16

Gabriel Reed, prófugo, ladrón reincidente y sospechoso número uno en el caso del asesinato de Amahle Matebula, saltó un arroyuelo y avanzó hacia un repliegue del monte. Sus protuberantes omóplatos se marcaban en la tela de lana de su chaqueta gris, ribeteada de escarlata en los puños y las solapas. Unos holgados pantalones grises a juego le colgaban de las caderas y los bajos iban arrastrando por la tierra. El uniforme del King’s Row College probablemente costaba más de lo que Emmanuel ganaba en un mes.

Gabriel dobló una curva cerrada del camino y se agachó bajo una maraña de ramas. Detrás de la barrera arbórea, una ancha plataforma de piedra sobresalía del monte y, más allá, un poco más arriba, se divisaba la negra boca de una cueva. Un trino de cuatro sílabas diferenciadas resonó en el dosel vegetal y Gabriel escudriñó las ramas colgantes.

Chrysococcyx cupreus —dijo—. Cuclillo esmeralda.

Un aliado de lo más extraño —susurró el sargento mayor—. ¿Hasta qué punto está befok? ¿Tú qué crees?

Suficientemente befok para conocer este sitio —respondió Emmanuel—. Para lo que nos interesa, eso lo convierte en un loco de los buenos.

Hasta que le preguntes algo sobre Amahle —dijo el escocés—. Es el mismo chaval que se puso hecho una fiera con Zweigman y Daglish. No lo olvides, Cooper.

No lo olvidaría. Gabriel era extremadamente raro e impredecible, pero hasta que hubieran descansado y estuvieran preparados para seguir adelante, aquel escondrijo del monte era para ellos un puerto en la tormenta. No le quitaría ojo de encima a su anfitrión.

Dos integrantes del impi derrotado se metieron a presión en el refugio, cansados de la rápida ascensión. El torrente de adrenalina que habían liberado durante la batalla en el kraal se había agotado y estaban exhaustos. Emmanuel dobló hacia atrás las ramas para dejar paso a otro miembro del grupo atacante. El guerrero herido llegó a la roca sin ayuda gracias a los analgésicos y al grueso vendaje de gasa de algodón que le había aplicado a la herida Zweigman durante la parada para descansar que habían hecho hacía media hora.

El doctor alemán salió del camino encorvado, con el maletín médico pegado al pecho y el pelo disparado en todas direcciones, como unos fuegos artificiales grises. Tenía un andar lento y torpe, y eso extrañó a Emmanuel. Incluso cuando se metía en el papel de tendero en Jacob’s Rest, Zweigman se movía con decisión.

El médico llegó a la roca arrastrando los pies y se desplomó. Unas gotas rojas brillantes salpicaban el terreno por donde había pasado. Emmanuel se acercó a él y examinó su semblante pálido y sus pupilas dilatadas. Le arrancó de las manos el maletín. Un sabor metálico que tenía asociado a las patrullas de combate en territorio enemigo le inundó la boca.

—Túmbese —le dijo a Zweigman—. Con cuidado.

El médico tenía la chaqueta y la camisa empapadas de sangre fresca, que también había manchado su maletín de cuero. Emmanuel le abrió la ropa, imitando la forma de actuar del personal médico que trabajaba en los campos de batalla.

Una bola de algodón estaba encajada al fondo en un tajo de la parte superior del hombro derecho del doctor. Era la imagen especular de la antigua herida de bala del hombro izquierdo de Emmanuel. Recordó la sensación inicial cuando le alcanzó la bala, un dolor sordo como el de un puñetazo que le hubiera penetrado en la carne, y después empezó el auténtico suplicio, intenso e implacable. Levantó la vista; el agente zulú se había colocado silenciosamente a su lado.

—Presiona la herida, Shabalala. Voy a ver qué hay en el botiquín.

Emmanuel revolvió el maletín buscando una ampolla de morfina o un bote de analgésicos. Una sola pastilla resonó en un frasco de cristal; por sí sola era inútil para un dolor fuerte. Tampoco había brandy medicinal. Escaseaban incluso las reservas de vendas y gasas. Zweigman las había empleado para el guerrero herido, a sabiendas de que se quedaría sin nada para su propia herida.

—¿Por qué demonios ha hecho eso?

Emmanuel cerró de golpe el maletín con frustración. Apretó los puños para que dejaran de temblarle las manos. Y apartó de su cabeza otras emociones: enfado, impotencia y terror ante la idea de perder a Zweigman.

—Un hombre joven… —Zweigman señaló al guerrero herido y luego a sí mismo—: Un hombre viejo…

Gabriel estaba de pie a la entrada de la cueva, un ángel desastrado a contraluz del sol vespertino. Los tres miembros del impi ya habían abandonado el refugio rocoso para regresar a su kraal dando un rodeo, impacientes por defender sus casas y a sus familias de un posible ataque de represalia del clan Matebula.

—¿Morirá? —La voz de Gabriel no revelaba otra emoción que no fuera curiosidad. Como una linterna estropeada, el colegial tan pronto estaba intensamente focalizado como se difuminaba en un vacío en el que sus emociones apenas parecían tener relación con el mundo exterior.

—Hoy no —dijo Emmanuel.

En el tesoro de objetos robados que estaban almacenados en la cueva, Shabalala y él descubrieron un cobertor de plumas, una bolsa de retales de tela y una botella de brandy de melocotón robada en Covenant Farm. Con los trozos de tela le vendaron de nuevo la herida a Zweigman, con el cobertor le prepararon un lecho y con el alcohol mitigaron su malestar. Pero no bastaba. Ni de lejos.

Zweigman gemía de dolor y Shabalala le descubrió la herida para ver cómo estaba. La sangre había empapado el nuevo vendaje dibujando una rosa.

—Mala cosa —dijo.

—Lo sé. Hay que detener la hemorragia y coser el tajo. —Eso era labor para un profesional de la medicina con experiencia y el instrumental adecuado. Emmanuel tragó el turbio sabor metálico que le llenaba la boca y se devanó los sesos para elaborar un plan, un plan que evitara que Zweigman muriera sobre un frío suelo de tierra a muchos kilómetros de su esposa y de su nuevo hijo. Había una persona que podía ayudarlos—. No se le puede trasladar en este estado. Tendremos que traer aquí a Daglish.

—¿Vendrá?

—Tengo que intentarlo.

No había otra opción. De no ser por aquella investigación, Zweigman estaría a salvo en el Valle de las Mil Colinas, prescribiendo aceite de hígado de bacalao y disfrutando de la compañía de su hijo adoptado. Emmanuel sentía el peso de la culpa.

Se aproximó al chico, que se había agachado a examinar un lagarto negro y amarillo que tomaba el sol sobre una piedra. Amahle estaba enterrada y la investigación, estancada. No se podía interrogar al chaval sobre el asesinato hasta que Zweigman estuviera bien.

Pseudocordylus melanotus —susurró Gabriel—. Lagarto de risco de Drakensberg.

El adolescente era un fanático de las clasificaciones, pero a él era difícil encajarlo en una categoría. El término befok no era suficientemente específico. A los quince o dieciséis años, seguía pareciendo un niño. Sus ojos de distintos colores eran el indicio más claro de una estrafalaria combinación: tan pronto estaba plenamente cuerdo, como se le iba la cabeza.

—He dejado el coche en el desvío de Covenant Farm —le dijo Emmanuel a Gabriel—. ¿Puedes llevarme hasta allí?

—¿Por qué?

—Mi amigo está enfermo. Necesita ayuda. —Le pareció que la mejor forma de comunicarse era mediante frases sencillas, expresadas con claridad.

—Es un hombre malo. —Gabriel observaba las escamas del lagarto y su larga cola—. Le quitó la ropa a Amahle y la rajó con un cuchillo.

—El doctor Zweigman estaba haciendo un examen del cuerpo de Amahle para averiguar quién la mató. Sus intenciones eran buenas.

Gabriel manoseó con sus dedos sucios el ribete rojo de las solapas de su chaqueta.

—No hacía falta que le hiciera daño. Yo podría haberle dicho quién mató a Amahle.

—¿Me lo puedes decir a mí?

Solo un minuto más, una respuesta más para satisfacer el ansia de saber con certeza quién había matado a la hija del jefe.

—Una bruja le hizo un hechizo —dijo Gabriel—. Y un brujo.

Un minuto entero perdido. Ya era hora de ponerse en marcha. La misión para lograr la colaboración de Daglish había que concluirla a la luz del día y ya casi eran las cuatro de la tarde. Gabriel seguía mirando el lagarto.

—Tienes razón, pequeño baas. Una bruja utilizó muti negra para matar a la hija del jefe. —Shabalala colocó las gafas plegadas de Zweigman junto al lecho provisional y se acercó a la boca de la cueva. Se acuclilló junto al colegial—. Ese hombre que está bajo la colcha puede ayudarnos a encontrar a la bruja.

—¿Es poderoso? —Gabriel pasó al zulú y, de inmediato, pareció menos forzado y formal.

—Oh, sí. Es un curandero que solo usa la muti buena para curar a los enfermos y luchar contra los hechiceros y las brujas.

Gabriel taladró a Shabalala con la mirada.

—Tendría que haber usado su poder para romper el hechizo que le hicieron a Amahle. Tendría que haberle dado un nuevo aliento.

—Ah… —dijo Shabalala con tristeza—. Solo los más grandes de los grandes son capaces de insuflar nueva vida a alguien. Debemos aceptar que los antepasados han construido una cabaña para Amahle y que desde ahora vivirá allí.

—¿No vendrá nunca más a jugar en esta cueva?

—No, pequeño baas. Nunca.

Gabriel apartó la mirada y se secó la nariz con la manga de su chaqueta de lana. Se agarró las rodillas y se las acercó al pecho. La dura superficie de roca de la cueva amplificó el sonido acuoso de sus sollozos. Emmanuel retrocedió. Era irrelevante que Gabriel fuera inocente o culpable del asesinato de Amahle. Con su conversación sobre hechiceros y brujas y su antinatural exaltación, al joven Reed lo considerarían inimputable y se lo llevarían del calabozo en una furgoneta acolchada.

Shabalala se quedó junto a Gabriel y esperó a que dejase de llorar. No le dijo nada. La tristeza del chico hallaría su propio curso, como un río.

El lagarto se escabulló entre las hojas y Gabriel alzó el rostro hacia el cielo. Sentado en absoluta inmovilidad, observó las nubes blancas que se formaban contra el azul del fondo.

Cumulus mediocris. Nubes entre bajas e intermedias. —El juego de nombrar las cosas ya no le alegraba. Se volvió hacia Shabalala, desconcertado, y preguntó—: ¿Debo ayudar al curandero enfermo?

—Si está en tu mano, pequeño baas.

—Me llamo Gabriel. Los jefes son mi padre y mi hermano.

—Yo soy Samuel. Y el otro hombre se llama Emmanuel.

Qué buena idea, tratarse todos por los nombres de pila. Para bien o para mal, el extravagante colegial había pasado a formar parte del esfuerzo por salvar a Zweigman.

Gabriel se levantó y señaló el fondo del valle.

—Sampie Paulus. El voortrekker. Vive en Covenant Farm. Cinco kilómetros hacia el este.

—Ahí es donde tenemos que ir —dijo Emmanuel—. El coche está en la carretera general. Justo antes del desvío.

La granja afrikáner estaba comunicada con el mundo exterior por una erosionada pista de barro invadida de plantas silvestres y maleza espinosa. Un tiro de bueyes podía circular por ella con facilidad, pero no un Chevrolet.

—Ahí es donde estaba aparcado ayer. Un Chevrolet Fleetline Deluxe de 1951 con el acabado en negro mate.

Gabriel saltó de la boca de la cueva a la cornisa rocosa de más abajo, listo para ponerse en marcha. Que hubiera rajado la rueda delantera del susodicho Fleetline Deluxe con un cuchillo era, al parecer, un detalle que no valía la pena mencionar.

—Sigue en el mismo sitio —dijo Emmanuel. Recordó de pronto el cuchillo, suficientemente afilado como para cortar caucho reforzado. Tal vez el chico seguía armado. Y aunque en ese momento estaba cansado de llorar y era maleable, las cosas podían cambiar sin previo aviso.

Emmanuel bajó de un salto al nivel inferior y se volvió hacia Shabalala, que montaba guardia a la entrada de la cueva. Le fallaron las palabras.

—Yo cuidaré al doctor hasta que vuelva —dijo Shabalala—. Hamba kahle, oficial. Váyase bien.

Sala kahle, agente. Quédate tranquilo.

Emmanuel seguía el ágil avance de Gabriel a través del bosque como mejor podía. Cada pocos minutos, el chico se paraba para que le diera alcance. Justo cuando Emmanuel habría jurado que habían rodeado tres veces la protea coronada de mariposas amarillas y que habían atravesado antes el bosquecillo de sicomoros, desembocaron en la carretera general a medio metro del Chevrolet.

—¿Puedo sentarme delante? —Gabriel se precipitó hacia el asiento del copiloto—. ¿Puedo sentarme en el asiento delantero, Emmanuel?

—Por supuesto.

Emmanuel sacó las llaves del coche. La verdad era que no había pensado en lo que iba a hacer con Gabriel una vez que hubieran llegado al Chevrolet. Llevar a un ladrón al pueblo en cuyas tiendas había robado no formaba parte del plan. Después recordó que solo Gabriel conocía el camino de regreso a la cueva y a Zweigman.

—Entra —le dijo, y abrió la puerta.

El sol había descendido sobre el horizonte. La carretera de tierra atravesaba los montes y seguía el contorno del fondo del valle. Gabriel bajó la ventanilla y se inclinó hacia fuera para oler el aire. Emmanuel mantenía el Chevrolet a noventa por hora, una velocidad excesiva en aquella carretera llena de baches, pero necesitaba recuperar tiempo.

Conducía aferrado al volante. Gabriel iba diciendo los nombres científicos de las plantas y animales y, a continuación, sus nombres vulgares. Emmanuel dejó de escuchar y ensayó la manera de abordar a Daglish. La médica del pueblo respetaba los conocimientos y la experiencia médica de Zweigman. Eso contaba a su favor. El largo paseo por Greyling Street en bata y camisón de aquella mañana jugaba en su contra.

Llegaron a las afueras del pueblo y Emmanuel redujo la velocidad. A un lado de la carretera, una corpulenta mujer negra vendía mazorcas de maíz recién hechas a la parrilla en un puesto. Dos niños pequeños agazapados en la sombra que proyectaba su cuerpo jugaban con unas chapas de botella oxidadas.

Emmanuel cambió de marcha y circuló en paralelo a la primera vivienda de propietarios blancos, una casa de campo con las ventanas cerradas y las cortinas echadas.

—La señora Violet Stewart —dijo Gabriel—. Topo Asustado.

Cada una de las sucesivas casas provocaba la misma reacción: los nombres de sus habitantes y luego el apodo que les había puesto Gabriel. Una espaciosa residencia rodeada de setos recortados y con dos arbustos podados en forma de elefante montando guardia en el jardín delantero pertenecía a «La señora Samantha Eggers. Siempre Chillando». Un estirado indio vestido con holgados pantalones azules, camisa blanca y corbata de pajarita: «El señor Bijay Gowda. Billete de autobús».

Aparecieron las tiendas a los lados de la calzada de tierra. Un gato blanco saltó de una valla y se instaló en una franja de sol justo antes del desvío a la comisaría.

Felis catus. —Gabriel apoyó la barbilla sobre el respaldo del asiento de cuero para seguir mirando al animal de compañía—. Copo de Nieve.

Poner nombres y catalogar el mundo parecía una forma de dotarle de sentido, si bien Emmanuel notó un entusiasmo especial por los animales, mayor que por las plantas y las personas. Copo de Nieve retuvo la atención de Gabriel durante todo un minuto. La comisaría, Dawson’s General Store y el café pasaron de largo. Emmanuel giró hacia la entrada de coches de Daglish.

Un descapotable color bronce, con los bajos casi a ras de suelo y centelleantes dientes cromados, estaba aparcado junto a la puerta principal. El capó de color crema y la pintura recién encerada resplandecían al sol. Ese automóvil era un juguete muy querido; y seguramente pertenecía a Jim, el marido de Daglish.

—Descapotable Mercury de 1949. En perfecto estado. —Gabriel estiró la mano hacia la manilla de la puerta del copiloto, listo para apearse de un salto y dejar las sucias huellas de sus manos en el capó.

—Espera un momento —dijo Emmanuel, tratando de idear una táctica dilatoria—. Si te digo tu nombre secreto, ¿te quedarás cinco minutos en el coche?

—¿Los dos nombres? —preguntó el chico.

—Sí.

—Si te equivocas, ¿puedo jugar con el Mercury?

—Sí, puedes. —Rogó a Dios que la memoria de Daglish no fuera mala ni su zulú totalmente chapucero.

Gabriel enroscó los dedos alrededor de la manilla, intrigado por la proposición.

—Vamos —dijo—. Adivínalo.

—Gabriel Reed. Nyonyane. Pajarito.

El chaval estaba impresionado, con el ojo azul y el marrón dilatados por la sorpresa.

—¿Cómo lo has sabido? Era un secreto.

—He tenido suerte. —Emmanuel sacó las llaves del arranque—. No te muevas. Vuelvo dentro de cinco minutos.

—Es lo que siempre dicen los adultos.

El niño se recostó contra el asiento, aburrido ya desde ese momento.

Emmanuel se dirigió a la puerta principal y llamó con el puño. Dentro sonaba a todo volumen música swing, en la que el trombón y la trompeta competían por la supremacía. El descapotable a la puerta y la música que desgranaba el gramófono hacían que la casa de Daglish pareciera una sala de fiestas.

La música le trajo recuerdos del París dominado por el hedonismo de la posguerra: los brillantes letreros blancos de neón que alumbraban con falsa luz diurna las calles y los tugurios rebosantes de música y chicas. Llamó con más fuerza para hacerse oír sobre la orquesta de Glenn Miller.

—¿Sí? —dijo Daglish con brusquedad. Si ahí dentro estaba en plena ebullición una fiesta, ella aún tenía que tomarse una copa y relajarse.

—Soy el oficial Cooper. Necesito su ayuda.

La cerradura giró y la puerta se entreabrió. El rostro de Daglish apareció en la rendija. El ritmo vigoroso y desenfrenado de la música contrastaba con su mandíbula apretada y sus ojos entornados. Había sustituido el camisón y la bata que llevaba esa mañana por un vestido marrón sencillo, con mangas tres cuartos y escote cerrado.

—No es un buen momento. —Daglish sujetaba la puerta para que no se abriera más y así evitar que el sonido de la conversación se propagase por el pasillo—. Tendrá que volver más tarde, oficial Cooper.

Cuando Jim hubiera terminado la fiesta de bienvenida que él mismo se había montado y los discos del gramófono estuvieran otra vez en sus fundas de papel; o cuando sus pedazos hubieran sido barridos y arrojados a la basura.

—El doctor Zweigman está herido. Necesita asistencia médica urgente. —Emmanuel decidió centrarse en Zweigman, el hombre en apuros, y dejar en reserva, por si le hacía falta, el deber y la responsabilidad de Daglish—. He acudido directamente a usted. En Roselet no hay nadie más que pueda ayudarlo.

Daglish salió sigilosamente de la casa y cerró la puerta sin hacer ruido. Se recostó en ella y apretó la madera con las palmas de las manos, como Pandora tratando de mantener en su sitio la tapa de su caja de desastres.

—¿Dónde está el doctor Zweigman? —preguntó en un susurro, pese a que el retumbo de las trompetas era tan estruendoso que habría bastado para ahogar el llanto de un niño de pecho.

—En el valle, cerca de Covenant Farm. Tendremos que ir en coche hasta el desvío y hacer el resto del trayecto a pie.

—Son muchos kilómetros. Nos llevará horas ir y volver.

—Será una excursión de toda la noche —dijo Emmanuel.

—Entonces, imposible —replicó Daglish, empalideciendo—. No puedo.

—¿Por qué no?

Emmanuel reconoció las señales de angustia, la cara ojerosa, el pánico contenido y el movimiento nervioso con que bajaba la vista al suelo; conocía hasta el último gesto de crispación por los años que había pasado descifrando la expresión de su madre. Mientras sonara la música, todo estaría en paz. Tan pronto como enmudecieran las trompetas, comenzaría una siniestra guerra doméstica.

—Jim está en casa —explicó Daglish—. En cuanto él llega, yo no puedo salir.

—Porque su deber es estar aquí, esperándolo, tanto si se pasa días en la carretera como si está en casa una noche —interpretó Emmanuel.

Daglish rascó la puerta con la uña, descascarillando la superficie.

—No sabe lo que me está pidiendo, oficial Cooper.

—Lo sé, créame —respondió él. El ciclo emocional del bebedor empedernido era una lección que el padre de Emmanuel le había enseñado con su ejemplo personal. Dos cervezas y el mundo era maravilloso y todas las bromas, graciosísimas. Cuatro copas y se volvían las tornas. Seis vasos vacíos y afloraban todos los agravios, todos los rencores.

—Puedo proporcionarle material de la consulta, todo lo que necesite, pero más de eso no puedo ofrecerle. Lo siento.

—La necesito a usted, doctora Daglish. No un rollo de vendas y un frasco de yodo.

La música cesó de golpe y la reemplazó el débil tintineo de unos hielos golpeando contra una superficie de cristal. Unos pasos hicieron crujir el suelo de madera.

—Vuelva al coche y espéreme ahí —dijo precipitadamente Daglish—. Traeré mi maletín médico en cuanto pueda.

—El doctor Zweigman no saldrá adelante sin su ayuda —dijo Emmanuel—. Y prometo llevarla y traerla a salvo.

Las pisadas llegaron a la puerta. Daglish tomó una bocanada de aire y contuvo el aliento.

—¿Qué haces ahí fuera, Margaret? —El hombre tenía acento mitad de colegio privado, mitad de club de oficiales.

—Estoy hablando con un paciente —repuso Daglish—. No tardaré mucho.

—Nos hemos quedado sin hielo y la maldita criada ha desaparecido.

—Voy a buscar una bolsa a Dawson’s. —Se llevó un dedo a los labios para pedir silencio—. Cinco minutos.

—Despedir a la criada es lo que tendrías que hacer. Acarrear hielo es un trabajo de kaffir, válgame Dios, y esta mañana ya te has puesto bastante en ridículo en el pueblo.

—Sí, claro. No volverá a pasar.

Un gruñido y el repiqueteo de los cubitos de hielo en el vaso precedieron a la retirada de Jim hacia el salón. Emmanuel esperó a que Daglish relajara los hombros y respirase con normalidad. Comprendía la situación. Jim necesitaba hielo. Si se le suministraba en cantidades suficientes para que vaciara un par de botellas, cabía la posibilidad de que en vez de montar una bronca se durmiera en el sofá de cualquier manera.

—¿Qué está haciendo él aquí? —dijo Daglish a la vez que miraba por encima del hombro de Emmanuel y fruncía el ceño—. ¿Lo ha traído usted a mi casa, oficial?

Gabriel había salido del Chevrolet y pasaba sus dedos sucios sobre el arco de rueda del Mercury descapotable. Sentarse en los impolutos asientos de cuero y tocar el claxon sería lo siguiente.

—Habíamos hecho un trato —le dijo Emmanuel al chico con exasperación.

—Esperé cinco minutos.

El adolescente se inclinó sobre el capó y admiró la suave luz que reflejaba la superficie encerada. Daba la impresión de que podría quedarse allí, con la nariz pegada a la pintura, hasta que anocheciera.

—Váyase, por favor —dijo Daglish—. Yo iré a por mi maletín médico y se lo llevaré a Dawson’s. Con él podrá ayudar al doctor Zweigman. Se lo prometo.

La libertad de elección estaba muy bien en teoría, pero en la práctica era una jodienda. Dentro de Emmanuel reapareció el espíritu del viejo soldado que lo había arrastrado por innumerables pueblos fantasma.

Así se hace, soldado. Pasa a la ofensiva. —El sargento mayor tomó el control—. Zweigman está jodido, desangrándose en el monte. Es una decisión a vida o muerte. Son aplicables las normas de la guerra. Haz lo que sea necesario para meter a Daglish en el coche.

Emmanuel rodeó el coche y abrió el maletero.

—¿Ya es hora de irse? —preguntó Gabriel, levantando la vista desde el suelo; se había agachado para contar los radios de la rueda.

—Sí —dijo Emmanuel.

En el maletero hay suficiente espacio —confirmó el sargento mayor—. No te olvides de poner la radio muy alta cuando vayas saliendo del pueblo por si trata de abrirlo a patadas. Atarla no estaría de más.

Habría que quitar de la circulación a Daglish y tenerla controlada, como se decía en argot militar. Emmanuel sabía que lo haría sin dificultad ni remordimientos. El sargento mayor tenía razón, había que aplicar las normas de la guerra.

—La doctora Daglish va a preparar una bolsa y nos la traerá a Dawson’s General Store. —Se dirigió a la parte delantera del coche, dejando levantada unos centímetros la tapa del maletero.

—Señor David Dawson —dijo Gabriel—. Solo Dinero en Metálico.

—Ese mismo.

La única vez que Emmanuel había estado en el almacén con Shabalala, el cascarrabias del tendero les había seguido como una sombra a la vez que calculaba el importe de las compras en un trozo de papel y mascullaba: «Solo dinero en metálico. No se fía. Política de la tienda». En esos momentos, Emmanuel se había preguntado si trataría igual a los lugareños blancos o si reservaba esa peculiar conducta para los visitantes europeos y los investigadores negros. Al parecer, Dawson distribuía equitativamente su paranoia entre todos los grupos raciales.

Emmanuel echó una ojeada a Daglish para calcular su altura y su peso. Era más alta que el promedio de las mujeres y bastante fuerte. Tendría que cogerla por sorpresa para inmovilizarla y cargarla en el coche.

—Deme las cosas ya, doctora. Deje para después el hielo de Jim.

—Cómo no. —Daglish puso una sonrisa forzada—. Las tengo en el sótano.

Síguela de cerca, pero no demasiado cerca, Cooper. Dale algo para que lo lleve ella al maletero. Así la tendrás a tiro.

Gabriel terminó de contar los radios plateados y se levantó, satisfecho con la inspección del coche. Daglish, recelosa, retrocedió. Gabriel sonrió y dijo:

—Doctora Margaret Daglish, Finge Alegría, y señor Jim Daglish, Botellas Vacías.

—¿Qué has dicho? —La doctora se encogió como si le hubieran dado un bofetón.

—Doctora Margaret Daglish. —Gabriel señaló directamente al plexo solar de Daglish—. Finge Alegría.

—¿De dónde has sacado ese nombre? —preguntó la médica. En la quietud del jardín se oyó el sonido que hizo al tragar en seco.

Gabriel se encogió de hombros y pasó el dedo sobre el elegante contorno del Mercury descapotable, desde el capó hasta el maletero, impasible ante la expresión de estupefacción de la doctora.

—Finge Alegría y Botellas Vacías —repitió Daglish con una sonrisa desolada—. Qué listo es Gabriel.

—Le pone un nombre especial a cada árbol y a cada piedra. —Emmanuel se sentía como si fuera Shabalala defendiendo la habilidad de baba Kaleni para arrancar los vendajes de las heridas ocultas de su pasado.

—No es un nombre especial… es el nombre correcto —dijo Daglish—. Me paso el tiempo sonriendo y fingiendo estar alegre mientras la criada esconde las botellas vacías en el cobertizo trasero. Es patético. Hasta el chico se ha dado cuenta.

La crueldad involuntaria de Gabriel había dejado al descubierto la podredumbre que había en el centro de la vida de Daglish. Se había quedado inmóvil en medio de la vegetación primaveral, aturdida. Hacía un momento, el jardín era un lugar acogedor. Ahora que su tristeza había salido a la luz, parecía decadente y artificial…, el escenario de una vida imaginaria. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

Paciencia —aconsejó el sargento mayor—. No precipites las cosas, Cooper. Déjala que eche unas lagrimitas si le hace falta. Luego será más fácil de manejar.

—Hace diez años éramos una pareja fabulosa —dijo Daglish—. Yo era la mujer más elegante de cualquier reunión y Jim, el piloto de las Fuerzas Aéreas Sudafricanas más guapo de la base. Éramos el matrimonio ideal. Esa impresión daba entonces. Después terminó la guerra. Jim entró a trabajar de jefe de un taller mecánico, luego de capataz de una obra y, a continuación, de encargado de un café; y después tuvo otra docena de trabajos, ninguno le duraba más de seis meses. Yo continuaba practicando la medicina y era la que traía casi todo el dinero a casa. No hemos tenido hijos. Y hay que ver cómo estamos ahora. Finge Alegría y Botellas Vacías.

—Pasar de salvar el mundo a servir cafés es una transición difícil —comentó Emmanuel. Todos los ex soldados padecían estrés al reincorporarse a la vida civil, y algunos nunca llegaban a superarlo.

—Le da lástima —dijo Daglish, y se enjugó las lágrimas.

—Me dan lástima los dos —dijo Emmanuel.

Pues sí, él había pasado del ejército a la policía porque necesitaba crear orden en el caos y defender una idea del bien a costa de lo que fuera. La guerra terminó pero él siguió combatiendo hasta mucho después. Su matrimonio se desintegró mientras él perseguía un ideal.

En la casa pusieron en el gramófono When the Lights Go On Again de Vera Lynn.

—Antes era mi canción preferida —dijo Daglish—. Me moría de impaciencia porque terminara la guerra. ¡Qué vida iba a tener entonces!

Solo un minuto más, chaval. Reacciona. Salvar a Zweigman es más importante que la tragedia doméstica de esta moza. —Al sargento mayor le gustaba recordarle a Emmanuel los objetivos de cada misión.

—Bueno, la guerra ha terminado, las luces se han encendido de nuevo y los muchachos han vuelto a casa, pero yo vivo en la oscuridad.

Daglish se volvió hacia Emmanuel, pensando ya en otra cosa.

—¿Qué tipo de herida? —preguntó con repentina decisión.

—Una herida de arma blanca en el hombro derecho. Profunda. Sangra a través del vendaje.

—Tendré que limpiarla, coserla y volver a vendarla —Daglish interrumpió el minucioso examen que estaba haciendo Gabriel de la antena del Mercury al abrir la puerta del conductor y señalar los sofisticados asientos de cuero—. Puedes jugar ahí dentro hasta que el oficial Cooper y yo volvamos. ¿Me prometes no moverte de aquí?

—Prometido.

Gabriel se deslizó sobre el asiento de cuero de dos tonalidades y acarició el volante con los dedos, entusiasmado.

—Eso lo mantendrá entretenido un rato —dijo Daglish, y enfiló el camino lateral hacia el sótano, acompañada en su trayecto por la nostálgica oda a las maravillas de los tiempos de paz que cantaba Vera Lynn—. Dígame qué necesitamos, oficial.

Haz lo que te diga, Cooper —dijo el sargento mayor—. Se ha presentado voluntaria, no es necesario un reclutamiento forzoso.

Emmanuel aceptó sin analizarlo el milagro que estaba ocurriendo. El universo y Vera Lynn habían hablado.

A Zweigman no le había llegado su hora.

Todavía no.

La tentación de acelerar por la calle principal y salir a toda velocidad del pueblo era grande, pero Emmanuel contuvo ese impulso. Transportaba un cargamento insustituible. Un maletero atestado de material médico para tratar a Zweigman, comida y mantas, la mente enciclopédica de Gabriel y el valor recuperado de Daglish.

—Mirad. —Gabriel señaló el almacén general—. Solo Dinero en Metálico.

Un hombre blanco delgado con delantal de tendero de rayas azules y blancas acechaba a un turista blanco gordinflón que llevaba colgada del cuello una cámara reflex Brownie.

—¿Y esa quién es? —Daglish se apuntó al juego y señaló a una mujer cetrina que metía a presión a un niño diminuto en la parte de atrás de una camioneta Ford de caja abierta, abarrotada de punta a punta de niños desarrapados.

—Señora Beatrice Carson —dijo Gabriel—. Un-niño-al-año.

Daglish se echó a reír y bajó la ventanilla para que le diera el aire. Estaba exultante, en la cresta de la ola de su reciente libertad, pero Emmanuel sospechaba que al cabo de cinco horas, cuando solo tuviera la luz de las estrellas para alumbrar los recovecos oscuros de su interior, la ola rompería y Daglish se encontraría empantanada en el monte con cuatro desconocidos, preguntándose cómo había podido echar a perder así su vida.

Emmanuel redujo la velocidad a la entrada de la comisaría y echó un vistazo al aparcamiento. El comisario Bagley y dos hombres blancos vestidos con trajes de chaqueta azules, abolsados por el uso, y sombreros de fieltro despachurrados estaban junto a un Chevrolet negro de la policía: habían llegado el oficial Benjamin Ellicott y el agente John Hargrave de la policía judicial de West Street.

Gabriel se arrastró por el asiento hasta la ventanilla para ver mejor a los tres hombres reunidos en el patio de la comisaría. Apoyó un dedo en el cristal.

—El comisario Desmond Bagley —dijo—. Señor Póliza de Seguro.