Emmanuel recorrió en redondo uno de los tres tortuosos caminos que conducían al refugio donde habían hallado el cadáver de Philani Dlamini. El camino más definido, una senda muy trillada que ascendía serpenteando desde Covenant Farm hasta la cresta del monte y luego descendía hasta el reducto inglés de Little Flint Farm, no rindió fruto. Shabalala y Emmanuel perdieron dos horas subiendo, bajando y siguiendo líneas zigzagueantes que morían en el monte.
Después, Emmanuel trepó a la cornisa rocosa. Shabalala ya estaba allí, sentado a la sombra de un podo. Movió la cabeza de un lado a otro para indicarle que él tampoco había encontrado nada.
—La tormenta ha dejado el monte limpio —dijo.
Emmanuel se puso a la sombra. Era poco después de mediodía y el sol estaba en lo alto del cielo. Les aguardaban más horas perdidas y más frustración.
—Además del asesino, alguien más tenía que saber que Philani estaba aquí. Se pasó por lo menos dos días en el refugio. ¡Por Dios, si hasta encendió una hoguera!
Las conversaciones con los habitantes de Covenant Farm no habían dado ningún resultado. Los trabajadores zulúes aseguraban que no habían visto nada y, por lo tanto, no tenían nada que decir a la policía.
—La criada y los peones tienen miedo de que, si hablan, el gran jefe diga que son culpables de las muertes de Amahle y Philani —dijo Shabalala—. Para ellos, lo mejor es mantener la boca cerrada.
—Olvídate de los sirvientes —dijo Emmanuel—. ¿Qué me dices de Karin? Debe de salir de caza por el monte cada dos o tres días para abastecer la mesa de carne. Diga lo que diga, es imposible que no supiera que Philani estaba aquí arriba.
Sin embargo, Karin había insistido en que, igual que la servidumbre, ella no había visto nada fuera de lo común en los días que precedieron al descubrimiento del cadáver. Un embuste como la copa de un pino, pensaba Emmanuel, pero no podía demostrarlo.
—Aún nos queda el colegial —dijo Shabalala.
—Si es que vuelve a la cueva. —En pie desde antes del alba y trotando por el monte: agarrar a Gabriel era más difícil que guardar agua en un bolsillo—. No podemos depender de él.
—Puede que se nos haya pasado algo por alto en el lugar donde se encontró el cadáver de Amahle.
—No creo que el asesino dejara pruebas en ninguno de los dos sitios donde actuó —dijo Emmanuel. Ya estaba convencido de que no habían sido crímenes pasionales, sino planeados y ejecutados con frialdad—. No sacaremos nada en limpio de un registro de la zona.
Desde el pie de la montaña llegó el sonido del restallido de un látigo y una serie de largos silbidos. Sampie Paulus se había puesto en marcha con sus bueyes. Un hilillo de humo se elevaba desde la chimenea de la casa principal de Covenant: en el fogón estaba preparándose otro estofado de gacela y habría otro más para el almuerzo del día siguiente. Solo de pensarlo, Emmanuel sentía la boca grasienta. Se acercó al borde de la roca, desde donde tenía una buena vista del camino principal que unía la granja afrikáner con la inglesa.
—Vamos a darle cinco minutos a Sampie para que salga de los corrales y volvemos a bajar. Voy a charlar un poco más con Karin.
—La holandesa es dura como el pedernal —dijo Shabalala—. No habrá forma de arrancarle nada.
—Ya lo sé —dijo Emmanuel—. Pero nos hemos quedado sin personas a las que interrogar y sin pistas que seguir. Vale la pena tratar de hacerle alguna muesca al bloque de granito, ¿no crees?
—Si usted lo dice, oficial.
Los silbidos de Sampie se oían cada vez más débiles y los mugidos de los bueyes se iban apagando. Shabalala se puso junto a Emmanuel y dedicaron un minuto a doblar el ala de sus sombreros, abrocharse las chaquetas y sacudirse hierbajos y hojas de los trajes.
Saltaron a la vez de la cornisa y aterrizaron en un terreno cubierto de musgo. A cinco metros, el camino atravesaba un bosquecillo de marulas y árboles hediondos. Entre los troncos se vislumbró movimiento: alguien subía al monte desde Covenant Farm.
—Un momento —le dijo Emmanuel a Shabalala—. ¿Pies desnudos o botas?
—Botas.
—En Covenant solo hay dos personas que usan botas, y una de ellas está conduciendo el tiro de bueyes en dirección contraria.
—La holandesa también estaba esperando a que se fuera su padre.
Karin quizá había salido de caza o tal vez se dirigía a reparar un cercado. Emmanuel se agachó y Shabalala se dejó caer a su lado, y ambos se quedaron muy quietos, como acechando una presa.
El crujido de las botas sobre la tierra se aproximó. Luego vieron a Karin caminando a buen paso con el rifle del calibre 22 colgado al hombro. Toda ella irradiaba decisión. Al cabo de diez segundos, había desaparecido.
—Va de caza —dijo Emmanuel, sin salir del escondrijo—. Pero hay algo que me ha chocado…
—La flor blanca. —Shabalala se señaló la oreja izquierda—. Aquí.
—Eso es. —La flor resplandecía como la nieve sobre el cabello negro azabache de Karin. Que una ruda afrikáner vestida de pantalón caqui y botas de trabajo hubiera elegido un adorno tan delicado resultaba intrigante. Emmanuel se levantó—. Dejemos que se adelante un poco y luego la seguimos.
Shabalala se dirigió al camino y examinó la tierra para memorizar el dibujo de cuadrícula de la suela de las botas de Karin y la marca de su tacón derecho desgastado e inclinado hacia dentro.
—Cuando quiera —dijo—. La holandesa va deprisa y lo mejor será mantenernos cerca sin dejarnos ver.
—Te sigo, agente.
Shabalala se puso en marcha y Emmanuel fue a su zaga. Karin recorrió el camino hasta donde coronaba el monte y empezaba a descender hacia el valle, desde allí divisaron los distantes edificios de Little Flint Farm. Llegada a ese punto, se apartó para atravesar unos densos arbustos que daban paso a un corredor verde, aislado de la luz del sol por el ramaje de los árboles. Shabalala siguió andando con sigilo y se asomó por el túnel de vegetación, que se estrechaba hasta un arco de ramas caídas. El aire estaba frío bajo los árboles.
—Detrás de las ramas —dijo—. Yo espero aquí, oficial.
—¿Por qué?
Emmanuel supo la respuesta antes de que Shabalala despegara los labios. Se oyó un gemido procedente de la zona oculta, y luego una respiración acelerada, cada vez más rápida. Shabalala parecía a punto de girar sobre los talones y echar a correr hacia el camino iluminado por el sol. Solo o con otro policía, el investigador zulú no estaba dispuesto a ser testigo de las intimidades de Karin.
—Cierra los ojos y los oídos y quédate ahí —dijo Emmanuel—. Voy a ver qué pasa.
Se acercó lentamente, con cuidado de no pisar palos ni hojas quebradizas. Los gemidos subieron de intensidad, era un dúo de voces, cada una de un tono.
Emmanuel avanzó más. El rifle de Karin reposaba contra el tronco de un árbol como un paraguas que se deja a secar en el porche. Los rayos de sol que atravesaban la bóveda de follaje iluminaban tenuemente el acogedor aposento, todo rodeado de bosque. Dos figuras parcialmente vestidas estaban tendidas en una plataforma de piedra lisa. Karin, con la hebilla del cinturón abierta y los pantalones enrollados en las rodillas, meneaba las caderas entre un par de suaves piernas bronceadas con la ropa interior colgando de un pie.
—¿Eres mi chica? —Karin agarró con sus flacos dedos un bucle de cabello moreno y lo tensó como una correa.
—Ja… —Ella Reed, con la falda de su vestido verde subida hasta la cintura, clavó los talones en el trasero de Karin—. Tu chica. Te lo prometo.
Karin aplastó a Ella contra la piedra, controlando el ritmo de su acoplamiento y arrancando de la boca de la inglesa sollozos entrecortados.
—Justo cuando el trabajo se vuelve una mierda y estás a punto de tirar la toalla, Dios te manda un regalito… —El sargento mayor lanzó una carcajada lasciva—. A mí me sacaron los cuartos en Nápoles por ver a unas gatitas trajinándose y a ti le lo dan gratis, Cooper. Qué cabronazo.
Emmanuel se echó a un lado, avergonzado de la intensidad de su deseo de no perderse detalle del encuentro sexual.
—Déjame echar una miradita, Cooper. Vamos, una rápida antes de que acaben. Te lo estoy pidiendo de buenos modos.
Emmanuel no se movió. Quedarse observando a Ella y a Karin hasta el final jugaría en su contra a la hora de interrogarlas, porque se notaría que había disfrutado y que se sentía culpable.
—Tendrán demasiado miedo para rechistarte, soldado —dijo, enfurecido, el sargento mayor—. Vuelve allí ahora mismo, Cooper, si no quieres que te arranque los putos pulmones para hacerme una gaita con ellos.
—Demasiado tarde —dijo Emmanuel.
Los gemidos llegaron al clímax en el anfiteatro vegetal y se convirtieron en suaves jadeos. El mordisco en la cara interna del muslo de Ella debía de ser una marca de un encuentro más pausado, supuso Emmanuel.
Cogió el rifle que habían dejado apoyado en el tronco y lo metió detrás de un arbusto. Tras un breve intervalo, para darles tiempo a subirse las medias y abrocharse los pantalones, se volvió hacia el espacio cerrado.
Karin sujetaba entre las manos el rostro radiante de Ella.
—¿Mañana? —preguntó.
—Pasado mañana. —Ella plantó un beso en la áspera palma de la mano de la afrikáner—. Va a venir a casa uno de los curanderos de mi madre. Este usa imanes para sacar del cuerpo los malos humores y curar las migrañas y el asma.
—No soy médico —dijo Emmanuel desde la entrada del escondrijo—, pero yo diría que sus pulmones suenan de maravilla, Ella. Debe de ser el aire fresco y el ejercicio.
Karin se colocó delante de Ella para protegerla. Echó un vistazo al lugar donde había dejado el rifle. Al no verlo, miró a Emmanuel de pies a cabeza, comparando sus respectivas fuerzas.
—Les devolveré el arma cuando las dos me hayan contestado algunas preguntas —dijo Emmanuel, y añadió dirigiéndose a Karin—: Aunque se me escape, el agente Shabalala está esperando ahí fuera y la atrapará como a una mariposa.
Ella se incorporó, con el cabello moreno alborotado y el cuello del vestido torcido, pero con el sentido de su superioridad social intacto.
—Mi hermano me ha dicho que lo habían retirado del caso. No tiene derecho a interrogarnos, Cooper.
—No estoy aquí como policía. —Emmanuel sabía que con aquel acento gélido, Ella pretendía ponerlo en su sitio—. No soy más que un ciudadano particular escandalizado por haber sido testigo de cómo una mujer inglesa y otra afrikáner mantenían relaciones sexuales en público.
—¿Qué quiere, Cooper? —Karin se puso pragmática. Comprendía el funcionamiento de un cepo. Cuantas más patadas dabas, más se cerraban los resortes.
—Hábleme de Philani —dijo Emmanuel—. Usted sabía que estaba escondido en el refugio.
Karin y Ella cruzaron una mirada, buscando ambas la solución menos perjudicial a su dilema. ¿Hablar con el policía o comparecer en el juzgado local acusadas de inmoralidad?
—No lo supe desde el principio —dijo Karin—. Lo vi por primera vez el sábado por la noche, justo antes de que se pusiera el sol, estaba recogiendo leña cerca del refugio. Se escondió, pero yo sabía que estaba allí.
—¿Y la segunda vez?
—El domingo por la noche, cuando regresaba a casa. Estaba oscuro y tenía una fogata encendida. No era muy listo para ser un fugitivo. Pasé de largo y… —Karin titubeó y Ella le acarició el brazo con dulzura. Era evidente que habían hablado antes del asunto de Philani—. Había con él una mujer zulú. Como estaba en el refugio, no la vi bien, pero llevaba una piel de ciervo marrón con cuentas brillantes sobre los hombros. Oí su voz.
—¿Era vieja, joven, gorda, delgada? —preguntó Emmanuel.
—Joven, sin ser una niña. Parecía segura de sí misma.
—¿Qué estaba diciendo?
—Algo de que iba a hablar personalmente con el jefe Matebula —dijo Karin—. No me paré a escuchar.
—Tendría que habérmelo contado hace dos días —dijo Emmanuel. El general Hyland no se habría molestado en coger el teléfono para detener la investigación si hubiera sabido, o siquiera sospechado, que el asesinato de Amahle era un crimen entre negros.
—El viernes le dije a mi padre que iba a revisar las trampas de Sugar Hill, y eso está justo en dirección contraria —dijo Karin—. El domingo le dije que iba a rezar al río al atardecer y que volvería de noche. Si le hubiera contado que había visto a Philani, mi padre se habría enterado de que le había mentido con respecto a donde iba.
Y decir la verdad, que estaba montando a una inglesa sobre un lecho de piedra del bosque, era impensable. Emmanuel conocía por experiencia propia las consecuencias de que te pillaran y te condenasen por pecador. No se lo deseaba a nadie.
Karin observó la posición del sol en el cielo. Cada minuto la apartaba del trabajo que la esperaba en la granja y de las piezas que debía cazar en el monte. Ella se podía permitir el lujo de perder el tiempo a su antojo.
—¿Puedo irme? Mi padre me espera en casa.
—¿Recuerda algún detalle más sobre esa mujer?
—No. —Karin enderezó la hebilla de su cinturón y comprobó que tenía bien abotonada la blusa. La flor blanca se le había desprendido del pelo y estaba aplastada en el suelo—. Segura de sí misma, como he dicho. No una de esas mujeres zulúes que no hablan si un hombre no les ha dado permiso.
El comentario de Karin encajaba con algunas de las suposiciones de Emmanuel. La persona que había asesinado a Amahle y a Philani se había acercado lo suficiente como para clavarles un arma pequeña y muy especial. Era un asesino que actuaba con seguridad y destreza.
—Puede irse —le dijo a Karin—. Si vuelve por aquí con su rifle, el agente Shabalala la oirá y la abatirá mucho antes de que se acerque. Es medio shangaan, así que ni lo intente.
Según la mitología particular de los grupos raciales sudafricanos, cada tribu tenía un talento especial. Los zulúes poseían un don para el combate y para la artesanía fina con cuentas, los pondo eran astutos con el dinero y los shangaan tenían una habilidad peculiar para rastrear animales en cualquier terreno.
Karin le tendió la mano a Ella y dijo:
—Ven.
—Todavía no —dijo Emmanuel—. Tengo que hacerle un par de preguntas, Ella.
Karin vaciló, remisa a dejar a su amante en el escondrijo en compañía de un hombre. Sin embargo, Emmanuel sabía que en la situación opuesta, Ella habría escapado a su casa sin cuestionarse la fidelidad de Karin. Ninguna relación estaba realmente equilibrada.
—Hasta pasado mañana, entonces. —Karin entrelazó los dedos con el cabello de Ella y la besó en la boca. Lanzó una mirada severa a Emmanuel para dejar bien claro que ella, Karin Paulus, era la dueña de aquella señorita inglesa.
Emmanuel cogió el rifle y desplazó hacia atrás el cerrojo para expulsar la bala de la recámara antes de sacar el tambor y vaciarlo. Le devolvió el arma a Karin, y esta se sumergió en la arboleda sin mirar atrás.
—Fue usted quien informó del crimen a la policía de Durban, ¿verdad? —dijo Emmanuel, y se volvió hacia Ella, que estaba sentada en la roca lisa con las piernas cruzadas. Ninguna otra mujer blanca del valle tenía motivos para hacer esa llamada, ni acceso a un teléfono.
—El comisario Bagley es uno de los kaffirs blancos de mi hermano —dijo Ella—. Habría tomado un par de declaraciones y cerrado el caso sin más. Yo quería una investigación como es debido.
—Ah… —Emmanuel demostró su incredulidad—. ¿Pedir ayuda fuera no tuvo nada que ver con ponerle la zancadilla a su hermano mayor para verlo con el agua al cuello?
—Thomas siempre se sale con la suya. No es bueno para su carácter.
—Y no deja de presionarla para que se case, algo de lo que usted no tiene muchas ganas, como es lógico.
Ella se encogió de hombros.
—Algún día, tal vez, pero no ahora mismo.
Emmanuel sospechaba que Ella conocía la trayectoria a la que estaba predestinada su relación con Karin. Las chicas de familia inglesa elegante no montan su hogar con marimachos afrikáneres. Se trasladan a una casa señorial con un marido rico y, si la necesidad apremia, satisfacen sus deseos tal como Ella lo estaba haciendo: en secreto y sin promesas.
—¿Cómo descubrió lo de Amahle? —preguntó.
—Fui a fumar un cigarrillo junto al lago después de la cena del sábado. Gabriel estaba en la caseta de las barcas, parloteando sobre que necesitaba una almohada para que Amahle durmiera mejor en el monte. —Ella se deslizó al suelo desde la plataforma de piedra y se alisó la falda—. Le sonsaqué lo suficiente para darme cuenta de que Amahle estaba malherida o muerta.
—¿Llamó a la policía sabiendo que Gabriel estaba implicado en lo que fuera que le ocurría a Amahle?
La llamada a Durban suponía algo más que despecho ante el poder del hermano mayor; había sido como lanzar una granada de mano en medio del cuarto de estar de la familia.
—Fue arriesgado —reconoció Ella—. Pero era imposible que Gabriel le hubiera hecho algo. Era su niño.
—¿Amahle era como una madre para él? —preguntó Emmanuel.
—Más bien como una hermana —repuso Ella—. Una hermana mayor a quien le daba igual que Gabriel se pusiera en ridículo en el pueblo o en las excursiones familiares a la playa.
—A la doctora Daglish y al comisario Bagley les dio la impresión de que esa relación tenía más sustancia —dijo Emmanuel.
—No creo que las cosas llegaran tan lejos. Todos los nativos del valle iban detrás de Amahle, pero con Gabriel se permitía tener más intimidad porque él no la deseaba de esa forma. Entre los dos se habían construido su pequeño mundo.
—Las demás criadas debían de pensar que era una relación rara. Y seguro que tampoco les hacía gracia que su madre le diera una paga extra a Amahle.
—Amahle no caía bien a ninguna de las criadas —dijo Ella—. Esa es la verdad. Era distinta de ellas. Siempre aspiraba a más y, por lo general, le sacaba a mi madre lo que quería. Las otras criadas guardaban las distancias con ella.
Emmanuel hizo un recuento mental de las criadas zulúes de Little Flint Farm: la mujer nerviosa entrada en años que los había esperado y recibido en el porche y la tímida sirvienta encargada de la colada que llevaba un cesto en equilibrio sobre la cabeza. Ninguna de ellas parecía «segura de sí misma», pero ambas conocían suficientemente bien a Amahle y a Philani como para acercarse a ellos sin levantar sospechas. Shabalala había hablado con las sirvientas de la casa y con los jardineros. Quizá pudiera añadir algún detalle a esa nueva información.
—¿Y usted? —preguntó Emmanuel.
—Para mí era una situación conveniente. Amahle se encargaba de llevar la casa. Yo podía dar largos paseos por el monte en lugar de quedarme sentada entre cuatro paredes y preparar mi ajuar. —Ella era pragmática—. Tenía la precaución de pasarle un pintalabios o un cepillo de dientes de vez en cuando por si leía mi diario y se imaginaba lo que tenía con Karin.
De ahí procedían los objetos de lujo guardados en la caja de cartón que había visto en el kraal: eran sobornos de la señora joven para comprar el silencio de una criada.
—A usted tampoco le caía bien Amahle —dijo Emmanuel.
—En absoluto, pero era lista, eso hay que reconocerlo. No había forma de saber lo que de verdad le gustaba o detestaba. Se transformaba para adaptarse a la compañía con la que estuviera. Un buen truco. Yo nunca lo he aprendido. —Ella recogió la flor blanca aplastada y la frotó entre las palmas de las manos para perfumárselas con su aroma.
—Ocultar ante los demás tu verdadera forma de ser no es un truco —dijo Emmanuel—. Es un sacrificio.
Una buena hija, una criada perfecta, una fugitiva y una manipuladora del deseo sexual, Amahle era todas esas cosas. En las oscuras noches del campo, iluminadas solo por la luna y las estrellas, ¿qué versión de sí misma se llevaría a la cama?
—Puede irse. —Emmanuel se echó a un lado—. Si tarda mucho, su madre y su hermano van a empezar a sospechar.
—Ya sospechan. —Ella se detuvo bajo el arco de ramas, lo miró y dijo—: Se equivoca con respecto a mí, oficial Cooper. Yo la quiero.
Las reflexiones que había hecho sobre la longevidad de la relación de Karin y Ella se le habían visto en la cara con tanta claridad como si las hubiera expresado en voz alta.
—Querer a alguien y querer joder a alguien son cosas distintas. —Emmanuel percibió el cinismo de su tono—. Karin es un juego y un entretenimiento. Si su hermano o su madre llegan a descubrir lo que ocurre…, ¿qué pasará?
Ella se encogió de hombros a la vez que apartaba la vista.
—Les dirá que la forzó contra su voluntad. Y se echará a llorar y ellos la creerán porque afrontar la verdad sería demasiado duro. Adiós, Karin. Bienvenido, Stephen, o Andrew, o Harry, o comoquiera que vaya a llamarse su futuro esposo. Ahora dígame si no es verdad lo que he dicho.
De adolescente, en el internado Fountain of Light, Emmanuel había vivido todos los capítulos de una historia de amor prohibida, y sabía que la de Ella no tendría un final feliz, solo el sabor de la sangre en la boca al ser descubierta y la marca de su amante todavía en la piel mucho después de que Karin hubiera desaparecido. Peor que el dolor físico era tu propia vergüenza y asco ante la persona que había acudido a ti al caer la noche con promesas de amor eterno.
—Dicho así suena como si fuera puro interés —dijo Ella, palideciendo—. Yo no hago las reglas.
—Ni las leyes —dijo Emmanuel, y se arrepintió inmediatamente. Si a él podía considerársele culpable de infringir alguna ley, esta sería la que decía: «Mira pero no toques. Piensa pero no actúes».
—Usted no dirá nada…
—Tiene razón —dijo Emmanuel—. No diré nada.
Su propia hipocresía era inaudita. Después de que lo pillaran con Maria, la hija del predikant, y de ser brutalmente castigado por el pecado de fornicación, había perseguido el placer por todas partes y había gozado de él. Del amor no quería saber nada. A Angela solo le había entregado una pequeña parte de sí mismo durante su breve matrimonio y jamás la había dejado acercarse tanto como para tocar la oscuridad de su interior. El viejo, baba Kaleni, vio los caminos fáciles por donde había tirado y las oportunidades para entablar relaciones profundas que había dejado escapar. Era un pasajero de la vida, un polizón que por todo equipaje llevaba el que le había dejado la guerra.
—No debería haber dicho eso. —Emmanuel salió hacia el corredor entre los árboles—. Lo siento.
Ella asintió y ambos regresaron al camino atravesando el follaje. Shabalala esperaba en el lugar donde lo había dejado Emmanuel. Al ver a Ella, reaccionó como cualquier africano negro educado ante un comportamiento escandaloso de los blancos: se puso a mirarse los dedos de los pies.
—Buena suerte con el resto de la investigación, oficial Cooper. —Ella también hizo como si no existiera el agente zulú—. Espero que encuentre a esa mujer.
—¿Lo dice de verdad? —preguntó Emmanuel con escepticismo.
—Aparte de su madre y su hermana, Gabriel era la única persona a la que Amahle quería de verdad. Mi hermano la echará de menos.
Ella se dirigió al escabroso camino que bajaba del monte a Little Flint Farm, sin darse ninguna prisa.
—¿La inglesa y la holandesa? —le preguntó Shabalala a Emmanuel en un susurro cuando perdieron de vista a Ella.
—Ja. Es justo lo que piensas.
—¿Está permitido por ser las dos europeas?
—No, desde luego que no. —Emmanuel se echó a reír. A los blancos se les concedía más libertad que a los negros prácticamente en todos los aspectos de la vida, por lo que no era de sorprender que Shabalala necesitase esa aclaración—. Hacen lo que hacemos todos, saltarse las normas cuando nadie las mira.
Los dos hombres se desplazaron de la sombra del árbol a la senda iluminada por el sol. Abajo, a lo lejos, se extendían el verde valle y los blancos edificios encalados de Little Flint Farm. Emmanuel tomó asiento en un tronco caído e informó a Shabalala de que una mujer zulú había estado en el refugio de piedra de Philani.
—Ponme al día sobre cada una de las criadas de los Reed —dijo.
—Son tres. —Shabalala se sentó en el tronco con su libreta abierta por la página que hacía al caso—. Betty Zuma tiene cuarenta y tres años. Es viuda, con dos hijos mayores, ambos en Johannesburgo. Es la que nos recibió en el porche. Vive en las dependencias de la servidumbre, detrás de la casa grande, y se queda en la granja todos los días menos el domingo. El viernes por la noche sirvió la cena a la familia y luego lavó los platos.
—Eso la elimina de la lista —dijo Emmanuel—. Estaba trabajando cuando mataron a Amahle.
—Así es, oficial. No es la que buscamos. —Shabalala pasó la hoja—. La siguiente criada es Lindiwe Mabuza, de dieciocho años y todavía soltera. El viernes se fue tarde de la granja porque Amahle se marchó temprano y la señora mayor dijo que había que planchar los manteles para el desayuno y la comida.
Era como si Emmanuel estuviera oyendo el tono mohíno con que Lindiwe rememoraba cómo había pasado la noche del viernes en compañía de una plancha de carbón y un cubo de almidón.
—También estaba trabajando —dijo Shabalala, y buscó a la siguiente interrogada—. La número tres es Mercy Mhaule, de veinte años, soltera pero dispuesta a ser segunda o tercera esposa si es necesario. Trabaja solo los lunes, los miércoles y los viernes hasta las cuatro de la tarde.
—Descríbela —dijo Emmanuel. La edad encajaba y Mercy había salido de trabajar antes que Amahle la noche en que mataron a esta.
—Tiene veinte años… —Shabalala titubeó antes de añadir—: Una muchacha llena de vida.
—¿Qué estás diciéndome en realidad, agente? —El investigador zulú estaba mordiéndose la lengua, sin atreverse a continuar—. Prometo no contarlo.
—Piel suave, labios carnosos y grandes ojos marrones como los de una corza.
—Guapa —dijo Emmanuel. Él no había visto a Mercy, pero a Shabalala se le habían subido los colores y eso le decía todo lo que necesitaba saber.
—Yebo. —Shabalala se guardó la libreta.
—Pero no es la hija de un jefe con una paga superior a la de cualquiera. Además, Amahle era la preferida de la señora mayor, y el chaval, Gabriel, era su ojito derecho. —Emmanuel consultó su reloj. Una criada joven, guapa y celosa podría ser la perfecta rival de Amahle—. Mercy sale del trabajo dentro de tres horas. Creo que deberíamos vigilar Little Flint Farm y abordarla cuando vaya de camino a casa.
Shabalala se levantó y estiró su chaqueta, incómodo con la situación. Emmanuel esperó a que hablara. Si el policía zulú no era capaz de hacerle una confidencia en la soledad del monte, cuando los dos estaban metidos hasta el cuello en una investigación que rozaba la ilegalidad, no sería capaz de hacérsela nunca.
—Era tan agradable… —Shabalala resopló entre los dientes—. Tal vez no miré a esa mujer con el cuidado necesario ni le hice las preguntas adecuadas.
—Bienvenido a la policía judicial —dijo Emmanuel—. Has superado dos hitos importantes. El primero fue vomitar en la escena del crimen y ahora te arrepientes de no haber visto más allá de la superficie de las cosas ni haber hecho preguntas más contundentes.
—¿No está enfadado?
—No —dijo Emmanuel. Se levantó para mirarlo a los ojos—. Hasta que hemos pillado a Karin Paulus con los pantalones bajados, no tenía ni idea de que la sospechosa podía ser una mujer zulú. Eso fue hace treinta minutos. Aprendemos sobre la marcha.
—Y cada vez sabemos más —añadió Shabalala.
—En teoría, sí. —Emmanuel empezó a descender hacia el valle—. Quizá Mercy sea un callejón sin salida, pero hay que hablar con ella y a ver qué averiguamos.
La senda serpenteaba a través del terreno rocoso y bajo árboles marula. A pesar de lo que le había dicho a Shabalala, Emmanuel tenía una corazonada con respecto a Mercy Mhaule, la criada guapa que vivía a la sombra de Amahle.