Cuerpo a cuerpo
Roma, 219 a. C.
Los trabajos de adiestramiento militar se habían intensificado notablemente desde que el padre de Publio y Lucio diera mano libre a su tío Cneo para que los instruyera tanto por la mañana como por las tardes. Cneo estableció un horario muy exigente. Los jóvenes, de dieciséis y catorce años de edad, se tenían que levantar al alba, desayunar fuerte y salir con Cneo, que los esperaba en el atrium de su casa, para el campo de entrenamiento. Por la mañana corrían, hacían ejercicios y practicaban con las armas de lucha cuerpo a cuerpo: la espada y las lanzas largas de los triari. También combatían contra su tío, que siempre empezaba atacando, luego aflojaba para permitirles a ellos que le atacaran y terminaba siempre reanudando su ataque con poderosos y rápidos golpes de espada que empujaban a sus sobrinos a retroceder y, en muchos casos, a caer. Por las tardes, Cneo se centraba en desarrollar la destreza de los muchachos sobre un caballo: cabalgaban al paso, luego al trote y por fin, esto es, sin duda, lo que más disfrutaban los jóvenes, al galope. La tarde terminaba con luchas a caballo. Cneo les pedía que intentasen derribarle en una maniobra de ataque cabalgando al trote. Para estas prácticas finales su tío había decidido recuperar las espadas de madera, ya que sobre el caballo sus sobrinos no tenían el mismo control que pie a tierra.
Aquella tarde empezó Lucio el avance sobre su tío. Espoleó al caballo con sus talones y éste arrancó con fuerza. Cneo le salió al paso y, en lugar de lanzar un golpe para protegerse con el escudo, se limitó a tirar de la rienda del caballo en el último momento desviándose de la trayectoria que su sobrino pequeño tenía diseñada para su golpe. El joven perdió el equilibrio al no encontrar la oposición esperada en la que había volcado toda su fuerza y cayó al suelo, al tiempo que veía cómo su montura se alejaba a galope tendido. Su tío se acercó con rapidez.
—¿Estás bien?
Lucio se había sentado sobre la hierba que cubría el prado en el que practicaban. Le dolía el trasero y un poco la cabeza, pero estaba bien. Asintió con la cabeza.
—Bien —dijo Cneo—, pues ve a por tu caballo y ve veloz porque me parece que tienes una buena caminata.
En la distancia, a unos quinientos o seiscientos pasos, se veía al caballo de Lucio que por fin se había detenido para pastar con sosiego ajeno a los sufrimientos de su jinete caído. El joven se levantó y se puso en camino dispuesto a recuperar su montura. Caminaba despacio masajeándose con una mano el final de la espalda y con la otra palpándose la frente. No sintió sangre. Respiró más tranquilo.
—Bueno —comentó Cneo dirigiéndose a su sobrino mayor—, ahora te toca a ti. Cuando quieras.
Publio escuchó la instrucción, pero no se movió de su sitio.
—He dicho que cuando quieras, Publio —insistió su tío—. ¡Vamos, adelante!
Sin embargo, Publio permaneció sobre su caballo, quieto, sin mover un ápice su cuerpo.
—¿Tienes miedo? —Su tío le preguntaba nervioso—. Si tienes miedo, tienes que superarlo. Ya has visto que a tu hermano no le ha pasado nada, pero tienes que intentarlo, tienes que intentar derribarme.
Publio calló unos segundos, pero al fin respondió con fuerza.
—No, no tengo miedo, pero no voy a atacar. Ataca tú cuando quieras.
Cneo se quedó sorprendido por el desparpajo de su sobrino, aunque se alegró de que aquella reacción no pareciera tener relación con el miedo. Algo tramaba Publio. Estaban los dos sobre sus caballos, enfrentados, a una distancia de unos cincuenta pasos. Había espacio suficiente para una arrancada rápida de un caballo que, bien dirigido por un jinete diestro, pudiera conducirle a derribar con un fuerte golpe a su rival.
—Ésa es una respuesta bastante impertinente —se mofó su tío—, puede que ese tono te valga con las mejores fulanas de la ciudad, gracias en gran medida a la generosidad de mi bolsillo, pero no confundas mi aprecio por ti con complacencia. Si no acatas mi orden y me atacas, no tendré condescendencia contigo, sobrino, y te advierto que te arrepentirás durante largo tiempo. —Pero Publio permanecía inmóvil—. Te lo advierto por última vez, y me da igual si luego tu madre no me habla el resto de su vida. Si no atacas, voy a ir a por ti y te voy a romper algún hueso.
—Muchas palabras, tío. Aquí te espero.
Lucio llegó en ese momento de vuelta sobre su caballo para ser testigo de cómo su tío Cneo se ponía rojo por el creciente enfado ante la osadía de su sobrino mayor. Escupió entonces en el suelo, espoleó a su caballo y con violencia levantó la espada de madera y se lanzó sobre el joven Publio. Lucio, que observaba la escena atónito pues no daba crédito a la actitud de su hermano mayor, sacudía la cabeza. No un hueso, sino todos eran los que Cneo le iba a romper a su hermano mayor, pero ya era tarde para intervenir.
Cneo avanzaba con su caballo hasta estar a treinta, veinte, diez pasos de su sobrino cuando éste espoleó a su montura al tiempo que con las riendas dirigía al caballo hacia un lado. Su enorme tío pasó como una centella y el gran volumen de su cuerpo acompañado del caballo generaron una ráfaga de aire. La espada de madera pasó apenas a unos centímetros del rostro de Publio, pero no llegó a tocarle. Cneo entonces quedó ligeramente desequilibrado pero su gran experiencia en el combate le hizo restablecerse sobre la montura con rapidez al tiempo que tiraba de las riendas para detener el brío de su caballo y poder así iniciar el giro para arremeter de nuevo contra su sobrino, pero ocupado en detener a su propio caballo y confiado en su destreza y superioridad en la lucha, no prestó mayor atención a los ágiles movimientos que Publio estaba ejecutando: el joven, nada más pasar su tío a su lado, hizo que su caballo girase sobre sí mismo y le siguiera de forma que mientras Cneo tiraba de las riendas de su montura no vio cómo por su espalda su sobrino se acercó y, dejando por un instante las riendas de su caballo sueltas, asió la espada con las dos manos y con todas las fuerzas que pudo reunir concentró un poderoso golpe sobre el hombro de su tío que aún permanecía de espaldas sin ver lo que se le venía encima. El impacto fue seco, fuerte y rotundo. Cneo sintió como si le embistieran por su lado izquierdo, como si un toro le acabara de dar alcance y entre desprevenido, sorprendido y que aún pugnaba por reinstaurar su equilibrio sobre la montura después de su primer golpe fallido, en lugar de encontrar el centro de la montura, se vino a un lado, al tiempo que el caballo de su sobrino, falto de dirección al venir suelto sin nadie que gobernase las riendas, chocó con el de su tío de modo que éste también se espantó por el encuentro inesperado, relinchó y se irguió alzando sus patas delanteras, y lo que ni el golpe fallido de Cneo ni el certero impacto por sorpresa de su sobrino habían conseguido, lo logró la propia bestia: Cneo, todavía dolido por el golpe y sin el equilibrio recuperado vio cómo su caballo le echaba hacia atrás con toda su enorme potencia de forma que en un segundo se vio cayendo sobre el suelo, derribado, abatido. El caballo de Cneo, pese a todo bien adiestrado, en lugar de alejarse, se detuvo apenas a unos pasos de su jinete, mientras que Publio refrenó el suyo a unos veinte pasos de su tío. Cneo se levantó del suelo, se sacudió la hierba que se le había pegado a la piel sudorosa y empezó a meditar su reacción. Si su sobrino le hubiera acometido con una espada de verdad, su herida habría sido mortal de necesidad. Aquel jovenzuelo le había dado una lección de humildad.
—¡Bueno —empezó—, me has derribado! ¡Ya tenía yo ganas de que alguno de los dos me derrotase en algún lance! ¡Creo, sobrino, que estás listo para el combate! Y tú, Lucio, no dudes en que pronto lo estarás, pronto lo estarás. Bien, ahora recojamos todo y nos volvemos para casa. ¡Ah, y una cosa, esto que quede entre nosotros! Yo no le he contado a vuestro padre las infinitas veces que os he derribado así que no es necesario que ahora vayáis corriendo a contarle el episodio de esta tarde, ¿está claro?
Los dos jóvenes hermanos se miraron, sonrieron y asintieron.
Llegaron a casa y Publio y Lucio desaparecieron en busca de la cocina; no podían esperar a que su madre diera todas las instrucciones necesarias para organizar la cena. Dejaron a su tío a solas en el atrium de la casa, aunque enseguida salió su hermano Publio a recibirle.
—¿Sabes lo que ha ocurrido esta tarde? —Fue la pregunta con la que Cneo abrió la conversación.
Publio negó lentamente con la cabeza; temía algo malo, pero al entrar había alcanzado a ver la fugaz sombra de sus hijos corriendo resueltamente hacia la cocina y parecían enteros. Su rostro delataba confusión.
—Tu hijo mayor me ha derribado del caballo.
Publio Cornelio permaneció de pie, en silencio, contemplando los dos metros de hermano que tenía ante sí. Cneo amplió su comentario.
—Primero evitó mi golpe con agilidad y mientras yo recuperaba el equilibrio en el caballo me sorprendió por detrás con un golpe certero y fuerte, muy fuerte. No me pude mantener en el caballo y caí, bueno, tu hijo me derribó.
Publio Cornelio Escipión no daba crédito a sus oídos. Pomponia había entrado también en el atrium y escuchó las últimas palabras de su cuñado con la boca abierta.
—Cneo, esto te lo estás inventando para que me sienta orgulloso de mi hijo o estás de broma. Si es broma, no tiene gracia.
—No, la formación de tu hijo nunca me la he tomado a broma. Tu hijo me derribó.
—Comprendo —Publio empezaba a asimilar la información.
—Es rápido, es fuerte y piensa por sí mismo. Está preparado. Si fuera a entrar en el campo de batalla, no me importaría entrar en combate junto a él. Sé que el flanco por el que Publio cabalgase no debería preocuparme, pero —cambiando con rapidez de tema y llevándose una mano al estómago—, ahora lo que me gustaría saber es si esos dos devoradores nos van a dejar algo para cenar.
Pomponia salió del atrium sin decir nada; al igual que su marido, iba asimilando la información; fue a la cocina a poner orden en su casa. Los dos hermanos se quedaron solos. Publio aprovechó el momento de intimidad para una última pregunta.
—Y…, ¿y sabe mi hijo que es la única persona que te ha derribado y que permanece viva para contarlo?
Cneo sonrió.
—Bueno —dijo—, es sangre de mi sangre. Te parecerá tonto, pero me siento un poco como si yo mismo me hubiese derribado —y concluyó—, será un gran soldado. Sólo espero poder vivir lo suficiente para verlo.