Epílogo

Emmanuel se despertó a medianoche sintiendo un fuerte martilleo en la cabeza y en el corazón. Recordaba con todo detalle lo que había soñado, hasta los fragmentos de cristal roto que relucían en la carretera asfaltada que conducía al pueblo francés próximo a Caen.

El pelotón pasó bajo un desgastado arco de piedra y entró por una calle estrecha. Una anciana arrojó desde su ventana margaritas blancas y los soldados se detuvieron a recogerlas y se las pusieron en los ojales de sus uniformes.

Avanzaron hacia la plaza del pueblo. Negros nubarrones de humo salían de un edificio con las ventanas rotas y una andrajosa bandera con la insignia nazi colgaba de una de las columnas de la fachada. La acera estaba cubierta de papeles. Escritorios y archivadores volcados ardían. Caía una lluvia de cenizas.

El enemigo se había retirado, dejando un rastro de destrucción e incendios. Un soldado raso galés se expuso a las llamas y arrió la bandera roja y negra. La embutió en su macuto con una sonrisa.

Siguieron adelante. Los papeles desparramados que inundaban la calle tal vez fueran importantes, pero los pelotones de combate iban ligeros de equipaje. Seleccionar y archivar era tarea de las tropas de retaguardia.

Emmanuel entró a reconocer un callejón que salía de la calle principal. La luz pareció extinguirse en cuanto puso el pie en él, y el aire estaba frío y húmedo.

De la oscuridad salió tambaleándose una mujer descalza. Tenía la cabeza afeitada y llevaba una combinación de seda rasgada, los dos distintivos de quienes habían colaborado con los alemanes. En los ojos de la mujer no quedaba ni pizca de esperanza. Una mujer mayor que parecía su madre caminaba detrás de ella, cargada con un niño de pecho envuelto en un chal azul de algodón. Emmanuel se pegó a la pared para cederles el paso. La madre se lo agradeció silenciosamente con una inclinación de cabeza y desaparecieron en la fría oscuridad del callejón. Los tres, madre, hija y niño, habían naufragado en las caprichosas mareas de la guerra.

Emmanuel se levantó de la cama y se salpicó la cara con agua del grifo de la cocina. El incidente real había durado menos de un minuto, hacía ocho años y en otro mundo. Llevaba tiempo tratando de dar con la razón por la que los fragmentos de aquel recuerdo agitaban sus sueños desde hacía semanas, pero hasta entonces, un día después de que Shabalala y él hubieran regresado a Durban desde Roselet, no lo comprendió.

Recordó a Davida Ellis con el pelo rapado y a su elegante madre sentada a la mesa de la cocina, lamentándose por la inocencia perdida de su hija. Zweigman había hablado de ellas en la cueva mientras le corría la morfina por la sangre. Había dicho que Davida era fuerte y que, con ayuda, se adaptaría a su nueva vida.

—Está en la clínica de Zweigman —dijo Emmanuel en voz alta.

Además, había descubierto lo que ocultaba Zweigman en su cartera. La hoguera muti contenía el secreto y el sueño lo había confirmado.

Se puso la ropa y se precipitó a la noche tropical. El Chevrolet arrancó a la primera y los faros iluminaron la calle y las casas de ladrillo rojo. Salió a la carretera general que comunicaba Durban con Pietermaritzburgo.

La lisa superficie del asfalto dio paso a una irregular pista de macadam que zigzagueaba entre los montes. La carretera lo llevaría directamente a la clínica de Zweigman y a Davida; y a su hijo, suyo y de Davida. En el espejo retrovisor se reflejaban las luces de la ciudad que había dejado atrás. Delante de él, tal como había predicho baba Kaleni, las estrellas resplandecían con tanta intensidad como para iluminar su camino.