13

El sol crepuscular bañaba los montes de luz dorada e iluminaba las blancas calas que crecían en grupitos a lo largo de la orilla del río. Los pájaros revoloteaban entre la hierba y el viento olía a tierra y a flores silvestres.

Emmanuel, destrozado, se sentó sobre los talones. Le dolía hasta el último músculo y tendón de las piernas. Dos horas trepando pendientes y bajando cuestas abruptas, ciento veinte minutos corriendo a campo traviesa y saltando vallas de fincas, y ni un atisbo de Gabriel.

—Dime que estamos cerca, por favor —dijo Emmanuel cuando Shabalala se arrodilló al borde del río y se llenó de agua las manos ahuecadas.

—Un poco más adelante. —El agente zulú sorbió unos buches de agua y con el resto se salpicó la cara y el cuello. Señaló una elevación boscosa al otro lado de una amplia extensión de terreno. Un tajo rojo encendía el horizonte, desdibujando los perfiles de rocas y ramas—. Allí arriba. En el cerro.

—¿Cómo lo sabes?

—El chico se ha movido deprisa de un sitio a otro, ocultando su rastro, pero se quedó un rato largo aquí, junto al río. Descansando. —Shabalala se incorporó y se estiró—. El día está a punto de terminar y necesita cobijarse en algún lado.

—Un cerro boscoso es mejor que el campo abierto.

Estrategia elemental de combate. Nunca permanezcas en la playa; corre a las dunas y ponte a cubierto. Busca siempre una posición elevada y obliga al enemigo a combatir cuesta arriba.

—Y a nosotros nos toca hacer lo mismo, oficial.

—Ya me parecía a mí.

Emmanuel levantó de la arena de la orilla un compacto macuto con las provisiones esenciales. Le costó moverlo. Habían preparado una carga ligera, pero la fatiga la volvía pesada.

—Media hora más. Después descansaremos toda la noche.

Media hora para ti, pensó Emmanuel. Cuarenta y cinco minutos para el resto de los mortales. Cruzó el río saltando de una piedra a otra y alcanzó la orilla contraria con los zapatos secos. Una senda infestada de maleza serpenteaba entre las calas.

—¿Oyes eso? —Emmanuel aflojó el paso. Aquel golpeteo rítmico no eran los frenéticos latidos de su corazón.

—Lo oigo. —Shabalala atravesó una maraña de aneas para coronar el alto, se agachó y escudriñó el campo—. Corredores —dijo.

Emmanuel trepó a la atalaya. Por el verde veld, un grupo de musculosos zulúes corrían en apretada formación militar de tres en fondo. Iban armados con lanzas metálicas y escudos de cuero, y se dirigían al río. El cielo rojo y la luz menguante impedían identificarlos.

—Los tendremos encima dentro de un minuto —dijo Emmanuel—. Pongámonos a cubierto hasta que sepamos quiénes son.

—Fuera del camino. —Shabalala señaló unos lirios de tallos altos y esbeltos que crecían muy juntos—. Hacia allí.

Se encorvaron y se desplazaron rápidamente hacia la cortina vegetal. Un estrecho hueco les ofrecía una visión limitada. El golpeteo de las pisadas y las respiraciones silbantes se aproximaban. Varios saltamontes y tres diminutos pájaros resguardados en el cañaveral salieron volando del camino. Por la pendiente rodaron piedras que saltaron por los aires.

Sheshisa! —ordenó una voz—. Deprisa.

Los corredores ascendían, ahora en fila india, con los escudos de cuero sobre sus cabezas y las lanzas apuntando al suelo. Los tres primeros sudaban a chorros y emanaban un fuerte olor corporal y, según pudo ver Emmanuel, eran hombres de Mandla. El cuarto, de pelo entrecano, se esforzaba en no perder el paso.

El camino volvió a quedar en silencio. Emmanuel se acuclilló a descansar. Shabalala lo imitó. El resto del impi de Mandla aún no había llegado al río.

Hamba —bramó la voz, ya reconocible como la de Mandla—. Adelante.

Tres muchachos de extremidades flacuchas y tez tersa avanzaban con desmañado entusiasmo, niños soldado ansiosos de combatir que aún no estaban preparados para soportar el peso de escudos y lanzas. Mandla, con la piel lustrosa y rebosante de seguridad, cerraba la marcha.

Los guerreros descansaron a la orilla del río y bebieron cogiendo agua con las manos. Mandla se salpicó la cara y el pecho, y después levantó la vista hacia el crepúsculo. Bebió un trago de agua del río y recogió su lanza.

—Ya basta —dijo—. Nos queda un largo camino.

El impi se reagrupó y echó a andar a un paso regular. El hombre de más edad seguía al grupo a un cuerpo de distancia. Emmanuel se levantó despacio y observó cómo el pelotón corría en dirección a Roselet. Un puntito de luz eléctrica centelleaba en el horizonte, insignificante en medio de una oscuridad que iba cubriéndolo todo.

—¿Qué lo llevará al pueblo tan tarde? —preguntó.

—Cualquiera sabe —dijo con resignación Shabalala—. Y no puedo seguirle el rastro a Mandla y a sus hombres hasta el amanecer.

—Cada cosa a su tiempo. —Emmanuel levantó de nuevo el pesado macuto—. Estamos aquí para encontrar a Gabriel, la única persona de la que sabemos con seguridad que estuvo en la escena del crimen. Mandla puede esperar.

Yebo —dijo Shabalala—. Al monte.

Reemprendieron la marcha mientras las sombras se alargaban bajo un cielo rojo sangre y gris carbón. El día terminaba. En esos momentos, Emmanuel no corría para buscar un refugio, sino para escapar de la tristeza que lo invadía al caer la noche, cuando los muertos acudían a calentarse las manos en su hoguera.

—¡Oficial! —la voz era apremiante, y las manos que le tocaban los hombros, anchas y fuertes—. ¡Oficial Cooper!

Emmanuel se incorporó, respirando con dificultad. El aire de la noche estaba frío. En el suelo reposaba una linterna que alumbraba el primitivo colchón que se había confeccionado amontonando hojas.

—Oficial —dijo Shabalala—. ¿Se encuentra mal?

—Estoy perfectamente —mintió Emmanuel—. En serio.

Se enjugó las mejillas con la mano, rogando para que la humedad que sentía fuera sudor y no lágrimas. Que los hombres adultos gritasen dormidos, desgarrados por pesadillas que no eran sueños sino recuerdos de hechos reales, era lo normal en el hospital de rehabilitación. Los veteranos heridos hacían turnos para despertarse unos a otros de los terrores nocturnos y repetirse las sabias palabras de médicos y enfermeras: los recuerdos se desvanecen, el corazón y la cabeza se curan, la vida continúa.

—Siento haberte despertado —dijo Emmanuel. Tenía los ojos secos, gracias a Dios, pero estaba avergonzado por aquella muestra de debilidad—. ¿También he despertado a los pájaros?

—No. —Shabalala enfocaba hacia abajo la linterna para que no se les vieran las caras—. Ha dicho algunas palabras, pero no eran ni en inglés ni en zulú.

Entonces tenía que haber dicho algo en francés o alemán, deformaciones de las expresiones que había aprendido mientras avanzaba hacia Alemania. El sueño en sí era un espacio negro con destellos de imágenes y sonidos amortiguados. Era fundamental recordar en detalle lo que había soñado.

—Necesito estirar las piernas. Trate de dormir, agente.

Emmanuel apartó la manta de una patada y se dirigió a un bosquecillo nimbado de luz de luna. La reparación de las grietas de sus muros debía hacerla en privado.

—La linterna —le dijo Shabalala.

—No voy a ir muy lejos.

Emmanuel se deslizó entre los troncos de los árboles, ansioso de escapar de la intimidad de aquella situación. Animaba a Shabalala a decir lo que pensaba, a plantear preguntas, pero no en ese momento ni sobre él. Un exsoldado insomne podría comprender el avispero que era su cabeza, pero no un zulú que tenía una amante esposa, un hogar y tres hijos sanos; la clase de hombre de familia en el que su propia madre había confiado que se convertiría.

Unas piedras sueltas se movieron bajo sus pies, se arqueó hacia atrás y cayó al suelo como un fardo. Allí tirado, sin respiración, vislumbró distantes estrellas que titilaban entre las ramas de los árboles.

—¿Oficial? —dijo Shabalala a través de la oscuridad.

—Relájese, agente. No me he roto nada —le tranquilizó Emmanuel, sobreponiéndose a la oleada de dolor que le recorría la columna de arriba abajo y le martilleaba el cráneo—. Ya lo llamaré si necesito ayuda.

Una larga pausa precedió a la respuesta.

—Si usted lo dice. —Frase zulú cifrada que significaba: «Eso es lo que dice, pero la verdad es justo lo contrario. En su interior se ha roto algo sin remedio». La barrera del color impedía a Shabalala hacer más preguntas u ofrecerle ayuda. Emmanuel se lo agradeció. Lo último que deseaba era verse bajo el resplandor de la linterna.

Permaneció quieto y aceptó el dolor, sin tratar de oponerle resistencia. Como en los viejos tiempos. La presión contra su cráneo se convirtió en un bramido atronador y el bramido halló una voz para expresarse.

—Coño, cómo te jodió ese viejo, ¿eh, soldado? Fue directo a la yugular con esa historia sobre tu madre y los tres mocosos fantasmas. Una crueldad.

La voz que rugía en su interior era la del sargento mayor escocés del centro de instrucción de reclutas, un militar de la vieja guardia que había combatido en los húmedos cenagales de los campos de Flandes y en las polvorientas arenas de Palestina, y creía que ser soldado era una vocación, una profesión, un privilegio. Su labor consistía en hacer una criba para deshacerse de los débiles y de quienes no daban la talla.

¿Cómo has tardado tanto? —Emmanuel se dejó arrastrar por aquella conversación silenciosa. Luchar contra la presencia del escocés era inútil. Dios sabía cuántas veces lo había intentado sin éxito. El sargento mayor se había atrincherado en un oscuro recoveco de la mente de Emmanuel y sin morfina no había forma de tomarlo por asalto.

He estado pensando en el caso —dijo el sargento mayor—. Mira que buscarle las cosquillas al comisario del pueblo, no ha sido una jugada hábil por tu parte, soldado.

Emmanuel se incorporó y sintió que la brisa le acariciaba la cara y le secaba el sudor.

—¿Te has arrastrado fuera de tu agujero para decirme que he sido un mal chico?

No, un idiota. Es verdad que el viejo judío y el zulú te ocultan algo, pero eso no es razón para buscarte otro enemigo —refunfuñó el sargento mayor—. Has tratado de abarcar demasiado, Cooper. Seguirle el rastro a Mandla y al comisario del pueblo y, además, encontrar al chico. Herr Hitler cometió el mismo error, combatir en tres frentes.

A Emmanuel le fastidió el comentario sobre Zweigman y Shabalala.

Abrí el archivador de la comisaría para buscar pruebas —dijo—. No tuvo nada que ver con Zweigman y Shabalala.

La emprendiste a hostias con ese trasto porque estabas asustado, chaval.

Emmanuel se levantó precipitadamente y se sacudió las hojas de la espalda.

—¿Asustado de qué, exactamente?

Esos dos estaban agazapados como ladrones, susurrándose secretos en el jardín.

Zweigman estaba enseñándole fotos del nene. Son cosas que se hacen entre amigos.

Si tú lo dices, Cooper —como quien no quiere la cosa, el sargento mayor había repetido las palabras de Shabalala, dando a entender lo mismo que él.

En el silencio que se produjo, un animalillo se escabulló entre la maleza. Emmanuel sabía que obsesionarse con el pase de fotos privado de Zweigman y Shabalala lo llevaría a la desconfianza y a la paranoia. Y si eso se combinaba con el insomnio y sus sueños perturbadores, sería como si volviera a estar en combate y al borde del colapso.

Busca al señor Póliza de Seguro, Cooper —prosiguió la voz tras la pausa—. Él es la clave de todo.

Nadie ha oído hablar de él. Lo más probable es que Amahle conociera a un hombre en el pueblo el día que la dejaron allí olvidada. Él seguramente le compró un refresco y una bolsa de golosinas y le hizo promesas que no tenía intención de cumplir. La vieja historia de siempre.

Sí, puede ser —dijo el sargento mayor—. Pero es que tengo una corazonada.

¿Ahora te has hecho detective? —preguntó Emmanuel—. Vuelve a tu suburbio de Edimburgo.

Necesitas echar una cabezada, Cooper —dijo el escocés—. Hablaremos cuando no estés tan encabronado, ¿de acuerdo?

—Sí, señor.

Emmanuel se cuadró en son de guasa y, con mucho cuidado, volvió al campamento iluminado por la luna. Aún faltaban varias horas para el amanecer. El sargento mayor tenía razón en una cosa: necesitaba desesperadamente dormir.

Shabalala estaba tumbado de costado, de espaldas al montón de hojas y a la manta abandonada de Emmanuel. Seguía despierto, pero fingía dormir, y era demasiado educado para preguntar por segunda vez a su oficial si se encontraba bien.

El colchón de hojas apenas amortiguaba el contacto con el duro suelo y el dolor que Emmanuel sentía en la espalda se recrudeció al tenderse bajo la manta. Cerró los ojos, aunque no creía que pudiera conciliar el sueño.

¿Recuerdas aquel cementerio de pueblo con las tapias de piedra y una avenida de robles, Cooper? —susurró el sargento mayor dentro de su cabeza—. El sol se puso detrás de una hilera de cruces y había un ángel de mármol blanco acunando a un cordero en sus brazos.

Sí, lo recordaba. Se aproximaba el otoño y las hojas habían empezado a teñirse de ocre y amarillo. La luz crepuscular y las sombras moteaban las paredes de una iglesia antigua, destruida por los bombardeos. Entonces, desde una ventana abierta en un edificio de viviendas se derramó el sonido de un chelo, ondulante y cargado de sentimiento, sobre los tejados ennegrecidos y los campos que se extendían más abajo, música que sanaba al mundo.

Emmanuel se durmió.

Unas piedrecitas dispuestas en forma de flecha señalaban hacia el nordeste, hacia Roselet. Al pie del cerro donde habían acampado, otra flecha repetía la instrucción apuntando en la misma dirección: Volved.

—Uh… —Shabalala estaba tan molesto como impresionado por las señales hechas a mano—. Esta la pusieron aquí hace solo una hora, mientras registrábamos el lugar donde ha dormido él.

Habían encontrado un refugio hecho con hojas amontonadas en círculo, la guarida de Gabriel, donde se acurrucaba sin hoguera ni manta.

—¿Será que ha regresado al pueblo o lo que nos dicen las flechas es que abandonemos la persecución y volvamos a casa? —preguntó Emmanuel, conteniendo un bostezo. El día empezaba a clarear y una bandada de golondrinas de alas negras hacía piruetas en la neblina que cubría el campo.

—El chico se ha ido derecho, derecho. —Shabalala señaló las praderas salpicadas de artemisa—. Siguiéndole los pasos al impi.

—El chico va detrás de Mandla y sus hombres y quiere que nosotros hagamos lo mismo —dijo Emmanuel. Las flechas no eran una advertencia sino un dedo que apuntaba en la dirección correcta.

—Eso creo, oficial.

—De pronto, lo importante es estar en Roselet. —Un colegial prófugo y un guerrero zulú corrían hacia la pequeña población—. Tenemos que darles alcance. No quiero perderme nada.

Las flechas de piedras marcaban un camino recto a través de las praderas. Gabriel había hecho el trayecto sin dar rodeos ni volver en círculo sobre sus pasos como el día antes. Emmanuel y Shabalala no tardaron más que una hora en llegar a las afueras de Roselet.

—El chico solo llegó hasta aquí. —Shabalala se detuvo a examinar la última flecha, que había sido colocada con precipitación y tenía el astil torcido—. Sus huellas entran en el agua y no salen por el otro lado.

En la otra orilla del arroyo, las paredes enjalbegadas de la casa de campo de la doctora Daglish relucían, mojadas por el rocío. La entrada del sótano estaba abierta de par en par y una piedra sujetaba la puerta de madera.

—Mandla y sus hombres no se detuvieron a este lado del arroyo, ¿verdad, Shabalala?

—No. Continuaron adelante.

Emmanuel saltó de un brinco el curso de agua. Acometió la empinada cuesta, pensando con cada paso que daba que llegaba demasiado tarde.

El sótano estaba tan húmedo y frío como siempre. La sábana blanca empleada para cubrir el cadáver estaba tirada en el suelo de piedra. Una polilla marrón revoloteaba alrededor de la bombilla pelada que colgaba sobre la camilla vacía.

Amahle había desaparecido.