15

La granja Covenant se veía como un punto blanco en el paisaje desde la cornisa rocosa. Emmanuel se agachó e indicó por señas a Shabalala que iniciara el primer interrogatorio de identificación de restos humanos de su vida.

—¿Es su hijo Philani Dlamini quien está bajo el saliente de la roca? —preguntó Shabalala a una mujer zulú regordeta vestida con los ropajes negros de viuda. Estaba sentada sobre los talones, con la cabeza gacha y las manos cruzadas en el regazo.

—Sí, inkosi. Es él. Philani —dijo con estoicismo. En la senda, un poco más abajo, aguardaban acuclillados tres hombres del kraal de su tío que habían venido a transportar el cuerpo—. Sabía que sería él.

—¿Por qué? —preguntó Shabalala.

La madre de Philani aflojó los cordeles de una bolsita de piel de cabra que llevaba atada a la falda negra de cuero y sacó el contenido: cuatro relucientes monedas de cobre y un billete.

—Mi hijo vino a casa el viernes por la noche —explicó—. No le conté la verdad al gran jefe porque Philani me dijo que debía guardarle el secreto. Me entregó este dinero para que lo escondiera y el cielo me oprimió el pecho. No podía respirar. Supe que algo malo iba a sucederle a mi hijo. No era su día de paga.

Emmanuel contó las monedas y el billete. Cerca de dos libras, la suma que le habían pagado a Amahle el viernes, descontando un poco de calderilla. Quizá fuera una coincidencia. O quizá no.

—Tal vez Philani le estaba guardando el dinero a un amigo —dijo Shabalala.

—No era dinero entregado por las buenas. Era dinero robado. —Dejó las monedas y el billete sobre la roca y se limpió las manos restregándolas en la falda—. Mi hijo estaba asustado cuando vino a casa con este dinero y me dijo que lo escondiera. Es dinero maldito.

Robar a los muertos. Emmanuel había conocido soldados, coleccionistas de recuerdos, que despojaban a los cadáveres enemigos de botas, fusiles, cuchillos e incluso dientes de oro. Cabía la posibilidad de que Philani se hubiera enfadado con Amahle por irse a casa sin él hasta el punto de matarla, pero el robo no encajaba en esa clase de crimen pasional.

—Dice que Philani estaba asustado. —Shabalala buscó una piedra y la colocó sobre el dinero para que no volara, con cuidado de no tocarlo.

Yebo. Me dijo que fuera a ver al gran jefe para informarle de que él había desaparecido. Y que luego cogiera el dinero y me marchara al kraal de mi tío. —Miró por encima del hombro el bosquecillo de árboles marula que ocultaba a la vista el refugio de la roca—. Philani me dijo que volvería al kraal hoy.

Emmanuel garrapateó lo que había dicho la mujer. Philani no había huido, se había escondido. Había hecho planes para el futuro. No tenía intención de morir solo en el monte. Tres frías noches durmiendo sobre una roca, ¿en espera de qué? Cuando te persiguen, vas de un lado para otro. Philani escogió un lugar y se quedó allí, encendiendo hogueras de noche. No tenía sentido.

—Philani era amigo de la hija del gran jefe —dijo Shabalala—. Es lo que he oído decir.

—Mi hijo era amigo suyo, inkosi. Es la verdad —esas palabras, dichas en voz baja, iban cargadas de una amargura que la mujer no se atrevía a expresar abiertamente. Una viuda que no contaba con la protección de un hijo no criticaba a la hija de un jefe, aun cuando la muchacha estuviera muerta.

—La escucho —dijo Shabalala. La amistad entre Philani y Amahle no estaba equilibrada. Él era mejor amigo que ella—. ¿Hay algo más que decir?

—He terminado.

En el valle tañó una campana para llamar a los trabajadores del campo. Emmanuel echó un vistazo al bosquecillo para ver si se movía algo. Tenían que estar en la granja Covenant quince minutos después del toque de campana. Se levantó y cruzó la superficie plana de roca en dirección a los árboles. Zweigman emergió de la maleza vestido con una bata blanca y guantes de plástico prestados por la doctora Daglish. Llevaba metido bajo el brazo su baqueteado maletín de médico.

—No ha sido fácil —le susurró a Emmanuel—. Pero he encontrado algo interesante.

—Resérvelo para el camino de vuelta a Covenant. Y trate de no parecer tan satisfecho consigo mismo.

—Sí, cómo no. —Zweigman se encogió dentro de su bata y fingió interés en una flor roja que crecía en una grieta—. Concluya su asunto. Yo me quedo aquí.

La conclusión del asunto fue breve y triste. La madre de Philani continuaba acuclillada, con sus ropajes negros de viuda, diminuta bajo la bóveda celeste.

—Con su permiso —dijo—, ahora voy a llevarme a mi hijo a casa.

—Con nuestra bendición —respondió Shabalala, y se retiraron a las lindes del bosquecillo donde aguardaba Zweigman. Los zulúes se pusieron en pie en la senda y atravesaron la roca con esteras de paja en equilibrio sobre los hombros—. Para el cuerpo —explicó.

Emmanuel esperó a que los porteadores se hubieran internado en el bosque para emprender el camino hacia Covenant.

—Tengo noticias, caballeros —dijo Zweigman mientras descendían del monte—. Me ha llevado mi tiempo, pero lo he encontrado. —Tendió la mano enguantada. En su palma reposaba un fragmento de púa de puercoespín—. La tenía encajada en las lumbares inferiores. Igual que la chica.

—Es el mismo asesino —dijo Emmanuel—. Tiene que serlo.

—Para usar esta arma hay que acercarse a la persona. —Shabalala se frotó la barbilla, pensando—. O andar pisándole los talones y rodearla con los brazos.

—A un desconocido le resultaría difícil hacerlo. A un amigo, fácil.

Eso casaba con la intuición que tenía Emmanuel de que Philani había invitado al asesino al refugio de la roca, convencido de que no ponía en riesgo su seguridad. Continuaron descendiendo por el monte a paso rápido durante quince minutos. No querían quedarse descolgados del cortejo fúnebre de Amahle.

En el patio se había formado una caravana. Cuatro peones de la granja estaban apiñados detrás de Sampie y Karin. Tres mujeres, incluida la criada enjuta con mala vista, tomaron posiciones detrás de ellos. Tumbados en el porche, con sus gigantescas cabezas reposando sobre las zarpas, los perros boerboel obedecían la orden de «quietos».

—Oficial Cooper —le saludó a voces Sampie—. Pensaba que había cambiado de idea.

—Nos hemos entretenido en el monte. —Emmanuel se colocó junto al padre y la hija, abriendo la procesión. Karin lo saludó con la cabeza y jugueteó con los puños de su bien planchada camisa de los domingos—. Sentimos haberlos hecho esperar —dijo—. Agradecemos que nos haya invitado a ir andando con los de su casa.

Sampie emitió un gruñido y se pusieron en marcha por la pista removida por las carretas. El sol caía sobre las lápidas del cementerio familiar y en la hierba crecida piaban los pájaros. Shabalala y Zweigman caminaban un paso por detrás de Emmanuel.

—Era el jardinero quien estaba en el monte —dijo Karin—. Acerté.

—Sí, acertó. —La localización de Philani era algo más que una conjetura afortunada. Un extraño que por la noche encendía hogueras en su propiedad tenía que haberle llamado la atención a Karin—. Su madre está organizando el entierro.

—Pobrecilla. No asistirá nadie. La gente tiene miedo al jefe. —Karin, poco acostumbrada al tacto del lino almidonado sobre su piel, se desabrochó los puños y se arremangó—. Además, se ha montado esto.

Cuatro mujeres zulúes con sus niños atados a la espalda esperaron a que pasara la procesión y se incorporaron al final, junto a las otras mujeres. En el vado del río había más personas a la espera.

—¿Cuántos seremos cuando lleguemos allá? —preguntó Emmanuel.

La mujer afrikáner se encogió de hombros.

—Unos cincuenta. Los kaffirs de los kraals de toda la zona irán uniéndose por el camino.

Aquella concentración de gente era el motivo por el que Emmanuel, Zweigman y Shabalala se habían mantenido apartados del recinto del clan Matebula aquella mañana. El entierro de Amahle era como un tornado que recorría el valle; no había forma de detenerlo ni retrasarlo. La invitación de Sampie Paulus a caminar con ellos hasta la casa del gran jefe les permitiría presenciar la despedida de la muchacha y, a la vez, observar quién acudía a presentarle sus respetos.

El grupo de zulúes que había en el vado engrosó sus filas. Sampie Paulus encabezó el cruce de las aguas, pasando de una piedra a otra como un Moisés afrikáner. Aguardó hasta que todo el grupo llegó a la otra orilla y, entonces, reemprendió el camino.

—¿Ha estado alguna vez en un entierro kaffir, oficial Cooper? —Karin se sacudió la arena de los bajos de sus mejores vaqueros.

—Entierros de ciudad —respondió Emmanuel—. Nada como esto.

—Vaya preparándose —le advirtió Karin—. Va a haber mucho ruido.

El kraal de Matebula apareció a la vista, apostado en un campo de aloes. Del recinto se alzaban gemidos y alaridos, y las mujeres de la procesión también empezaron a lamentarse a gritos. Los hombres se separaron y formaron su propio grupo. El rítmico golpeteo de sus pies contra el suelo contribuía al estrépito general.

—¿Ve lo que le decía? —Karin se apartó para ceder el paso al cortejo zulú—. Su kaffir y el otro hombre pueden quedarse a nuestro lado. Cerca de la sepultura hay una zona reservada para personas que no son de la familia.

—Zweigman y Shabalala —Emmanuel pronunció sus nombres a sabiendas de que era inútil. El mundo de Karin estaba dividido en dos grupos: los blancos, que eran los que contaban, y los sirvientes. Los judíos ocupaban un espacio impreciso entre ambos colectivos.

Sampie atravesó el campo hacia la entrada del kraal de Matebula. Allí se había congregado una multitud de zulúes. Y por los caminos del monte iban llegando a docenas, levantando regueros de polvo. Los perros del kraal ladraban en medio del barullo.

—Nuestro sitio está en una zona reservada —dijo Emmanuel cuando le dieron alcance Shabalala y Zweigman—. Vamos a quedarnos cerca de Sampie. No nos han invitado formalmente, pero los Matebula viven en sus tierras.

El grupo entró en el recinto y un zulú les indicó dónde debían situarse. En esa área había unos cuantos blancos: dos misioneras con vestidos negros recién planchados y sombreros, un granjero de tez colorada con ropa caqui limpia y Thomas y Ella Reed. El comisario Bagley brillaba por su ausencia.

—Buenas tardes —saludó Emmanuel a los demás invitados, inclinando el sombrero. Algunos le sonrieron y le devolvieron el saludo con un movimiento de la cabeza. Thomas Reed se le acercó. Lucía un elegante traje negro y una expresión furibunda.

—¿Qué hace aquí, Cooper? —le habló pegándose a su oído para no hacer una escena en público—. Haré que le retiren la placa por esto.

—Soy un ciudadano particular que asiste a un entierro particular. Ninguna ley lo prohíbe. Llame al general Hyland para comprobarlo.

Shabalala y Zweigman cerraron filas detrás de Emmanuel, cada uno por un lado. Reed pestañeó mucho, pero su natural sentido de la superioridad se impuso. Mantuvo la compostura: un punto a favor de la educación del King’s Row College.

—Se ha metido en un lío, Cooper —dijo—. Sus amigos también. Dentro de una semana los tres estarán haciendo cola en la oficina de empleo para que les den trabajo en una fábrica.

Emmanuel miró a los ojos a Reed, casi con curiosidad ante la estupidez de aquel hombre y los derechos que se arrogaba.

—Un trabajo en una fábrica. ¿Es esa su idea del infierno? —preguntó—. ¿Ha tenido que luchar por algo alguna vez en la vida? Ni siquiera es capaz de plantear batalla aquí mismo, en este momento.

Reed despegó los labios para replicar, pero la expresión de Emmanuel le hizo callar.

Sampie Paulus se les acercó.

—Dejen la riña para después —dijo—. No es el sitio adecuado. La ceremonia ha empezado.

—Lo siento —se disculpó Emmanuel, y se dirigió a la cerca de espinos. Se arrepentía de haber reaccionado ante Reed. Pelearse en un entierro era algo que habría hecho el colegial que fue en su día.

Docenas de zulúes del cortejo fúnebre ocuparon el terreno entre el espacio acotado para los espectadores y la sepultura, que había sido excavada junto a la choza de Nomusa. Ella y su hija superviviente estaban sentadas en esteras de paja en la zona para las mujeres de la familia: distantes presencias fantasmagóricas en medio de la polvareda. La gente se arracimaba alrededor de la familia del gran jefe. Las mujeres daban alaridos y levantaban las manos en el aire, los hombres pateaban el suelo. Se levantó más polvo y apenas se veía nada. El ruido arreció.

El gran jefe salió de su cabaña y echó a andar por el anillo interior del kraal. Lo precedía un anciano que cantaba sus alabanzas, enumerando las victorias, riquezas e hijos del jefe. Las misioneras se aproximaron a la cerca, absortas en los ritos funerarios nativos. Shabalala estiró el cuello para mirar sobre la muchedumbre, con los ojos entrecerrados bajo el sol.

—Esa tumba tiene un aspecto raro —dijo.

Emmanuel cambió de posición y encontró un hueco entre dos adolescentes desde donde alcanzaba a ver parte de la tierra recién excavada.

—Es difícil saberlo —dijo—. Con todo este tumulto.

—La tumba no es como debería ser, oficial —afirmó el agente zulú—. No es como debería ser.

El panegirista se acercó sin dejar de proclamar a voces más atributos maravillosos del jefe. Mandla y su impi avanzaban con un ritmo sinuoso a la cabeza de una columna de hombres en edad de combatir.

Los asistentes se apartaron hacia los lados. Un grupo de hombres sostenía unas parihuelas de pellejo de vaca sobre la que transportaban a Amahle a la sepultura. Los lamentos de las mujeres subieron de volumen y de tono. A Emmanuel se le erizó el pelo de la nuca. Se abrió camino a empujones. El cadáver iba envuelto en un pellejo atado con cuerdas de hierba trenzada. Tres ramas, descortezadas y clavadas en el pellejo, sostenían el cuerpo sentado en una postura grotesca.

—¿Qué está pasando? —le preguntó Emmanuel a Shabalala.

Ahora las mujeres aullaban, con los brazos levantados al cielo. Nomusa se puso en pie de un salto, pero un corrillo de matronas la obligó a sentarse de nuevo y la sujetó contra el suelo echándosele encima. Dos de los porteadores se ataron unas cuerdas a las manos e hicieron descender a la sepultura el cuerpo erguido de Amahle.

—Está pasando algo malo, oficial. Solo se entierra sentados a quienes han cometido graves fechorías en su vida, a los delincuentes y a los asesinos. El espíritu de Amahle no hallará reposo hasta que la tumben.

—¿Un castigo eterno? —dijo Emmanuel—. ¿Por no haberle dado a su padre el rebaño de vacas que quería?

—No se me ocurre ninguna otra razón —dijo Shabalala.

Los hombres removían la tierra con los pies, los niños dejaron de alborotar y las jóvenes solteras se taparon la cara para no ver aquel infame espectáculo. Las únicas personas a las que no parecía afectar la visión del cadáver eran el gran jefe y su engreída quinta esposa, que se levantó para mirar más de cerca a Amahle.

—Viejo estúpido —masculló Sampie en afrikáans, y empezó a circular entre los grupos de espectadores blancos para decirles—: Váyanse ahora mismo. Salgan del kraal.

Las misioneras y los Reed se encaminaron a la salida. Tres zulúes armados con lanzas y hachas de combate entraron a la carrera en el recinto y bloquearon la entrada. Emmanuel los reconoció. Eran los integrantes del impi que había montado guardia junto al cadáver de Amahle.

—Va a haber guerra —dijo Shabalala, y se desabrochó la chaqueta.

El impi invasor se precipitó hacia la sepultura y la muchedumbre allí congregada se dispersó presa del pánico. Nomusa se liberó de los brazos que la sujetaban y corrió hacia el gran jefe, a cuyo panegirista por fin se le habían agotado los superlativos.

—Estos son asuntos internos de los nativos —gritó Sampie Paulus por encima del gentío—. Tenemos que irnos.

Mandla y sus hombres se dispusieron a rechazar el ataque. Las puntas metálicas de sus lanzas resplandecieron al sol. Un torrente de asistentes que corría hacia la salida tiró al suelo a una anciana y a un niño chilló en medio de la aglomeración.

—Quédese aquí —le dijo Emmanuel a Zweigman, y saltó la cerca de espinos. Shabalala salvó la barrera justo detrás de él y aterrizó más lejos, en pleno caos. Levantó a la anciana y la apartó de los combatientes. Los guerreros se lanzaron unos sobre otros y el agente zulú quedó atrapado entre los dos bandos.

Emmanuel trató de sacar de allí a Shabalala en medio del ruido ensordecedor. Un guerrero del grupo invasor se tambaleó hacia atrás, le manaba sangre de un tajo en el torso. Cayó al suelo. A Emmanuel le dio la impresión de que el tiempo se aceleraba y se ralentizaba a la vez. Los movimientos de todo el mundo adquirieron una calidad onírica: las extremidades flotaban, las bocas gritaban, las armas hendían el aire. Los sonidos se fragmentaron. El choque de las lanzas contra los escudos, los resoplidos de los guerreros esforzándose y el llanto de un niño ponían una banda sonora discordante al combate.

Emprende la retirada, soldado —le ordenó el sargento mayor escocés—. Coge a Shabalala y al herido y escapad. Mandla y sus hombres son demasiado fuertes. Os aplastarán.

Shabalala estaba atrapado contra la pared de la choza de Nomusa, sin parar de moverse para esquivar la acometida de las afiladas lanzas. Entre dos combatientes se abrió un pequeño hueco. Emmanuel gritó:

—¡Ven conmigo, Samuel!

Al oír su nombre de pila, el agente zulú giró y saltó por la brecha hasta una zona despejada. Emmanuel bajó los ojos y vio sangre sobre la tierra donde había caído el herido, pero el hombre había desaparecido.

—Retírense —Emmanuel transmitió la orden al anciano que había sido el primero en saludarlos a Shabalala y a él en el sendero del monte hacía unos días—. Retrocedan mientras todavía tengan hombres.

La retirada fue caótica. Mandla y su impi seguían avanzando, el gran jefe se palpaba una mejilla rasguñada como una adolescente en una pelea a arañazos, y varias esposas continuaban inmovilizando contra el suelo a Nomusa. Zweigman se arrodilló junto al herido, que yacía cerca de la zona reservada a los espectadores. Emmanuel comprendió que el médico debía de haberse ocupado de recogerlo.

Entonces, los hombres de Mandla iniciaron otra ofensiva. Las lanzas volaban por el aire. Un instante después, Shabalala se echó el herido al hombro y salió zumbando. Sampie Paulus montaba guardia en la entrada del kraal y los perplejos espectadores blancos estaban apelotonados a sus espaldas. Las dos misioneras se abrazaban atemorizadas.

—Váyanse —dijo Sampie—. Lleguen lo más lejos que puedan. Yo trataré de tranquilizar al jefe.

Corre como si te persiguiera el diablo, soldado —susurró el sargento mayor—. Echando leches a esa zona boscosa de más allá.

Los árboles les permitirían ponerse a cubierto. Y, al estar a cubierto, tendrían tiempo para descansar, reagruparse y hacerse una idea de qué coño acababa de pasar. Del recinto del clan Matebula salían gritos. Emmanuel ordenó que se movieran deprisa. Los guerreros ilesos echaron a correr a paso largo, campo a través. Shabalala puso de pie al combatiente herido y, llevándolo casi en volandas, corrieron a trompicones hacia el bosquecillo. Zweigman iba tras ellos, pálido y bañado en la sangre de la herida del guerrero.

Unos pájaros marrones levantaron el vuelo de la hierba antes de que pasara la estampida humana. Emmanuel echaba ojeadas por encima del hombro, pendiente del creciente nivel de peligro. Sampie aún estaba bloqueando el centro de la entrada, con los brazos extendidos como un Cristo crucificado. Mandla y su impi tendrían que pasar sobre el afrikáner para salir del kraal.

Qué tipo tan duro, el hijoputa —dijo con admiración el sargento mayor—. Los retendrá el tiempo justo para que desaparezcáis, Cooper.

Una descarga de adrenalina y miedo propulsó a Emmanuel hasta el resguardo de los árboles. El bosquecillo era denso pero estrecho. Los rayos de sol atravesaban la bóveda de follaje, moteándola de luz, y llegaban muy atenuados al manto de hojarasca y helechos. Emmanuel zigzagueó entre los oscuros troncos, con el corazón martilleándole en el pecho y en la frente. Al internarse unos metros en el bosque, el terreno caía hacia un profundo barranco. Shabalala, Zweigman y el impi en retirada estaban al borde, contemplando el abismo.

Qué jodida suerte la tuya, soldado —dijo el sargento mayor.

Emmanuel se enjugó el sudor de los ojos y calculó la distancia. Saltar al otro lado era posible cogiendo mucha carrerilla y con un esfuerzo sobrehumano. Shabalala podría hacerlo. Los demás acabarían tirados en el fondo del precipicio, demasiado lejos para ser rescatados en el improbable caso de que sobreviviesen a la caída.

Emmanuel estudió el bosque, repasando mentalmente diversas posibilidades de huida. Todas conducían a la muerte o a una lesión grave. Se oyó un crujir de hojas y palos que se partían. Emmanuel desenfundó su Webley.

Un desaliñado chico blanco vestido con un uniforme escolar mugriento emergió de la penumbra. Menudo, con una mata de pelo negro dividida en hirsutos mechones, podría haber salido del catálogo de espíritus del bosque de un mago. Tenía el ojo derecho azul pálido y el izquierdo castaño oscuro.

—Venid —dijo.