Una lección de historia
Roma, 228 a. C.
Tíndaro, el pedagogo griego de los hijos del senador Publio Cornelio Escipión, instruía a los niños en las estrategias de guerra seguidas por los romanos contra el rey Pirro de Épiro. El joven Publio de siete años y su hermano pequeño Lucio de apenas cuatro escuchaban absortos el relato de su tutor. Estaban absolutamente maravillados por algo nuevo en las descripciones de las batallas: al luchar contra Pirro los romanos tuvieron que combatir contra elefantes traídos por el rey griego. Los cónsules de Roma intentaron todo tipo de tácticas para contrarrestar la enorme potencia de aquellas bestias al irrumpir en campo abierto, que destrozaban todo a su paso: si levantaban barricadas, las aplastaban, y a todos los que se refugiaban tras ellas; si se les lanzaban proyectiles, eran innumerables los dardos y jabalinas que debían impactar en una de las bestias antes de que ésta se derrumbara. Era, en fin, posible acabar con los elefantes, pero no sin antes pagar un elevadísimo coste de vidas que dejaba diezmado al ejército romano. Centenares de legionarios eran sistemáticamente aplastados bajo las gigantescas pezuñas de aquellos animales o zarandeados e incluso desmembrados por sus musculosas trompas. Además, los bramidos de las bestias y los alaridos de pánico y dolor de los que caían bajo su embestida llenaban de pavor a los supervivientes. Las maniobras de las legiones y la destreza de sus soldados resultaban superiores a la formación en falange de los hoplitas griegos de Pirro, pero los elefantes, aunque por escaso margen, convertían con frecuencia una batalla igualada en una victoria pírrica[*]. Roma terminó imponiéndose pero el coste humano fue demoledor. Y ahora, un nuevo enemigo de Roma, sometido de momento, pero todavía amenazante, capturaba y adiestraba decenas de elefantes para su ejército de mercenarios y soldados africanos: Cartago. El pedagogo miró a los niños que, con los ojos abiertos de par en par, casi sin parpadear, seguían su relato, y les preguntó:
—¿Serán los romanos de hoy capaces de volver a derrotar a nuevos ejércitos que alineen en sus filas decenas de elefantes?
Los niños, callados, esperaban que el tutor les diera la respuesta, pero éste guardó silencio, como si meditara. Ni Publio ni Lucio podían concebir que el pedagogo les planteara una pregunta para la que nadie tenía respuesta.
En ese momento se escuchó un poderoso vozarrón en el vestíbulo.
—Anuncia mi llegada —Cneo Cornelio Escipión daba instrucciones al esclavo que le acababa de abrir la puerta y, sin esperar respuesta, se abalanzó sobre los niños que, al verle llegar, olvidaron por completo a su tutor, al rey Pirro y a todos sus elefantes y se arrojaron con los brazos abiertos para abrazar a su tío—. Bien, bien, bien; aquí están las dos fieras salvajes de Roma que me atacan… Me tengo que defender… Peligra mi vida…
Cneo se arrojó al suelo del atrium y empezó a fingir un duro combate con los dos niños que se revolcaban con él en el suelo. El pedagogo griego sacudía la cabeza en señal de clara desaprobación al tiempo que recogía rollos de papiro, unas tablillas de cera y pequeñas figuras de soldados con las que ilustraba las tácticas en las diferentes batallas que explicaba a sus pupilos. Pomponia, la mujer del senador Publio, entró en el atrium.
—Cneo, si Publio se entera de que nuevamente interrumpes al pedagogo griego que ha designado como tutor de los niños, se va a enfadar.
—Es una perniciosa influencia; indisciplina y anarquía; es un mal ejemplo —comentaba en voz baja el tutor aludido mientras recopilaba todos los materiales de su enseñanza.
Cneo se levantó del suelo. Había cogido a los niños, llevándolos asidos por los brazos; cada brazo sostenía un niño como si de sacos de sal se tratase. Los críos sacudían las piernas y se arqueaban intentando desasirse del abrazo de su tío con resultados totalmente infructuosos. Acompañaban todos sus movimientos y patadas de un sinfín de risas.
—Son pequeñas fieras que necesitan acción, adiestramiento militar; espada, combate y menos arengas en griego y viejas historias del pasado. Nuestro ejército no tiene ya nada que ver con los de hace cincuenta años —comentó Cneo.
Pomponia mantuvo fija su mirada en el gigantesco general romano apretando los labios. Cneo desistió en sus comentarios y en su actitud y soltó a los niños.
—De acuerdo, de acuerdo. Marchad, niños, con vuestro tutor… y escuchadle bien, ya que eso es lo que ha decidido vuestro padre.
—Noooooo, noooooo —imploraban ambos niños al tiempo—. Queremos luchar.
—Sí, ser legionarios —comentó Lucio.
—¡Y espadas! —gritó Publio. Pomponia puso orden sin levantar la voz.
—Los dos, con Tíndaro, al jardín, y no quiero oír ni una sola palabra más o no habrá cena, sino azotes.
Los niños sabían que su madre era extremadamente estricta con las órdenes que daba y, pese a ser contraria a sus deseos, siguieron la instrucción al pie de la letra.
—Hasta luego, tío Cneo —dijo Publio y, acompañado de su hermano, salió hacia el jardín de la parte posterior de la domus[*].
Cneo y Pomponia quedaron a solas. La mujer invitó entonces al hermano de su marido a reclinarse en el triclinium[*]. En aquel momento llegó Publio padre. Entró en casa y saludó con un abrazo a su hermano y con un beso suave en la mejilla a su mujer.
—Bien, veo que llego en la hora justa —comentó al ver la comida que un esclavo disponía en el centro de tres triclinia—. Me alegro de llegar antes de que mi hermano se lo coma todo.
—Eso no es cierto —respondió Cneo—; siempre me preocupo de dejar algo para los Lares[*] y los Penates[*], los dioses de nuestra casa.
—Sí, ya veo, tendré que ser divinizado para que mi hermano me deje comida que merezca la pena, pero bueno, ¿sabéis la noticia?
Cneo y Pomponia se miraron y luego con caras de desconocimiento se volvieron hacia Publio.
—No —dijo Cneo—. No sé nada. ¿Qué ha pasado?
Publio cogió un racimo de uvas y mientras comía fue explicándose.
—Noticias de Hispania… Amílcar, Amílcar de la familia de los Barca, el general cartaginés contra el que luchamos en Sicilia y que tantos problemas nos creó, ha muerto. No está claro cómo, parece que en una incursión hacia el interior de aquella región en algún enfrentamiento con tribus de la zona. En cualquier caso lo que parece seguro es que ha muerto.
—Bueno —comentó Cneo—, un general cartaginés muerto, uno menos del que preocuparnos; no veo yo por qué tanto revuelo.
—Hermano, Amílcar profesaba un gran resentimiento contra Roma, eso es claro y conocido por el Senado. Su fallecimiento podría reducir por un lado la expansión de Cartago por Hispania y, al tiempo, quizá calmar los ánimos.
—¿Y se sabe a quién elegirán como general en jefe los sufetes y el Senado cartaginés? —preguntó Cneo.
—No lo sé. Parece que las tropas han elegido a Asdrúbal, su yerno, pero falta la ratificación del Senado de Cartago. En cualquier caso creo que esto puede reducir las tensiones con los púnicos, especialmente si la familia Barca pierde fuerza.
Pomponia entró entonces en la conversación.
—Y este Amílcar…
—¿Sí? Dime, mujer —invitó Publio, dejando el racimo ya vacío de uvas en la mesa, junto al resto de la fruta.
—¿Este general cartaginés tiene hijos?
Publio meditó en silencio. Algo había oído de los hijos de este general, especialmente de uno al que llamaban Aníbal.
—Sí, varios, aunque parece que hay uno que destaca por su valor, un tal Aníbal.
—Aníbal —Pomponia repitió el nombre, como subrayándolo, mirando distraídamente al suelo, sin decir más.
Publio se quedó entonces con aquel nombre en su mente y, sin saber por qué, se acordó de sus propios hijos. El silencio que se había creado en la conversación permitió que la voz de su hijo mayor en el jardín, recitando un pasaje en griego, llegara a la estancia donde se encontraba con su hermano y su mujer comiendo. Se sintió orgulloso y su satisfacción no le permitió ponderar con más detenimiento la extraña conexión que su mente, por un breve instante, había llegado a establecer entre aquel hijo del general cartaginés muerto y su propio primogénito.
Tíndaro sacó una pizarra y tiza y dibujó un mapa del mundo.
—Bien —empezó aclarándose la garganta; los niños sabían que venía una lección larga—. Veamos: si empezamos por Occidente, ¿qué tenemos aquí? —Tíndaro señalaba el extremo oeste de su mapa.
—¡Hispania! —gritó Publio orgulloso.
—Correcto. Bien. Hispania, donde tenemos los iberos y algunas ciudades griegas en la costa y los celtas en el interior. Iberos y celtas, ambos pueblos bárbaros. Luego, cruzando los montes Pirineos nos encontramos con la… —se detuvo mirando al pequeño Lucio.
—¿Galia? —respondió el menor de los hermanos con voz dubitativa.
Tíndaro asintió en reconocimiento por el esfuerzo del más joven de los dos hermanos.
—La Galia. Cruzamos el río Ródano y nos encontramos al norte con los Alpes y al sur con la Galia Cisalpina. En todas estas regiones habitan los galos, pueblo celta también con el que está Roma en permanente lucha. Tenemos los insubrios, los ligures, bueno, pero no entraremos ahora en más detalles. Si vamos al otro lado del mar, al sur, está Mauritania, Numidia y África. En Numidia reina Sífax, aunque en constante pugna con el sector occidental de la región apoyado por Cartago, la ciudad que controla África y con la que se libró la gran guerra por Sicilia y Cerdeña. En fin. Llegamos a Italia, con Roma en su centro, Etruria al norte, Campania al sur, y más al sur aún las antiguas colonias griegas de la Magna Grecia. En Italia, además de Roma destacan por su importancia…
—Capua, la capital de Campania y Tarento, en la Magna Grecia, ambas bajo dominio romano —volvió a responder Publio con seguridad.
—Sí, muy bien, Publio. Vayamos ahora hacia Oriente. —Tíndaro no parecía vivir con gran agrado la extensión de Roma sobre antiguas ciudades independientes griegas—. Y llegamos a Grecia, la cuna de la civilización, la democracia y el orden, de donde yo provengo. Aquí tenemos una amplia serie de ciudades libres que se asocian en diferentes ligas. Tenemos la liga etolia con Naupacto y las Termópilas, junto al reino de Épiro que es bañado por el Adriático. Y al sur de la liga etolia, tenemos la liga aquea con Olimpia, Esparta, Argos o Corinto. También están otras ligas de menor importancia como la Beocia, la Fócida o la Eubea. En éstas encontramos ciudades como Tebas. Y luego Atenas, está aquí, al sur de Tebas. Bien, bien, bien. —Tíndaro se detuvo un instante contemplando su mapa.
—¿De dónde vienes tú, Tíndaro? —Era la voz del joven Publio.
—¿Yo? —El pedagogo se vio sorprendido; era la primera vez que alguien le hacía aquella pregunta en mucho tiempo. Era curioso. Parecía que aquel pequeño quisiera saberlo todo—. Yo vengo de Tarento, pero he viajado por muchas de estas ciudades. En otro tiempo, cuando era joven. Pero no nos desviemos de la lección de hoy. Al norte de Grecia y el reino de Épiro, tenemos en el Adriático, la costa Ilírica, con el reino de Faros, refugio de piratas y constante fuente de conflictos en el mar. Y un poco hacia el este, encontramos el siempre temible reino de Macedonia, con su capital Pella. ¿Quién partió de aquí para conquistar Asia?
—Alejandro.
Nuevamente era Publio quien respondía. Tíndaro volvió a asentir. Eso sólo lo había comentado una vez y hacía semanas. Tenía memoria.
—Alejandro Magno, en efecto —prosiguió el pedagogo—, y ahora este reino es gobernado por Antígono III Dosón, que accedió al trono el año pasado y que ostenta como descendiente de una de las dinastías establecidas por los generales del gran Alejandro tras su muerte. El rey Antígono tiene un joven primogénito, algo mayor que vosotros, al que le han puesto el nombre de Filipo, en honor al padre de Alejandro, el unificador de Grecia. Cuando este muchacho acceda al trono será conocido como Filipo V. Al norte de Macedonia están los tracios, otro pueblo bárbaro, siempre rebelde y complicado. Si seguimos hacia Oriente, encontramos otros pequeños reinos marítimos como Rodas o Pérgamo, hasta alcanzar las grandes regiones de Oriente: Asia Menor, Siria y Persia, todas bajo el poder de otro rey descendiente de los diadocos, los generales de Alejandro. El rey que gobierna todo este vasto imperio es Seleúco II, de ahí que lo llamemos también el imperio Seléucida. Es una región extensísima, el mayor de los reinos del mundo conocido y, sin embargo, sólo una parte del grandísimo imperio que consiguió tener bajo su control Alejandro Magno. Y para terminar, este gran reino limita con otros dos de gran importancia: al suroeste tiene frontera con Egipto, el Egipto de los faraones, conquistado también por Alejandro y que tras su muerte quedó en manos de su general Ptolomeo, estableciéndose así otra dinastía de origen macedónico y griego; en la actualidad gobierna el reino de Egipto Ptolomeo III Evergetes. Ambos, el rey de Egipto y el rey Seleúco llevan casi veinte años gobernando. Y bien, llegamos al otro extremo del mapa, más allá del río Indo, donde encontramos el lejano reino de la India, donde Alejandro detuvo al fin su marcha. Algunos dicen que por la rebelión de sus tropas, otros que por la férrea resistencia del forjador de una gran dinastía: el emperador indio Chandragupta. En cualquier caso, este poderoso y hábil gobernante estableció allí un gran reino que fue creciendo con sus sucesores hasta el rey Asoka, cuyo reciente fallecimiento ha dejado la región en una situación incierta. Y en fin, éste es el mundo conocido. Como veis, Roma es sólo un pequeño punto, en esta región occidental del orbe. Una ciudad importante sí pero, como os he explicado, lejos del poder y la gloria de otros grandes reinos.
El pedagogo dio por terminada su lección, suspiró y los dejó por aquel día. Lucio se fue a estar junto a su madre, pero el pequeño Publio se quedó en el jardín. Tíndaro, a petición suya, le había dejado los soldados con los que los instruía en estrategia militar. Publio dispuso un grupo tal y como lo había hecho Pirro con un nutrido grupo de elefantes en la vanguardia. Enfrente situó las dos legiones romanas en formación: primero la infantería ligera con los velites[*] reclutados entre los más jóvenes y los más pobres de la ciudad; éstos llevaban el gladio[*] o espada corta de dos filos y unas largas jabalinas que, una vez clavadas en el escudo enemigo, no podían ser separadas, dejando el arma defensiva inútil; como protección portaban un pequeño escudo redondo o parma y un casco de cuero llamado galea, casi siempre hecho de piel de lobo, el animal protegido por Marte[*], dios de la guerra; detrás de los velites, y siguiendo la tradición bélica en la que le instruían, dispuso los hastati[*], los principes[*] y los triari[*], por ese orden; todos llevaban una fuerte coraza de cuero reforzada en el centro del pecho con una sólida placa de hierro de aproximadamente veinte centímetros cuadrados; la cabeza iba recubierta con el cassis[*], un casco coronado con un penacho adornado de plumas púrpuras o negras; como protección, todos estos soldados llevaban grandes escudos convexos hechos con dos planchas superpuestas y con una punta de hierro en el centro que los soldados usaban para desviar las armas que se les dirigiesen, evitando así que quedaran pegadas en el escudo. Además, llevaban una espada y el pilum[*] o lanza para atacar al enemigo lanzándolo a veinticinco o cuarenta pasos de distancia, dependiendo de la fortaleza y habilidad de cada legionario; por fin, los triari, los soldados de la retaguardia, los más expertos de toda la legión, llevaban una pica más larga usada para el combate cuerpo a cuerpo. Publio organizó las formaciones de ambos bandos con la infantería en el centro y los escuadrones de caballería de ambos ejércitos en las alas respectivas; sin embargo, Pirro contaba con la ayuda adicional de los poderosos elefantes. ¿Cómo compensar eso? El pequeño Publio se tumbó en el suelo con su rostro muy próximo a los soldados que representaban ambos ejércitos. En el silencio del jardín sólo se oía el agua de la pequeña fuente del centro y el murmullo de las voces de sus padres y su tío Cneo hablando, pero Publio no escuchaba a nadie, absorto por completo en desentrañar alguna forma en la que contrarrestar la carga de los elefantes. En clase había sugerido que los romanos incluyeran bestias como ésas en sus propias filas pero Tíndaro lo había desechado como imposible porque en la península itálica no había elefantes.
—Quizá en el futuro, pero hoy día Roma no tiene elefantes y otros enemigos sí —explicó el tutor griego—, y ésa es una realidad de la que el ejército romano no puede huir, aunque muchos deseen hacer caso omiso.
—¿Caso omiso? —había preguntado Publio.
—Quiero decir que hay generales romanos que no prestan atención a este tema y deberían hacerlo o, al menos, eso es lo que yo pienso.
Y eso es lo que también pensaba el pequeño Publio. Se quedó allí, dormido, meditando sobre los elefantes. Su padre lo sorprendió en el suelo y lo despertó.
—Ése no es sitio para dormir, joven soldado.
Publio se frotó los ojos.
—No, lo siento…, pensaba en los elefantes del rey Pirro.
—¿Los elefantes…? Bien…, ése es un buen asunto para meditar. ¿Y has llegado a alguna conclusión?
—No, pero es peligroso no contar con elefantes cuando otros ejércitos sí disponen de ellos. ¿Alguna vez hemos ganado a los elefantes?
Su padre le miró con intensidad.
—¿Tíndaro no os ha hablado aún de Claudio Mételo?
El niño sacudió la cabeza.
—Bien, pues el cónsul Claudio Mételo sí que derrotó a un ejército cartaginés y sus elefantes. Eso fue en la ciudad de Panormus, en Sicilia. El general enemigo era un tal Asdrúbal que vino a asediar la ciudad que defendía Mételo. Esto ocurrió hará unos… veinte o… veinticinco años… —el senador se quedó un momento ponderando las fechas—, bien, en cualquier caso, fue hace tiempo. Lo importante es que Asdrúbal llevaba varias victorias consecutivas con los elefantes, igual que había conseguido también el rey Pirro del que os hablaba Tíndaro, y se enfrentaron contra Mételo seguros de una nueva victoria, pero el cónsul había ideado un plan.
Publio padre estaba disfrutando con la intriga de la historia al observar la total atención de su hijo al relato.
—¿Un plan? ¿Qué plan?
—Fosos. Mételo ordenó excavar fosos en el campo frente a la ciudad el día anterior al de la batalla. Cuando Asdrúbal mandó atacar a sus elefantes, éstos avanzaron sobre nuestra infantería apostada a las puertas de la ciudad. Los velites, que eran los que estaban más avanzados, se replegaron. Los cartagineses creyeron que huían atemorizados y los elefantes los persiguieron hacia la ciudad, pero cuando los velites llegaron a la zona de los fosos, se refugiaron en ellos para resguardarse de la carga de los elefantes. Al mismo tiempo, Mételo había concentrado un gran número de arqueros en un lateral y apostados por todas las fortificaciones de la ciudad, y ordenó lanzar una lluvia de flechas sobre los elefantes a la vez que los velites, protegidos en sus fosos, lanzaban sus jabalinas. Gran parte de las bestias cayeron en la emboscada o huyeron asustadas. Luego Mételo aprovechó la confusión para conseguir una gran victoria y atrapar decenas de elefantes perdidos. Fue un gran día para Roma.
—Entonces sí que se puede vencer a los elefantes.
—Bueno sí… y no. Mételo fue muy inteligente: supo aprovecharse de las circunstancias y tuvo tiempo de preparar una defensa adecuada para la carga de los elefantes. Entre otras cosas sabía que los cartagineses avanzarían sobre la ciudad y se ayudó de las fortificaciones de la misma para su emboscada. El problema permanece en campo abierto. Ahí las ventajas siguen siendo para los elefantes. ¿Te cuento el desembarco de Régulo en África?
—¿Los romanos hemos luchado en África?
—Sí, pero salimos derrotados. Vencimos a Cartago pero realmente nuestra victoria final fue en el mar. En tierra de África, conseguimos algunas victorias pero al final Régulo perdió cerca de la capital cartaginesa. Hay quienes piensan que se perdió porque Régulo no esperó los refuerzos que debían llegar de Roma. En fin, fuera como fuera lo que ocurrió es que Cartago hizo venir a mercenarios desde Grecia y los puso a las órdenes de un gran guerrero espartano, Jantipo. Este general dispuso unos ochenta elefantes en la vanguardia de su formación, la infantería detrás y la caballería en las alas. Los romanos dispusieron su infantería en el centro y la caballería también en los extremos. Jantipo mandó avanzar a sus elefantes. La infantería romana, dispuestos unos manípulos detrás de otros, constituyendo una inmensa masa de soldados, consiguió resistir la primera embestida de los elefantes, pero luego resultaba imposible luchar cuerpo a cuerpo con su enorme fortaleza; los romanos avanzaron entre los elefantes y recompusieron su formación detrás de los mismos, pero al avanzar así la caballería cartaginesa, superior a la nuestra, consiguió rodear toda la infantería. Una vez rodeados era cuestión de tiempo. Sólo unos dos mil hombres y algunos jinetes escaparon. Hasta el propio Régulo cayó preso. No, vencer a los elefantes en campo abierto no es sencillo. Hijo mío, si alguna vez te ves enfrentado a una fuerza que cuente con esos animales y la batalla deba ser en campo abierto, sigue mi consejo: retírate. Retirarse para atacar más adelante, en mejor ocasión, no es un deshonor.
El pequeño Publio le escuchaba con los ojos abiertos de par en par, sin parpadear, digiriendo el consejo de su padre.
—Y ahora ve a ver a tu madre, que está preocupada porque no has venido a comer.
El pequeño Publio asintió y salió disparado hacia la estancia donde le esperaba Pomponia. Su padre se quedó contemplando las pequeñas figuras de soldados y elefantes distribuidos en diferentes formaciones sobre el suelo del jardín.