21

En el jardín

Roma, 219 a. C.

Estaban reunidos Cneo y Publio Escipión, Pomponia y los dos hijos de la pareja, el joven Publio y Lucio en el jardín de su casa. Pomponia había ordenado que dispusieran cinco triclinium junto a la fuente ya que el tiempo era agradable y la brisa fresca invitaba a estar al aire libre.

—Este Fabio me desconcierta —dijo Publio.

—Pues a mí no especialmente —Cneo parecía ver las cosas con más claridad—. Se opone a la guerra y ya está. Está haciendo todo lo posible por dilatar nuestro enfrentamiento con Cartago, algo que es inevitable.

—Exacto —dijo Publio—, eso es lo que hace, dilatar, retrasar nuestra intervención para ayudar a Sagunto, pero eso sólo va a conducir a la caída de la ciudad. La gente no querrá entonces que dejemos pasar esa afrenta, una ciudad amiga de Roma arrasada por los cartagineses. Será la guerra general, en lugar de haber acudido a socorrer a una ciudad concreta en un momento concreto. Y ese enorme interés suyo por formar parte de la delegación que hemos enviado a Cartago para negociar la paz o declarar la guerra…

—Es uno de los senadores más influyentes y ha sido dos veces cónsul, es razonable que la gente confíe en él una misión tan delicada —respondió Cneo.

—¿Quién va a ir a Cartago? —preguntó Pomponia.

—Pues… —Publio hizo memoria—, Fabio Máximo y… Marco Livio, Emilio Paulo, Cayo Licinio y Quinto Baebio… Sí, esos cinco van para allá. Pero Fabio es el que lleva la voz cantante. Ya se asegurará de controlar la embajada.

Un esclavo llegó con una mesa y otro dispuso fruta y trozos de cerdo asado sobre la misma.

—Y… —se aventuró a preguntar el joven Publio—, ¿es tan peligroso entrar en guerra contra Cartago? Ya los derrotamos hace años. ¿Por qué ha de ser distinto ahora?

—Los hay que temen —empezó Cneo— que los cartagineses se hayan recuperado en estos años y que hayan constituido un poderoso ejército forjado en la lucha en Hispania. Pocos lo reconocen, pero ése es el temor que hay, ¿me equivoco, hermano?

Publio padre asintió. En su mente la duda pesaba mucho: ¿adónde conduciría una guerra con Cartago?

—Creo —empezó entonces Publio padre— que la guerra ya está declarada.

Todos le miraron. Se explicó.

—Por mucho que Fabio Máximo se llene la boca con la paz, llevaba la guerra escrita en sus ojos, pero no una guerra por salvar Sagunto, una guerra más allá de aquella ciudad, una guerra cuyo fin no alcanzo a divisar y… y eso me preocupa.

Se hizo el silencio. El joven Publio y Lucio se estiraron para coger sendas piezas de fruta, dos ciruelas.

—Si sigues así vas a asustar a tus hijos —comentó Pomponia.

—Bueno —dijo Cneo—, sea como sea no parecen haber perdido el apetito.

El joven Publio y su hermano Lucio se habían metido la ciruela entera en la boca y ambos se esforzaban por ver quién se la comía antes.

—Ya veo —comentó su padre, y mirándolos se dirigió a su hermano—. Creo Cneo, que es hora de que estos dos dupliquen sus esfuerzos de adiestramiento. A partir de ahora los puedes entrenar en el combate mañana y tarde.

Los dos jóvenes se atragantaron y se tragaron las dos ciruelas, incluidos los huesos. Cneo sonrió satisfecho y Pomponia, para su sorpresa y su satisfacción, no planteó ninguna queja. Tanto ella como su marido empezaban a divisar un futuro no demasiado lejano donde quizá lo más valioso que pudieran poseer sus hijos fueran las enseñanzas de Cneo en el combate. A su padre, no obstante, le quedaba la duda de si las lecciones de griego, literatura y estrategia del pedagogo que había educado a sus hijos servirían también para algo. Educar a un hijo, pensó, era lo más difícil a lo que nunca jamás se había enfrentado. Puede que uno no arriesgara la vida en el proceso de enseñar a un hijo, como ocurría en el campo de batalla, pero sin duda era donde más horas de sueño se le habían escapado. En aquel momento el senador no supo anticipar hasta qué punto su propia vida dependía ya de la de su propio primogénito.