19

Emmanuel cogió su sombrero y se preparó para salir a la calle principal con Shabalala. La puerta de la comisaría se abrió. El oficial Benjamin Ellicott y el agente John Hargrave, de la policía judicial, con trajes negros abolsados y corbatas brillantes, ocupaban todo el vano.

—Oficial Cooper —dijo Ellicott—. Está hecho una mierda y huele a fuego de campamento.

De un metro sesenta y cinco y menos de cincuenta kilos, Ellicott compensaba con testosterona su constitución menuda. Superaba a oponentes más pesados en el cuadrilátero del gimnasio de la policía y gozaba del respeto de los demás investigadores, que admiraban la rapidez con que extraía confesiones.

Hargrave le sacaba seis años a Ellicott, pero no estaba a su altura ni en rango ni en inteligencia. Tenía en su haber el récord indisputado del departamento de beber veinte chupitos de whisky en tres minutos, y se le notaba.

Emmanuel se reclinó contra el mostrador, atento a no hacer una salida precipitada.

—Fui a la reserva de Kamberg a ver las pinturas de la cueva y me perdí con el coche al volver. He tenido que pasar la noche en el monte. Casi se me congelan los huevos.

—¿Ha estado molestándole Cooper con preguntas relativas a la investigación, comisario? —Ellicott entró en la sala y se dejó caer en el sillón del jefe de la comisaría.

—No, señor —dijo Bagley—. Cooper ha venido a despedirse.

—Se supone que tenía que estar ya en West Street por orden del general Hyland. —Ellicott estiró las piernas y entrelazó las manos detrás de la cabeza—. ¿Por qué sigue aquí, metido en mi investigación?

—He estado viendo las pinturas y ahora vuelvo a Durban. —Emmanuel rodeó el extremo del mostrador y pasó junto a Hargrave.

—Pinturas de una cueva —dijo Ellicott con notorio desdén—. Ese inspector holandés, el zulú y usted son tal para cual, igual de maricones, hay que joderse.

Emmanuel estiró la mano hacia el picaporte sin decir nada.

—Un momento, Cooper —dijo Ellicott—. No he acabado.

Hargrave se acercó a Emmanuel y esperó a la orden de agarrarlo del cuello de la camisa o retorcerle un brazo. Su aliento olía a café y a caramelos de menta, con los que pretendía camuflar las huellas del alcohol. Pero no funcionaba. El olor a cerveza rancia y a bourbon emanaba de todos los poros de su cuerpo.

Ja? —Emmanuel miró a Ellicott, que estaba tan relajado tras el escritorio del comisario como si fuera suyo. Bagley se contentaba con el antepecho de la ventana.

—Es usted un investigador de los nuevos, de los que hacen listas de datos pero no confían en su instinto visceral. ¿Acierto?

Emmanuel se encogió de hombros. Sin la posibilidad de pelearse a puñetazos, Ellicott no tardaría en perder interés en él.

—No sé si tendrá algunas sugerencias que hacernos a Hargrave y a mí sobre cómo cogerle la mano a un sospechoso y hablarle con dulzura.

—Usted lleva más tiempo en el cuerpo que yo, oficial. —Emmanuel le dio a Ellicott lo que quería: el reconocimiento de su experiencia superior—. No puedo contarle nada que usted no sepa sobre ser policía.

—Así es, Cooper. —Ellicott se aflojó la corbata, preparándose para una larga jornada junto al escritorio por orden del general Hyland—. Ahora, váyase cagando leches a West Street.

—Con mucho gusto.

Emmanuel escapó al patio. Shabalala estaba esperándolo al fondo de la entrada de coches de la comisaría. Dos chicos negros que pasaban por ahí aflojaron el paso para mirar de reojo al negro que iba vestido como un baas blanco.

—Oficial… —dijo Shabalala a la vez que inclinaba la cabeza, un saludo con el que le estaba preguntando: «¿Ha sido muy desagradable?».

—Las gilipolleces de siempre —dijo Emmanuel—. Nada que valga la pena repetir. ¿Y tú?

—Me han dicho que tengo que volver a Durban. Aunque no con unas palabras tan amables.

—Y volveremos. En cuanto hayamos terminado. Tenemos que comprobar algo en el pueblo. Por el camino te pondré al día de lo que me ha contado Bagley.

Emmanuel giró a la izquierda por Greyling Street. Un metro más allá del café, un estrecho sendero circunvalaba las tiendas por detrás. Lo habían abierto a fuerza de pasar por ahí los sirvientes que utilizaban las entradas para personas que no eran blancas de los edificios solo para blancos. Sentado en un cajón de madera detrás del café, un pinche de cocina pelaba las patatas de un saco con un cuchillo de mondar. Del interior salía el ruido metálico de la cubertería mientras el personal ponía las mesas para el menú especial de cordero asado y puré de patatas.

A continuación estaba Dawson’s General Store. Anexa a la trasera del edificio había una casita con un porche elevado con vistas a un patio desastrado y a un gallinero.

—Por aquí. —Emmanuel avanzó hasta el porche elevado y se agachó. Bajo la plataforma había sitio suficiente para que se ocultara un niño que estuviera jugando al escondite—. Busca detrás de los postes y en el suelo alguna superficie irregular donde hayan podido excavar un hoyo y luego taparlo.

Shabalala se dobló por la cintura y empezó la inspección por el extremo opuesto, caminando como un cangrejo a lo largo del porche. Unas gallinas cloqueaban y picoteaban en la tierra buscando gusanos. Emmanuel estiró el brazo y sacó un pesado saco de lona de debajo del porche. Al ver que estaba lleno de maíz seco, lo empujó hacia su sitio.

—Oficial. Aquí. —Shabalala extrajo una pequeña maleta negra del fondo del hueco del porche. Los lomos y las asas de cuero estaban cubiertos de telas de araña y rastros plateados de caracoles.

—Ya lo tenemos. —Emmanuel desempolvó la cerradura a soplidos y abrió la tapa. La nueva vida de Amahle estaba guardada dentro. Cuatro vestidos, un jersey y un par de zapatos negros ribeteados de rojo—. Su plan era volver a recogerla.

Bagley tenía razón al decir que Amahle estaba en otro sitio cuando terminó de satisfacer sus ansias secretas. Mentalmente estaba allí: la maleta sujeta entre sus brazos, las ruedas del autobús levantando polvaredas rojizas y después, justo a la hora del crepúsculo, el contorno difuso de una ciudad recorrida por luces eléctricas surgiendo a su alrededor como un sueño hecho de ruido, tráfico y posibilidades.

—Nada más —dijo Shabalala.

—Nada más —corroboró Emmanuel mientras pensaba en el plan frustrado de Amahle. Qué meticulosa había sido, hasta se había comprado una póliza de seguro de viaje con una felación rápida hecha junto a la carretera para asegurarse de no estar indefensa la próxima vez que enviaran a Bagley a buscarla y a llevarla a Little Flint Farm. Emmanuel fue levantando una a una las capas de ropa para ver si encontraba las cinco libras del soborno.

—Ni un penique —dijo, y cerró la maleta—. Si Amahle pensaba irse del pueblo, se me ocurre un sitio donde pudo haber gastado el dinero que le dio Bagley…

Cargado con la maleta, Shabalala siguió a Emmanuel por el sendero de hierba, que giraba otra vez hacia la calle principal pocos metros más adelante. Una muchacha negra se aproximaba con un rollizo bebé blanco atado a la espalda y un niño de pelo rubio blanquecino que caminaba torpemente a su lado. Se apartó al acercarse Emmanuel y bajó la cabeza para evitar el pecado de tener contacto visual con un europeo. El bebé le puso los deditos gordezuelos en el cuello e hizo rodar un pellizco de piel entre el pulgar y el índice, disfrutando de su textura sedosa.

El Partido Nacional dividía a la población en grupos basándose solamente en el color de la piel, pero Amahle Matebula y aquella sumisa chica zulú con una media sonrisa en los labios no tenían nada en común salvo el color. Amahle, la hermosa, sabía detectar las debilidades masculinas y poseía la audacia de soñar con un futuro pintado de colores puros y brillantes.

Bijay Gowda, el señor Billete de Autobús, estaba encaramado en un taburete alto tras la ventanilla con cristal de seguridad de una cabina que tenía estampadas en la parte de arriba las palabras jefe de taquilla. Frisando la cincuentena, con el cabello blanco y ralo, ojos negros pequeños y una nariz prominente, Gowda parecía un pájaro secretario anidado entre el mostrador de escasa altura que tenía delante y el armario abierto de detrás. El armario estaba atestado de trozos de papel, puñados de bolígrafos y lápices, y rimeros de periódicos viejos enrollados y atados con un cordel.

Observó cómo Emmanuel y Shabalala se aproximaban a la taquilla mientras se hurgaba con un palillo el agujero que había entre su canino y su incisivo.

—Caballeros —dijo a la vez que se guardaba el mondadientes en el bolsillo de la camisa—. ¿Adónde van? ¿Johannesburgo, la ciudad del oro? ¿Pietermaritzburgo, donde se encuentra el mayor edificio de ladrillo del hemisferio sur? ¿O Durban, la ciudad de las playas doradas?

—Hoy no necesitamos billetes. Pero sí hacerle unas cuantas preguntas. —Emmanuel miró hacia dentro a través de un círculo empañado que había dejado en el cristal el cliente anterior. Dada la situación, lo mejor sería actuar como policías, pero prescindiendo de las presentaciones formales—. El viernes por la tarde le vendió un billete a una muchacha zulú, de buena apariencia, con un vestido blanco. ¿La recuerda?

—Sí, cómo no —dijo Bijay—. Un billete de ida para Durban.

—¿Cómo lo pagó?

—En metálico, con total seguridad. —Bijay se enderezó en su taburete—. No se fía ni se aceptan pagarés. No se aceptan productos ni servicios en lugar de dinero. Todos los billetes deben abonarse y estamparse en el momento de la compra.

El señor Billete de Autobús se tomaba muy en serio las normas de su trabajo; un trozo de lápiz, un taco de billetes, una almohadilla de tinta y un sello eran los utensilios que empleaba para mantener Sudáfrica en marcha.

—¿Con un billete de una libra o de cinco? —preguntó Emmanuel.

—Con un billete de una libra —dijo Bijay sin titubear—. Con total seguridad.

—Qué buena memoria tiene, es capaz de recordar el pago de un solo billete realizado hace cinco días.

—Roselet no es como la estación de autobuses de Durban, señor. Vendemos un número limitado de billetes y la mayoría de los nativos que pasan por aquí compran lo que necesitan con monedas, no con billetes. —Bijay jugueteaba con la corbata roja de pajarita que llevaba sujeta a la tirilla de su camisa blanca, y sin querer la soltó—. Y, además, como usted ha dicho… daba gloria ver a esa muchacha.

—¿Algo más?

Quizá hubiera más datos de interés. El señor Billete de Autobús volvió a sujetarse la corbata, pero sus dedos huesudos continuaron moviéndola de un lado para otro.

—Me preguntó si le devolvería el dinero en caso de que perdiera el autobús. Le dije que normalmente no se devolvía, pero que haría una excepción con ella. —Bijay renunció a enderezar la corbata y puso ambas manos sobre el mostrador. La tinta del sello para billetes le había manchado de azul oscuro las yemas de los dedos y las uñas.

—¿Por qué ese trato especial? —Quizá Amahle había adquirido otro seguro especial empleando el mismo método de pago que con Bagley. Era una idea deprimente.

—La reconocí de la otra vez. De cuando el comisario Bagley la encontró y se la llevó antes de que llegara el autobús. —Bijay tamborileó con el pulgar sobre el mostrador—. Yo tenía una hija de esa misma edad, también lista y bonita. Hace once años que se fue con el Señor. Le ofrecí devolverle el dinero por ella. Este sábado o el que viene da igual, siempre quedan asientos libres.

—El billete era para este sábado, no para el sábado pasado —aclaró Emmanuel.

—Correcto —dijo Bijay—. El billete aún es válido para viajar.

—Philani no tenía las cinco libras ni el billete —dijo Shabalala quedamente.

Emmanuel se alejó de la taquilla. Bijay reanudó la labor de hurgarse los dientes con el palillo, pero se inclinó más hacia el cristal para enterarse de lo que pudiera.

—El viernes por la noche, Philani estaba asustado y huyó —dijo Emmanuel—. Si hubiera tenido las cinco libras, se las habría dado a su madre para que las escondiera.

Shabalala dejó la maleta en el suelo y se tiró del lóbulo de la oreja, reflexionando.

—La persona que mató a Amahle y a Philani tiene las cinco libras y el billete.

—Eso pienso yo. Pero esperar al sábado por la tarde para ver quién se presenta en la estación de autobuses con un billete de ida para Durban y un billete de cinco libras en el bolsillo no es una idea práctica. El general Hyland ya habrá enviado a sus sabuesos, y además tenemos que estar en la iglesia anglicana de Saint Thomas a las diez de la mañana para la boda de Van Niekerk. Si no aparecemos, nos hará la vida imposible —dijo Emmanuel, y se sorprendió al darse cuenta de que realmente tenía ganas de ver al inspector casándose.

Él conocía la auténtica personalidad de Van Niekerk, la vida maniobrera y clandestina que llevaba lejos de las fiestas al aire libre y de los salones de la sociedad decente. Pese a esa existencia ambiciosa y oculta, Emmanuel admiraba la declaración pública de unidad que Van Niekerk estaba a punto de hacer. Al menos, el inspector estaba esforzándose en formar una familia y crear un hogar, justo lo que Emmanuel había prometido a su madre que haría.

—No podemos esperar hasta el sábado, oficial, y por lo tanto tenemos que hacer preguntas al único que estuvo con Amahle la noche que murió. —Shabalala recogió la maleta y se la encajó bajo el brazo, listo para irse.

Emmanuel pensó en el lugar del crimen y se lo imaginó de noche. Vio a Gabriel empuñando una rama, montando guardia junto al cadáver de Amahle, que yacía en la tierra bajo las estrellas.

—Volvamos al valle —dijo Emmanuel—. Esta mañana, Gabriel ya se había ido cuando nos despertamos, pero tendrá que volver en algún momento.

El enmarañado arbusto que impedía que la cueva se viera desde el camino estaba todo pisoteado, con las ramas arrancadas y tiradas por el suelo. Emmanuel se agachó para atravesarlo. El rugido de la sangre en su cabeza lo mareaba y el perfil de los árboles y las plantas palpitaba y vibraba con cada respiración. Shabalala y él habían subido hasta la cueva sin parar de correr desde el Chevrolet. El trayecto se había acortado diez minutos, pero le había dejado todos los músculos cansados y doloridos.

Se irguió y miró hacia la boca de la cueva. Y vio a Mandla Matebula de pie en la cornisa de roca, con un venablo en una mano y un pequeño escudo en la otra. Estaba solo y relajado bajo la luz moteada que atravesaba las copas de los árboles. Sus grandes cicatrices formaban una red plateada sobre la piel oscura de su pecho y sus hombros.

Como la calma después de la tormenta —susurró el sargento mayor—. No me extraña que estés intimidado, Cooper, pero que no se te note, por lo que más quieras.

Otros dos zulúes, integrantes del impi de Mandla, aparecieron desde los puestos que ocupaban entre los matorrales y bloquearon la retirada.

—Este hombre es muy estúpido o muy valiente para presentarse aquí —dijo Shabalala—. Hasta el hijo de un jefe sabe que tocar a una persona blanca es declararles la guerra a todas.

—Mandla no es tonto —dijo Emmanuel—. Solo está demostrando nuestra debilidad, divirtiéndose un poco a costa nuestra.

—Caminemos, oficial. —Shabalala avanzó hacia la cueva a paso lento—. La fuerza se debe encarar con fuerza.

Emmanuel lo siguió, imitando el andar decidido de Shabalala. Cada pisada en la roca resonaba más que la anterior. Mandla permaneció inmóvil, sin que le preocupara ni le amedrentara la aproximación de los dos policías. Sencillamente, esperaba.

Mira a ver cómo están los médicos, Cooper. Podrían estar tirados en la cueva con los intestinos desparramados —dijo el sargento mayor—. A fin de cuentas, has participado en una pelea de clanes y has defendido a los atacantes del kraal de Matebula. Quizá Sampie Paulus tenía razón. A lo mejor tendrías que haber escapado solo.

—Doctora Daglish —llamó a voces Emmanuel—. ¿Está bien?

—Sí. —Una piedra rodó desde la entrada de la cueva y Margaret se asomó hacia la cornisa—. No tengo nada roto, oficial, solo estoy asustada.

—¿Y Zweigman?

—Descansando. —Daglish tenía el vestido marrón de algodón muy arrugado y el cabello corto de punta, pero por lo demás se la veía bien—. Gabriel sigue por ahí, en el bosque.

—Enseguida estamos con usted —dijo Emmanuel. La médica lanzó una ojeada a Mandla y, moviendo los labios sin emitir sonidos, le dijo «Mucho cuidado» a Emmanuel antes de agacharse y volver al interior.

Subestimar la velocidad y la fuerza de un poderoso zulú con el cuerpo cosido a cicatrices de guerra no era un error en el que pudiera incurrir Emmanuel, quien no obstante agradeció la advertencia. Centró su atención en la cornisa rocosa, sin saber qué hacer para distender la situación.

Shabalala le dirigió una mirada con la que le decía: «Quieto. Déjeme ir a mí delante», y avanzó hasta quedar al alcance del venablo de Mandla.

—¿Has venido a lavar tu lanza con sangre, hijo del gran jefe? —preguntó—. ¿O es otro el propósito de tu visita?

—Mi lanza ya la lavé. Hace muchos años —dijo Mandla, con lo que reconocía que en tiempos pasados había herido y tal vez matado a alguien. «Lavar» con sangre tu lanza era lo que convertía a un hombre en un hombre durante el reinado militar de Shaka Zulu, hacía más de cien años. Mandla dejó en el suelo su arma y su escudo y se acuclilló, apoyando los codos en las rodillas—. Vengo a traer noticias —dijo.

—Si deseas hablar, te escucho —respondió Shabalala con cortesía, y se agachó para iniciar la conversación.

—Hablaré con el jefe, no con el criado. —Mandla miró por encima del hombro de Shabalala a Emmanuel, que dio un paso atrás para indicar su alejamiento de la conversación.

—En este asunto, yo soy el jefe —dijo Shabalala.

Mandla digirió la información con un gesto ceñudo, sopesando la posibilidad de que un policía negro tuviera verdadera autoridad. Fuera cierto o no, con retirarse no ganaba nada.

—Os he conducido al jardinero, pero tenéis que encontrar a la persona que lo mató a él y a mi hermana Amahle.

—Seguimos buscándola —dijo Shabalala.

—La búsqueda tiene que rendir fruto. El gran jefe ha llamado a un poderoso sangoma para que busque a las brujas que, según él, son responsables de las muertes —Mandla hablaba sin emoción—. Le he oído decir que la madre y la hermana pequeña de Amahle tienen espíritus dentro y hay que localizarlos y echarlos fuera.

—¿Crees que es verdad? —preguntó Shabalala.

Mandla adoptó una actitud desdeñosa para decir:

—Nomusa es una mujer asustada. La hermana pequeña es una niña. No existen los espíritus malignos ni los hechiceros, solo los hombres mentirosos y codiciosos. Como mi padre, el gran jefe.

Emmanuel se aproximó un poco al oír mencionar a la hermana de Amahle.

—¿Si el sangoma cree que la niña tiene un espíritu dentro…?

—Se la expulsará del kraal junto con su madre. Ningún clan las acogerá. Vivirán como fantasmas en el veld, yendo de un lado a otro y pasando hambre. —Mandla se frotó una cicatriz del hombro, una vieja herida ya curada pero no olvidada—. La quinta esposa del jefe se ocupará de que así sea.

La quinta esposa, que se había levantado en pleno entierro para ver mejor cómo bajaban el cuerpo de Amahle a la sepultura poco profunda.

—Esta noticia me oprime el corazón —dijo Shabalala—. Pero ninguna ley prohíbe que un sangoma haga un hechizo siempre y cuando nadie salga dañado. Si estamos presentes cuando se celebre la ceremonia, podremos interrumpirla, pero en cuanto nos vayamos el jefe seguirá adelante con su plan. —Nomusa y su hija sufrirían los daños después del hechizo, cuando se las declarase brujas y se las desterrase.

—Por eso debéis encontrar a la persona que mató a Amahle y a Philani antes de que el sol se ponga mañana. Será entonces cuando el sangoma venga al kraal a dictar sentencia. —Mandla se levantó y recogió sus armas—. El gran jefe no puede actuar contra la palabra de la policía si ya se ha nombrado al asesino.

Mandla saltó desde la roca y aterrizó con elegancia animal. Sus hombres se apartaron para franquearle el acceso a la senda. Se internaron en el monte, perdiéndose de vista, tres hombres africanos en un siglo europeo. Sus antiguos regimientos del águila, del león y del búfalo habían desaparecido hacía mucho tiempo, junto con su dominio sobre el territorio.

Emmanuel se acercó a Shabalala.

—¿Qué ha dicho en realidad? —preguntó.

—Dos cosas, oficial. Con la parte buena de su corazón, Mandla quiere que Amahle sea vengada. Con la parte mala, quiere demostrar públicamente que el gran jefe es un idiota y que hay que derrocarlo y reemplazarlo.

—Está planeando un golpe.

—Plantando las semillas —dijo Shabalala—. El jefe obró mal al enterrar a Amahle en vertical. Si se demuestra que se ha equivocado al pensar que Nomusa y la hermana pequeña son las brujas responsables de los asesinatos, su posición se debilitará aún más. Y, entonces, Mandla irá a por él, no abiertamente con la lanza, sino a escondidas, con un veneno o una manta para taparle la cara y asfixiarlo.

—¿Y después de eso todos vivirán felices para siempre?

—No. —Shabalala desvió la mirada, avergonzado—. Se separará a las esposas e hijos del gran jefe para entregárselos a otros jefes o a otros hombres que puedan permitirse mantenerlos.

—No se sabe si es peor el remedio que la enfermedad —dijo Emmanuel—. Si el jefe sigue vivo, Nomusa y su hija se convertirán en unas apestadas. Si muere, serán entregadas a desconocidos como si fueran ganado.

—Así son las cosas, oficial.

Casada contra su voluntad a temprana edad, esposa, madre y, al final, viuda sin un hogar que ofrecer a sus hijos: Amahle había mirado hacia delante, había visto su futuro y había dicho no.

—Voto por conceder a Nomusa y a su hija la posibilidad de empezar de nuevo, aunque sea en casa de unos desconocidos. —Emmanuel se dirigió a la boca de la cueva, hojeando mentalmente las páginas de su libreta, en busca de una información vital que pudiera habérsele pasado por alto—. Tenemos día y medio para resolver el caso, agente Shabalala.