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El nuevo cónsul de Roma

Roma, marzo de 218 a. C.

Pomponia, en el centro del atrium, ayudaba a su marido, Publio Cornelio Escipión, recién elegido cónsul de Roma junto con Sempronio Longo, a ponerse bien la toga. Guardando una respetuosa distancia, el joven Publio y su hermano Lucio escuchaban a sus padres. Su madre llevaba la conversación.

—No entiendo bien lo que está ocurriendo: por un lado Fabio se declara en el Senado opuesto a la guerra, pero luego utiliza su influencia para ir en la embajada a Cartago y, según nos cuenta Emilio Paulo, allí no hizo nada por evitar la guerra, sino más bien todo lo contrario. Total, que al final estamos en guerra contra Cartago y en lugar de ir él a luchar resulta que esta guerra estalla en el momento en que tú eres cónsul y te corresponde por ley enfrentarte con los cartagineses.

—Está claro que Fabio se lleva algo entre manos —respondió Publio padre—, pero no puedo rehuir mis responsabilidades. Partiré con las legiones asignadas hacia el norte y pronto embarcaré para Hispania para enfrentarme con ese Aníbal del que tanto hablan —y volviéndose hacia su mujer—, confía en mí. Estaré de vuelta antes de lo que imaginas.

Pomponia, no obstante, no supo encontrar consuelo ni en las palabras cariñosas de su marido ni en el abrazo suave que éste le daba con sus brazos en torno a su cintura. Sintió el beso del nuevo cónsul de Roma en la mejilla y con él una sensación de amor y tragedia entremezclados se apoderaron de su mente haciendo que unas lágrimas apareciesen en sus ojos. Se separó despacio de su marido y le dio la espalda para ocultar su llanto silencioso. Publio, cónsul de Roma, se quedó contemplando a su mujer embargado por los sentimientos que fluían por sus venas, pero mantuvo la compostura. No podía mostrar ningún síntoma de debilidad o flaqueza. En el vestíbulo de su casa le esperaban los doce lictores de su guardia personal conforme correspondía a su cargo, y junto a él estaban sus dos hijos. Se volvió hacia su primogénito.

—Ya sabes que parto hoy hacia el norte con las legiones, pero he dado órdenes de que te incorpores a la caballería en los próximos días. Nos veremos en Hispania. Sé que harás honor al nombre de nuestra familia. Ahora nos despedimos, pero pronto volveremos a vernos, y tú, Lucio, cuida de tu madre mientras tu hermano y yo estamos ausentes.

Pensó en abrazar a sus hijos, pero se detuvo y mantuvo una expresión seria. Sus hijos, henchidos de respeto hacia su padre, cónsul del Estado, asintieron sin decir nada. Publio Cornelio Escipión partió entonces de su casa acompañado por su escolta de lictores dispuesto a encontrarse con las legiones que tenía asignadas a su mando. Roma estaba en guerra, un general cartaginés avanzaba por Hispania y su misión era detenerlo antes de que terminara por dominar toda aquella región. Al cruzar el umbral de su puerta inspiró con fuerza. Quería llevarse en el fondo de sus pulmones el olor a romero y pino que desprendían las plantas del jardín de la casa que vio nacer a sus padres, a él mismo y a sus propios hijos. Pensó que con aquel aire se llevaría algo de la fortaleza de los dioses Lares y Penates protectores de su familia. Sentía que la iba a necesitar.