Emmanuel recorrió la linde meridional del jardín y se reunió con Shabalala en la entrada desierta de coches delantera. Era un caso perdido. Amahle ya estaba en pleno monte, transportada sobre una plataforma de escudos de cuero.
—La furgoneta fúnebre no ha venido —dijo Shabalala—. Mandla y sus hombres han devuelto a Amahle a su madre —dicho de ese modo, el secuestro de un cadáver era un servicio público que se prestaba a los muertos. Ningún juez o jurado blanco lo vería de esa forma.
—¿Daglish?
—Se ha ido, pero no con el impi —explicó Shabalala—. Salió de la casa después de que los hombres cogieran el cadáver y cruzaran el arroyo.
—Gracias al cielo —dijo Emmanuel.
El Partido Nacional disfrutaría con un crimen interracial cargado de insinuaciones sexuales. Lo convertiría en noticia de primera plana para garantizar que tanto los blancos liberales como los granjeros reaccionarios captaran el mensaje: Las fuerzas salvajes amenazan a vuestras mujeres e hijos. Solo Nosotros Podemos Salvaros.
—¿Y Zweigman?
—Se ha ido con la doctora del pueblo. —Dos rastros de pisadas de zapatos conducían hacia el camino de grava—. Los dos han corrido hacia Greyling Street.
—Vamos a buscarlos para comprobar que están bien.
—Por aquí, oficial.
Shabalala se dirigió a la calle y pasó a toda velocidad ante el café cerrado y ante Dawson’s General Store, que ya estaba abierto y en cuyo umbral dormía un gato color crema. Tres granjeros blancos con pantalones caquis y camisas desgastadas de algodón estaban a la puerta del almacén de material agrícola, fumando el primer cigarrillo del día. Enseguida echaron la vista encima a esos forasteros que paseaban por su pueblo y sus miradas glaciales condenaron al hombre negro y al hombre blanco que parecían demasiado próximos, demasiado allegados para ser un baas y su sirviente. Emmanuel pasó de largo. Los granjeros puritanos tenían poder sobre el niño que fue en su día, pero no sobre el hombre en que se había convertido. Que pensaran lo que les diera la gana. El furgón policial estaba delante de la comisaría, con las ruedas salpicadas de barro, insectos muertos aplastados contra el parabrisas y en la rejilla. De una ventana lateral de la comisaría salía un hilo de humo y bajo el alféizar había una pirámide de colillas. Se oían voces procedentes del interior.
—Se han llevado a la muchacha por la fuerza y su trabajo es recuperarla, comisario. —Era Zweigman, hablando como una locomotora, destrozando el idioma inglés con su acento alemán. Estaba enfadado.
—Sé cuál es mi trabajo. —Ese era Bagley, que no pensaba aguantar ninguna insolencia a un forastero extranjero—. Usted me ha informado de un acto delictivo y yo tomaré las medidas oportunas en el momento oportuno.
—¿Después de fumarse el cigarrillo? —bramó Zweigman—. ¿O después de echarse una siesta, quizá? —El doctor siempre defendía su punto de vista sin importarle hacerse enemigos.
—¡Fuera! —Unas pisadas resonaron contra el suelo, preludio de la acción—. Salga de mi comisaría o lo arrestaré por alterar el orden.
Emmanuel atravesó la puerta principal y rodeó el largo mostrador. Margaret Daglish, todavía en bata, camisón y zapatillas, estaba sentada en una de las sillas para interrogatorios, intentando pasar desapercibida. Zweigman y el comisario estaban de pie, cara a cara, sin que ninguno de los dos diera su brazo a torcer.
—Oficial Cooper. —Zweigman tenía la cara terrosa de pura fatiga. Daba la impresión de que había dormido con la ropa puesta—. ¿Ha visto lo que ha pasado?
—Sí. ¿Cuándo fue?
—Hace una hora. —El alemán lanzó una mirada furibunda a Bagley, que volvió junto al alféizar a terminar su cigarrillo Dunhill—. Esperamos a que los hombres cruzaran el río y luego vinimos a dar parte a la comisaría. De momento, no han hecho nada.
—Me extraña que usted se quedara en la casa sin intentar impedir que se llevaran el cadáver —dijo Emmanuel, notando que Shabalala estaba rondando la puerta.
—El doctor Zweigman trató de salir de casa, pero yo no le dejé. —Daglish soltó los brazos de la silla—. El jefe dijo que le clavaría la lanza a cualquiera que saliese al jardín. Yo lo creí.
—Hizo usted muy bien. —Rendirse era la única salida para dos médicos desarmados y acorralados por un impi zulú. Que Bagley se hiciera el remolón ya era otra cuestión—. ¿Por qué sigue aquí, comisario? —preguntó Emmanuel—. Sus agentes nativos seguramente tienen una idea bastante aproximada de adónde se dirige Mandla.
—He recibido un mensaje para usted.
Bagley se frotó la barba del cuello. Estaba demacrado y ojeroso, y tenía las yemas de los dedos manchadas de nicotina. Probablemente se había levantado al alba y se había sentado en la escalera trasera como un náufrago, a fumar un cigarrillo tras otro para olvidar sus penas.
—Joder. Ese cabrón sabe algo, Cooper —refunfuñó el sargento mayor.
Emmanuel esperó en silencio a que el comisario continuara.
—El inspector Van Niekerk ha dicho que lo llame —dijo Bagley, y tiró la ceniza por la ventana—. Es urgente.
—No le contestes, Cooper —dijo el sargento mayor—. Ni siquiera lo mires. Haz esa llamada, soldado.
Emmanuel cumplió las órdenes y se comunicó con Durban a través de una línea sin interferencias. Un dulce aroma a artemisa aplastada se coló por la ventana abierta, sofocando el olor del tabaco y de la hojarasca que llevaba pegada a la camisa. Se volvió hacia el archivador roto para no ver el gesto ansioso de Zweigman ni el rostro sin expresión de Shabalala.
—Inspector —dijo Emmanuel cuando levantaron el auricular al otro extremo del hilo. La reina Isabel le sonreía desde una fotografía colgada en la pared del fondo, beatífica con sus perlas y su tiara de diamantes.
—¿Sabes qué se siente cuando te mea desde las alturas un general inglés, Cooper? —preguntó Van Niekerk con escalofriante calma.
—No, señor. No lo sé.
—Te sientes abrasado y hueles a derrota.
—Lamento que me diga eso, señor. —Emmanuel se sacó del bolsillo la libreta y el bolígrafo, decidido a transmitir una imagen de tranquilidad—. ¿Qué ha sucedido?
—Una llamada del general Hyland a las siete de ayer tarde, media hora antes del ensayo de mi banquete nupcial. ¿Conoces a Hyland?
—No, señor.
—Es antiguo alumno del King’s Row College. Socio vitalicio del Durban Club. Sigue llamando patria a Inglaterra. ¿Te haces una idea, Cooper?
—Me la hago, señor —dijo Emmanuel, a pesar de que era una pregunta retórica. El antepecho de la ventana crujió bajo un peso: Bagley se acomodaba para presenciar el espectáculo.
—Ese hijoputa inglés me llamó para decirme que había recibido una queja sobre mi mozo. Esa fue la expresión que empleó, Cooper. «Mi mozo». Como si yo fuera un estúpido bóer con un kaffir aún más estúpido a mi servicio. —El inspector hizo una pausa—. Como la queja la presentó Thomas Reed, antiguo alumno del King’s Row College y amigo personal del hijo del general, se vio obligado a actuar con prontitud.
—¿Y eso significa? —Emmanuel sabía cuál iba a ser la respuesta, lo sentía en los huesos.
—Ya no estás a cargo de la investigación, Cooper. Cese inmediato. Los reemplazos enviados por el general Hyland llegarán allí dentro de unas horas.
—¿Es definitivo?
Emmanuel se inclinó hacia delante para relajar la tensión de su cuerpo, estirando los nudos del cuello y los hombros. Arrancar del archivador los cajones rotos y lanzarlos en dirección a Bagley lo podría hacer más tarde, cuando estuviera seguro de que lo habían retirado del caso.
—Sí, definitivo. El general no está abierto a la negociación ni a la persuasión. El envío del furgón fúnebre que solicitaste se ha cancelado.
La suerte estaba echada. Una llamada telefónica y Shabalala y él volvían a ser los encargados de la limpieza de la policía judicial de Durban. Y, además, ahora tenían que cargar con el peso añadido de la humillación de Van Niekerk.
—¿A quién han mandado para reemplazarnos? —preguntó.
—Al oficial Benjamin Ellicott y al agente John Hargrave.
—Un policía malo y otro peor —dijo Emmanuel—. Levantarán una piedra, no encontrarán nada, agotarán las existencias del bar del pueblo y, al día siguiente, se marcharán.
—No es problema nuestro, Cooper. Ya no. —Hubo una pausa tensa antes de que el inspector añadiese—: Acoso a mujeres indefensas y destrucción de propiedades policiales. No es propio de ti.
—Eso no es verdad, inspector. —Y no lo era, al menos si no se matizaba. Había hablado con una frágil mujer blanca en presencia de su hija y, sí, había forzado el archivador de la policía, pero tenía razones de peso para hacerlo.
—Recoge los bártulos y vuelve a casa, Emmanuel. Ya habrá otras oportunidades de escapar del purgatorio de la policía.
Que el inspector lo llamara por su nombre de pila abría una trampilla para escapar de la situación. Se irguió y apretó el auricular con los dedos.
—¿Mencionó el general al agente Shabalala, señor?
—No. Solo a usted. «Mi mozo». —Ese término, reservado casi en exclusiva para los nativos, aún escocía. Doblegarse ante un general inglés le recordaba a Van Niekerk que, pese a su educación y a su sangre azul, siempre sería una especie de negro para los colonos británicos.
—A mí me han retirado del caso pero a Shabalala no. —Emmanuel necesitaba que se lo aclarasen oficialmente.
—En sentido estricto, eso es correcto. ¿Por qué?
En el interior de la comisaría se había hecho un profundo silencio. Todo el mundo, Bagley incluido, estaba escuchando, tratando de averiguar el rumbo de la conversación.
—A los agentes nativos no se les permite conducir vehículos policiales, inspector. Si, en sentido estricto, Shabalala sigue en la investigación, necesitará que alguien conduzca el Chevrolet. Es la política del departamento.
Emmanuel oyó un inquieto trajín de pies sobre el suelo de hormigón y a Zweigman respirando hondo. Sabía que estaba internándose en territorio inexplorado y no le importaban demasiado las consecuencias.
—Tú de conductor —dijo Van Niekerk—. No me lo trago, Cooper. Nadie se lo tragará, y el que menos el general Hyland. No te saldrá bien.
—Alegaré ignorancia y asumiré las consecuencias de mis actos, señor.
—Dios Santo, eres una bestia voraz, Cooper —dijo el inspector—. Primero jodes a mi novia y luego jodes el caso y ahora esperas que haga la vista gorda mientras desobedeces las órdenes directas de un general. ¿Lo he entendido bien?
Emmanuel sintió una descarga de adrenalina en el pecho. Van Niekerk sabía lo de Lana… Cómo no lo iba a saber.
—Mantén la calma, soldado —le ordenó el sargento mayor—. Cuando un superior te tiene cogido por los huevos, solo puedes hacer una cosa. Inclinarte y sonreír.
—Sí, inspector —dijo Emmanuel—. Es correcto. Con su permiso, señor.
La risa indulgente de Van Niekerk llegó a sus oídos.
—Muy bien, ese es mi muchacho, siempre se adelanta a la manada.
—¿Me está diciendo que sí, señor?
El inspector permaneció largo rato en silencio.
—Puedes quedarte como conductor oficial del agente Shabalala de la policía nativa, pero se aplicarán las normas de las operaciones clandestinas.
—Comprendido.
Las normas eran sencillas. Un resultado positivo en el caso de asesinato sería un tanto para el inspector. Si el resultado era malo, el tanto negativo se lo apuntaría él. Si lo pescaban desobedeciendo una orden de un general, Van Niekerk negaría todo conocimiento de sus actividades, diría que era un policía sinvergüenza y una deshonra para el cuerpo.
—Tienes hasta el viernes por la noche, Cooper. El sábado por la mañana espero veros en la iglesia a ti, al viejo judío y a Shabalala, ¿está claro?
—Allí estaremos, inspector. —Emmanuel se quedó sujetando el pesado auricular de plástico hasta mucho después de que la comunicación se cortara. Continuaba de espaldas a la concurrencia. Necesitaba un par de minutos para pensar.
—Primer plan de batalla. —Era el sargento mayor, haciéndose cargo de la situación—. Sé amable como la esposa de un cuáquero con Bagley. Saca a Daglish de aquí y mándala a casa. No digas ni una palabra a Zweigman ni a Shabalala hasta que estés muy lejos del alcance de los oídos del comisario. Puedes retirarte, soldado.
Emmanuel colgó el auricular y se levantó. Se volvió hacia el comisario y sonrió.
—Lo dejamos en sus manos —dijo—. Buena suerte durante el resto de la investigación y salude de mi parte a Ellicott y a Hargrave. Grandes tipos, los dos.
Bagley tiró la colilla al patio y frunció el ceño.
—Lo han retirado del caso. Órdenes del general.
—Así es —dijo Emmanuel sin dejar de sonreír—. Pero he decidido quedarme en el pueblo un par de días más. Para hacer turismo. Disfrutar del aire de la montaña.
—¿Dónde va a hacer turismo? —A Bagley se le puso la cara como un tomate.
Emmanuel recordó una de las actividades de la lista de «cosas que hacer mientras se está en Roselet» que le había leído el recepcionista del hotel.
—Voy a ver las pinturas de los bosquimanos del desfiladero del área protegida de la reserva de Kamberg —dijo—. Se dice que son la piedra Rosetta de la pintura rupestre. Vale la pena darse una vuelta por ahí.
—Está desobedeciendo una orden directa, Cooper. —Bagley se incorporó del antepecho de la ventana y trató de imponer su autoridad.
Cielo santo, Bagley era un idiota. Muchos años de dirigir aquella remota comisaría le habían inculcado una falsa impresión del poder que tenía.
—¿Fue usted al King’s Row College, comisario? —preguntó Emmanuel. El comisario estaba al servicio de una institución social de élite, no pertenecía a ella.
—No. —La pregunta desconcertó a Bagley. No entendía qué tenía que ver el colegio al que había ido con la presentación oficial de una queja.
—En ese caso, debería ir a quejarse a Thomas Reed para que él llame de su parte al general Hyland. Dudo que el general responda si lo llama usted. —Emmanuel avanzó hacia la puerta y esperó a que lo siguieran Zweigman y Daglish—. Así funciona la cadena de mando en Roselet, ¿no es cierto?
Shabalala abrió la puerta de la comisaría a los dos médicos y la siguió sujetando para que pasara Emmanuel. Salieron al patio sin hablar. Shabangu, el policía nativo, estaba recogiendo las colillas con un rastrillo metálico y echándolas a un cubo. Que hubiera oído toda la conversación con Bagley era tan posible como que no hubiera oído nada.
—¿Y ahora qué, oficial Cooper? —preguntó Zweigman—. Doy por hecho, tal vez ingenuamente, que tiene un plan.
—Usted a casa a descansar, doctora Daglish. La acompañaremos. —Emmanuel se atuvo a las instrucciones básicas del sargento mayor—. Idearé una estrategia por el camino.
Zweigman arqueó una ceja, pero no dijo nada. Echaron a andar por Greyling Street y pasaron por delante del umbral de Dawson’s General Store. La visión de la médica del pueblo flanqueada por tres hombres desconocidos hizo que se detuviera el tránsito de peatones. Que aún fuera vestida con bata y camisón era una emoción añadida al incidente. A última hora de la tarde, las habladurías sobre la extraña salida de la doctora unirían a todos los grupos raciales, blanco y negro, indio y mestizo. Después de la cena y con los niños ya metidos en la cama, los adultos susurrarían: «Y tan cierto como que estoy aquí, uno de los hombres era un zulú grande como un sicomoro, otro era un extranjero pequeñajo con gafas doradas y el otro un hombre que parecía blanco pero andaba por la calle como un gánster de los arrabales». Tres hombres, una mujer; imaginarían las permutaciones.
Daglish respondía a cada mirada fija con un alegre: «Hola. Qué buen día hace». Cuando al fin llegaron a su casa, estaba agotada y se precipitó a entrar, despidiéndose a toda prisa.
Emmanuel se llevó a Shabalala y a Zweigman al jardín de atrás y buscó un árbol con buena sombra para colocarse debajo. Allí no los verían desde la comisaría ni desde la calle.
—Me han ordenado que deje la investigación del asesinato de Amahle Matebula —dijo.
—Y sin embargo, aquí estamos —dijo Zweigman—. Haciendo planes para encontrarla, imagino.
—Me han retirado del caso, pero a Shabalala no —explicó Emmanuel—. Él sigue de servicio activo.
—Eso no es posible, oficial. —El agente zulú estaba visiblemente incómodo con aquel giro de la conversación—. Un agente nativo no puede dirigir una investigación. Va contra las normas.
—Ellicott y Hargrave dirigirán la investigación. Tú trabajarás en paralelo, tomando declaraciones e interrogando a sospechosos. Yo conduciré el coche —en cuanto lo dijo en voz alta, se dio cuenta de que era una idea absurda. El inspector Van Niekerk tenía razón. Era una bestia voraz, nunca se daba por satisfecho.
—¿Qué está diciendo en realidad, oficial? —Shabalala observaba la deriva de las nubes bajas que coronaban los montes para no mirar a los ojos a su superior. Era una situación comprometida esa de pedirle a un blanco que dijera la verdad sin tapujos.
—En sentido estricto, los dos hemos dejado de ocuparnos del caso. Pero el general que dio la orden no te mencionó a ti en concreto. Ese es el pretexto para eludir la orden. Nos quedamos y continuamos la investigación con la aprobación extraoficial de Van Niekerk.
—¿Y si cometemos un error y nos pillan? —preguntó Shabalala.
Las nubes avanzaban deprisa, arrojando sombras sobre el campo y las flores silvestres.
—El inspector se lavará las manos y se desentenderá de mí. —Lo siguiente no era fácil de decir—. Tú eres un policía nativo. Eso te mantendrá a salvo. Si te interroga un consejo disciplinario, finge ignorancia y diles que no tenías ni idea de lo que había ordenado el general Hyland.
—Quiere decir que haga el papel de nativo estúpido. —Zweigman se tomó a pecho esa ofensa a Shabalala—. Que confirme los sermones del gobierno del Partido Nacional sobre la escasa inteligencia y la falta de iniciativa consustancial a las personas negras.
—Eso mismo —dijo Emmanuel.
Se hizo un silencio tenso. Zweigman estaba que echaba humo y Shabalala removía la tierra con la punta de su sandalia. Fueron pasando los minutos. Emmanuel no decía nada. El sol asomó entre las nubes y él salió de la sombra para que le calentara la cara. Necesitaba a Shabalala y a Zweigman. Sin ellos, la investigación clandestina fracasaría sin remedio.
Shabalala hundió más el dedo gordo del pie en la tierra y dijo:
—Si nos pillan, ¿debo volverme insignificante y no decir nada más que: «No lo sé, ma’ baas»?
—Sí. ¿Puedes hacerlo?
—Sin ningún problema. —Shabalala se puso al sol. Aún llevaba en los huesos el frío de la noche pasada en el monte—. A los nuevos investigadores no les hará gracia vernos. —Era una forma cortés de preguntar cómo iban a evitar un enfrentamiento físico con Ellicott y Hargrave cuando llegaran.
—Dos asesinatos de negros en un lugar perdido de la mano de Dios. No tendrán prisa. —Emmanuel consultó su reloj. Las siete y treinta y cinco de la mañana—. Como muy pronto, llegarán esta tarde. Hargrave parece un barril de cerveza y Ellicott tiene el mismo cerebro que una sardina. Si nos mantenemos a más de diez kilómetros del bar, ni los veremos.
—Esos hombres no van a descubrir quién mató a Amahle y a Philani —dijo Shabalala con sombría resignación. Era increíble cuántas formas tenían los blancos de ganar una batalla. Luchaban valiéndose de teléfonos y de personas conocidas, no con lanzas y escudos.
—Ellicott y Hargrave no encontrarán nada de nada. —Emmanuel partió una rama de artemisa y la frotó entre las palmas de sus manos—. Ese es el problema.
—Lo hacemos para proteger al colegial, a Gabriel —Shabalala lo dijo con un tono comprensivo. Un padre debe luchar por sus hijos y un jefe, por su clan. Los ingleses y los zulúes tenían eso en común.
—Amahle se llevará sus secretos a la tumba cuando la entierren —dijo Emmanuel.
Shabalala se volvió de cara a Greyling Street, que discurría hasta el valle y la falda de las montañas.
—Tenemos que contárselo al jefe y a Mandla —dijo.
Zweigman salió de la sombra. Tenía las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y los dedos enroscados alrededor de un objeto. La cartera de cuero, pensó Emmanuel, la de las fotografías que no le permitían ver. Debían de ser unas imágenes muy poderosas. Zweigman se aferraba a la cartera como si de un talismán se tratase.
—El inspector Van Niekerk no nos levantará si nos caemos. —El médico se empujó las gafas hacia lo alto del puente de la nariz y se dirigió directamente al policía zulú—: Dame una buena razón por la que nosotros dos debamos incorporarnos a la campaña no autorizada del oficial Cooper.
—Amahle —respondió Shabalala.
—Buena respuesta.