La rama suelta del cercado cedió y Emmanuel, Shabalala y Gabriel se introdujeron sigilosamente en el kraal de Matebula. Todos los intentos de quitarse de encima al chico habían fracasado y los policías ya tenían asumido que no se les despegaría mientras durase la operación. Avanzaron centímetro a centímetro a lo largo de la pared de paja de una cabaña iluminada por el sol del atardecer y se dirigieron hacia la parte posterior del recinto y a la cabaña del gran jefe. Las zonas comunes del kraal estaban desiertas y unas largas sombras caían sobre el establo.
—Se han congregado detrás de la cabaña del jefe, en la zona de reuniones —dijo Shabalala—. Allí, el sangoma arrojará los huesos para descubrir a las brujas que han traído mala suerte a la familia.
Se deslizaron junto a las cabañas de las esposas y Emmanuel hizo una pausa y se volvió hacia Gabriel.
—Quédate callado y a nuestro lado. No vayas a llamar a voces a la Reina Roja ni a hacerle nada, ¿entendido?
—Ja. De acuerdo. —El chaval estaba taciturno y dócil. Después de tanto correr por el monte y de pasar la noche sin dormir persiguiendo a la bruja, se había quedado sin energía. Cuando al fin se viniera abajo, caería en picado.
Delante de ellos se oía un runrún de voces y Emmanuel aceleró el paso. La ceremonia estaba iniciándose. Siguieron el camino hasta la cabaña grande, se escondieron al final de la cerca y buscaron huecos que les permitieran observar lo que ocurría. Los habitantes del kraal, unos quince hombres, mujeres y niños, estaban arrodillados en semicírculo bajo un árbol umdoni plantado en el centro de la explanada.
El gran jefe, envuelto en pieles de animales, una tela estampada de colores y ristras de cuentas, ocupaba un taburete de madera tallada. Sus esposas estaban arrodilladas a su derecha, con las cabezas gachas. Mandla se había situado al fondo de la zona de los hombres, de pie, flanqueado por los integrantes de su impi.
—Gran jefe. —Un hombre macilento se acuclilló sobre una piel de gacela curtida; el cabello le caía hasta los hombros y lo llevaba untado de ocre rojizo y grasa y enrollado en largos tirabuzones. De su cuello y sus hombros colgaban, atados con tiras de cuero, una serie de recipientes de cuentas y cuernos de cabra—. ¿Qué te aflige?
—Hay espíritus malignos en el kraal —dijo Matebula, y la concurrencia enmudeció—. Mi hija Amahle ha muerto y nunca se pagará su precio de la novia. Me pesan las piernas y siento una opresión en el pecho. No duermo de noche. Una bruja y su cómplice han hecho un maleficio a la familia y hay que librarse de ellas.
—Pediré consejo a los antepasados —dijo el sangoma, y en el patio resonó un tambor.
Emmanuel se desplazó a un lado para tener una vista mejor. Una robusta sangoma, con el cabello teñido de ocre y adornado con cuentas blancas, marcaba el ritmo en un gran tambor de cuero.
—Empieza… —dijo Matebula—. Descubre a las brujas.
El sangoma varón se levantó y empezó a golpear el suelo con los pies siguiendo el redoble del tambor. Las vainas secas con semillas que llevaba atadas a los tobillos castañeteaban y él succionaba y soltaba sonoras bocanadas de aire. El batir del tambor se aceleró y el sangoma danzó hasta que el sudor le empapó la piel y sus pies desnudos levantaron una polvareda. Brincaba y se bamboleaba como un poseso.
—Los espíritus de los antepasados están entrando en su cuerpo —explicó en un susurro Shabalala—. No tardarán en hablar a través de él.
Emmanuel rechazaba la idea de que hubiera muertos vivientes, pero no podía olvidar que las manos cargadas de energía de baba Kaleni habían resucitado el recuerdo de su madre y la promesa que él le había hecho. ¿Y qué eran los fantasmas de soldados y civiles que poblaban sus sueños sino los muertos que volvían a cobrar vida?
El sangoma empezó a moverse más despacio y una expresión vidriosa apareció en sus ojos.
—Los antepasados están aquí —dijo Shabalala.
La quinta esposa levantó los ojos furtivamente, expectante ante la inminente identificación de las hechiceras. El resto de la familia Matebula contenía el aliento y esperaba a que los espíritus hablaran.
—La Reina Roja —susurró Gabriel al vislumbrar a la quinta esposa—. Es ella, Emmanuel. Atrápala.
—La atraparemos, pero no ahora —repuso Emmanuel—. Tenemos que esperar al momento oportuno. Ten paciencia.
La respuesta no agradó a Gabriel, que, no obstante, dejó de hablar en susurros y volvió a pegar el ojo a una ranura de la cerca. El sangoma se arrodilló sobre la piel de gacela, agitó de un lado a otro una pequeña bolsa de adivinación y luego volcó su contenido. Huesos, piedras, monedas y conchas se desparramaron sobre la piel. Él los examinó, leyendo las señales. Pasaron varios minutos sin que los antepasados dijeran una palabra. Luego el sangoma se levantó y dio una vuelta alrededor de los huesos con el ceño fruncido.
—Habla —exigió el gran jefe, incapaz de dominar su impaciencia ni siquiera en una ceremonia sagrada.
—En este kraal hay varios espíritus malignos, gran jefe —dijo el sangoma—. Una sola mujer ha traído la calamidad a tu puerta.
La quinta esposa echó la cabeza atrás bruscamente, pero permaneció arrodillada a la sombra del umdoni, con los hombros en tensión.
—¿Estás seguro? —El jefe Matebula, insatisfecho con aquella información, frunció los labios.
—Lo han dicho los antepasados, gran jefe. Y los antepasados no mienten.
—Entonces, muéstramela —dijo Matebula—. Pon al descubierto a la bruja.
El sangoma empuñó una escobilla de cola de vaca y se dirigió a la zona donde estaban congregadas las mujeres. Una joven soltera de la primera fila se encogió bajo su sombra y rompió a llorar. La hermana pequeña de Amahle siguió sentada con la espalda erguida y la vista fija en los rayos de luz que caían sobre el cercado perimetral. La escobilla del sangoma se arrastró sobre su coronilla y le rozó las mejillas. Otras mujeres se apartaron, temerosas de que las singularizaran como culpables.
—Esa no es la bruja —dijo Gabriel, angustiado por el temor y el llanto de la joven.
El sangoma dio la espalda a la hermana de Amahle y se aproximó a las esposas del jefe. Sacudió la escobilla negra sobre la cabeza de la primera esposa. Mandla se inclinó hacia delante, dispuesto a actuar si la escobilla se detenía sobre su madre. El sangoma avanzó hasta la segunda esposa y después hasta Nomusa, que encorvó los hombros y cerró los ojos. La escobilla le barrió la cara, pasó sobre la siguiente esposa y se paró sobre la cabeza de la quinta esposa.
—Aquí está la bruja que ha traído el mal al kraal, gran jefe. Es ella.
—Qué bueno es —comentó, impresionado, Gabriel—. Ha encontrado a la Reina Roja.
La quinta esposa apartó de un golpe la mano del sangoma y giró para encararse a Matebula.
—No es verdad, esposo mío. Los antepasados se equivocan.
El comentario provocó exclamaciones de incredulidad entre la muchedumbre y hasta el gran jefe parecía escandalizado. Se puso en pie, aturdido.
—Dime cómo ha hecho esas cosas delante de mis narices.
—Con conjuros de magia negra y una púa envenenada, que clavó en la columna vertebral de tu hija —respondió el sangoma—. A Philani Dlamini también lo mataron así. Lo dicen los huesos.
—Los huesos mienten. —La quinta esposa se incorporó y dio un empujón en el pecho al sangoma. Este se tambaleó hacia atrás y ella siguió avanzando—. Mientes. Vamos a llamar a otro adivino para que diga la verdad. Yo tengo las manos limpias.
Emmanuel cruzó una mirada con Shabalala. Era el momento de que el sangoma redoblara la presión.
—Tienes las manos manchadas —dijo el sangoma, pero a su voz le faltó la convicción necesaria para obligar a la quinta esposa a batirse en retirada.
—Yo no les he puesto ni un dedo encima a Amahle ni a Philani, marido mío —le dijo directamente al gran jefe—. La verdadera bruja le ha hecho un hechizo al sangoma. Tiene ese poder.
Emmanuel sintió que los cimientos de su plan se resquebrajaban. Ni Shabalala ni él habían considerado capaz a la quinta esposa de ejecutar su estrategia con tanta determinación.
—Estoy limpia —anunció la mujer al clan allí congregado—. No he hecho ningún daño.
—Es una mentirosa… una mentirosa… una mentirosa… —salmodió Gabriel entre dientes y salió corriendo de detrás de la cerca. Cruzó como una exhalación la zona de reuniones, con la sucia chaqueta abierta ondeando como un paracaídas rasgado.
—No, oficial. —Shabalala agarró del brazo a Emmanuel para impedir que corriera detrás de Gabriel—. Deje que los antepasados terminen lo que han empezado.
—¿Y qué relación tienen con el chico? —preguntó Emmanuel. La situación estaba fuera de control y daba la impresión de que tendrían que volver a Durban de vacío, con el rabo entre las piernas.
—Mire. —Shabalala señaló la zona de reuniones.
Gabriel corría entre la muchedumbre, provocando a su paso una desbandada de mujeres y niños. Se detuvo a unos centímetros de la quinta esposa y la taladró con una mirada airada de sus ojos de distintos colores.
—Eres la Reina Roja —dijo, y se inclinó más hacia ella—. Tú hiciste que Amahle se durmiera. Y quemaste a un bebé en la hoguera. Te vi con mis propios ojos.
La quinta esposa se estremeció y dio un paso atrás. El resto de la familia se inclinó hacia delante, hipnotizados por el muchacho blanco. Entre los zulúes del valle se le conocía por ser un elegido de los antepasados. Lo veían vagar por el monte de noche y de día, hablando con los árboles y los animales.
—Marido…, te ruego que no escuches a este niño —dijo en tono suplicante la quinta esposa, con el rostro vuelto en dirección contraria a Gabriel.
—Gran jefe —intervino el sangoma con fuerzas renovadas—. Los antepasados han transmitido su mensaje a través de los huesos y ahora a través de este muchacho que sufre de ukuthwasa.
Emmanuel miró a Shabalala pidiéndole una aclaración.
—Cuando los antepasados llaman a un hombre o a una mujer para que se hagan curanderos, el sangoma sufre una enfermedad. Dolor de espalda, de cabeza y, a veces —Shabalala se dio unos golpecitos con el dedo en medio de la frente—, un trastorno mental. Esto se llama ukuthwasa.
—¿Es lo que tiene Gabriel?
—Yebo.
El jefe Matebula saltó sobre la piel de gacela y pasó resueltamente junto a sus esposas arrodilladas. La negra huella de su sombra fue cayendo por turnos sobre cada mujer hasta llegar al espacio vacío que antes ocupaba la quinta esposa.
—Me has quitado a mi hija —dijo—. Me has dejado sin el precio de la novia y al jefe Mashanini sin su futura esposa. ¿Qué tienes que decir?
—Yo no he hecho nada de eso, esposo mío.
Gabriel la rodeó y se detuvo en su línea de visión. La miró a los ojos.
—Di la verdad aunque no te favorezca. Tú eres la bruja que se ha llevado a Amahle.
La quinta esposa apartó los ojos de la penetrante mirada de Gabriel y le dijo al jefe:
—Amahle iba marcharse…, iba a abandonarnos a todos. La boda nunca habría llegado a celebrarse. Tu hija odiaba este kraal y a esta familia.
—Mentiras. —Matebula desdeñó la respuesta con un ademán—. El matrimonio estaba acordado y Amahle iba a cumplir con mucho gusto su deber para conmigo, para con su padre.
—Mira. —La quinta esposa sacó un papel de la cinturilla de su falda negra y lo levantó en el aire. Estaba aturdida por la inquietante presencia de Gabriel y por la ira creciente del jefe—. Un billete de autobús. Amahle te mintió, marido. Su plan no era quedarse y casarse. Tenía la vista puesta en Durban. Era una mala hija.
Nomusa se levantó de la fila de esposas arrodilladas.
—Si ese billete de autobús era de Amahle, ¿cómo ha llegado a tus manos?
—Lo encontré en el veld.
—Mi hija era cuidadosa. No se saltaba una puntada cuando cosía ni se le caía un solo grano de mijo de una calabaza —Nomusa se dirigió directamente a la quinta esposa—. Ese billete no es de Amahle. Es tuyo. Eres tú la que está planeando fugarse del kraal y de tu esposo, el gran jefe.
—¿Es cierto eso? —preguntó Matebula, ofendido por la idea de que una de sus esposas se planteara siquiera dejarlo.
—No —repuso con voz estridente la quinta esposa—. El billete estaba en el bolsillo de Amahle. Fue ella quien lo compró.
Nomusa lanzó una mirada fulminante a la mujer joven.
—Mi hija no te dejaría revolverle los bolsillos a no ser que estuviera muerta.
Los habitantes del kraal profirieron gritos de cólera y la quinta esposa echó a correr hacia la salida. Mandla y su impi se separaron del grupo de hombres y se desplazaron para cortarle la retirada mientras Emmanuel y Shabalala avanzaban para bloquearle el paso.
Gabriel fue el más rápido y el primero en llegar hasta la mujer que se había dado a la fuga. La agarró por la cintura y la tiró al suelo. Un revoltijo de piernas y brazos negros y blancos se agitó en el suelo, levantando una polvareda. La familia Matebula se puso en pie de un salto y empezó a dar voces y empujones para ver a la bruja y al muchacho blanco.
—La tengo —gritó Gabriel—. La tengo.
Al acercarse, Emmanuel vio el rápido movimiento de una púa de puercoespín que se dirigía al brazo de Gabriel. Asió por la muñeca a la quinta esposa y la apartó del chico. Shabalala la sujetó contra el suelo. Ella chillaba y daba puntapiés y puñetazos al aire.
—Cuidado, puede haber más púas —advirtió Emmanuel al agente zulú, y se arrodilló para examinar la manga de Gabriel. El pequeño pincho se había quedado clavado en la tela del uniforme del King’s Row College. La punta estaba manchada de rojo.
—¿Estás herido? —preguntó Emmanuel—. ¿Has sentido un pinchazo en el brazo?
—No.
Gabriel quiso arrancar la púa y Emmanuel le detuvo la mano. No era sangre lo que había teñido la punta de rojo.
—No lo toques —dijo Emmanuel—. Es veneno.
La púa era la prueba perfecta. Prácticamente no se distinguía de las dos que se habían hallado en los cuerpos de Amahle y Philani. Emmanuel la retiró de la tela, la envolvió en su pañuelo y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Tome. —Mandla le tendió el billete de autobús, sujetándolo entre el pulgar y el índice—. Para los tribunales de los blancos.
—Gracias.
—Los escoltaremos desde el kraal hasta la carretera general. Hay que llevar a la quinta esposa a la comisaría del pueblo. En el valle no está a salvo.
—Lo estaría si usted diera la orden —dijo Emmanuel.
Mandla sonrió y se alejó a recoger a su impi. Cada vez tenía más autoridad, no le faltaba mucho para ocupar el puesto de gran jefe.
—Oficial —lo llamó Shabalala—. Tenemos que darnos prisa para que no nos sorprenda la puesta de sol.
Emmanuel levantó a Gabriel de un tirón. La familia Matebula se había dividido en cuatro grupos, pues cada una de las cuatro esposas restantes arropaba a sus hijos como una gallina clueca. Nomusa abrazaba con fuerza a su hija pequeña y le susurraba al oído. La asesina de Amahle había sido descubierta, pero las heridas abiertas en los corazones de quienes la amaban nunca llegarían a cerrarse.
Gabriel miró a Emmanuel. Estaba rebozado en tierra e indefenso.
—Ya sé que no tenía que correr, pero no pude evitarlo —dijo—. Lo siento.
—Has actuado bien —dijo Emmanuel—. Muy bien. Estoy orgulloso de que seas tan valiente.
—¿La vas a matar, Emmanuel? Tiene que morir.
—Eso no es trabajo mío ni tuyo. Pasará mucho tiempo en la cárcel. Quizá eso sea suficiente.
—Bien.
Gabriel estaba satisfecho. Se quedó mirando a una libélula que trazaba círculos en el aire, a la espera de que se posara. Y Emmanuel pensó que tal vez los zulúes tenían razón y Gabriel estaba en sintonía con las voces de otro mundo.
Emmanuel se acercó a Shabalala, que sujetaba por el brazo a la quinta esposa. Su corona roja estaba aplastada en el suelo y las púas de puercoespín formaban un montoncito. Ninguna de ellas tenía el delator tinte rojizo.
—¿Por qué Philani? —preguntó Emmanuel. Todo indicaba que el jardinero era inofensivo.
—Encontró a la hija del jefe en el camino, justo después de que ella se reuniera con los antepasados. —La quinta esposa se sacudió el polvo de la ropa, todavía orgullosa de su apariencia—. Salí de mi escondite y lo llamé asesino. Philani se asustó y me imploró clemencia, asegurando que era inocente. «Yo te creo, pero el gran jefe no te creerá», le dije. «Escóndete en algún sitio y defenderé tu inocencia ante mi marido». Le di dinero para demostrar que mi promesa de ayudarlo era sincera. Y él hizo lo que le decía.
—Deme las cinco libras que le quitó a Amahle —le dijo Emmanuel.
La quinta esposa sonrió, con los ojos relucientes.
—No tengo dinero, ma’ baas. Lo siento, ma’ baas.
—Puedo meterle la mano por el escote para registrarla y también puede hacerlo el agente Shabalala. ¿A quién prefiere? —Emmanuel la estaba retando a que probara que decía la verdad. Arrancar por la fuerza a una persona objetos incriminatorios era ilegal, pero ella no lo sabía.
La quinta esposa sacó un billete de cinco libras del escote de su blusa de cuero y se lo entregó con una mirada coqueta. La bella ingenua era parte de su personalidad y no renunciaría a ella hasta que se cerrasen las puertas del furgón policial y se oyera el chasquido de las fallebas. Hasta entonces no comprendería que las consecuencias de sus actos eran reales.
—Sal hacia la carretera general. Mandla y su impi te acompañarán —le dijo Emmanuel a Shabalala, y se guardó las cinco libras—. Que Gabriel vaya contigo. Yo os daré alcance.
—Ese dinero… —Shabalala titubeó antes de añadir—: No está limpio.
—No es más que un trozo de fibras de algodón —dijo Emmanuel—. Nomusa no conoce su procedencia y Bagley no va a reclamarlo. Bastará regalarlo para que quede limpio.
—¿Eso cree?
—Sí —dijo Emmanuel—. Estoy convencido.
—Entonces, se lo agradezco, oficial.
Shabalala se llevó a la quinta esposa. El clan Matebula observó su partida con resentimiento. Un hombre blanco de una ciudad lejana dictaría sentencia e impondría un castigo por un asunto que solo atañía a su familia.
Mandla y sus hombres cerraron filas detrás de Shabalala, dejando aislado al gran jefe bajo las ramas del umdoni. Emmanuel se agachó junto a Nomusa, manteniendo cuidadosamente la distancia respetuosa que requería una mujer casada.
—Usted sabía el nombre de la culpable antes de que el sangoma hiciera nada —dijo ella. El miedo a que la tacharan de bruja y la fuerte impresión causada porque la asesina de Amahle fuera del kraal familiar la habían dejado sin energías y con profundas arrugas de preocupación surcándole el rostro.
—No teníamos pruebas —dijo Emmanuel—. Necesitábamos una confesión para practicar el arresto. Siento haber tenido que someterlas a esta ceremonia.
—Ya está hecho. —Nomusa atrajo hacia sí a su hija superviviente—. Ahora el gran jefe quizá entierre a Amahle con honores en lugar de con deshonra.
—Mandla ha prometido hablar con el jefe para que así lo haga.
—¿Mandla también lo sabía?
Sorprendida, Nomusa levantó la vista para analizar la expresión de Emmanuel y averiguar si le decía la verdad.
—Sí —dijo Emmanuel—. El sangoma también formaba parte del plan. El agente Shabalala lo convenció, aunque él se resistía.
—¿Cómo?
—A Shabalala se le da muy bien escuchar —respondió Emmanuel.
Con mucha paciencia, un poco de charla y atención a los detalles, el investigador zulú se había enterado de que el hijo mayor del sangoma iba a ir a estudiar a Durban. El sangoma pasaba las noches en blanco imaginando a su hijo perdido en la ciudad, a merced de ladrones y tsotis. Shabalala se ofreció a presentarle al pastor de su iglesia, facilitarle el nombre de una buena casa de huéspedes e ir a recogerlo a la estación de autobuses cuando llegara a Durban. E hicieron el trato. El plan para poner en evidencia a la quinta esposa era cosa de Shabalala. Emmanuel se había limitado a seguirle la corriente.
—Ha salido todo a la luz —dijo Nomusa—. Pero mi corazón no está contento.
—Necesita tiempo. —No había bálsamo para las heridas infligidas a una familia por un asesino. Se colocó entre los dedos el billete de cinco libras y dijo—: Le deseo lo mejor.
Le cogió la mano a la hija pequeña y fingió estrechársela. A una mujer casada estaba prohibido tocarla, sobre todo en presencia del marido. Unos dedos pequeños asieron el billete y se lo quitaron. Emmanuel se levantó para irse. La niña guardó el billete bajo la cintura de su falda de cuentas y le dirigió una rápida mirada de gratitud. Fijándose en su gran parecido con Amahle, Emmanuel se preguntó si a ella también le reservaría el fututo un asiento de autobús en Regalo de Dios.
—Que le vaya bien, inkosi Cooper.
Nomusa se puso en pie e hizo el gesto tradicional de despedida. Se habían reanudado los sonidos de las mujeres que molían el mijo y de los niños que corrían a sacar agua del río. La vida seguía su curso. Algún día, quizá hiciera olvidar sus penas a Nomusa, o al menos parte de ellas, en eso confiaba Emmanuel.
—Que les vaya bien, madre e hija —dijo, y se encaminó a la senda de montaña. Las dejaba para que reparasen los daños. Esperaba que así lo hicieran.
Recordó que dentro de poco le tocaría llamar a su hermana Olivia para el intercambio mensual de saludos que le demostraba que, a fin de cuentas, no estaba solo en el mundo.
Roselet resplandecía con la última luz del día. Las farolas se encendieron. Ellicott y Hargrave estaban repantigados en unas sillas plegables colocadas bajo el sicomoro, bebiendo las últimas cervezas de la jornada. Una humareda salía de un bidón perforado con una parrilla colocada encima y en su interior crepitaba un fuego de leña. Bagley echó una ristra enroscada de salchichas tradicionales de granja sobre la rejilla metálica caliente y pinchó la piel con un tenedor largo. Las boerewors chorrearon grasa que cayó sobre las ascuas.
—Salud. —Ellicott levantó su cerveza para hacer un brindis—. Un asunto entre kaffirs no atraerá a la prensa, pero el general Hyland está satisfecho de los resultados.
—Lamentablemente, los nombres de Cooper y Shabalala no surgieron en la conversación —dijo Hargrave.
Shabalala mantuvo una expresión glacial. Emmanuel se encogió de hombros. No esperaba nada a cambio de entregar a la quinta esposa a los dos policías y de permitir que Hargrave y Ellicott firmasen el expediente del caso. Era el precio de realizar una investigación no autorizada.
—Por si acaso los muchachos de West Street preguntan algo…, ¿cuál fue el motivo de los asesinatos? —Mentalmente, Ellicott ya estaba de regreso en Durban, vaciando pintas con sus compañeros y contando embustes sobre las dificultades del caso.
Emmanuel lo resumió con sencillez.
—A Amahle la mataron para evitar que su padre utilizase el precio de la novia de su boda para comprar a una sexta esposa. El motivo: los celos. La segunda víctima, Philani Dlamini, tuvo mala suerte. Descubrió el cadáver de Amahle en el camino y le entró el miedo. La mujer que en realidad la había matado, lo convenció para que se escondiera mientras ella defendía su inocencia. Le entregó parte del dinero que había robado del bolsillo de Amahle para probar que era sincera. Dos días después, asesinó también a Philani. El motivo: los muertos no hablan.
—Kaffirs. No hay quien los entienda. Yo no los entenderé en la vida. —Hargrave echó otro trago de cerveza mientras contemplaba los cambiantes colores del horizonte. Bagley se ocupaba de la parrilla en silencio.
—Si tenéis hambre, muchachos, quedaos a tomar algo —dijo Ellicott.
—Nos gustaría mucho, pero ya es hora de irnos. —A Emmanuel no le apetecía una velada a base de boerewors, cerveza y chistes verdes.
Quería volver a casa de Margaret Daglish, donde Zweigman y ella los esperaban. Ella Reed los había llevado en coche hasta allí hacía unas horas. Y luego había seguido camino hacia Little Flint Farm con Gabriel, para que pasara allí la noche antes de volver al colegio. Si es que no se escapaba otra vez. Emmanuel sospechaba que Jim, el marido de Daglish, se habría largado una vez más. De no ser así, seguramente Daglish lo echaría a patadas. Ya no era la misma mujer que hacía unos días se había negado a atender al policía que se presentó a su puerta con un cadáver que requería una autopsia.
Ellicott vació su cerveza y abrió otra. Tomó un sorbo y dijo:
—Para ser maricón, no estás mal, Cooper. Tú tampoco, Shabalala.
—Buenas noches, oficial. Que tengan buen viaje de vuelta. —Emmanuel echó a andar por el patio en dirección al Chevrolet. Shabalala lo siguió, ceñudo.
—Nos insulta y usted le sonríe —dijo el agente zulú—. ¿Qué significa eso?
—Significa que acabamos de hacernos amigos. Hargrave y Ellicott volverán a Durban mañana y les contarán a los compañeros que no somos malos tipos. —Emmanuel abrió la puerta del coche y tamborileó con los dedos sobre el polvoriento capó—. Ya no estamos castigados en el cuarto oscuro, Shabalala.