1

Una tarde de teatro

Roma. Año 519 desde la fundación de la ciudad. 235 a. C.

El senador Publio Cornelio Escipión caminaba por el foro. Llevaba el cabello corto, casi rasurado, tal y como era costumbre en su familia. A sus treinta años, andaba erguido, dejando a todos ver con claridad su rostro enjuto y serio, de facciones marcadas, en las que una mediana nariz y una frente sin ceño se abrían paso en silencio. Ese día iba a asistir a un gran acontecimiento en su vida, aunque en ese momento tenía la mente entretenida con otro suceso sobresaliente en Roma: Nevio estrenaba su primera obra de teatro. Apenas habían transcurrido cinco años desde que se había representado la primera obra de teatro en la ciudad, una tragedia de Livio Andrónico, a la que el senador no había dudado en acudir. Roma estaba dividida entre los que veían en el teatro una costumbre extranjera, desdeñable, fruto de influencias griegas que alteraban el normal devenir del pensamiento y el arte romano puros; y otros que, sin embargo, habían recibido estas primeras representaciones como un enorme salto adelante en la vida cultural de la ciudad. Quinto Fabio Máximo, un experimentado y temido senador, del que todos hablaban como un futuro próximo cónsul de la República, se encontraba entre los que observaban el fenómeno con temor y distancia. Por el contrario, el senador Publio Cornelio Escipión, ávido lector de obras griegas, conocedor de Menandro o Aristófanes, era, sin lugar a dudas, de los que constituían el favorable segundo grupo de opinión.

Publio Cornelio llegó junto a la estructura de madera que los ediles de Roma, encargados de organizar estas representaciones, ordenaban levantar periódicamente para albergar estas obras. Al ver el enjambre de vigas de madera sobre el que se sostenía la escena, no podía evitar sentir una profunda desolación. Pensar cuántas ciudades del Mediterráneo disfrutaban de inmensos teatros de piedra, construidos por los griegos, perfectamente diseñados para aprovechar la acústica de las laderas sobre las que se habían edificado. Tarento, Siracusa, Epidauro. Roma, en cambio, si bien crecía como ciudad al aumentar su poder y los territorios y poblaciones sobre los que ejercía su influencia, cuando se representaba una obra de teatro tenía que recurrir a un pobre y endeble escenario de madera alrededor del cual el público se veía obligado a permanecer de pie mientras duraba el espectáculo o a sentarse en incómodos taburetes que traían desde casa. Como consolación, el senador pensaba que, al menos ahora, ya había posibilidad de ver sobre la escena actores auténticos recreando la vida de personajes sobre los que él había leído tanto durante los últimos años. Una mano en el hombro, por la espalda, acompañada de una voz grave y potente que enseguida reconoció, interrumpió sus pensamientos.

—¡Aquí tenemos al senador taciturno por excelencia! —Cneo Cornelio Escipión abrazó a su hermano con fuerza—. Ya sabía yo que te encontraría por aquí. Venga, vamos a ver una obra de teatro, ¿no? A eso has venido.

—No esperaba verte por aquí hoy.

—Hombre, hermano mío. —Cneo hablaba en voz alta de forma que todos alrededor podían escucharle. Era un gigantón de dos metros que no necesitaba abrirse camino entre el tumulto de gente que se había agolpado en torno al recinto del teatro ya que, como por arte de magia, siempre se abría un pequeño sendero justo un par de metros antes de que llegara su persona. Cneo era más alto, más fuerte, menos serio y más complaciente en la mesa que su hermano, lo que quedaba reflejado en su incipiente barriga que los años de adiestramiento y empleo militar mantenían relativamente difuminada—. Tanto hablar del teatro, el teatro esto, el teatro aquello… me dije, vayamos a ver qué es eso del teatro y… bueno…

—¿Bueno qué?

—¡Y, por todos los dioses! ¡Si ese viejo remilgado de Fabio Máximo ha dicho que lo mejor que puede hacer un buen romano es no acudir a estas representaciones, pues eso era ya lo que me faltaba para decidirme a venir! ¡Que los dioses confundan a ese idiota!

—Así que eso es lo que anda diciendo Fabio —respondió Publio—. Interesante. Ya entiendo por qué hay tanta gente. Creo que con sus palabras ha conseguido que venga más gente que nunca. Hay que felicitarle. Estoy seguro de que los actores agradecerán tanto debate sobre sus representaciones. Parece que Fabio Máximo no entiende que si deseas que algo pase desapercibido lo mejor es no mencionarlo. Supongo que futuras generaciones irán aprendiendo esto. En cualquier caso, me alegro. Cuanta más gente vea estas cosas mejor. Quizá así consigamos que en Roma se construya alguna vez un teatro digno de representar a Aristófanes o Sófocles.

—No sé; no creo que esto del teatro llegue a interesar tanto como para levantar esos enormes edificios de piedra de los que siempre hablas. Si me dijeras para ver gladiadores o mimos, cosas que sí gustan, entonces quizá sí… Pero desde luego hoy aquí hay un gentío notable —concluyó oteando desde lo alto de su sobresaliente punto de observación.

Así, conversando, los dos hermanos entraron en el recinto. Se había hablado ya en más de una ocasión de la posibilidad de levantar también una estructura de madera frente a la escena que soportase unas gradas de forma que el público pudiera sentarse y disfrutar con más comodidad del espectáculo, pero, de momento, todo aquello no eran más que conjeturas. Sólo había algunos bancos en las primeras filas para las principales autoridades de la ciudad, los ediles y algunos senadores.

—Resultará complicado conseguir una posición más céntrica. Mejor nos quedamos aquí —comentó Publio.

Su hermano se giró y le miró sacudiendo la cabeza, como quien perdona la vida a alguien a quien aprecia mucho pero que sabe que está equivocado en algo muy concreto. Sin más comentarios, Cneo se adentró entre el tumulto de gente, dando alguna voz al principio y luego, a medida que la densidad de la muchedumbre aumentaba, apartando a unos y otros con decididos y potentes empujones. Cneo avanzaba hacia el centro del recinto para conseguir una posición mejor para ver a los actores y lo hacía como un tribuno en un campo de batalla buscando la posición óptima para su unidad. Publio seguía la senda que su hermano iba abriendo. Unos soldados se revolvieron molestos ante aquel torrente de empellones, mas, al ver ante ellos dibujarse la imponente figura de Cneo adornada con la toga propia de un patricio, decidieron hacer como que no había ofensa y ocuparse de sus asuntos. Así, en unos minutos, Publio y Cneo alcanzaron el centro del recinto justo frente a la escena tras los bancos de las autoridades y quedaron dispuestos para asistir a la representación. Una vez allí, Publio se dirigió a su hermano.

—Gracias. Con tu extremada delicadeza hemos conseguido, sin duda, una excelente posición para el espectáculo. Siempre tan sutil, Cneo. Te veo hecho todo un político.

—Ya sabes que el que tiene que llegar a cónsul en nuestra familia eres tú. A mí que me dejen un ejército y que me pongan unos millares de bárbaros o cartagineses delante. Con eso me entretendré.

Publio no respondió nada. Quién sabe, viendo cómo se desarrollaban los acontecimientos políticos quizá algún día tendrían ante sí a unos cuantos de esos cartagineses, aunque no tenía tan claro que el verbo «entretenerse» fuera el más adecuado para describir semejante situación.

Tito Maccio era un joven de veinte años, huérfano, llegado a Roma desde Sársina, en el norte de la región de Umbría. Ésta había caído bajo el control romano unos años antes. Después de algunas peripecias y no pocos sufrimientos en las calles de Roma, había alcanzado una cierta estabilidad a sus veinte años como mozo de tramoya en una de las incipientes compañías de actores que se dedicaban a representar obras de teatro en la ciudad. Su labor consistía esencialmente en clasificar las ropas de los actores y tenerlas preparadas para facilitárselas a cada uno a medida que éstos entraban en escena. También se ocupaba de limpiar las mismas antes y después de cada representación y, en fin, de todo aquello que fuera necesario con relación al espectáculo, incluso, si se terciaba, actuar. Después de haber mendigado por las calles, aquello le parecía una muy buena opción de vida. Entre bastidores Tito observaba a los actores declamar y en ocasiones memorizaba los textos de aquellos personajes que más le agradaban. Esto resultaba útil sobre todo cuando tenía que sustituir a algún actor que estaba enfermo o, más frecuentemente, con una resaca demasiado grande como para poder salir a escena.

Cuando entró de niño en aquella compañía había un anciano liberto de origen griego que se ocupaba de traducir textos de los clásicos como Eurípides, Sófocles, Aristófanes o Menandro, entre otros muchos, que le tomó cierto aprecio. Quizá aquel anciano encontró su extrema soledad, en un país extranjero y sin familia ni amigos, reflejada en aquel niño mendigo de cara resuelta que luchaba por sobrevivir en una ciudad cruel para el pobre, el esclavo y el no romano. El anciano lo tomó a su cargo y le enseñó a leer latín primero y después griego; y cuando sus ojos empezaron a fallarle, Tito, familiarizándose poco a poco con el arte de la escritura, empezó a copiar al dictado las traducciones que este anciano le hacía. Praxíteles, que así se llamaba, falleció cuando Tito apenas tenía trece años. Una mañana fue a llevarle agua para lavarse como hacía siempre y se lo encontró en el lecho de la habitación que la compañía de teatro había alquilado para cobijo del anciano que tan buen servicio les daba. Praxíteles estaba tendido, relajado, pero con los ojos abiertos y sin respirar. Tito se quedó en silencio junto a aquel hombre de quien tanto había aprendido y se dio cuenta de que aun sin que éste fuera nunca condescendiente o especialmente cariñoso con él, siempre se había mostrado afectuoso. De pronto se sintió del todo solo y pensó que nunca jamás sentiría un dolor y una pena igual en su vida. Estaba muy equivocado, pero en aquel momento no era consciente de las turbulencias del futuro. Cuando se rearmó de valor para afrontar la situación abandonó la estancia y salió al encuentro de Rufo, el amo de la compañía, que estaba negociando en el foro las posibles nuevas representaciones de la misma para la próxima Lupercalia[*], la festividad de la purificación que tenía lugar a mediados de febrero. Faltaba tiempo aún pero era conveniente cerrar los convenios con las autoridades públicas lo antes posible.

Rufo se encontraba junto con dos ediles de Roma, encargados de organizar los diferentes acontecimientos festivos, cuando Tito llegó a su encuentro. Rufo hizo como que no le veía. Al fin, una vez que después de diez largos minutos hubo terminado sus conversaciones con los ediles, se dirigió al inoportuno Tito, que había permanecido junto a él como un pasmarote, inconsciente de su impertinencia, aturdido como estaba por los acontecimientos.

—¿Y a ti qué se te ha perdido en el foro esta mañana? ¿Por qué no estás con el griego terminando la traducción de la comedia de Menandro que os encomendé? Ésta no es forma de justificar el alojamiento y la comida que os pago.

Tito pensó en replicar con improperios pero de su boca sólo salió la sencilla y simple realidad.

—Praxíteles ha muerto. —Y sin esperar instrucciones se marchó del foro dejando que Rufo digiriese las implicaciones de aquel suceso para su futuro económico.

Rufo, no obstante, era un hombre curtido en el desastre y la crueldad. Militar retirado, a sus cuarenta años había matado, violado, robado, luchado con honor y luchado sin honor alguno en el campo de batalla y con dagas en las peligrosas noches de Roma. Tenía una poblada melena de pelo negro que se resistía a tornarse gris pese a su edad, como si tuviera un pacto de juventud con los dioses a cambio de quién sabe qué extraños servicios. Avanzaba siempre como si se tambaleara, con un corpulento cuerpo sazonado de heridas y coronado por un ceño profundo permanente en lo alto de su frente. Hablaba latín y algo de griego, pero su capacidad lectora era más que discutible. Con todo, Rufo poseía una sobresaliente destreza: el oportunismo. Había discernido como nadie el gran impacto que suponía la novedad del teatro como espectáculo en Roma y, antes que ningún otro, había juntado actores de diferentes partes de la península itálica, se había hecho con los servicios de Praxíteles y había fundado una compañía estable que daba un buen servicio a los ediles de Roma a un más que razonable precio para las arcas del Estado. Mantenía en la pobreza a actores y demás miembros de la compañía, pero eso no preocupaba a las autoridades siempre que se cumplieran los compromisos acordados en cuanto a número de representaciones y mínima calidad de la puesta en escena.

La muerte de Praxíteles suponía un importante escollo en el natural futuro de la compañía, pero, como la fortuna a veces es caprichosa y parece vanagloriarse en favorecer a quien menos lo merece, Rufo pronto detectó que no hacían falta tantas traducciones del griego como antes, sino que empezaba a haber autores latinos propios que, para satisfacción suya y de su economía, ya escribían las obras directamente en latín.

Meses después de la muerte de Praxíteles, Rufo preguntó a Tito si él se sentía capaz de traducir obras del griego. Tito meditó su respuesta y concluyó que sí, pero como movido por un resorte, enseguida respondió con decisión de forma contraria.

—No, lo siento, no podría —y nunca más le volvió a preguntar Rufo sobre aquel tema. Tito había visto dónde había llegado Praxíteles con su griego y no quería seguir su misma suerte. Albergaba mejores expectativas para su vida que trabajar traduciendo por un mendrugo de pan y una humilde alcoba y siempre en las manos de aquel hombre cruel y avaro. Desde entonces Tito se especializó en todo lo referente a la tramoya: trajes, disfraces, calzado de los actores y supervisar el levantamiento de la escena cada vez que había representación. Curiosamente, aquel trabajo parecía ser más valorado por Rufo que todos los esfuerzos del anciano griego por producir unas traducciones en correcto y fluido latín. Tito estaba sorprendido porque sabía de lo injusto de la valoración, pero se guardaba para sí mismo sus opiniones y se dejaba llevar en aquel mundo de locos por lo que los demás consideraban como de mayor mérito.

Aquella tarde del 235 antes de Cristo, se representaba la primera obra de uno de los nuevos autores que tan bien le habían venido a Rufo: Nevio. Se trataba de una tragedia ambientada en Grecia. Para ello Tito había dispuesto todo lo necesario: pelucas blancas para los personajes ancianos, pelirrojas para los esclavos, un sinfín de todo tipo de máscaras para las más diversas situaciones escénicas, y coturnos[*], unas sandalias altas empleadas para realzar la estatura de los personajes principales que en una tragedia serían dioses personificados por actores, que, como era lógico, no podían estar a la misma altura que el resto de los personajes. Una amplia serie de mantos y túnicas griegas completaba el vestuario.

Todo estaba dispuesto. El público llenaba los alrededores del escenario, la tarde era agradable y la temperatura suave. Roma iba a vivir una velada de teatro al aire libre.