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Un león enjaulado

Alta mar, costa norte de África, 224 a. C.

El capitán de la pequeña flota cartaginesa de tres trirremes observaba con uno de sus oficiales al hijo del gran Amílcar caminando por la cubierta del buque.

—Parece nervioso —comentó el oficial. Y es que Aníbal paseaba de un extremo al otro del barco, dando vueltas sobre la misma ruta trazada, volviendo sobre sus pasos una y otra vez—. Parece un león enjaulado.

El capitán asentía lentamente con la cabeza. El hijo de Amílcar, después de unos años en Cartago, regresaba a Hispania reclamado por Asdrúbal para reincorporarse a las tareas de conquista y dominio de la península ibérica. En su fuero interno bullía un sentimiento de rabia contenida durante cuatro largos y lentos años alejado de su objetivo: vengar la muerte de su padre sometiendo a aquellas tribus que los habían emboscado aquel trágico atardecer en aquel valle maldito y abandonado por los dioses. Aníbal recordaba la estratagema ibera de los bueyes arrastrando los troncos, el fuego, la emboscada y el horror de la lucha. Caminaba de un lado a otro del barco, sin detenerse desde que partieran de Cartago y sin pensar en parar hasta llegar a Qart Hadasht.

El capitán del barco respondió a su oficial.

—No parece un león enjaulado, es un león enjaulado lo que llevamos en este barco… y lo vamos a soltar en Iberia. Sólo los dioses saben qué pasará a partir de ese momento. Por mi parte te digo que ya me cuidaré mucho de no cruzarme en su camino.