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El asedio[M]

Sagunto, 219 a. C.

Aníbal había reunido un ejército de cien mil hombres. Tropas suficientes para emprender su gran plan, la estrategia diseñada por su padre, pero antes debía hacer estallar la guerra entre Cartago y Roma. Los turdetanos se lo habían puesto fácil al quejarse de las agresiones de los saguntinos. Avanzaron desde Qart Hadasht hasta Sagunto y después de arrasar sus campos y hacerse con el control de la zona entre la ciudad y la costa, para evitar que pudieran llegar refuerzos desde el mar, rodeó la fortaleza. Sagunto se levantaba sobre un gran promontorio a unos tres kilómetros del mar. Los saguntinos habían construido una muralla en torno a la ciudad que la hacía prácticamente inexpugnable, ya que en la mayoría de los puntos, allí donde terminaba la muralla, se abría un abismo de decenas de metros. La ciudad era una fortaleza infranqueable por el este, el lado del mar, por el sur y por el norte; sin embargo, la muralla del sector occidental se levantaba en la ladera más suave de aquella colina. En ese punto no había un desnivel pronunciado sino una paulatina pendiente por la que se podía ascender hasta la ciudad. Aníbal mandó a sus hombres que golpearan allí con todas sus fuerzas.

Los cartagineses, apoyados por gran número de mercenarios venidos de África e iberos que se les habían unido durante los años de dominación de la península, ascendieron con todo tipo de armas arrojadizas y picas para acceder a las murallas, pero encontraron una defensa impresionante. Los saguntinos, conscientes de que aquél era el extremo más endeble de su fortaleza natural, habían elevado los muros en aquella zona además de añadir varias torres, especialmente una altísima, desde las que empezaron a arrojar dardos y jabalinas. Los cartagineses, protegiéndose con sus escudos, fueron avanzando pese a la lluvia de proyectiles, pero al alcanzar la muralla los saguntinos lanzaron pez ardiendo, más flechas y rocas. El ejército púnico retrocedió.

Empezó entonces un largo asedio de desgaste. Aníbal ordenó que los ataques se intensificasen de forma especial cada atardecer, para aprovechar la luz cegadora del sol de poniente que deslumbraba a los defensores de la muralla occidental. Los cartagineses agruparon gran cantidad de catapultas con las que bombardear la ciudad, centrando sus objetivos en la muralla oeste. Los saguntinos respondieron de igual forma. Piedras enormes caían sobre los unos y los otros. La muralla estaba construida con rocas ligadas con arcilla de forma que allí donde recibía un proyectil cedía derrumbándose en pedazos. Los defensores se veían obligados a responder a su vez con más proyectiles al tiempo que se ocupaban en reconstruir las secciones del muro que se habían desmoronado. Incluso para proteger los trabajos de reconstrucción, los saguntinos organizaron una salida para alejar a las tropas cartaginesas. El combate fue encarnizado, librado apenas a doscientos pasos de las murallas. Los saguntinos fueron repelidos por el mayor número de cartagineses pero su arrojo permitió elevar de nuevo el muro y reorganizar las posiciones de defensa.

Aníbal dirigía el ataque sin descanso. Estaba dando órdenes para recuperar posiciones y reiniciar el bombardeo del muro con las catapultas cuando un soldado se le acercó.

—Mi general. En la costa… han llegado emisarios de Roma, son… —miró una tablilla en la que le habían anotado los nombres— Valerio Flaco y Quinto Baebio, senadores de Roma. Quieren hablar con vos.

Aníbal no se giró ni respondió. Seguía supervisando el nuevo emplazamiento de las catapultas. En su lugar, se dirigió al jefe de la caballería del ejército púnico, Maharbal.

—¿Cuándo llegan los escorpiones[*]?

—Están a punto de llegar, mi general —dijo Maharbal—. Salieron de Qart Hadasht hace una semana y los traen a toda velocidad, pero son máquinas pesadas. Pronto llegarán.

—Bien. En cuanto lleguen los dispones detrás de las catapultas y que se redoble el lanzamiento de proyectiles sobre el muro occidental. Ese muro tiene que caer. Ése ha de ser tu objetivo día y noche, ¿me entiendes?

—Sí, mi general.

Aníbal por fin se volvió hacia el soldado que le había traído el mensaje de los emisarios romanos. Roma despertaba de su letargo. Era de esperar. Sin girarse dio su respuesta al soldado.

—No tengo tiempo para recibir a legados de Roma. Que se marchen. ¡Que no se atrevan a acercarse a la ciudad o no respondo de su seguridad! Ésa es mi respuesta… y no quiero más interrupciones, lo único que quiero saber es cuándo llegan los escorpiones.

El soldado asintió y desapareció del lugar del asedio con su nuevo mensaje. Valerio Flaco y Quinto Baebio se quedaron sorprendidos y se sintieron humillados ante tal respuesta. La quinquerreme romana que los traía volvió a recogerlos y emprendieron rumbo a Cartago, en el mismísimo corazón de África, para plantear sus quejas por el asedio de la ciudad y por el desprecio de Aníbal.

En lo alto de la colina, próximo al muro occidental Aníbal recibió la noticia de la llegada de los escorpiones, enormes máquinas que a modo de gigantescas hondas podían lanzar rocas hasta a quinientos pasos de distancia. Los cartagineses las emplazaron detrás de las catapultas, bien lejos del alcance de las armas arrojadizas de los defensores de la ciudad.

Desde el mar, Valerio Flaco y Quinto Baebio vieron cómo una lluvia de gigantescas piedras caía sobre Sagunto. Aquella fortaleza no podría resistir mucho tiempo. Ordenaron acelerar el ritmo de los remeros. Debían llegar a Cartago cuanto antes.

Los saguntinos asistieron aterrorizados a la lluvia de rocas que esta vez no sólo caía sobre el muro, sino que con la enorme potencia de las nuevas máquinas que había traído el enemigo, con frecuencia alcanzaba casas y edificios del centro mismo de la ciudad. El pánico se apoderaba de toda la población y el desánimo empezaba a reinar en sus corazones. No obstante, no estaba todo perdido. El muro occidental seguía resistiendo y los cartagineses no podían acercarse por otros lados por lo inaccesible y abrupto del terreno. Sacaron entonces su última arma de defensa: la falárica[*]. Una especie de catapulta diseñada para lanzar a mil pasos no rocas, sino jabalinas con puntas de hierro y lanzas incandescentes. La llevaron al sector occidental y desde detrás de los muros empezaron a arrojar jabalinas, modificando el tiro en función de las instrucciones que los observadores de las torres iban haciendo a partir de donde había caído el proyectil anterior. Centraron sus objetivos en los soldados cartagineses que manipulaban las catapultas y los temibles escorpiones. Los observadores escudriñaban el horizonte para determinar bien la dirección en que debía orientarse la falárica. Al atardecer su labor se hacía casi imposible por la luz del sol de poniente; los ojos les lloraban, pero aun así seguían en sus puestos con determinación, aun a riesgo de quemar la retina de sus ojos.

Aníbal se movía entre las máquinas de guerra animando sin descanso a sus hombres. Maharbal hacía lo mismo. De pronto una jabalina cayó a escasos metros de distancia ensartando el cuerpo de uno de sus soldados que cayó muerto en el acto. Estaban retirando el cuerpo cuando otra jabalina se precipitó desde el cielo sobre el escudo de un mercenario hispano. No había sido herido, pero de pronto la lanza prendió y tuvo que arrojar el escudo quedando desprotegido. Cada segundo caía una nueva jabalina o una lanza en llamas en la zona donde estaban las máquinas de guerra dejando heridos y cadáveres junto a las catapultas. Los oficiales cartagineses no daban crédito a lo que ocurría. Estaban demasiado lejos para que ningún defensor pudiera alcanzarlos con un proyectil. Aníbal escudriñó los muros y observó el cielo.

—Salen de dentro. Está claro que tienen alguna máquina que les permite lanzar esos proyectiles hasta tan lejos —comentó—; pero no podemos ceder ahora. Si ellos nos bombardean con lanzas, nosotros debemos redoblar el lanzamiento de piedras sobre el muro con las catapultas, ya que no alcanzan más, y sobre la misma población con los escorpiones.

Maharbal distribuyó las órdenes entre los oficiales. Los cartagineses continuaron el ataque protegiéndose con escudos, resguardándose como podían de las jabalinas. Intermitentemente un silbido en el aire anunciaba la inminente caída de un nuevo dardo mortal.

En la ciudad se seguían recibiendo andanadas de rocas, pero el ánimo crecía al saber, por los observadores de las torres, que ya no eran los únicos que sufrían desde el cielo. Cada soldado cartaginés ensartado por una jabalina de la falárica era celebrado con gritos de júbilo en la ciudad.

Ajustaron de nuevo la posición de la máquina. Trajeron otra jabalina. Tensaron las cuerdas y el mecanismo, esperaron las instrucciones desde las torres de observación y recibieron la indicación. Soltaron el mecanismo, las cuerdas cedieron lanzando con enorme potencia una nueva jabalina al aire. Ésta navegó por el cielo, cruzando por encima de las murallas de la ciudad, surcando el espacio entre la población y el emplazamiento de las máquinas de guerra cartaginesas; llegó el momento en que perdió fuerza y empezó su descenso; gobernada por el peso del hierro de su afilada punta empezó a caer, suavemente primero y luego en un picado mortífero, descendiendo y adquiriendo cada vez mayor velocidad, apuntando con su filo sobre los soldados cartagineses que se movían entre las catapultas y los escorpiones, ocupados en traer rocas y retirar heridos. La jabalina al final adquirió tal velocidad que su picado comenzó a generar un estridente silbido que anunciaba la llegada a su objetivo marcado por el destino. Aníbal se movía animando a sus guerreros para que no cejasen en sus esfuerzos; tenían que debilitar la moral de los defensores y sabía que el continuado bombardeo, sin ceder al miedo de las jabalinas mortales, era lo que se debía conseguir aquella mañana. Súbitamente escuchó un silbido en el aire, miró al cielo, pero ya era demasiado tarde y cuando quiso apartarse de la trayectoria del proyectil que se le venía encima no tuvo tiempo. La jabalina se abrió camino en la piel de su muslo izquierdo, desgarrando tendones, músculos y venas, penetrando con potencia y rapidez hasta asomar por el otro extremo. Aníbal cayó de rodillas. Sintió un dolor indescriptible que le atenazó el cuerpo y lanzó un aullido apagado de sufrimiento incontenible. No quería gritar ante sus soldados. De forma que se levantó de nuevo y con la lanza atravesada en el muslo, ordenó que se continuase con el lanzamiento de rocas con todas las máquinas de guerra.

—Maharbal —dijo Aníbal, engullendo con cada palabra el dolor de la herida abierta—, hazte cargo del ataque. No paréis en todo el día. No paréis.

Maharbal asintió. Un reguero de sangre corría por la pierna de Aníbal. Varios soldados fueron a socorrerle, pero el general cartaginés los apartó. Y allí, delante de todos, asió con las dos manos la jabalina que le atravesaba y, lanzando esta vez sí un enorme grito de dolor, la arrancó de su pierna y la arrojó al suelo. Perdió entonces el sentido y los soldados, siguiendo las instrucciones de Maharbal, cogieron el cuerpo desvanecido de su general y lo llevaron a su tienda.

Mientras los cartagineses retiraban a su líder herido escucharon cómo desde la población asediada llegaba el unánime grito de victoria emitido por todos los habitantes de aquella ciudad.