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El giro de la espada

Roma, 221 a. C.

Era diecisiete de marzo, el día de los Liberalia[*], fiestas en honor del dios Líber, a quien se encomendaban los que abandonaban la edad infantil y entraban en la pubertad. El joven Publio había cumplido ya los catorce años. Esa mañana, al levantarse, su madre Pomponia estaba junto a su lecho y lo abrazó de forma larga y especial. Publio no entendía bien qué podía cambiar tanto en su vida. Sabía en qué consistía el rito y no veía nada doloroso ni preocupante. ¿Por qué lo abrazaba su madre con esa intensidad?

Pomponia al fin se separó y le dejó respirar, al tiempo que se dirigía a él.

—Hijo, te haces mayor. Tu padre está orgulloso de ti y yo también. Sobre ti un día reposará el futuro de nuestra familia. Es una pesada carga, hijo mío. Tu familia es poderosa, pero de igual forma tenemos enemigos muy poderosos, aquí en Roma y fuera, en ciudades lejanas. Presiento que te corresponderá vivir tiempos difíciles. Ruego a los dioses que te protejan y te guíen en todas las decisiones que tengas que tomar. —Luego le acarició suavemente la mejilla con el dorso de la mano y terminó cogiendo la bulla[*], un pequeño colgante de cuero que había llevado desde niño. Al fin soltó el colgante y le dejó a solas para vestirse.

Publio, después de lavarse los brazos, pies, piernas y cara, se puso una túnica ligera y sobre la misma su toga praetexta[*], la que le correspondía por su edad. Salió entonces al atrium de la casa. Allí le esperaba su padre, su tío Cneo, su madre, su hermano pequeño Lucio y varias personas más que el joven Publio reconoció como amigos o clientes de su padre. Todos le saludaron de forma solemne. Su padre se adelantó y extendió los brazos. Publio sabía lo que debía hacer: se quitó la toga praetexta y se la dio a su padre. Éste la recogió y a cambio le entregó una nueva toga blanca, la toga virilis[*] y una moneda. Publio se vistió con la nueva toga y tomó la moneda. A continuación ambos, padre e hijo, se acercaron al altar de los dioses Lares que protegían la familia. Publio se quitó entonces el colgante que había llevado desde niño y lo entregó a los dioses protectores del hogar. Puso también la moneda que le había dado su padre y la consagró a la diosa Iuventus para que a partir de ahora lo protegiera durante su juventud. Una vez hecho eso, padre e hijo se volvieron y saludaron a la familia y a los amigos e invitados. Publio Cornelio Escipión, como senador de Roma, se dirigió a los presentes.

—Gracias a todos por venir y presenciar el fin de la niñez de mi hijo. Ahora los que deseéis podéis acompañarme en la deductio in forum[*], el traslado al foro en donde presentaré a mi hijo a los prohombres de nuestra ciudad y, lo más importante, para que su nombre quede inscrito en nuestra tribu de modo que, cuando el Estado le requiera, pueda ser incorporado a filas para luchar por la seguridad y el engrandecimiento de Roma. Luego sacrificaremos un buey en el foro en honor al dios Líber y todos estáis invitados al banquete que daremos en honor de mi hijo, mi heredero.

Todos los presentes asintieron y felicitaron efusivamente al padre, al hijo y al resto de los miembros de la familia.

Cneo había tomado como algo personal el adiestramiento militar de sus sobrinos. Su hermano pensó en contratar los servicios de algún oficial de prestigio o algún legionario experto ya retirado, como era costumbre, pero Cneo se negó en redondo.

—A mis sobrinos los adiestra su padre o los adiestra su tío. No quiero ningún mentecato enseñando a Publio y Lucio a ser buenos soldados. Ellos han de ser más que eso: han de ser los mejores soldados y también los mejores generales.

Publio rechazó la posibilidad de enseñar a sus propios hijos el arte de la lucha en el campo de batalla. Una cosa era dar consejos de estrategia y otra combatir cuerpo a cuerpo con tu propia sangre. Cneo, sin embargo, no parecía tener tantos escrúpulos y, ante la insistencia de su hermano, Publio Cornelio Escipión cedió. Desde entonces, Cneo disponía del tiempo de sus sobrinos todas las tardes de la semana, sin descanso. Las mañanas seguían reservadas para Tíndaro. Cneo pasaba mucho tiempo con los niños. Primero los familiarizó con las diversas armas de las que tanto habían oído hablar a Tíndaro, pero de las que apenas habían visto nada: los escudos redondos ligeros de los velites, las espadas de doble filo de los legionarios, los pila que se usaban como armas arrojadizas o las lanzas alargadas para el combate cuerpo a cuerpo de los triari. Aquellas tardes siempre terminaban con largas sesiones corriendo por el Campo de Marte en las afueras de Roma donde iban para el adiestramiento. Había días que corrían hasta la extenuación. Pomponia tuvo algunos roces con Cneo por la dureza de ciertos entrenamientos cuando los niños llegaban agotados, prácticamente exhaustos a casa y necesitaban devorar todo lo que se les ponía por delante. Su cuñado se justificaba.

—Cuando tengan que hacer largas caminatas a marchas forzadas, cuando sean perseguidos por un enemigo superior en número o cuando tengan que hacer un rápido avance para sorprender al enemigo, no habrá madres que los protejan. Tienen que ser tan fuertes como un legionario y más aún si han de mandar sobre ellos.

Las discusiones solían terminar con la intercesión de Publio padre que rogaba a Cneo que moderase los entrenamientos. Éste accedía aunque pasados unos días volvía a repetirse exactamente la misma escena. Los niños observaban sin hacer comentarios, generalmente estaban ocupados comiendo. Si se les hubiera preguntado, habrían dicho que por ellos no había ningún problema y que preferían seguir el adiestramiento, pero nadie les preguntaba, claro. Es verdad que con Cneo se agotaban, pero nunca se lo habían pasado mejor en su vida. Su tío les contaba mil anécdotas de batallas y luchas cuerpo a cuerpo al tiempo que les enseñaba cómo combatir. Pronto empezaron a luchar con espadas de madera protegiéndose el cuerpo con corazas de cuero y la cabeza con un casco de piel como si de dos pequeños velites se tratase. Luchaban entre ellos y luego, por turnos contra el propio Cneo. Más de una vez recibían algún golpe de su tío como señal de que no ponían el escudo en el lugar oportuno para defenderse de las acometidas del oponente. Cuando estos golpes dejaban marcas, las quejas de Pomponia sin duda debían de llegar a oídos del mismísimo Júpiter Óptimo Máximo[*]. En esas ocasiones, Cneo optaba por una retirada silenciosa. Si Publio no ponía fin a aquellos entrenamientos, y si Pomponia nunca se decidió a ejercer su influencia sobre su marido para dar término a los mismos, era porque ambos percibían que los niños habían establecido un estrecho vínculo con su tío, además de que, en el fondo, entendían que aquellos esfuerzos y, en ocasiones, aquellos golpes eran necesarios para ser los mejores, o al menos tan buenos como cualquier otro en el campo de batalla. De hecho, en lo más profundo de su corazón, Pomponia sabía que Cneo tenía cierta razón cuando se justificaba y decía que un golpe ahora con una espada de madera, si bien podía producir daño y un terrible moratón, podía evitar en el futuro que el filo de una espada enemiga penetrase en la piel de su hijo segándole la vida. Por su parte, Publio padre se centró en insistir que durante las mañanas ambos hijos debían continuar asistiendo a las clases de Tíndaro, el tutor griego. Si el pedagogo consideraba que la progresión en el aprendizaje del griego y en la lectura de los textos de Aristóteles y Platón, además de algunos autores de comedias y tragedias, avanzaba por buen camino, entonces podían seguir con los entrenamientos de Cneo. Los niños asumieron el pacto y cumplían incluso por encima de las expectativas de Tíndaro, lo cual transmitía éste a Pomponia y Publio para plena satisfacción de ambos.

La tarde después de la presentación del joven Publio en el foro tampoco hubo descanso. Reunidos en el campo de adiestramiento, Cneo se acercó a los dos hermanos y empezó a hablar dirigiéndose especialmente al mayor.

—Publio, hoy has entrado oficialmente en nuestra tribu y pronto podrás ser llamado a filas si el Estado así lo requiere. Hoy vamos a dejar en tu caso las espadas de madera y empezaremos con las espadas de verdad.

Cneo sacó dos espadas de doble filo de metal y le dio una a Publio. El peso del arma hizo que casi se le cayera, pero sus reflejos juveniles respondieron rápidos y enseguida la asió con fuerza. Luego cogieron ambos, tío y sobrino, los escudos y empezaron a luchar. Lucio los observaba admirado ante el nuevo rumbo de los entrenamientos. Cneo atacaba sin excesiva fuerza. Sus casi dos metros desde los que lanzaba los golpes eran demasiada potencia para su joven aprendiz. Publio se defendía usando toda la destreza que había adquirido con las espadas de madera, sólo que los golpes con el metal eran más duros, más potentes y además había algo que le hacía retroceder mucho más ante el avance de su tío que cuando luchaban con las espadas de madera: tenía miedo. Había visto a gladiadores luchando con espadas de verdad, como las que estaban usando esa tarde, y había presenciado terribles heridas. Cneo paró su ataque y relajó los músculos. Publio hizo lo propio.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué retrocedes sin ni siquiera intentar un golpe?

Publio callaba. Sentía vergüenza.

—¿Tienes miedo de que te hiera?

Publio seguía en silencio.

—Responde, di la verdad. Si no me dices a mí la verdad, ahora que estás aprendiendo, nunca aprenderás nada de mí que merezca la pena. ¿Tienes miedo?

Por fin, Publio se atrevió a responder, pero en voz baja.

—Sí…

—No te he oído. ¿Tienes miedo de que te hiera?

Publio, rojo de ira, levantó el tono de voz hasta casi gritar.

—¡Sí, tengo miedo! ¡Tengo miedo! —Y se quedó frente a su tío, asiendo la espada con fuerza, sonrojado ante su hermano pequeño, respirando con rapidez, casi jadeando.

—Bien. Eso no está mal. Tener miedo ante la lucha es natural. Sólo los locos no tienen miedo. Ahora se trata de que aprendamos a dominar ese miedo.

Las palabras de su tío sosegaron un poco el ánimo de Publio. Por un momento pensó que iba a reírse de él, pero no lo hacía. Tener miedo era normal. Era normal entonces lo que le pasaba. Era una fase. Si era una fase, la superaría, como había superado otras.

—Bien, escuchad los dos. Hoy no lucharemos más. Mañana seguiremos con las espadas de verdad y ya veréis cómo poco a poco os vais acostumbrando. Y si nos hacemos algún corte, ya nos curarán; lo peor será oír a vuestra madre, ésa a mí sí que me da miedo. —Y los tres rompieron a reír—. Ahora escuchadme bien —continuó Cneo—, os voy a enseñar algo que nunca debéis usar de forma inadecuada: es una señal, como un anuncio de vuestro ataque. Observad.

Cneo desenfundó la espada con la mano derecha y, sin soltarla, hizo que ésta describiera con sorprendente rapidez un giro de trescientos sesenta grados, cortando el aire hasta que detuvo el arma en seco como si apuntara a un enemigo que, sin duda, al igual que sus sobrinos quedaría admirado por la agilidad de su oponente.

—Este giro de la espada es una señal de nuestra familia que muchos conocen en el campo de batalla. Significa que un Escipión entra en combate en el campo de batalla o contra un enemigo concreto y que el combate es a muerte; o se consigue la victoria o se muere. Cuando mandéis un ejército, que seguro que lo mandaréis, porque sois nietos de cónsules, vuestros legionarios conocerán esta señal, porque estas cosas, aunque se usan poco, se conocen. Todos los que han estado bajo el mando de un Escipión lo saben. Ahora tomad una espada y practicad hasta hacerlo bien, con claridad y, por favor, sin cortaros.

Los dos, Lucio y Publio, practicaron aquella tarde durante una hora más. A Lucio le costaba bastante, aún le quedaban años de crecimiento que le ayudarían a manejarse mejor con las armas y con frecuencia se le caía la espada. Publio, sin embargo, ante la sorpresa de su tío, captó el movimiento con rapidez y al final de la tarde era capaz de ejecutarlo con razonable destreza.