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La desesperación

Sagunto, 219 a. C.

Desde la torre móvil las catapultas se pusieron en marcha a un tiempo. Las andanadas de rocas proyectadas a gran velocidad impactaron sobre la muralla destrozándolo todo a su paso. Las cargaron de nuevo. Los saguntinos se afanaron con rapidez en traer piedras y arcilla con las que reparar, en lo posible, algunos de los destrozos. La torre siguió avanzando. Una segunda andanada de las catapultas barrió a los defensores que se habían reincorporado a la muralla. Los saguntinos abandonaron las tareas de defensa y se lanzaron a las de ataque: cargaron la falárica y empezaron su lanzamiento intermitente de jabalinas apuntando a los hombres de la torre móvil. Una nueva andanada de las catapultas se concentró en la elevada torre de observación de los saguntinos. Las paredes de la misma se agrietaron por el impacto de varias rocas a la vez. Los saguntinos oyeron entonces un ensordecedor crujido y ante sus ojos su torre fortificada se desmoronó ahogando en el fragor del derrumbamiento los gritos de los soldados de su interior. La torre móvil siguió avanzando. Los lanzadores de la falárica tuvieron que disparar sin disponer ya de la información que les daban desde la torre de la muralla. Nuevas andanadas consecutivas desde la torre de asedio acabaron con la ya debilitada estructura del muro occidental que se vino abajo con enorme estrépito. Aníbal ordenó entonces que sus soldados entrasen en la ciudad.

Los saguntinos, aun así, presentaron una inusitada resistencia. Luchaban más allá de toda esperanza. No era un combate por sobrevivir, sino tan sólo por retrasar la llegada de su muerte. El fin estaba cerca y cada defensor buscaba la forma más digna de morir. Algunos de los nobles de la ciudad levantaron con ayuda de sus sirvientes una gran pira en el centro de la plaza principal a la que prendieron fuego y a ella arrojaron gran parte de su oro y plata y otros objetos de valor. Finalmente, en un arranque de absoluta desesperación, muchos de ellos se lanzaron al fuego mismo para ser devorados por las llamas antes que caer bajo las espadas de los cartagineses que entraban en la ciudad. Sin embargo, en aquel momento, la entrada de los cartagineses fue detenida por la tenacidad de los defensores que, seguros ya de su muerte, no dudaban en hacer padecer a los atacantes el mayor sufrimiento posible antes de rendir su ciudad. Así, después de unas horas de incansable lucha entre las ruinas de la muralla, los cartagineses consiguieron penetrar hasta un altozano del sector oeste en el que se hicieron fuertes, pero los saguntinos a su vez levantaron barricadas en una muralla interior en la que se apostaron dispuestos a librar la lucha cuerpo a cuerpo hasta el final.

Aníbal ascendía por la colina examinando con orgullo la enormidad de la torre móvil que, finalmente, les había abierto el paso a la victoria. Fue en ese momento cuando decidió dar la estocada final a aquel asedio, un poco cansado ya por el largo esfuerzo de aquella lucha que aún se preveía larga por la resistencia sin fin de los defensores. El general cartaginés escaló sobre un montículo de escombros de la muralla y desde allí, a voz en grito, hizo saber a todos sus soldados que el botín que se consiguiese en el saqueo de la fortaleza sería para el ejército victorioso.

No tuvo que hacer más. Al bajar de aquel montículo el destino final de Sagunto había quedado sentenciado. Aníbal observó en el rostro de sus hombres cómo la codicia era capaz de renovar las fuerzas de la tropa más allá del cansancio o del miedo. La caída de Sagunto era cuestión de horas. En ese momento un emisario que llegó al galope se hizo escuchar por encima del fragor de la lucha.

—¡Mi general, mi general! ¡Tenemos un problema con los carpetanos!

—¡Bien, soldado, desmonta! —Y bajando la voz—, y si es posible entrégame el mensaje a mí, no hace falta que lo pregones a los cuatro vientos.

—Perdón, mi general.

Los carpetanos se habían levantado oponiéndose a la política que los cartagineses habían llevado en los últimos meses para reclutar entre aquellos iberos infinidad de guerreros que incorporar a las filas del ejército púnico. Aquél era uno de los precios que Aníbal había obligado tras imponerse a aquel pueblo en la batalla del Tajo.

«Curioso», pensó Aníbal. Había concluido que después de la atroz derrota que los carpetanos habían sufrido en el Tajo no tendrían ya ganas de levantarse en armas contra él. Aquello no podía dejarlo pasar. Se dirigió a Maharbal.

—Mantén las posiciones. Si puedes tomar la ciudad bien, y si no limítate a mantener las posiciones. Volveré en unos días. Me llevo parte de nuestras tropas africanas. Voy a terminar con este asunto de los carpetanos de una vez para siempre.

Con determinación Aníbal fue descendiendo lentamente sin aún haber pisado la ciudad de Sagunto.

No se habían adentrado apenas en el territorio de los carpetanos cuando una comitiva de aquel pueblo ibero salió a recibir a Aníbal. Éste avanzaba con veinte mil soldados africanos dispuesto a terminar con aquel amago de rebelión. La comitiva llegó junto a Aníbal.

—¡Que los dioses te guarden, Aníbal!

El cartaginés no respondió enseguida. El silencio se hizo pesado en el rostro de los iberos que veían atemorizados la determinación en la faz del cartaginés y aquella determinación subrayada por el gran ejército que lo acompañaba.

—Creo —empezó uno de los iberos— que ha habido un malentendido.

—¿Un malentendido? —inquirió Aníbal.

—Bien —el carpetano tragó saliva—, quiero decir, que sólo teníamos algunas diferencias que plantear sobre las nuevas levas de guerreros que ordenasteis… en fin, no hace falta venir con un ejército para… hablar de esto… en fin… creo —Aníbal tenía prisa.

—He interrumpido un asedio de varios meses por este malentendido. Mis órdenes son específicas: quiero los soldados que necesito y no admito discusión. Si no los rehenes que tenemos en Qart Hadasht morirán al amanecer y mi ejército se ocupará de que no tengáis muchos días para llorarlos ya que estaréis más ocupados en implorar por vuestra propia vida. No sé si me explico con suficiente claridad.

Los iberos no habían esperado una reacción tan radical por parte de Aníbal, pero comprendieron con precisión que no había mucho margen para la negociación.

—Sí, entendemos. Las levas se llevarán a cabo como deseáis.

—Bien —dijo Aníbal y, antes de dar por concluido el encuentro, añadió un mensaje final—, y sólo una cosa más: hoy acepto que ha habido un malentendido; pero ya no consideraré nunca más esa posibilidad. La próxima vez asumiré que he dado una orden y os negáis a cumplirla.

Aníbal dio media vuelta y con él su ejército africano fue replegándose en dirección a Sagunto.

Los carpetanos se quedaron quietos, rodeados por la polvareda que los caballos cartagineses levantaban, rumiando con tristeza su imposibilidad de oponerse a las órdenes recibidas.

Aníbal ascendió por la ladera occidental que conducía a las murallas de Sagunto. La ciudad estaba en llamas. Se oían gritos de sus habitantes, corriendo despavoridos para zafarse de los cartagineses que habían tomado la ciudad. Una vez en la acrópolis ibérica, Aníbal identificó enseguida el olor de la carne quemada. Centenares de saguntinos se habían inmolado antes que rendirse. El resto huía o seguía luchando. Ocho meses de asedio. Ocho meses de resistencia más allá de toda esperanza. Si al final del primer o segundo mes le hubieran propuesto algún tipo de pacto, él lo habría aceptado. Ocho meses. Aníbal nunca había visto tanta decisión en mantener un acuerdo. Los saguntinos podrían haberse pasado al bando cartaginés y se podría haber negociado un acuerdo razonable para ambas partes. Al cabo de cuatro meses aquel asedio ya era algo personal para él. Una cuestión de puro amor propio. Tenía que enviar la señal clara e inconfundible al resto de los pueblos de Iberia sobre quién era la nueva potencia dominante en todo aquel vasto territorio, aunque para ello tuviera que destruir la cultura y la ciudad más merecedoras de su admiración. Los carpetanos, los vacceos, los edetanos y tantos otros pueblos con los que había llegado a diferentes acuerdos y que ahora poblaban su ejército con multitud de mercenarios, eran gente inconstante y de cambiante lealtad. Sin embargo, los saguntinos se habían mostrado incorruptibles, inflexibles, intrépidos. Por eso los admiraba más que a ningún otro pueblo de Iberia. Por eso tuvo que destruirlos por completo. No se sentía orgulloso. El olor, los gritos, las heridas de su cuerpo aún no bien cicatrizadas le hicieron sentirse mal. Aníbal se detuvo y se sentó sobre unas piedras que antes habían constituido parte de la muralla occidental de Sagunto. Se había mareado. Se dobló y vomitó. Sus hombres mantuvieron una distancia prudente ya que el general no pedía ayuda. Sabían que aún estaba débil por las heridas que arrastraba, pero nadie se acercaría a no ser que él lo solicitase. Aníbal se incorporó y sus hombres se relajaron. Era asco lo que sentía, pero ya no había vuelta atrás. Todo estaba ya en marcha. Sólo desde el horror conseguiría poner en movimiento las fuerzas necesarias para cambiar el curso de la historia.