21

El sol hacia el ocaso incendió el cielo. Los pájaros se acomodaban para pasar la noche y una brisa tibia agitaba la artemisa y los podos. Emmanuel se sentó con las piernas cruzadas, bañado por la última luz del día. La indestructible belleza del mundo le maravillaba. La luna llena que se alzaba sobre un campo de batalla, las flores de un melocotonero que caían encima de una tumba recién tapada, las briznas de hierba que salían del pavimento agrietado de una ciudad arrasada y la humanidad que se afanaba como las hormigas. A la tierra le daba igual que hubiera guerra o paz.

—¿Hemos ganado, oficial Cooper? —preguntó Zweigman. Estaba recostado contra la pared de la cueva, rascándose los brazos y las piernas, un efecto secundario común de la morfina que corría por su sangre.

—Trate de no hablar —le recomendó Daglish a la vez que le arropaba los hombros con la manta—. Necesita reposar.

Drogado y recién cosido, el médico alemán seguía negándose a acatar órdenes. Se quitó de encima a Daglish con un ademán y dijo:

—Cuénteme las novedades.

Emmanuel se levantó y se acercó a Zweigman. Se inclinó a su lado para evitar que el médico herido se moviera. Una noche y un día enteros durmiendo bajo el efecto de la medicación le habían servido para reponer fuerzas, pero aún no estaba totalmente fuera de peligro.

—No hemos ganado y las novedades no son buenas —dijo Emmanuel—. Nuestra principal sospechosa, una criada de Little Flint Farm, tiene coartada para el momento en que se produjeron los dos asesinatos. Ella ha quedado libre de sospecha y nuestra lista de interrogatorios, vacía.

Al salir de la granja el viernes, Mercy Mhaule había ido a dar una vuelta rápida por los kraals donde había solteros bien parecidos, ya fuera porque residían allí o porque estaban tomándose un descanso de su trabajo en las minas de Jo’burgo. Trataba su soltería como una enfermedad que debía quedar curada para finales de año. Incluso había dado un rodeo para ir al kraal de Matebula siguiendo el consejo de una amiga, según la cual el gran jefe quizá anduviera al acecho de una nueva esposa. El domingo, Mercy había asistido al servicio religioso de la mañana, había comido con unos primos suyos y luego había participado en las oraciones de última hora de la tarde antes de irse a la cama. Tenía una docena de testigos para cada una de esas noches y ninguna proposición de matrimonio.

—Shabalala… —Zweigman se rascaba la barbilla y el cuello cubiertos de barba, a la deriva entre el presente y el pasado—. Lo he visto. Ahora se ha ido.

—Shabalala está echando un vistazo a unas trampas que ha puesto esta mañana. —Emmanuel lanzó una mirada a la luz rojiza que iba apagándose en el cielo—. No tardará en volver.

—Y Lilliana y Dimitri, ¿están bien?

A Emmanuel se le erizó el pelo de la nuca al pensar en lo cerca que habían estado de perder a su marido y a su padre la esposa y el hijo de Zweigman.

—Sí —dijo—. Los dos están muy bien.

—Lilliana se preocupa demasiado. Davida es fuerte. Se adaptará a su nueva vida. Su madre la ayudará. Y nosotros también.

—¿Davida? —preguntó Emmanuel. Los Zweigman se habían llevado a su casa a Davida para protegerla cuando vivían en la remota población de Jacob’s Rest. La pareja alemana y su hija adoptiva mestiza continuaban manteniendo una estrecha relación, aunque Zweigman rara vez mencionaba su nombre en presencia de Emmanuel.

—Shh… la muchacha necesita dormir —dijo Zweigman.

—¿Está enferma? —Emmanuel se inclinó más hacia Zweigman para tratar de captar su atención. Quería saber que Davida era feliz y que la imprudencia que había cometido con ella no había echado a perder sus posibilidades de disfrutar del amor y de la paz.

Sí, trajinarte a la chica fue una trastada —dijo el sargento mayor—. Pero eso pasó hace un año y fue solo una noche, Cooper. Probablemente ya se habrá olvidado. ¿O es eso lo que te preocupa? ¿Ser una nota a pie de página?

Emmanuel se encogió de hombros. No sabía muy bien por qué el recuerdo de Davida se resistía a desaparecer.

—Tendría que haber aprendido a tocar la guitarra —masculló Zweigman, y se rascó el lóbulo de la oreja—. Pero aprendí a tocar el acordeón. Mi madre decía que me haría popular en las fiestas…

—Descanse —dijo Emmanuel. El alemán estaba flotando en el tiempo, el espacio y la morfina—. Yo tengo que ayudar a la doctora Daglish a hacer una hoguera.

—Una buena mujer. Si tuviera diez años menos y fuera el que era… pero no hay vuelta atrás… —Zweigman se deslizó bajo la manta y bostezó—. Unas vacaciones de verano, Lilliana y los niños corrieron descalzos por la hierba y trataron de atrapar luciérnagas con una red. Vi la luna en el lago.

Zweigman se quedó dormido y Emmanuel salió de la cueva para buscar leña seca. Esa noche había soñado con Davida Ellis y revivido el recuerdo de cómo salió corriendo por el veld vestida con un camisón blanco y se fue de su vida para siempre.

¿Dónde estaría en aquel momento?

El sol se puso y se alzó la estrella del anochecer. El horizonte púrpura fue tiñéndose de gris marengo y luego la noche se cerró sobre él. Veinticuatro horas después, un sangoma decidiría el futuro de la madre y la hermana pequeña de Amahle. Aquel paisaje, tan hermoso en primavera, se volvía duro y frío en invierno. La nieve caía en las montañas y era difícil encontrar alimentos. ¿Cuánto tiempo podrían sobrevivir madre e hija, desterradas y solas, antes de reunirse con Amahle en la aldea de los antepasados?

Una mano se deslizó bajo el borde de la cortina de brocado que Emmanuel utilizaba como manta y avanzó hacia la funda de su revólver. Emmanuel permaneció inmóvil y esperó a que la realidad se separase de los sueños. La mano llegó hasta el cierre de latón y tiró de la trabilla de cuero. Aquello no era un sueño. Era real. Emmanuel estiró el brazo y agarró una muñeca huesuda. Se incorporó, sujetando con fuerza la muñeca del ladrón. Gabriel forcejeó para liberarse, sudando copiosamente a la luz menguante de la hoguera. El uniforme del King’s Row College estaba aún más estropeado y tenía la cara llena de churretes de tierra.

—¿Qué haces? —susurró Emmanuel. Zweigman, Daglish y Shabalala estaban dormidos alrededor de la hoguera nocturna, envueltos en sábanas y cortinas del botín de Gabriel.

—Estoy cogiendo tu pistola —dijo Gabriel.

—¿Para qué? —Emmanuel soltó al colegial y miró su reloj. Las cuatro y cuarto, estaba a punto de amanecer.

—Para matar a la Reina Roja. Está cocinando un bebé a la brasa.

En el hospital militar de Inglaterra donde Emmanuel se había recuperado de sus heridas de guerra había chiflados con impulsos homicidas, cadáveres vivientes acurrucados en rincones y fantasmas que merodeaban de noche por las salas, intentando encontrar el camino de vuelta a casa. Esa experiencia le había enseñado a respetar la capacidad de la mente para generar su propia realidad. La Reina Roja era real, lo oía en la voz de Gabriel.

—Háblame de la Reina Roja —dijo.

—Está ahí abajo. —Gabriel señaló el oscuro bosque—. Estuve buscándola todo el día y al final la encontré.

—¿Por qué la quieres matar?

Emmanuel aplicaba discretamente la lógica para tratar de dar con el núcleo del mundo de fantasías del chaval.

—Fue ella la que hizo que Amahle se durmiera en el monte. —Gabriel se balanceaba adelante y atrás, agitado por aquel recuerdo—. Usó la magia negra. Si la mato, podrá encontrar a Amahle y traerla desde el otro lado.

Emmanuel retiró de una patada la cortina que lo cubría y cogió sus zapatos. Cuando no tenías nada en qué basarte, las ideas más descabelladas te abrían posibilidades. Aquella agitación hizo que Shabalala amaneciera en el mundo de las brujas y las reinas y se acercara arrastrando los pies sobre la piedra.

—¿Oficial? —El saludo del agente zulú era a la vez una petición de información.

—La he encontrado —dijo Gabriel—. A la mujer que le hizo el hechizo a Amahle. Emmanuel no me presta su pistola. ¿Tienes tú una?

—No. —Shabalala se encorvó sobre el colegial asilvestrado y susurró—: ¿Cómo se llama esa mujer?

—La Reina Roja —respondió Gabriel.

Emmanuel miró a los ojos a Shabalala y este le respondió con un encogimiento de hombros. Daba igual que fuera una bruja malvada, la Reina Roja o un unicornio plateado, no tenían otras pistas que seguir.

—Llévanos a donde está la mujer —le dijo Shabalala al chaval—. Emmanuel traerá su pistola por si acaso trata de lanzarnos un embrujo.

Gabriel se levantó y se abrochó la chaqueta, tal como lo haría antes de ponerse en fila para la inspección diaria en el colegio.

—Tenemos que darnos prisa —dijo el chico después de cerciorarse de que el Webley seguía en su funda—. Para que no salga volando.

Emmanuel encajó los pies en los zapatos y Shabalala lo imitó. Gabriel saltó de la boca de la cueva al nivel inferior y se internó en el bosque como una exhalación. Guiados por el sonido de sus pasos entre los árboles y los densos helechos, lo siguieron. Un amanecer azul pálido iluminaba el camino.

Aguantar el ritmo de Gabriel y Shabalala requería toda la concentración de Emmanuel, que no tardó en perder la noción del tiempo y del espacio. El bosque se fue despejando y cruzaron corriendo un terreno pedregoso salpicado de aloes. Un resplandor rojizo hendía la oscuridad.

—El fuego —dijo Gabriel a la vez que aflojaba el paso.

Del terreno despejado pasaron a un bosquecillo ralo de marulas. El humo del fuego transportaba un olor a carne chamuscada y a hierbas quemadas. Emmanuel suprimió sus reacciones emocionales. Lo que estuviera en las brasas no se podía modificar, solo cabía aceptarlo y, después, enterrarlo.

—Despacio… —advirtió Shabalala—, o nos oirá.

—Deprisa —replicó el chico—, o desaparecerá.

Una paloma huilota levantó el vuelo desde los árboles cuando se acercaron y el sonido de sus alas batiendo el aire actuó como una sirena de aviso. Los pájaros anidados en el bosque empezaron a gorjear y a dar la voz de alarma. Emmanuel vislumbró una figura humana que se ponía de pie junto a la hoguera.

—Es ella —gritó Gabriel—. La Reina Roja.

La figura se apartó de las llamas a paso rápido y se fundió con los árboles. Shabalala echó a correr. Entre los altos troncos se veía intermitentemente algo de color tostado. Emmanuel se desvió a la derecha, avanzando en paralelo a Shabalala por si la figura que huía cambiaba de rumbo.

Los destellos de color tostado desaparecieron y Emmanuel desistió de tratar de ubicarse. El golpeteo de las pisadas se fue apagando hasta desvanecerse bajo el trino de los pájaros. Emmanuel giró en redondo, desorientado. Entre los esbeltos troncos había un resplandor y echó a andar hacia esa luz, con miedo a lo que pudiera encontrar en las brasas.

Gabriel Reed estaba acuclillado junto al fuego, fascinado por el objeto calcinado que había en el centro. Cambió de posición al oír acercarse a Emmanuel pero mantuvo la vista fija en las llamas.

—Es el bebé —dijo.

Los órganos de un niño pequeño se consideraban los más poderosos para hacer un hechizo de muti negra, y los de un feto aún más si cabe. A Emmanuel le picaba el humo en los ojos y el calor que irradiaba el fuego le quemaba la piel. Se detuvo al borde de la zona arenosa, incapaz de aproximarse más. En el humo y las llamas veía como en un espejo el sueño en el que avanzaba a trompicones entre ascuas incandescentes buscando algo que no veía, y la presencia del niño muerto agudizaba aún más su temor. Entre los escombros de esa pesadilla, ocultos en las nubes de ceniza, había una mujer y un niño envuelto en una tela de algodón. Acababa de darse cuenta.

Paso a paso, soldado —dijo el sargento mayor—. No hay más remedio que avanzar. Termina la misión.

Emmanuel cruzó la zona de arena y miró directamente al centro de los rescoldos humeantes. La carne carbonizada se había abierto, dejando al descubierto las costillas de color marfil y una hilera de dientes. Emmanuel se inclinó más. Los molares le parecían extraños.

—Búscame un palo largo, Gabriel. Vamos a mirar mejor.

El chico se levantó de un salto, rebuscó en la maleza y volvió con dos ramas jóvenes con las hojas arrancadas. La fascinación por el cuerpo chamuscado había desplazado el deseo de buscar y matar a la Reina Roja.

Le entregó una rama a Emmanuel y entre los dos sacaron los restos hacia la arena. La columna vertebral, las costillas y las cuencas de los ojos confirmaban que ese amasijo había sido en su día una criatura viva. Emmanuel se agachó y recorrió la mandíbula con la punta del palo: era larga, fina y con toda seguridad no pertenecía a un ser humano.

—Un animal pequeño —dijo—. Podría ser cualquier cosa. Un cachorro o una gacela recién nacida.

—Un bebé —insistió Gabriel.

—Sí —admitió Emmanuel—. Pero no humano. Quizá Shabalala sepa lo que es.

El cielo se iluminó y las plantas y las rocas se hicieron visibles individualmente. A Emmanuel no se le había ocurrido preocuparse por Shabalala hasta ese momento. El investigador zulú era rápido y fuerte, pero ¿y si la muti negra realmente funcionaba y él estaba persiguiendo a una oponente con poderes malignos?

No te metas en la mierda —ladró el sargento mayor—. Coño, Cooper, mantente ocupado. Shabalala volverá enseguida.

Emmanuel siguió el consejo. Empezó a dar vueltas cada vez más grandes alrededor del fuego, buscando indicios reveladores de la identidad de la mujer. Gabriel lo siguió, encajando con cuidado sus pies desnudos en las huellas que dejaban los zapatos de Emmanuel.

Una cuenta plateada encajada en el pliegue de una hoja marrón resplandecía como una gota de rocío. Emmanuel la recogió y se la puso en la palma de la mano.

—Mira. —Gabriel se había agachado junto a un pedrusco—. Aquí hay otra, y otra más.

Muchas cuentas plateadas se habían desparramado por la tierra y habían rodado hasta algún agujero. El día antes, Karin Paulus había dicho algo referente a las cuentas. Emmanuel recogió una docena y se las echó al bolsillo de la chaqueta.

—Son de la bruja —dijo Gabriel—. Las lleva en los hombros y en la espalda.

Eso era. Karin había dicho que la mujer que estaba en el refugio de la roca con Philani llevaba sobre los hombros una piel de ciervo marrón decorada con cuentas brillantes. Una especie de chal.

—Descríbeme a la bruja —dijo Emmanuel.

—Piel negra, lleva una corona roja.

Un dibujante de retratos robot se las vería y se las desearía con esa descripción física.

—¿Es alta o baja?

—Está llena. —Gabriel continuaba recogiendo plata del suelo, deleitándose con cada cuenta—. Pero está hambrienta.

—Es gorda —dijo Emmanuel, tratando de interpretar la respuesta. Había pasado largas veladas del invierno inglés jugando a los acertijos con su familia política en el asfixiante cuarto de estar de su casa, decorado con gatos siameses de porcelana. Detestaba los juegos de adivinanzas.

—No. —Gabriel se guardó el botín—. Está llena, no es gorda.

—Está bien. —Emmanuel ensayó otro enfoque—. Todo el mundo tiene dos nombres. El nombre por el que les llama la gente y el nombre especial que inventas tú, ¿no es así?

Ja.

—¿Cuál es el otro nombre de la Reina Roja?

Gabriel frunció el ceño.

—No lo sé, Emmanuel. No nos han presentado.

—Pero ¿la reconocerías si volvieras a verla?

—Por supuesto.

No es que importara mucho. Un colegial desequilibrado no era el testigo ideal. Habría que respaldar lo que dijera con pruebas materiales o, mejor aún, con una confesión firmada de la mujer.

Gabriel giró en redondo al oír el retumbo de unos pasos que se aproximaban corriendo. Emmanuel abrió la funda del revólver. Podía ser Shabalala o la mujer que regresaba a por su objeto de muti negra.

El investigador zulú salió de la arboleda y se detuvo a recobrar el aliento al lado de la fogata. Tenía la cara bañada de sudor y los dos días pasados en la cueva se le notaban en el traje arrugado y en la mugre de los bajos de los pantalones. Los tres que estaban allí reunidos junto al fuego podrían haberse puesto a la cola de un comedor de beneficencia para vagabundos sin llamar la atención.

—Se escondió y le perdí la pista. —Shabalala se enjugó el sudor con un pañuelo—. Cuando se hizo de día, encontré su rastro y lo seguí hasta el kraal del jefe Matebula. Hay una rama suelta en el cercado. Por ahí es por donde volvió a entrar.

—Seguramente la soltó ella —dijo Emmanuel, y se preguntó cuántas mujeres jóvenes y «seguras de sí mismas» vivirían en el recinto familiar zulú—. Karin oyó a la mujer que estaba en el refugio hablándole a Philani del jefe Matebula. Y, además, Gabriel y yo hemos encontrado esto… —Sacó las cuentas de su bolsillo y se las enseñó a Shabalala—. Según Karin, la mujer tenía los hombros cubiertos con una piel de ciervo marrón que llevaba cuentas.

—¿Tenía tapados los hombros? —El policía zulú taladró con la mirada a Emmanuel.

—Sí.

—Tendría que habérmelo dicho, oficial. —Shabalala se pasó el pañuelo por la frente, pero no tan deprisa como para ocultar el gesto irritado de su rostro. Estaba enfadado—. Era importante.

—Me olvidé de mencionarlo —dijo Emmanuel. ¿En qué estaba pensando en ese momento? ¿En el caso o en revivir el revolcón de Karin y Ella?—. Discúlpame.

Shabalala desvió la mirada, avergonzado de haber mostrado sus emociones.

—No importa —dijo—. Aprendemos sobre la marcha.

A Emmanuel le hizo gracia que le repitieran sus propias palabras.

—Así es, agente, vamos aprendiendo. Ahora dime por qué es tan importante el chal.

—Las mujeres casadas se tapan los hombros y la cabeza. Las solteras no.

—Ha sido una pérdida de tiempo mantener vigilada Little Flint Farm y hablar con Mercy.

Habían desperdiciado toda una tarde apostados en el monte para nada.

—Tal vez no. —Shabalala contemplaba las mortecinas llamas, reflexionando—. Mercy fue al kraal de Matebula el viernes por la tarde porque su amiga había oído que el jefe andaba buscando otra mujer con la que casarse.

—Así es —dijo Emmanuel.

—¿Cómo iba a comprar el gran jefe a su nueva esposa?

—El experto en cuestiones zulúes eres tú, Shabalala. Tendrás que decírmelo.

—Con ganado. Mucho ganado, si tenía que pagar por una joven bonita.

—Y al jefe le gustan las cosas bonitas —dijo Emmanuel. Todas y cada una de las cinco mujeres reunidas en la zona reservada para las esposas en el entierro de Amahle eran atractivas, con la piel suave y muchas curvas. La primera esposa, madre de Mandla, y Nomusa eran auténticas bellezas.

—Cinco esposas, montones de hijos y un kraal que mantener —dijo Shabalala pensando en voz alta—. Había un sistema infalible de conseguir el ganado con el que el gran jefe podía financiar su deseo de una sexta esposa.

—Amahle —dijo Emmanuel, y las piezas encajaron en su sitio—. Necesitaba el precio de la novia de Amahle para comprarse otra esposa.

—Supongo que por eso el gran jefe estaba enfadado y enterró a su hija de una manera tan deshonrosa. Como un niño al que le niegan su ración de azúcar.

Emmanuel se acercó más al fuego. Las brasas incandescentes desprendían un olor agridulce. Repasó la investigación. Se habían examinado todos los posibles móviles del asesinato, desde el robo hasta la lujuria y los celos, sin que ninguno resultara estar fundado.

—A Amahle la mataron para evitar que el jefe volviera a casarse. —Ese móvil tan complejo no se le habría ocurrido a Emmanuel ni aunque hubiera pasado toda una vida revisando el caso—. ¿Cuál de las esposas llegaría tan lejos?

—La que tenía más que perder —dijo Shabalala—. La que no tiene hijos para que la mantengan en su vejez ni amigas entre las otras esposas.

Emmanuel recordó cómo la quinta esposa se había levantado para ver el cadáver de Amahle mientras las demás mujeres gritaban de angustia. Y le vino otro detalle a la cabeza: la alta torre ocre de sus cabellos entretejidos con cuentas y fibras para formar una rígida corona roja. En realidad, el pasmoso don de Gabriel para poner nombres no había creado una metáfora sobrenatural: la quinta esposa era la Reina Roja.

—No me parece que vivir casada con Matebula sea una vida por la que merezca la pena matar —dijo Emmanuel.

—Los hambrientos se pelean por las sobras. Sin el favor del jefe, la esposa menor se quedaría sin nada. Ni hijos, ni dinero, ni aliados.

—No sabía que Amahle estaba planeando fugarse en lugar de casarse —añadió Emmanuel, muy afectado por esa reflexión.

Yebo. —Shabalala exhaló un profundo suspiro—. Ojalá hubiera esperado una semana más…

Una semana más y Amahle, la hermosa, habría volado. Siete luminosos días de primavera marcaban la diferencia entre una sepultura deshonrosa y un sueño hecho realidad.

Ojalá…

No vayas por ese camino, Cooper. Esa palabrita solo sirve para joderte —dijo el sargento mayor—. Ojalá tu padre hubiera sido más lento con el cuchillo y tu madre hubiese corrido más rápido; ojalá Hitler se hubiera hecho pintor en lugar de político; ojalá tu matrimonio hubiese funcionado y no fueras un soltero, más solo que la una, que se dedica a resolver asesinatos de desconocidos. Esa mierda te volverá loco, soldado. Lo único que tienes es el presente.

Una vez más, Emmanuel oyó al sargento mayor. El momento presente planteaba suficientes retos para mantener a raya la melancolía. Una cosa era conocer la identidad de un asesino y otra muy distinta demostrarla en un juicio. Repasó lo que sabían de momento.

—Karin no reconocerá que vio a Philani y a la mujer en el refugio de la roca el domingo por la noche. No va a destrozar su vida solo por llevar a una zulú ante la justicia —dijo Emmanuel—. Su testimonio queda descartado.

Shabalala lanzó una mirada rápida a Gabriel, que aún estaba rebuscando cuentas plateadas en la tierra.

—Y este, lo mismo —añadió Emmanuel—. Es blanco, pero eso no nos ayudaría. Es demasiado raro. Además, su hermano no le permitiría testificar, y no se lo reprocho.

Un chico con una comprensión defectuosa de la conducta adecuada y ninguna en absoluto de la apariencia física no podía subir al estrado en un juicio penal.

—Eso nos deja sin testigos. —Shabalala miró el interior de su sombrero—. Y a la quinta esposa, en libertad.

—Será lo que ocurra probablemente, a no ser que confiese el asesinato —dijo Emmanuel. El tercer rito iniciático de la hermandad de los investigadores era también el más difícil: observar cómo una investigación se consumía y se extinguía por falta de pruebas.

Gabriel se echó al bolsillo su colección de cuentas plateadas y volvió junto al cuerpo quemado. Se acuclilló en la arena para inspeccionar el esqueleto calcinado y los quebradizos tendones que mantenían unido el amasijo.

—¿Qué es, Shabalala? —preguntó—. Emmanuel dice que no es un bebé.

Estaban ya a plena luz del día, el sol se había alzado por encima de las cumbres de las montañas y brillaba con fuerza. Shabalala se acomodó al lado de Gabriel doblando las piernas y examinó los restos, encantado de dejar de lado por un instante el espinoso caso de asesinato.

—Es un bebé —dijo—. Pero un bebé de bosbok.

—Ah. —Gabriel buscó el palo largo que había usado para sacar el cuerpo de la hoguera y metió la punta en una cuenca ocular—. ¿Por qué lo mató la bruja y lo tiró al fuego si aún era tan pequeño?

—Pues… —Shabalala contempló la escena, los rescoldos rojizos y el humo impregnado de aquel hedor agridulce—. Es una buena pregunta. Déjame ver si la respuesta está en el fuego.

Usó el otro palo para levantar y remover las cenizas y las llamas a punto de apagarse. Cuanto más hundía la rama, más intenso se hacía el olor. Emmanuel se asomó sobre el hombro de Shabalala y se tapó la boca con la mano ahuecada para protegerse de la pestilencia.

—¿Qué es?

—Hierbas, creo, de distintas clases. Es una mezcla dulce, amarga y agria que no recuerdo haber olido nunca. —Se sentó, perplejo—. Es desconcertante.

—Un ritual muti —dijo Emmanuel. Aquel lugar recóndito y el cadáver carbonizado le inquietaban. El humo y la imagen fantasmal de la mujer y el niño en el fuego parecían sacados de uno de sus sueños recurrentes.

—Es muti —confirmó Shabalala—. Pero su objetivo lo desconozco.

—Podría ser atraer la buena suerte. —Emmanuel se retiró para respirar aire fresco—. Conseguir que el sangoma expulse del kraal a Nomusa y a su hija esta noche.

Shabalala se levantó y se volvió hacia Emmanuel. Su rostro tenía la expresión astuta del cazador que acaba de idear la forma de atrapar a una presa esquiva.

—Ya sé cómo vamos a pillarla, oficial —dijo.