto de mar, refugio donde los africanos llevan a sus rehenes iberos; enclave calificado de inexpugnable por nuestros ingenieros, al estar rodeado por mar al sur y al oeste y al norte por una laguna; sólo es atacable desde el istmo que por el este une la ciudad con tierra firme, sin embargo, aquí hay una elevada muralla que hace prácticamente imposible aproximarse a la puerta de acceso a la ciudad». Deslizó entonces el joven Publio sus ojos desde las obras de su padre hasta el plano de la ciudad y observó su puerto, la colina de Vulcano, de Aletes, la montaña Arx Hasdrubalis y las colinas de Esculapio y Mercurio, tal y como venían indicadas en diferentes sectores del interior de aquella ciudad. De alguna forma aquel plano se parecía tanto a la ciudad con la que había soñado en ocasiones que… Voces en el atrium, de un hombre, de dos, y también su madre. Publio se levanta de la mesa y sale de la estancia. En el atrium le sorprende la luz del alba. El sol ya ha despuntado y asciende por el horizonte. En torno al impluvium se ve a su hermano Lucio, aún a medio vestir, a un legionario de un ejército consular, su piel sudorosa e impregnada de polvo, y a su madre, con una toga blanca sobre su túnica de noche. El legionario sostiene una pequeña tablilla en su mano derecha. Al ver llegar al hijo del cónsul, el soldado, sin moverse de su sitio, extiende la mano hacia él con la tablilla. Publio avanza, coge la tablilla y la desdobla para leer el mensaje. Primero lo lee en silencio. Se empapa durante unos segundos de las consecuencias de aquel texto y a continuación vuelve a leerlo, ahora en voz alta, para que su hermano y su madre escuchen el requerimiento de su padre:

Estimado Publio:

Debes marchar enseguida hacia el norte y reunirte conmigo en Placentia antes de la llegada del invierno.

Publio Cornelio Escipión. Cónsul de Roma

Aquél era un mensaje demasiado escueto. Suficiente, no obstante, para que Pomponia exhalase un largo y profundo suspiro. Aquel momento tenía que llegar alguna vez. Su hijo era reclamado por su padre para entrar en la guerra. Pomponia estaba mentalizada para este momento, pero de alguna forma pensaba que era demasiado pronto, demasiado por sorpresa. Se suponía que su marido se marchaba primero hacia Hispania para detener a ese general cartaginés. Luego tuvieron que cambiar los planes y el cónsul tuvo que dirigirse hacia Massilia para combatir en la Galia contra el enemigo africano y, ahora, sin más aviso, en apenas unas semanas, se recibía un mensaje indicando que era en el norte de la península itálica donde se estaba fraguando la guerra y encima su hijo era reclamado.

—Debo acudir —dijo el joven Publio, leyendo entre los silenciosos pliegues de la frente de su madre.

—Por supuesto —respondió Pomponia, sin mirarle, con sus ojos fijos en el suelo; inspiró y empezó a dar órdenes a los esclavos que esperaban, prudentemente, en una esquina del atrium—. A este soldado, que se le sirva agua y comida, y vino si lo desea; que tenga todo lo necesario también para lavarse. —El legionario asintió con la cabeza al tiempo que se inclinaba ligeramente en reconocimiento de las atenciones que le iban a ser dispensadas. Estaba agotado. Llevaba una semana ininterrumpida de viaje y aquella comida y la posibilidad de lavarse apaciguaron su corazón endurecido por las penurias de la guerra y el viaje interminable.

—Y tú, hijo mío —continuó Pomponia—, debes recoger todas tus cosas, tu ropa, tus… —paró un momento y siguió—, tus armas y tu coraza y escudo y debes marchar con este hombre en cuanto estés listo hacia el norte. El cónsul de Roma reclama a su hijo y éste debe acudir veloz a su llamada.

—Así lo haré, madre —y dio media vuelta y dejó el atrium camino de su habitación. Al cruzarse con su hermano se detuvo un instante. Se abrazaron.

—Cuida de madre, Lucio, cuida de ella.

—Descuida, hermano, y que los dioses te protejan.

Se sacaron triclinia, una mesa, fruta, gachas de trigo, vino y agua. Pomponia se sentó junto al mensajero y le preguntó:

—¿Por qué a Placentia y no a la Galia?

El legionario dejó sobre la mesa la manzana que había cogido para responder.

—Aníbal ascendió por el Ródano evitando enfrentarse al ejército consular. Cruzo el río en territorio de los voleos. Éstos se opusieron a él con todas sus fuerzas; debió de haber un gran combate, pero Aníbal finalmente cruzó el río y se ha dirigido a los Alpes. El cónsul ha dividido el ejército en dos partes. El mayor número de fuerzas ha quedado al mando de su hermano Cneo Cornelio Escipión, que se ha dirigido a Hispania para cortar la línea de suministros de Aníbal, y cumplir así el mandato del Senado al ejército consular de Publio Cornelio. El cónsul, sin embargo, ha cogido un grupo menor de tropas y ha ido al norte de territorio itálico para ponerse al mando de las legiones de Placentia y Cremona por si Aníbal consiguiese cruzar los Alpes con vida, pero…

—¿Pero…?

—Eso es prácticamente imposible. Son unas montañas terribles, llenas de angostos desfiladeros y pobladas de multitud de tribus salvajes. Los barrancos, los salvajes y el frío terminarán con el cartaginés.

Pomponia detuvo su interrogatorio y el legionario pudo satisfacer su apetito. Quizá, pensó ella, al fin y al cabo su joven hijo de sólo diecisiete años aún no tuviera que entrar en un campo de batalla. Con la ayuda de los dioses el general cartaginés perecerá en esas montañas. Una idea horrible cruzó su mente. Si aquel enemigo conseguía cruzar aquellas montañas infestadas de tribus hostiles, venciendo a la dura orografía, la nieve y el frío, sería porque aquél no era un enemigo al uso, sino alguien terriblemente especial, poderoso y astuto. Si aquel general cartaginés cruzaba los Alpes, tanto la vida de su marido como la de su hijo estarían en franco peligro. Se sintió impotente, tensa, nerviosa. Sin decir nada se levantó y dejó a solas al mensajero. Éste, una vez que se vio sin la compañía de la señora de su general en jefe, empezó a comer sin disimular ya el ansia que el voraz apetito había creado en su interior.

Pomponia se sentó en el dormitorio conyugal, en el lecho que tantas noches había compartido con su marido y allí, en el silencio y en la soledad, apagando con la almohada su llanto para que no llegara a oídos de ninguno de sus hijos, lloró con la amargura de una niña desvalida, con el dolor de una madre intuitiva, temerosa de la diosa Fortuna. Había soñado con montañas gigantes y con un ejército que las cruzaba. Su cuerpo estaba frío, agitándose sobre la cama al ritmo de sus sollozos.