18

El primer sol del día atravesaba el manto de nubes e iluminaba las vueltas y revueltas de la «senda panorámica» que serpenteaba entre el hotel y la parte trasera de la comisaría. Emmanuel y Shabalala se agazaparon entre la hierba y esperaron. En pie antes del alba y vestidos con los trajes con los que habían dormido, parecían un par de salteadores de caminos planeando la emboscada de una diligencia. Un zulú cruzó el arroyo de la linde del terreno y caminó hacia ellos.

—Es él —dijo Emmanuel—. No hagas preguntas. Mírale a los ojos. Dile que sabes lo de Bagley y Amahle. Tiene una oportunidad, una sola, de echarle huevos, decir la verdad y ser un hombre.

—Me va a oír. —Shabalala se levantó con los brazos colgando con soltura a sus costados. Esa postura relajada resultaba en cierto modo más amenazadora que si se hubiera presentado agitando los puños. Shabangu, el agente zulú, hablaría.

—Nos reunimos bajo el sicomoro dentro de diez minutos y luego yo repetiré la actuación con Bagley. Usando la información facilitada por Shabangu para apretarle las tuercas. Al menos eso espero.

Emmanuel se retiró en dirección a la casa del comisario. Confiaba en que Ellicott y Hargrave, los reemplazos de Durban, se levantaran tarde. Basándose en esa premisa, Emmanuel y Shabalala contaban con una hora para cumplir las dos partes del plan y luego regresar junto a Daglish y a Zweigman, que seguiría profundamente dormido.

De la parte posterior de la casa del comisario salía un olor a café y a beicon. Emmanuel dobló la esquina y echó un vistazo al patio vacío. No había rastro de Bagley en las escaleras. El desayuno ya debía de estar en la mesa. Cruzó el cuadrado de tierra rastrillada, pasó junto al sicomoro y fisgó por la ventana de la comisaría. También vacía. Regresó al sicomoro y se situó de manera que el tronco lo ocultara a la vista desde la casa de Bagley.

Once minutos más tarde, Shabalala atravesó el patio de tierra con los andares de quien ha ganado un combate.

—Cuéntame —dijo Emmanuel, que quería participar de aquel entusiasmo.

—Shabangu dice que la policía se ocupó de Amahle en un par de ocasiones. La primera fue el día de invierno en que la dejaron olvidada en el pueblo. El comisario Bagley la llevó en coche a Little Flint Farm. La segunda vez fue el viernes por la tarde. —Shabalala hizo una pausa, disfrutando de la sustanciosa información que había conseguido—. Vino aquí y habló con el comisario en su casa. Shabangu no oyó lo que decían, pero cuando se fue, Amahle andaba como una reina ante la que se van abriendo las aguas.

—Excelente. Ella Reed también dijo algo así… —Emmanuel trató de atrapar aquel retazo de conversación y lo consiguió—. Amahle volvió al probador con monedas tintineando en su bolsillo y un gesto muy satisfecho.

—El dinero se lo había dado el comisario —aventuró Shabalala.

—Se lo preguntaremos al propio Bagley. Entra en la comisaría y siéntate en la mesa del comisario. Yo traeré a Bagley dentro unos minutos.

—Pero oficial… —Shabalala conocía las reglas. Los policías blancos ocupaban las mesas del despacho principal; los policías negros, como los niños de la época victoriana, se quedaban en la habitación de atrás sin que nadie los viera hasta que los llamaran.

—Olvídate de las reglas —dijo Emmanuel—. Esta operación está fuera del reglamento del principio al fin. Hacemos lo que queremos y apechugamos con las consecuencias. Siéntate, juguetea con los bolígrafos, haz una llamada, si quieres.

—Tengo que hacer como si fuera mi mesa.

—Sí. Y no te muevas de ahí diga lo que diga Bagley. —Eso era insubordinación y una falta sancionable en las fuerzas policiales sudafricanas—. Si Bagley se atreve a informar de nuestra conversación al comandante del distrito, le diré al comandante que te lo ordené yo.

—Sentarse, no moverse —dijo Shabalala, a quien empezaba a gustarle la idea, aunque no estaba convencido de que fuera sensata. Los hombres blancos podían correr riesgos que no estaban al alcance de los hombres o mujeres de raza negra ni en sueños. El oficial Cooper corría riesgos que ningún hombre blanco en su sano juicio tomaría siquiera en consideración.

—Yo me ocupo de lo demás —dijo Emmanuel. El colofón habitual de «confía en mí» era redundante. La fidelidad, la lealtad y la confianza los sostenían sobre las arenas movedizas de aquella operación clandestina.

Shabalala asintió y se dirigió a la puerta principal de la comisaría. Un Land Rover cargado de suministros para las granjas del valle y un estrepitoso autobús blanco y azul, con el nombre regalo de dios pintado en un lateral, pasaron en dirección al pueblo. Shabangu, el policía nativo, entró sigilosamente en el patio y se puso a recoger del suelo palos y hojas arrastrados por el viento y a tirarlos a un bidón de basura. Emmanuel llegó a la puerta trasera de la casa del comisario y llamó un par de veces.

El picaporte giró con un chasquido y apareció una mujer fea, con el fino cabello rubio rojizo recogido en un moño. No tendría más de treinta años, pero el vestido verde de algodón que llevaba resultaba recatado incluso con los criterios del siglo XIX. Era de mangas largas abombadas y la falda casi llegaba al suelo.

—¿Qué desea? —preguntó con una voz dulce y titubeante.

—Vengo a ver al comisario —dijo Emmanuel. La pena que empezaba a sentir por aquella mujer, la misma a la que había visto espiando desde la ventana a su marido al amanecer mientras él fumaba como un carretero, no formaba parte del plan.

—¿Quién le digo que pregunta por él?

—El oficial Cooper, de la policía judicial. ¿Puede decirle que lo espero en la comisaría?

—Está desayunando —se le atropellaron las palabras, como si hubiera visto un cruce de caminos peligroso delante y estuviera dando un volantazo para evitar un choque.

—Seguro que quiere verme —dijo Emmanuel, y añadió—: Si el comisario no puede venir a la comisaría, dígale que entraré con mucho gusto a hablar con él mientras desayuna.

Las hijas de Bagley salieron al pasillo empujándose. Se pusieron de puntillas para tratar de mirar hacia el patio por encima de su madre.

—¿Dónde está su amigo? —preguntó a voces la niña mayor—. ¿El negro?

—Callaos y volved a desayunar. —La señora Bagley ahuyentó a las niñas hacia una de las habitaciones que daban al pasillo y lanzó una mirada de preocupación a Emmanuel.

Él inclinó su sombrero y se encaminó a la comisaría. Esa noche, cuando se hubiera puesto el sol y la luna brillara sobre las montañas, probablemente la señora Bagley se volvería hacia su marido y preguntaría con dulzura: «¿Qué ha pasado?». El comisario Bagley la miraría a los ojos y diría: «Nada importante». Le mentiría, y no por primera vez, de eso Emmanuel estaba seguro.

Se agachó para entrar en el bajo edificio de arenisca y cerró la puerta. El golpe de efecto de ver a un corpulento zulú sentado tras el escritorio de un comisario era tan inmediato como contundente. Dependiendo del punto de vista del observador, Shabalala era un sueño hecho realidad o una pesadilla colonial que había cobrado vida.

—Quedas muy bien ahí —dijo Emmanuel, y se pegó a la pared de detrás de la puerta. Lo primero que vería Bagley sería el mundo al revés, un negro ocupando el lugar del jefe. Si eso no desestabilizaba al comisario de Roselet, nada lo haría.

Unos pasos presurosos atravesaban el patio, acercándose.

—Relájate, haz el favor —dijo Emmanuel—. Escríbele a tu mujer en papel oficial. Cuéntale cuánto disfrutas vestido de traje de chaqueta y sentado detrás de un escritorio como un blanco gordinflón.

Shabalala sonrió y abandonó la postura rígida de ladrón a quien han pillado mientras robaba dinero de la caja de colectas para los pobres de la iglesia. Sacó un papel de un cajón y escogió un bolígrafo de entre los que estaban ordenados en fila sobre la mesa. La puerta de la comisaría se abrió de golpe. Entró Bagley, con el uniforme planchado, los zapatos negros relucientes y la cara como una bolsa de papel arrugada.

—¿Qué coño haces ahí, mozo? —preguntó, escandalizado por la visión de un negro sentado en su sillón, tocando sus bolígrafos y sus papeles.

—Estoy escribiéndole a mi esposa, que está en Durban —dijo Shabalala.

Bagley se aproximó más.

—¿Es así como el oficial Cooper gasta bromas?

—¿De verdad creía que se iba a librar de nosotros con tanta facilidad, señor Póliza de Seguro? —Emmanuel cerró la puerta de la comisaría con un golpe seco y se recostó contra ella—. ¿Que le bastaría con llamar a un granjero, conseguir que un general echara espuma por la boca y que nos enviaran a casa, a meternos en la cama sin cenar?

Bagley giró sobre sí mismo, con la vena delatora palpitándole en la frente.

—Es una decisión oficial. Ya no está a cargo del caso, Cooper. Cuanto más tiempo se quede, más graves serán sus problemas.

Emmanuel dirigió la vista hacia Shabalala, que seguía sentado tras el escritorio.

—El comisario Bagley está preocupado por nosotros. Ha dejado que se le enfríen los huevos y el beicon del desayuno para venir a decirnos personalmente que hemos sido malos chicos y que el maestro, ¿o quizá el general?, nos va a azotar con la vara.

—Ha sido muy amable por su parte, oficial —dijo Shabalala.

Ja, muy amable. —Emmanuel volvió a mirar a Bagley—. No se apure por nosotros, comisario, nos hemos visto en peores situaciones. Tendría que preocuparse por sí mismo, por su familia y su pensión de policía.

A Bagley le subió y le bajó la nuez por la garganta.

—Mi pensión no es asunto suyo.

La pensión era una recompensa exigua pero importante por toda una vida de trabajo mal remunerado, y constituía la base de las fantasías sobre la jubilación de todo policía. Era un recordatorio mensual de que los sacrificios realizados para mantener el orden en Sudáfrica se recordaban y premiaban.

—Personalmente, no soy partidario de retirar la pensión a un policía que ha cometido un error estúpido. Todos somos humanos y nadie está libre de equivocarse —dijo Emmanuel—. Amahle era joven y guapa. Es fácil entender lo que sucedió.

—No sucedió nada. —Bagley se presionó con la mano el lugar de la frente que le palpitaba—. Se ha hecho una idea equivocada.

—Entonces, ¿mintió al decir que no conocía a Amahle porque…? —Emmanuel dejó la frase inacabada.

—Sabía que daría mala impresión. Que conociera a una chica negra asesinada.

—Menudo cuento. —Emmanuel volvió al ataque—. La llevó a Little Flint Farm, se paró a un lado de la carretera y se la tiró en la parte trasera de la furgoneta. Por eso mintió y dijo que no la conocía.

La autopsia realizada por Zweigman demostraba que no era posible y, sin embargo, esa acusación hizo que Bagley trastabillara un par de pasos hacia atrás. Chocó contra el mostrador de la comisaría, sudando a chorros.

—No fue así. Lo juro.

Emmanuel despachó a Bagley con una mirada y dijo:

—Coge el teléfono, Shabalala. Que la operadora te ponga con la brigada antivicio de Durban. Diles que tenemos un chivatazo para ellos. Un apasionante caso en el que están implicados un policía casado y una muchacha asesinada.

—No. —Bagley estiró los brazos, como si quisiera detener el tiempo—. Espere. Por favor.

—No voy a esperar para que me venga con más kak. Cuénteselo a los de la brigada cuando lleguen.

El comisario se llevó una mano al pecho.

—Juro por la vida de mis hijas que le diré la verdad. Cuelgue el teléfono y déjeme hablar.

Emmanuel indicó por señas a Shabalala que dejara el auricular en su sitio.

—De acuerdo, hablemos.

—Solo usted y yo. —Bagley miró al suelo de hormigón—. No puedo contarlo delante de un kaffir.

—¿Se refiere al agente Shabalala?

Bagley carraspeó y dijo:

—Sí, al agente Shabalala.

Si vivías en la cúspide de la escala racial y había una fuerte sacudida, al caer te pegabas un buen batacazo. La mala conducta se daba por hecha en los que ocupaban los escalones inferiores. Pero los arranques de violencia o las aventuras sexuales desafortunadas de un hombre o una mujer blancos desacreditaban a toda la raza europea; convertían en pura palabrería la superioridad moral de los blancos.

Shabalala echó el sillón hacia atrás y se levantó.

—Voy a dar un paseo.

—No te alejes mucho —dijo Emmanuel, y se apartó de la puerta. El reloj de pared marcaba las siete y treinta y cinco—. Vuelve dentro de diez minutos.

Yebo, oficial.

Bagley y Shabalala evitaron mirarse a los ojos cuando el policía zulú salió y empezó a pasear por el patio.

—Siéntese. —Emmanuel tiró su sombrero sobre el mostrador, dispuesto a empezar. El tictac del reloj resonaba en el silencio.

—¿Le importa si me pongo junto a la ventana para fumar un cigarrillo? —preguntó Bagley.

—Haga lo que quiera.

Emmanuel se quedó cerca del comisario por si estaba tan desesperado como para saltar por la ventana y tratar de huir.

—Sé lo que está pensando. —Bagley sacó de su chaqueta un paquete de Dunhill y cogió un cigarrillo—. Policía blanco guarro. Pobre chica negra asustada. Se equivoca. La situación con Amahle fue justo la contraria.

—¿Chica negra guarra y pobre policía asustado? —Emmanuel no suavizó el sarcasmo. No tenía tiempo para escuchar excusas. Un simple relato de qué había pasado y cuándo bastaría—. La dejaron olvidada en el pueblo, usted la llevó de vuelta a Little Flint Farm. ¿Qué más?

—¿Ve?, ese es su primer error, Cooper. —Bagley encendió el cigarrillo, dio una larga calada y echó el humo por la nariz—. No se olvidaron de ella. Estaba escondida detrás del almacén general, esperando a que llegara Regalo de Dios. El capataz de la granja retrasó quince minutos la salida hacia Little Flint, luego se hartó y se puso en marcha sin ella.

Regalo de Dios era el autobús que Emmanuel acababa de ver entrando en el pueblo por Greyling Street. Aquel día, Amahle no se perdió ni la dejaron tirada, estaba fugándose.

—¿Tiene idea de adónde iba?

—A Pietermaritzburgo —dijo Bagley—. Y, desde ahí, a Durban. Encontré el billete en su bolsillo después de que me llamara Reed para decirme que la buscara y la llevara a la granja. —Bagley dio una calada. El recuerdo de cómo lo enviaron a perseguir a una criada como misión prioritaria aún le fastidiaba.

Emmanuel abrió más la ventana para que entrara el aire fresco.

—Dos autobuses. Iba a ir hasta Durban. Un viaje muy largo para una chica zulú de un pueblo perdido —dijo Emmanuel. Pensó en la cantidad de veces que él se había escapado del internado Fountain of Light sin lograr llegar a la ciudad.

—Ese es su siguiente error, ¿ve? La muchacha no era la típica nativa. Llevaba en el bolsillo dos libras y un mapa de Natal, y ni el viaje ni yo le dábamos miedo.

—¿Iba sin equipaje?

—Yo no lo vi, desde luego.

Eso sorprendió a Emmanuel. El pintalabios, el cepillo de dientes y el esmalte de uñas que el jefe Matebula había tirado al suelo pertenecían a una chica que deseaba usarlos, aun cuando fuera en un futuro lejano. No tenía sentido que se hubiera marchado sin una maleta o una caja con sus objetos de lujo.

Ja? —le dijo a Bagley para que continuara. Los cabos sueltos podría atarlos más adelante.

—El agente Shabangu la acompañó hasta las afueras del pueblo y yo la recogí allí.

—¿Para qué caminar tanto si la comisaría está más cerca?

Bagley arrojó la ceniza al patio. Tardó un minuto en inventar la razón por la que habían desviado a Amahle de la comisaría a la periferia de la población.

—Me pareció conveniente mantener en secreto que se había escapado. Por el bien de los Reed.

Y una mierda empapelada, Cooper —dijo el sargento mayor—. Aplasta contra la pared a este cabrón y dile que no te haga perder más tiempo. Estaba planeando trajinarse a la chica y cubrió sus huellas desde el principio.

—Puso su granito de arena para apaciguar los ánimos de los nativos… —De un manotazo, Emmanuel le arrancó el cigarrillo de los dedos. Salió volando por la ventana y cayó al suelo, donde siguió consumiéndose. Entonces le clavó un dedo en el pecho al comisario para que le prestara atención—. Es usted un mal mentiroso y un cobarde. Volvamos a empezar. Yo le voy a decir la verdadera razón por la que mandó a Amahle al cruce de caminos y luego usted termina la historia sin mencionar sus buenas intenciones. ¿Entendido?

Bagley asintió con la cabeza y desvió la vista. No le quedaba más remedio que escuchar a Cooper.

—Usted quería pasarse por la piedra a Amahle y le daba miedo que se descubriera si su mujer los veía juntos. La mandó a las afueras para protegerse. No tuvo nada que ver con los Reed. Ahora le toca a usted, desembuche deprisa.

Bagley mantuvo el rostro vuelto hacia otro lado.

—Se subió a la furgoneta. Salimos por la carretera. No dijo ni una palabra en todo el trayecto hasta el desvío hacia el valle. Reconozco que yo iba pensando en qué se sentiría, en qué se sentiría al tocarla, pero le juro que no pasé de eso. Solo lo iba pensando.

Había una cita bíblica a propósito de que el adulterio siempre comenzaba en los pensamientos de los hombres, pero Emmanuel no recordaba las palabras exactas.

—Empezó ella. Estiró el brazo y me puso la mano en el muslo y luego fue subiéndola para desabrocharme los pantalones. —Bagley tragó saliva y fijó la vista en el exterior de la comisaría—. Me desvié hacia la cuneta y aparqué. Ella terminó lo que había empezado.

—¿Con la mano o con la boca? —preguntó Emmanuel. El grado de intimidad tenía su importancia.

—Con las dos —dijo Bagley—. Pero juro por Dios que no la toqué. Dejé las manos sobre el volante todo el rato.

—Bueno, entonces no pasó nada. Apuesto a que tampoco gritó al final.

El cuello y las mejillas de Bagley se cubrieron de manchitas rojas moteadas. Vaya, claro que gritó, probablemente espantó a los pájaros de los árboles y a los conejos de sus madrigueras. Bagley creía que haberse quedado agarrado al volante lo eximía de reconocer su participación en el acto y, por extensión, su disfrute.

—Después me abrochó la bragueta. —Bagley no paraba de meter y sacar de su bolsillo el paquete de tabaco— y se sentó como si no hubiera pasado nada. Ni una palabra, ni una mirada de reojo. Era como si estuviera en otra parte. La llevé a Little Flint y la dejé allí, sabiendo que algún día me pasaría factura.

—¿Le ofreció dinero a Amahle?

—Por supuesto que no. —La sugerencia le había ofendido—. Eso es prostitución.

Emmanuel sonrió para evitar reírse de la respuesta absurda y mojigata de Bagley.

—Los valores morales elevados salen muy caros, comisario —dijo—. No están a su alcance.

Afuera, Shabangu, el agente zulú, rastrillaba el patio. La figura de Shabalala se veía al otro lado de la explanada, regresando ya a la comisaría. El tiempo volaba.

—Amahle se presentó en la comisaría el viernes —dijo Emmanuel—. Unas horas antes de desaparecer.

—Una cosa no está relacionada con la otra. —El rostro del comisario se contrajo de miedo y empezaron a salirle las palabras a borbotones—. Me pasé cuatro meses muerto de preocupación por si me descubrían, me arrestaban y perdía mi trabajo, a mi mujer, a mi familia. Cuando vi entrar a Amahle por esa puerta fue un alivio. Cinco libras para comprar la paz de espíritu… Las pagué con mucho gusto y la cuestión quedó zanjada.

Cinco libras eran un buen pellizco para el sueldo de un comisario, sobre todo para uno que debía mantener a su mujer y a sus dos niñas.

—Hasta que se le acabara el dinero y volviera a por más —dijo Emmanuel—. El chantaje es un negocio a largo plazo.

—No le interesaban unas cuantas libras por aquí y por allá. No era eso. Tenía un objetivo: irse de Roselet. Me dijo que con cinco libras no volvería en mucho, mucho tiempo, y yo la creí.

Cinco libras más las dos de la paga, sumaban siete libras que Amahle llevaba en el bolsillo a última hora del viernes: una cantidad en metálico enorme para una sirvienta. Si el dinero que la madre de Philani había dejado en la roca era lo que quedaba del salario de Amahle, ¿dónde estaban las cinco libras?

—Está mintiendo sobre el soborno —dijo Emmanuel. Los profesionales de las apuestas de caballos y los magnates del azúcar iban provistos de carteras abultadas; los comisarios de pueblo llevaban unas cuantas monedas tintineando en el bolsillo—. Amahle no llevaba nada encima. Ni un céntimo.

—Pues se lo habrían robado —dijo Bagley—. Se marchó de aquí con el dinero. Por mi honor.

—Mala garantía me da, comisario. ¿De dónde sacó usted las cinco libras?

El reloj hacía tictac. El silencio se prolongaba. Bagley se pasó el dorso de la mano por los labios. Miró por la ventana. Sus hijas se entrenaban en dar volteretas laterales en el patio, arrastrando por la tierra recién rastrillada sus largos mechones de pelo de color vivo y retorciendo sus blanquecinos brazos y piernas.

—¿Tiene usted mujer e hijos, Cooper? —preguntó el comisario.

—Ninguna de las dos cosas —dijo Emmanuel, fastidiado por aquel giro de la conversación. La inviolabilidad de la familia otorgaba a los culpables una docena de excusas para infringir la ley, y él no estaba interesado en escuchar ninguna de ellas—. ¿Qué tiene que ver eso con las cinco libras?

—Pues que yo estoy dispuesto a mendigar, a pedir prestado o a robar para proteger a mi mujer y a mis hijas. Un soltero no es capaz de comprenderlo.

—Es verdad, pero un soltero quizá hubiera tenido la prudencia de rechazar que una adolescente negra le hiciera una mamada. Ahora dígame de dónde sacó el dinero, comisario.

Bagley hizo un ademán hacia su escritorio sin apartar la vista de sus hijas, que en esos momentos seguían sigilosamente a Shabalala por el patio.

—De la caja de dinero para gastos. Lo saqué de ahí.

—No mendigó ni pidió prestado…, lo robó —dijo Emmanuel.

Con el dinero de esa caja se compraba el papel, los lápices, el té, el azúcar y otras cosas de consumo cotidiano. Echarle mano era una especie de tradición policial. Un puñado de recibos falsos justificaba las pérdidas: dinero fácil si el robo pasaba inadvertido, pero todo un desastre si se descubría. Bagley había arriesgado su puesto por sobornar a Amahle. La alternativa era peor: un devaneo con una menor negra, por breve que fuera, suponía la pérdida del cargo, de la reputación y de la familia si se hacía público.

—Lo hice por mis niñas y por mi mujer —dijo Bagley, y se volvió hacia Emmanuel—. Por ellas. ¿Lo entiende?

—Reconozca que lo hizo por salvar el pellejo y quizá pase por alto la procedencia del dinero. Siga intentando que me trague esas gilipolleces de mi-familia-ante-todo y cogeré el teléfono para denunciar el robo. Usted elige.

Bagley se pasó la mano por el pelo y resopló.

—Si mi mujer se enterase de que había dejado que me tocara una nativa, aunque no hubiera pasado de un achuchón, lo nuestro se acabaría. No quiero estar solo. Por eso cogí el dinero.

—Bien. —Emmanuel ya estaba listo para pasar a la siguiente fase del interrogatorio—. Estuvo en la zona nativa el viernes por la noche, no muy lejos de Little Flint.

Ja, estuve allí.

—Desplazarse entre esos dos sitios era fácil, sobre todo para un hombre que iba en coche y quería recuperar las cinco libras que le había dado a una chica negra libertina.

—Mire… —Bagley se precipitó al escritorio y abrió el cajón de arriba. Lo revolvió en busca del libro de incidencias, lo encontró y pasó las páginas hasta el viernes—. Cinco cuarenta y cinco, informan de una pelea en la zona nativa. Siete y cuarto, se presentan cargos contra dos hombres por haber causado graves daños corporales y se los encierra en el calabozo. Justo después me fui a cenar. Que mis muchachos le confirmen lo de la zona nativa. Estuvieron a mi lado en todo momento. Mi mujer estaba leyendo un libro en la cama y vino al salón pasadas las nueve para darme las buenas noches.

Bagley cerró el cuaderno. Tenía una coartada sólida y tres testigos fiables para la noche del asesinato de Amahle. No la había matado él.

—¿Por qué no inscribió su nombre sobre la marcha y al menos fingió que la buscaba? —Eso aún tenía desconcertado a Emmanuel.

—Regalo de Dios sale de la estación de autobuses a la una y cuarto los sábados por la tarde. Confiaba en que Amahle se hubiera subido a él. Rogué que estuviera de camino a Pietermaritzburgo y luego a Durban.

Era lo primero que Bagley decía con total sinceridad sin que Emmanuel le diera pie o lo amenazara. Emmanuel miró por la ventana para ver dónde estaba Shabalala.

Las hijas de Bagley se habían plantado delante del agente zulú, con los brazos en jarras, cortándole el paso. Un hombre blanco podría apartarlas y seguir andando. Un hombre negro tenía que idear una forma educada de quitárselas de encima sin ofenderlas. Emmanuel se inclinó hacia la ventana abierta y aguzó el oído.

—¿Qué eres? —preguntó la hermana pequeña.

—Soy un hombre —dijo Shabalala.

Las hermanas fruncieron el ceño y sus cabezas cobrizas se inclinaron simultáneamente a la derecha mientras sopesaban lo que había dicho Shabalala.

—¿Una clase de hombre especial? —preguntó la hermana mayor.

—No. Un hombre sin más.

—Tienes un aspecto distinto y vistes diferente de los kaffirs normales. —Examinó a Shabalala de pies a cabeza, convencida de que estaba en su derecho de hacerlo—. ¿De dónde sacas tu ropa? ¿De la tienda de una persona blanca?

—No he comprado esta ropa en una tienda —dijo Shabalala—. Me la hizo una amiga.

—¿Una novia? —intervino con voz aguda la hermana pequeña, viendo la oportunidad de internarse más en territorio prohibido.

—No —repuso Shabalala con una sonrisa desganada—. La mujer que cortó y cosió esta ropa se llama Lilliana Zweigman y no es más que una amiga.

—Mamá nos hace los vestidos y los bombachos, pero nada tan bonito como lo que tú tienes. —La hermana mayor tiró del cuello del vestido marrón de algodón, holgado y recto, que caía desde sus hombros como un saco de patatas. Se mordió el labio, echó una ojeada nerviosa a la puerta trasera de la casa y le cogió la mano a Shabalala apresuradamente. La colocó con la palma hacia arriba y puso su mano encima para comparar los tamaños.

—¡Cáscaras! —exclamó—. Ven a ver esto, Dolly.

La niña pequeña miró boquiabierta el diminuto puño de su hermana encajado en la palma de Shabalala como un frágil huevo en el nido.

—Quítate, Rosie —le rogó—. Déjame a mí.

Shabalala extendió la otra mano como un mago materializando un as de diamantes de la nada.

—Mira —dijo Dolly—. El interior de su mano es casi del mismo color que las nuestras.

Dentro de poco, so pena de muerte, Dolly y Rosie no se acercarían a un negro desconocido ni permitirían ningún contacto íntimo con quienes estaban al otro lado de la barrera del color. En Sudáfrica, la comparación de las manos estaba estrictamente reservada a los niños.

—Qué maravilla —dijo Dolly cuando Shabalala cerró lentamente los dedos alrededor de cada minúsculo puño y los hizo desaparecer por completo—. Ni siquiera papá es capaz de hacer eso.

—¡Niñas! —las llamó una estridente voz femenina desde la puerta trasera de la casa del comisario—. Entrad, deprisa.

Shabalala abrió las manos y se apartó cortésmente de las niñas dando un paso atrás. Hundió las manos en sus bolsillos y desvió la mirada hacia Greyling Street, ausentándose del patio.

—Pero mamá… —dijo Rosie—. Todavía no hemos terminado.

Ja —añadió Dolly—. Déjanos un minuto más.

—¡Entrad ahora mismo! —La señora Bagley mantuvo abierta la puerta para sus hijas, que se encaminaron a la casa con insolente lentitud. Echaron otra mirada a Shabalala desde el porche.

—Adiós, señor —dijo Rosie.

—Adiós —dijo Shabalala. Y las niñas se apresuraron a entrar.

Emmanuel se volvió desde la ventana, dispuesto a advertirle al comisario del pueblo que ni él los había visto ni ellos lo habían visto a él. Bagley estaba de pie junto a su escritorio, pálido y descompuesto. El comportamiento de sus hijas con Shabalala había hecho brotar sudor en su frente.

—Relájese —dijo Emmanuel—. La curiosidad no está penada por la ley.

—De momento, no, hasta que tengan unos años más. —Bagley cerró el libro de incidencias y lo deslizó hacia el interior del cajón—. Entonces ese tipo de curiosidad sin lugar a dudas lo estará.