Nuevas miras
Roma, 227 a. C.
La tienda de Tito Maccio iba bien. No es que se estuviera enriqueciendo, pero había conseguido saldar cada mes con unos ingresos que cubrían holgadamente sus gastos y le dejaban un remanente suficiente para alquilar una habitación, comer a su gusto y permitirse algunos caprichos: alguna ánfora de buen vino, una cena en alguna taberna de cierto nivel o, por qué no, una visita a alguna casa de dudosa reputación en busca de placeres prohibidos. No era una vida boyante, pero también se veía compensada por una mayor tranquilidad. Si bien era cierto que tenía que atender a los proveedores, regatear con ellos y luego estar con cada cliente, escuchar sus peticiones e intentar dar el mejor servicio posible, siempre era más descansado que todo el conjunto de actividades de las que se tenía que ocupar en el teatro de Rufo. Alguna vez había echado de menos algo de la incertidumbre y desenfado del ambiente teatral, pero no lo suficiente como para lamentar su decisión de abandonar aquel mundo. De hecho en todo aquel año ni tan siquiera había asistido a alguna de las obras que, sin su colaboración ya, se habían puesto en escena en Roma.
No, Tito Maccio tenía otras cosas en mente: la expansión del negocio. Y ésta se encontraba en las nuevas telas venidas de Oriente, especialmente la seda. Andando por el foro encontró un corrillo donde reconoció a varios mercaderes de telas competidores suyos, pero con los que mantenía una relación de deportiva cordialidad. El agrupamiento de comercios había empujado a los clientes a acudir a aquel barrio de la ciudad, próximo al río, donde se habían instalado, de forma que lo que podría haber sido una negativa competencia se había transformado en una interesante colectividad de intereses mutuos. Un hombre en el centro del corro de comerciantes parecía haber encandilado a aquellos hombres.
—Creedme —decía Blasso, que era como se hacía llamar aquel hombre de mediana edad, túnica de lana blanca, limpia, bien peinado y con sandalias nuevas, claramente un hombre que cuidaba su imagen—. Es en estas inversiones en donde está el futuro de vuestro negocio. Perdéis gran cantidad de dinero al adquirir vuestros productos en la propia Roma, pagando el sobreprecio en cada mercancía de su traslado desde Fenicia o Siria; imaginad cuánto podríais ahorrar si entre varios fletaseis un barco que os trajera directamente las mercancías desde Tiro o Biblos o Alejandría. Al principio supondría una inversión, pero en un par de viajes podríais vender al mismo precio que ahora pero triplicando el beneficio en cada venta. ¡Pensadlo, amigos!
Los comerciantes escucharon con interés, pero al final el grupo se deshizo sin que se concretara nada. Quedaron sólo dos mercaderes hablando con aquel hombre a los que se les unió Tito. Uno de los comerciantes planteaba sus dudas.
—¿Y los piratas? El mar está infestado de ellos. ¿Cómo sabemos que todo nuestro dinero no acabará en un naufragio o en manos de los piratas?
—El mar es ya seguro —empezó a explicarse aquel hombre que había captado la atención de los mercaderes. Tenía un acento griego, aunque usara nombre latino—. Desde que nuestra gloriosa flota asestó un golpe mortal a los piratas de Iliria, éstos se guardan mucho de atacar nuestros barcos. Además, es frecuente que los mercantes vayan en grupo escoltados por trirremes o quatrirremes romanas.
Los dos mercaderes y Tito Maccio invitaron a Blasso a tomar vino y comer en una taberna junto al foro. Querían saber más. Especialmente Tito.