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De camino al Senado

Roma, 219 a. C.

Tito Maccio, ajeno a los acontecimientos que absorbían a la gran metrópoli romana, estaba preocupado por cosas más mundanas, como, por ejemplo, encontrar algo que comer aquel día. Hacía meses que había perdido no ya el orgullo, sino la dignidad y se arrastraba por la ciudad mendigando. Aquel día se acercó a los alrededores del foro. Había una reunión en el Senado y gran ir y venir de padres conscriptos. Era la hora ya en la que debían terminar los debates. Se arrodilló en una de las calles que daban acceso al foro y allí postrado aguardaba que la generosidad de alguno de los prohombres de la ciudad le solucionase el agudo dolor de estómago que estaba padeciendo y la gran debilidad que sentía ante la carencia de alimentos. Era ésta, no obstante, una actividad no exenta de ciertos riesgos. Muchos de los senadores de la ciudad caminaban escoltados por guardias o esclavos y, con frecuencia, ambas cosas a la vez, que los protegían de la chusma, sus ruegos y sus peticiones. Si alguien deseaba algo de un senador, lo mejor era acudir a casa de éste bien vestido uno de los días que tuviera designado para recibir a clientes en su domus y, luego, una vez allí, esperar tu turno en una larga cola de peticionarios que esperaban en el vestíbulo. Era conveniente acudir provisto de una buena bolsa de dinero con la que apoyar tu solicitud.

Tito veía grupos de senadores que, sin detenerse siquiera a mirarle, pasaban de largo. Viendo que su posición de sometimiento al estar de rodillas no conducía a ningún sitio y agotado por el esfuerzo bajo el sol de aquella mañana, que cada vez calentaba con más vigor, decidió acurrucarse en una esquina próxima guarnecido en la sombra de las paredes circundantes. Por la calle apareció entonces una comitiva de fornidos guardias armados con espadas y pila, como si se tratara de legionarios, algo que muchos de aquéllos habían sido en un pasado no muy lejano. Los guardias iban despejando el camino para asegurarse de que su protegido, su amo y quien les pagaba bien, no fuera importunado por ningún molesto viandante o, como observaron en aquel instante, por algún mendigo furtivo y sucio.

Al llegar a la altura de Tito, dos de los guardias le pegaron un par de patadas en las costillas. Tito, sorprendido por la enorme agresividad, se acurrucó aún más si cabe en la esquina, mientras aullaba de dolor. Los guardias volvieron a pegarle más patadas.

—¡Fuera de aquí! ¡Fuera del camino del senador Quinto Fabio Máximo! ¡Fuera de aquí, perro!

Tito dio un respingo para salir de aquella esquina y, gateando como si realmente de un perro se tratase, se arrastró por una bocacalle para quedar fuera del camino donde su presencia resultaba tan molesta. Los guardias le dejaron en paz y se reincorporaron a la comitiva que había llegado ya adonde se encontraban. Tito, desde una distancia más segura, con las manos en su pecho, encogido por el sufrimiento de los golpes, observó la figura del senador Fabio Máximo ascendiendo por la calle de regreso hacia su villa en las afueras de la ciudad, rodeado de sus fieles servidores. Se le veía satisfecho, orgulloso de sí mismo: acababa de ser elegido miembro de la embajada que viajaría a Cartago para negociar sobre Sagunto. En su cabeza, el viejo senador ya ideaba el plan a seguir. Se sintió molesto porque su marcha se vio ligeramente detenida por la absurda e inoportuna aparición de algún miserable mendigo. Fabio sonrió para sus adentros. Pronto incluso estos mendigos serían de utilidad para el Estado. Haría falta mucha carnaza que ocupase la posición de infantería ligera en las legiones que pronto habrían de constituirse.