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El paso del Ródano

Junto al río Ródano. La Galia, agosto de 218 a. C.

El Ródano, profundo, denso, caudaloso, fluía hacia el mar con fuerza, con un poderoso vigor que partía la región que surcaba en dos mitades difíciles de comunicarse. No había puentes hasta Massilia. Se tenía que cruzar en barco. Aníbal gastó gran parte del dinero que traía consigo de Hispania en regalos y dádivas a los jefes galos de las tribus de la margen derecha del río. Con aquellos presentes compró un gran número de embarcaciones de todo tipo y lo dispuso todo para iniciar la maniobra de cruzar el río, lejos del área de influencia de los romanos, sin tener que luchar contra ellos, pero un enemigo inesperado se interpuso en su camino: los voleos.

Maharbal cabalgaba hacia el sur al mando de un regimiento de jinetes númidas.

—Quiero que vayas al sur al encuentro de los romanos, entres en combate y retrocedas. No quiero discusiones. Tampoco quiero una victoria. Sólo lo que te he dicho.

Ésas fueron las órdenes de Aníbal, las palabras que aún pesaban en sus sienes y que se esforzaba por comprender. «Entrar en combate y luego retroceder, no una victoria». Maharbal era el mejor oficial, el de mayor confianza. ¿Por qué enviarle a él a una pantomima cuando estaban detenidos por los voleos al norte y resultaba casi imposible poder cruzar el río? Si le hubiera ordenado que entretuviera a los romanos hasta la última gota de su sangre, lo entendería. Sería sacrificarse por salvar al grueso de las tropas, por una victoria futura, pero aquellas instrucciones no tenían sentido. Un combate que terminara en una retirada apresurada no haría sino envalentonar los ánimos de los romanos. ¿Para qué, por qué? En cualquier caso, tenía claro que seguiría las instrucciones al pie de la letra. Sí, quizá ése fuera el único motivo por el que Aníbal le había confiado aquella misión. Probablemente ningún otro oficial cartaginés estaría dispuesto a representar una huida humillante ante los romanos y ante sus propios hombres. Maharbal negó con la cabeza intentando disipar su confusión y sus dudas. No lo consiguió, pero se mantuvo firme al frente de la caballería africana, rumbo al sur, al encuentro de los romanos.

Seis días y seis noches llevaban los cartagineses detenidos en la margen derecha del Ródano, sin poder cruzar el río, por el temido y belicoso pueblo de los voleos. Esta tribu gala se había hecho fuerte en trincheras que habían establecido en varios kilómetros al norte y al sur, controlando la margen izquierda del río. Los generales africanos contemplaban cada vez más confusos cómo su comandante en jefe ordenaba escaramuzas de pequeños regimientos que se adentraban en el río para tener luego que retirarse a causa de la lluvia de piedras y todo tipo de armas arrojadizas que lanzaban los voleos desde la orilla. De esta forma los galos se animaban cada vez más y, por el contrario, la moral de las tropas africanas decaía; el sentimiento de alcanzar la península itálica para luchar contra los romanos en su propio territorio, la fuerza que los había conducido hasta allí, se debilitaba poco a poco.

Aníbal se limitaba a cabalgar por la orilla, dirigiendo aquellas escaramuzas y perdiendo su mirada en el horizonte, contemplando el cielo a ratos, como si buscara leer en el vuelo de los pájaros de qué forma salir de aquella ratonera en la que se encontraban. La preocupación y el desasosiego se apoderaba de los oficiales cartagineses. Además, para mayor desazón suya, Maharbal y Hanón, dos de los lugartenientes de Aníbal, profundamente respetados por las tropas, habían sido enviados a misiones lejos de allí, probablemente para detener el avance romano, mientras que su gran general se quedaba allí admirando el cielo de la Galia, absorto en sus pensamientos.

Aníbal seguía con la mirada puesta en el cielo, pensativo, silencioso. De pronto detuvo su caballo para poder observar mejor el cielo. Se llevó la palma de la mano a la frente para resguardar sus ojos de la cegadora luz del sol de aquel agosto gálico. Frunció el ceño y se quedó quieto, como un león de caza, fija la mirada en su presa. Se volvió entonces hacia sus oficiales y dio la orden de que marcharan todas las tropas hacia el río. Quería que todo el ejército, excepto los elefantes, que por su peso se hundirían en el terreno arcilloso del río, se lanzase a cruzar el Ródano en formación de ataque.

Los oficiales africanos no entendían nada. Aquella maniobra era una locura. Los voleos los diezmarían primero desde sus trincheras con las flechas y las jabalinas para luego esperarlos al otro lado del río, secos y bien pertrechados, para atacarlos cuando se acercaran a la orilla, mojados y agotados por el esfuerzo realizado para acometer el paso de las aguas. Los más veteranos, los que más años llevaban al servicio de Aníbal no podían evitar comparar aquella situación con el enfrentamiento que tuvieron contra los carpetanos en Iberia, cuando éstos fueron masacrados por los cartagineses mientras intentaban cruzar las aguas del Tajo. Sólo que ahora los cartagineses eran los que estaban en la débil posición de ser los que tenían que cruzar el río. Sin embargo, pese a las dudas de la gran mayoría, ninguno se atrevió a replicar a su general en jefe, y oficiales y soldados iniciaron la gran maniobra, con temor y pesadumbre, pero con decisión y tenacidad. Quizá su general, que tantas victorias les había dado, había evaluado bien y ésa era la única salida que les quedaba si no querían permanecer allí atrapados durante semanas hasta que al final romanos y voleos juntaran sus fuerzas en un ejército superior en número al que los africanos habían traído hasta el Ródano.

Los voleos vieron a los cartagineses entrando en el río. Sus jefes rieron de puro gusto. Era lo que llevaban esperando desde hacía días. A sus ojos aquel general extranjero no parecía ser hombre paciente. Aquello sería su perdición. Seguros de sí mismos salieron de sus trincheras y se acercaron hasta la orilla para coger mejores posiciones desde las que lanzar sus jabalinas y flechas. Aquello iba a ser una matanza. Los extranjeros tendrían que replegarse. Llevaban semanas haciendo acopio de dardos y lanzas. Creían tener suficientes, tantas como enemigos se adentraban en el río. Aquél iba a ser un gran día para su pueblo. Además, una victoria de esta envergadura atemorizaría sin duda a los propios romanos y podrían asegurar sus fronteras. Mientras se aproximaban al río, con sus miradas tan fijas en el enemigo extranjero que se aventuraba en sus aguas, no vieron unas pequeñas nubes de humo que de forma intermitente habían ido ascendiendo por el horizonte, justo detrás de sus posiciones, en las colinas que quedaban a sus espaldas. No vieron tampoco a la caballería comandada por Hanón, lugarteniente de Aníbal, que había cruzado el río más al norte, hacía tres días; los mismos días que tardó en volver a descender hacia el sur, pero esta vez por la margen izquierda del Ródano para así alcanzar, sin ser vistos, la retaguardia de los voleos. Además, los galos, en su afán de causar el máximo de bajas a los soldados cartagineses que lentamente entraban en el río, al abandonar sus posiciones en las trincheras, quedaron en una formación completamente vulnerable a la carga de la caballería de Hanón. El lugarteniente de Aníbal, una vez hechas las señales de humo, lanzadas al cielo para indicar a su general que ya se encontraban en posición y que en unos minutos se lanzarían sobre los voleos, no tardó más que unos instantes en organizar su ataque. La caballería cartaginesa se lanzó a galope tendido sobre los voleos. Éstos ni veían lo que pasaba a sus espaldas ni escuchaban el ruido de los caballos sobre la hierba, pues el ejército de Aníbal levantaba un gran escándalo al avanzar por el río rompiendo con sus piernas, escudos y caballos el transcurso de sus aguas. Los voleos sólo se percataron de un extraño zumbido a sus espaldas cuando la caballería de Hanón estaba a apenas cien pasos de ellos. La voz de alarma salió de las gargantas sorprendidas de sus jefes, que ordenaron que ahora las jabalinas fueran lanzadas contra la caballería que los atacaba, pero la confusión era grande y muchos no supieron qué hacer. Algunos galos, no obstante, lanzaron sus jabalinas y flechas contra la caballería de Hanón causando bastantes bajas, pero no hubo tiempo para más andanadas de armas arrojadizas. Los jinetes los habían alcanzado y el combate era cuerpo a cuerpo contra veloces soldados sobre rápidas monturas que se desplazaban por toda la orilla. Aun así, los voleos resistieron el ataque por sorpresa de aquella fuerza inesperada, pero su resistencia los hizo desatender su gran objetivo: detener el grueso de las tropas de Aníbal que cruzaban el río, ahora sin ser molestados por los voleos, entretenidos como estaban en luchar por su supervivencia.

Cuando el ejército de Aníbal alcanzó la margen izquierda, los voleos fueron masacrados. Sólo se salvaron los que se lanzaron a una huida río abajo, nadando por las aguas del Ródano, buscando en el flujo del río, refugio y esperanza. Aquel día su tribu había quedado diezmada, arrasada por aquel general extranjero que los había engañado como si de unos niños se tratara.

Maharbal ordenó el repliegue de sus hombres. El enfrentamiento había sido breve pero cruento. Los romanos luchaban con destreza y las fuerzas estaban equilibradas. Los jinetes africanos no entendían por qué su general les ordenaba replegarse cuando aún no estaba claro a favor de quién se decantaría la diosa Fortuna. Se sentían con ánimo de seguir combatiendo. Un oficial se dirigió a Maharbal.

—¡Podemos vencer, mi general! ¡Podemos derrotarlos!

—¡He dado una orden y el que no la siga tendrá que vérselas luego con el propio Aníbal! —Y dio media vuelta a su montura y empezó a replegarse, con un sabor amargo a humillación y cobardía, la que sus hombres interpretaban en sus palabras, aliñada esa desazón con una dosis de orgullo al cumplir las órdenes que había recibido de su superior. Sin embargo, más fácil le habría resultado que se le hubiera encomendado una misión imposible en la que con toda probabilidad fuera a perder la vida, que tener que ordenar este repliegue humillante ante los romanos.

Los cartagineses vieron a su líder retirándose y con el sonido de la advertencia de sus últimas palabras, obedecer o responder ante Aníbal, veloces iniciaron el repliegue ante la sorpresa y alegría de la caballería romana.

Los oficiales romanos dudaron en si debían dar caza a los que huían del campo de batalla. Al fin, se decidieron por no adentrarse más al norte, no fuera que se encontraran con el grueso de las tropas cartaginesas. Satisfechos de sí mismos, emprendieron el camino de regreso hacia su campamento general. Los oficiales tenían ansias de informar al cónsul de la gran victoria conseguida.

Aníbal permanecía aún en la margen derecha del río, supervisando el embarque de los elefantes en las barcazas que debían usarse para ayudar a las bestias a cruzar el Ródano. Los gigantescos animales, no obstante, parecían ser de opinión distinta a la de sus adiestradores y se negaban a seguirlos y montarse en aquellas embarcaciones que, sin duda, a sus ojos, parecían ser demasiado endebles. Aníbal reconoció los problemas que su padre Amílcar ya tuvo que afrontar años atrás para cruzar el estrecho de los Pilares de Hércules y así adentrarse en Iberia desde África. Ordenó que cogieran a las dos hembras mayores, más dóciles, mejor adiestradas, y que las embarcaran primero. Éstas dudaron y opusieron cierta resistencia, pero al fin accedieron a subir a las barcazas, con los ojos atemorizados al verse rodeadas de agua, pero confiando en que aquellos hombres que las cuidaban y les daban de comer, se cuidasen ahora también de que no cayeran al agua.

El resto de los elefantes, en su mayoría machos, al ver a las dos hembras al otro lado del río, cambiaron de actitud y aceptaron, no tanto la idea de subir a las barcazas y de cruzar el río, sino seguir a las hembras. Así, tras un par de horas de trabajos, Aníbal consiguió que no sólo el ejército, infantería y caballería, sino también sus elefantes siguiesen camino a Italia.

El último elefante estaba embarcando cuando la caballería de Maharbal regresó de su misión. Aníbal no necesitó ningún informe. En las cabezas cabizbajas y el rostro triste de aquellos hombres leyó con claridad que Maharbal había seguido sus instrucciones al pie de la letra. Se sintió tranquilo. Las cosas estaban saliendo según las tenía planeadas. Poco a poco las piezas de su estrategia, como si de un gigantesco rompecabezas se tratara, iban encajando unas con otras. Los romanos aún tardarían en entender bien el sentido de cada pequeño pedazo. Eso le daba tiempo. Le daba fuerza. Le otorgaba mayor poder sobre sus enemigos.

El cónsul Publio Cornelio Escipión avanzaba a pie, al frente de sus legiones, hacia el norte, a marchas forzadas. Sus oficiales de caballería ya le habían puesto sobre aviso acerca de la próxima presencia del ejército de Aníbal al narrar el enfrentamiento contra los jinetes númidas. Los informes eran más que alentadores. La retirada de la caballería africana era un buen augurio. Al menos, los legionarios estaban con la moral alta. Era el momento adecuado para entrar en combate. Los hombres estaban predispuestos para el ataque.

Un explorador regresó junto a las legiones; buscaba al cónsul. Pronto lo tuvo enfrente, rodeado de los doce lictores de su guardia personal y, como siempre, con su hermano Cneo al lado.

—Ave, mi general.

—¿Querías informarme de algo? Habla entonces y no detengamos más tiempo la marcha del ejército.

—Los cartagineses han cruzado el río. Ha habido una batalla, contra alguna de las tribus galas de la región. Aníbal ha debido de derrotarlos, ha cruzado el río y se ha marchado.

El rostro del cónsul reflejaba sorpresa y rabia. Contuvo sus palabras. Inspiró aire. Espiró.

—Caballos, rápido —pidió enseguida—, Cneo, ven conmigo. Y una turma[*] de caballería. Tú, legionario —dijo dirigiéndose al explorador—, llévanos rápido hasta ese lugar.

Cabalgaron a galope tendido, Publio y Cneo al frente, el explorador a su lado, detrás los lictores y a continuación un regimiento completo de caballería. En una hora alcanzaron unas colinas. Entre ellas el Ródano se deslizaba en un suave meandro, deteniendo el flujo del río, haciéndolo vadeable. Al pie de las colinas se veían los restos de lo que sin lugar a dudas había debido de ser el campamento general de Aníbal durante varios días. Se veían aún rescoldos de hogueras, armas viejas abandonadas, lanzas rotas esparcidas por el suelo y rastros de sangre sobre la hierba de los heridos que habían sido atendidos entre batalla y batalla. Escipión condujo su montura hasta la misma orilla del río. Al otro lado se veían centenares de cadáveres. El olor a muerto llegaba desde la otra margen.

—El combate ha debido de ser hace un par de días —comentó Cneo—. El olor es infernal —y añadió— por todos los dioses, ¿adónde va este hombre?

—Al norte —comentó el legionario explorador—, el rastro del ejército una vez cruzado el río se encamina hacia el norte.

—¿Más al norte aún? —Cneo no parecía estar muy seguro de los informes de aquel explorador—. Eso no tiene sentido alguno. No tiene sentido. Por Hércules, si va más al norte entrará en los Alpes.

Se hizo el silencio entre los presentes. El paisaje de la margen izquierda era desolador y su terrible aspecto de campo de batalla henchido de muertos era acentuado por el desagradable y profundo hedor que desprendían los cuerpos. Había varias bandadas de buitres que se desplazaban a placer entre un grupo de cadáveres y otro. Algunos estaban tan gordos que no podían volar. Llevaban un día entero comiendo carne humana. Un auténtico festín.

—Sí tiene sentido —comentó el cónsul—. Un sentido extraño pero cada vez resulta más evidente.

—Bien, hermano —empezó Cneo, el único que no usaba el tratamiento de cónsul o señor al dirigirse al general en jefe de las legiones de aquel ejército consular—. Estaría bien que te explicases un poco más.

Publio Cornelio asintió con la cabeza a la vez que empezaba a dar su explicación, su interpretación de los movimientos de aquel general cartaginés.

—Aníbal no quiere combatir hasta alcanzar suelo itálico, hasta acercarse lo más posible a Roma. Quiere llevar la mayor parte de su ejército intacto. Fíjate en el suelo, en esas pisadas junto al agua. Son de elefante. Incluso se lleva esas bestias consigo. Si para rehuir el combate con nosotros tiene que ascender por el Ródano hasta aquí, lo hace. Si al alejarse de la costa se encuentra con tribus hostiles a su tránsito por sus territorios, la otra margen del río te ofrece el tipo de respuesta que le da a ese problema. Y si para evitar a nuestro ejército consular antes de llegar a la península itálica tiene que adentrarse en los Alpes, eso es lo que decide. Es una locura porque el verano está terminando y el frío llega temprano a las montañas del norte. Es una aventura muy arriesgada. Lo más probable es que esté conduciendo a sus tropas a un final seguro. Entre las montañas, el frío y las tribus salvajes de esa región, es muy poco probable que consiga salir de allí.

—Pero no imposible —apuntó Cneo.

—No, no imposible —el cónsul meditó unos instantes en silencio hasta tomar una determinación—. Bien, bien, éste es un juego complicado y tenemos varios frentes en esta guerra. Esto, hermano, es lo que vamos a hacer.

Desmontó de su caballo e invitó a que Cneo hiciera lo mismo. Luego lo cogió del brazo y lo llevó junto al río, a una pequeña playa natural allí donde el meandro había acumulado una gran cantidad de arena. Sobre la arena de aquel recodo, junto al río Ródano, el cónsul le explicó a su hermano la estrategia a seguir.

Los lictores observaban a los dos hermanos: el cónsul hablaba y Cneo Cornelio asentía lentamente con la cabeza.