12

—Cinco minutos —le dijo Emmanuel a Shabalala. Daglish y él echaron a andar hacia la izquierda, a través del jardín y rodeando la fachada delantera de la casa. Daglish recogió una hoja caída en el camino y la arrojó bajo una azalea.

—Les he dado el día libre al mozo de jardín y a la criada —explicó—. Las habladurías corren como la pólvora en Roselet.

—¿La llamaron los Reed en persona? —Emmanuel dirigió la vista a los montes, volviendo el rostro en dirección contraria a Daglish como un sacerdote ante quien fueran a reconocer un pecado.

—No —vaciló un instante antes de continuar—: El comisario Bagley vino a casa a decirme que había una urgencia médica en el valle. Me llevó en coche a Little Flint.

—¿Es eso normal?

—Prefiero ver a los pacientes aquí mismo, en mi casa. Mi marido Jim suele usar el coche y eso dificulta las visitas a domicilio. Pasa mucho tiempo fuera.

Puso el mismo énfasis en «Jim» y en «dificulta». En esos momentos no había ningún coche en la entrada de vehículos ni lo había habido en los dos últimos días. El marido de Margaret quizá estuviera recorriendo la carretera a tumba abierta, apuntándose un tanto por cada colisión.

—Esa noche, el coche estaba aquí, pero el comisario Bagley se empeñó en llevarme a la granja. En ese momento me pareció raro, pero es que los Reed son los mayores propietarios de la región y la policía es la policía.

—El peón necesitaba su ayuda —dijo Emmanuel—. No le quedó más remedio.

—Es verdad. —Daglish se estiró los dedos para aliviar la tensión de los nudillos—. No me habría negado ni aunque hubiera sabido cuál era la situación en Little Flint. —Por lo visto, hasta ese momento no se le había ocurrido que estaba cumpliendo con el juramento de curar a los enfermos y de atender a los heridos.

—Siga —dijo Emmanuel. La doctora tenía ganas de hablar y ahí estaba él para escucharla. En esa ayuda para aliviar las cargas radicaba la grandeza secreta de la labor policial—. Cuénteme qué pasó cuando llegó a Little Flint.

—Thomas Reed estaba esperando junto a la verja. Nos condujo a las dependencias de la servidumbre, en la parte trasera de la casa. Estaba todo muy tranquilo, lo recuerdo bien. Ni la familia ni los sirvientes de las otras cabañas hacían el menor ruido.

En los lugares donde acababa de cometerse un acto violento se instalaba un silencio contenido. Era como si al aire le hubieran robado el sonido, dejando en él un vacío. Emmanuel conocía bien esa sensación de ausencia.

—El trabajador estaba gravemente herido —continuó Daglish—. Tenía la nariz rota y una cuenca ocular fracturada. Había mucha sangre. Bañaba todo el suelo de la cabaña.

El turno del equipo de limpieza, pensó cínicamente Emmanuel. Un gran charco de sangre fresca de un sirviente bastaba para asustar al más potentado de los terratenientes e impulsarlo a entrar en acción; restablecer la reputación de una familia costaba varias generaciones.

—¿Y Gabriel?

—Tenía rotos un par de dedos, cortes en los nudillos y en la frente, magulladuras en los brazos y en el pecho. —Daglish arrancó una flor marchita de un rosal y la hizo girar entre sus dedos—. Eso fue hace siete meses. Los dos se han recuperado. Sin mayores complicaciones.

—Dos finales felices —dijo Emmanuel—. ¿Qué es lo que no me está contando, doctora?

—Lo de Bagley, su forma de portarse esa noche. Estuvo todo el rato pegado a mí, empapándose los zapatos en sangre, a la espera del pronóstico del trabajador. En cuanto dije: «Vivirá», empezó a lanzar un discurso. —En las alturas del cielo azul pizarra, sobre sus cabezas, planeaba un halcón negro acechando una presa. Daglish lo contempló durante un momento—. Bagley le dijo al trabajador que tenía suerte porque el baas Reed no iba a presentar cargos contra él por la agresión ni a expulsar a sus hijos de la escuela de la granja. Si era buen chico y se comportaba, lo mantendrían en su puesto en los corrales.

—Qué generosidad —dijo Emmanuel.

—Todo el episodio fue espantoso. Hasta aquel día, Bagley me caía bien, creía que era un buen policía. De los que son severos pero justos.

Emmanuel recordó que Sampie Paulus había acusado amargamente al comisario del pueblo de actuar como si la familia Reed se lo hubiera metido en el bolsillo.

—¿Estaba Amahle por allí aquella noche? —preguntó.

—Sí, estaba en la habitación de Gabriel, sentada a los pies de la cama. Que una sirvienta esté en la habitación de una persona herida no tiene nada de particular. Por lo menos eso pensé hasta que empecé a coser la incisión que Gabriel tenía en la cabeza. —Daglish reemprendió el paseo, circunvalando la casa. El camino los conducía de nuevo al jardín posterior y a Zweigman y Shabalala—. La aguja le hizo perder los nervios. Intentó saltar de la cama, y entonces ella le cogió de las manos y le habló en zulú. No sé lo que le diría, pero lo tranquilizó, y Gabriel me permitió continuar trabajando siempre y cuando Amahle estuviera a su lado.

Siguieron andando. Emmanuel esperaba a que reanudara el relato.

—Qué curioso. —Daglish arrugó la frente al recordarlo—. Gabriel habla zulú con mucha soltura. Mejor que el inglés. La chica, Amahle, incluso le había puesto un mote.

—¿Recuerda cuál? —Tal vez estuviera a punto de descubrir la identidad del señor Póliza de Seguro.

Nyonyane. Creo que era ese. Amahle lo repetía una y otra vez, como una salmodia.

La pronunciación de la doctora patinaba, pero no tanto como para que no se pudiera adivinar la palabra.

—Pajarito —dijo Emmanuel. Ese nombre evocaba a una criatura frágil y vulnerable con necesidad de ser protegida de los predadores, y no a un chico que se colaba en las casas, robaba cosas y le aplastaba la cabeza contra la pared a un hombre mayor. El nombre resultaba especialmente interesante porque los zulúes solo dan apodos a alguien una vez que se les ha revelado su verdadera esencia.

Un trabajador del colegio Fountain of Light llamaba «el hipopótamo» a Emmanuel Imvubu. No le puso ese apodo por su tamaño, sino por su carácter. El hipopótamo se consideraba un animal «revuelto», turbulento e ingobernable. Emmanuel pasó cuatro años haciendo honor a su apodo.

Ya estaban cerca de la esquina trasera de la casa. Daglish dejó de hablar.

—Cogerse de las manos, hablarse con ternura. Qué bonito es todo eso —dijo Emmanuel—. Ahora cuénteme el resto.

La doctora se ruborizó y dijo:

—Cuando acabé de coser el corte, pedí a Gabriel que se sentara y se tomase un par de aspirinas para el dolor. Volvió a tumbarse y arrastró a la chica a la cama junto a él. No se besaron ni se tocaron, pero fue algo muy… —trató de dar con la palabra adecuada sin encontrarla.

—Íntimo —sugirió Emmanuel.

—Chocante. —Daglish se detuvo y empezó a arrancar los pétalos de una flor de azalea para disimular su turbación—. No soy partidaria del primer ministro Malan ni de su volk afrikáner, pero era evidente que Gabriel y esa chica estaban acostumbrados a compartir cama.

Como muchos ingleses, Daglish jugaba al escondite con sus creencias. El Partido Nacional por lo menos decía con claridad en qué creía: los blancos y los negros tenían prohibido, bajo pena de prisión, mezclar su sudor y sus fluidos corporales. No ponía excusas y nunca culpaba a otros de sus creencias. Las personas como Margaret Daglish no lograban reconciliar la incomodidad que les producía que las razas se mezclasen con su deseo de parecer tolerantes.

—Usted detesta a las personas como yo, ¿verdad? —Daglish no paraba de arrancar pétalos—. La clase media inglesa que finge querer lo mejor para África y los africanos pero se horroriza al pensar que podamos volvernos negros.

«Volvernos negros». Qué expresión tan pintoresca. Hacía años que Emmanuel no la oía. «Volverse nativos» era la forma más común de expresar el arraigado miedo colonial a revertir al primitivismo. Si no se refrenaba, el retroceso al estado natural supondría que hombres y mujeres vivirían acuclillados en chozas de paja, rodeados de niños desnudos que roían huesos de impala.

—Usted creía que Amahle estaba embarazada —dijo Emmanuel al caer en la cuenta—. Por eso no quería realizar el reconocimiento.

Daglish acabó de arrancar los pétalos y se sacudió el polen de los dedos.

—Los zulúes tienen un dicho: «Cuando luchan los elefantes, es la hierba la que sufre». Quería mantenerme alejada de la familia Reed. Y también del comisario Bagley. Fue una cobardía, lo sé.

—Comprensible, sin embargo —dijo Emmanuel. El sentimiento de culpa no llevaba a ningún lado—. El agente Shabalala y yo nos iremos de Roselet en cuanto termine la investigación. Usted no.

—Sobreviviré. —Empezó a andar despacio hacia la parte posterior de la casa—. Resulta que me equivoqué en todo. Amahle aún es virgen.

—¿Lo ha confirmado Zweigman?

La virginidad no descartaba que se hubieran tenido relaciones sexuales. Había muchas maneras de satisfacer los deseos.

—Sí. Aquella noche, el comisario Bagley y yo sacamos conclusiones precipitadas.

—Un momento. —El comentario de la médica del pueblo interesó mucho a Emmanuel—. ¿Quiere decir que Bagley estaba en la habitación de Gabriel?

—Sí, claro. Se quedó a mi lado durante toda la visita. —La sonrisa de Daglish se desvaneció—. Para dejarme bien claro que no debía hablar del asunto con nadie, seguro.

—¿Estuvo en la habitación todo el tiempo? —insistió Emmanuel. Había que dar cuenta de lo que había hecho Bagley minuto a minuto, si no el comisario aseguraría que había estado en otro lugar mientras la doctora curaba a Gabriel.

—De principio a fin. —A pesar de que era un día caluroso, la médica se frotó los brazos—. Me costará olvidar la expresión de su cara. —Emmanuel enarcó una ceja para animarla a seguir—. Era un gesto de repugnancia y de deseo a la vez. Creo que despreciaba a Gabriel por ser moralmente débil, pero al mismo tiempo lo envidiaba.

El comisario de Roselet era un cobarde y un mentiroso. Para Emmanuel, eso cambiaba por completo la situación. Que se fuera al cuerno la fraternidad entre policías, Bagley se merecía todo lo que pudiera caerle encima.

—A lo mejor me equivoqué… —Daglish titubeó antes de doblar la esquina de la casa, preocupada por haber mancillado la reputación del policía.

—Estoy seguro de que interpretó bien la situación —dijo Emmanuel, y aceleró el paso. El comisario Bagley estaba en el monte con los agentes nativos. Con eso, el archivador cerrado con llave de la comisaría se convertía en un blanco fácil.

Shabalala y Zweigman estaban de pie en medio del jardín. Formaban una pareja peculiar, un gigantesco zulú y un enjuto judío alemán, ambos mirando con una sonrisa de oreja a oreja la imagen que Zweigman llevaba en su cartera negra de cuero. Sería otra foto más de Dimitri, pensó Emmanuel, el niño prodigio adoptado. El inalterable entusiasmo de Shabalala por aquellas fotos tenía perplejo a Emmanuel.

—Agente —llamó a Shabalala—. Es hora de irse.

Shabalala, sobresaltado, se dio la vuelta. Zweigman cerró la cartera de golpe y la hizo desaparecer metiéndosela en el bolsillo. Las sonrisas se habían esfumado, solo quedaba un silencio incómodo combinado con el visible esfuerzo que los dos estaban haciendo por actuar con normalidad.

—Ya voy, oficial —Shabalala cruzó el césped con el sombrero echado hacia adelante para que le diera sombra en los ojos.

—A Dawson’s y luego a la comisaría. —Emmanuel apartó de su mente la imagen de sus dos mejores amigos con las cabezas inclinadas sobre un secreto del que lo mantenían al margen. Evidentemente, la fotografía de la cartera de Zweigman estaba reservada para hombres casados, con hijos. Pues mejor que mejor; él no tenía tiempo para extasiarse con instantáneas familiares.

—¿Yo qué tengo que hacer, oficial? —El médico alemán empujó con un gesto nervioso el borde de su cartera hacia el fondo del bolsillo antes de acercarse.

—Se lo consultaré a Van Niekerk y se lo comunicaré —dijo Emmanuel—. Puede que el inspector desee que se quede más tiempo. O a lo mejor decide mandarlo de vuelta a casa.

—Tengo la firme intención de quedarme más tiempo —dijo Zweigman—. Soy el médico encargado de este caso por petición expresa de Van Niekerk.

—Ya veremos —dijo Emmanuel. Predecir el humor del inspector era una ciencia inexacta que nunca había llegado a dominar—. Shabalala y yo regresaremos pronto.

Se volvió hacia Margaret, que se había quedado un poco apartada.

—¿Puede traerle más té a nuestro amigo alemán y evitar que se meta en problemas hasta que volvamos?

—Lo del té está hecho —dijo la doctora—. Pero después de lo de esta mañana, no puedo prometerle evitar los problemas.

—Por otra parte, una promesa no valdría de nada —dijo Zweigman—. El oficial Cooper hace muy buenas migas con los problemas. Viajan, comen y duermen juntos.

—Esa impresión me había dado. —Daglish sonrió y la sombra de la joven vivaz que debió de ser en su día, decidida a librar al mundo de plagas y pestilencias, cobró vida un instante.

Emmanuel y Shabalala echaron a andar hacia el coche.

—Oficial Cooper. —La médica del pueblo les dio alcance y dijo en un susurro—: Hay una habitación de invitados en la parte de atrás de la casa. Tendré mucho gusto en ofrecérsela al doctor Zweigman.

—Estamos aquí por un asunto policial. El departamento le pagará una habitación en el hotel donde estoy alojado.

—Sí, pero… —Daglish se paró en seco, obligando a Emmanuel a imitarla—. El hotel no admite a nativos ni a determinadas clases de europeos.

Emmanuel tardó unos segundos en traducirlo.

—Nada de judíos —dijo.

—En efecto —respondió Daglish.

Emmanuel se frotó la nuca mientras reflexionaba. La ley amparaba el derecho a discriminar, que era perfectamente legal, pero él se tomaba como un insulto personal la mezquina tiranía de la vida en Sudáfrica. Un distinguido cirujano al que negaban una habitación de hotel, un miembro de la policía judicial zulú condenado a no pasar del rango de agente hasta su muerte; un montón de gilipolleces malsanas.

—Ofrézcale la habitación a Zweigman —dijo—. Dígale que, como Shabalala y yo no volveremos hasta mañana, le gustaría que él pasara la velada con una amiga y no entre desconocidos. No mencione lo del hotel.

—Por supuesto que no —farfulló Daglish, y después añadió con el nerviosismo típico de los ingleses cuando se enfrentaban a una situación embarazosa—: Lo siento mucho.

—No es culpa suya. —Emmanuel se alejó antes de que Margaret Daglish se lanzara a explicarle que la mayoría de los habitantes de Roselet eran buena gente del campo, amables y hospitalarias. Todo sudafricano era muy razonable en la esfera de su familia y de su grupo racial. Lo que los perdía era cruzar esos límites.

—Coge la palanca, Shabalala —dijo Emmanuel después de abrir el maletero del coche. Podían dejar para más tarde la compra de provisiones. Necesitaba quemar energía. Ya mismo—. Vamos a hacer algún destrozo.

La cerradura se partió con un chasquido al forzarla con la palanca y el último cajón se abrió. La historia delictiva de Roselet estaba cuidadosamente catalogada por orden alfabético, con las fechas escritas a lápiz en la esquina superior izquierda de cada expediente. Emmanuel tiró al suelo la palanca, que retumbó contra el hormigón.

—Busca los nombres Reed, Matebula y Paulus. Después comprueba si hay expedientes de Gabriel y Amahle —dijo—. Mientras los revisas, voy a llamar al inspector.

—Sí, oficial. —Shabalala estaba inquieto. Forzar la propiedad ajena iba contra la ley, aunque los asaltantes fueran policías.

—Relájate. —Emmanuel levantó el auricular y marcó el número de la centralita telefónica—. Bagley no va a presentar una denuncia. Créeme. Como lo haga, le abriré un proceso que acabará con su carrera.

Shabalala empezó a hojear los expedientes.

—Usted no aspira a llevar una vida tranquila, oficial —dijo—. Quizá una mujer y algunos hijos lo volverían más precavido…

Emmanuel sonrió.

—Yo cargaré con la culpa de este asalto, Shabalala. Tu familia no corre ningún riesgo.

En Durban respondieron al teléfono.

—¿Qué noticias hay, Cooper? —No había interferencias en la línea y el acento holandés del inspector sonaba claro y preciso.

—Otro cadáver, señor —dijo Emmanuel.

—¿Blanco o negro?

—Un hombre negro, asesinado de una forma parecida a Amahle. —No aludió a la mutilación del cadáver. Al inspector no le interesaban los rituales y costumbres nativas, y además llevaría demasiado tiempo explicárselo.

—¿Algún europeo en la lista de sospechosos?

—Gabriel Reed. El hijo menor de un granjero rico. La mayor granja del valle. Estuvo en la escena del crimen y tenía mucho trato con la chica.

—No te andes con remilgos, Cooper —dijo Van Niekerk—. Si se la estaba follando, dilo.

—Tenían contacto físico, pero la muchacha era virgen en el momento de su muerte. El reconocimiento de Zweigman lo ha confirmado.

—¿Causa de la muerte? —Van Niekerk estaba asimilando los hechos y calculando los beneficios profesionales que podría reportarle la investigación. El asesinato de un nativo adquiría mayor notoriedad cuando lo cometía un europeo. Los periodistas abarrotarían la sala del tribunal y en la prensa se publicarían grandes fotos del acusado bajo titulares como: «Chico blanco mata a su amante negra». Los investigadores y sus jefes se peleaban por conseguir ese tipo de publicidad.

—La causa de la muerte sigue siendo desconocida —dijo Emmanuel.

—¿Qué recomienda el viejo judío?

—Una autopsia completa y una prueba toxicológica. Además, quiere acompañar personalmente al cadáver.

El inspector hizo otra pausa, sopesando la inversión en esfuerzo y el provecho que podría sacar. Después dijo:

—Ir a recoger a una muchacha nativa a un lugar remoto del campo no es corriente, pero voy a hacer una excepción. Mañana por la mañana, una furgoneta recogerá el cadáver y al doctor.

—Gracias —dijo Emmanuel—. Zweigman se alegrará.

—Si el chico es culpable, detenle. Pero con discreción, Cooper. Nada de periodistas. Ni copas para celebrarlo con el comisario del pueblo. —Van Niekerk hacía planes adelantándose a los acontecimientos—. Dile a la familia que el chaval va a colaborar con la investigación policial y nada más. Los cargos mantenlos en secreto.

—¿Durante cuánto tiempo, señor?

—Hasta que estemos preparados para anunciar el arresto.

Ante una sala repleta de altos cargos de la policía y de periodistas holandeses e ingleses, suponía Emmanuel. Van Niekerk no desperdiciaba ninguna oportunidad. Trataba de colgarse todas las medallas para acercarse cada vez más a su objetivo: ocupar el puesto de comisario general de policía.

—Así se hará, inspector.

Colgaron y Emmanuel se volvió hacia Shabalala, que aún parecía incómodo en el papel de infractor de la ley.

—¿Qué has encontrado?

—Un expediente solo para el chico. —Shabalala colocó una carpeta marrón sobre el escritorio de Bagley. En la cubierta estaba escrito en tinta negra gabriel. Sin apellidos—. De los demás no hay nada.

—Busca el libro de incidencias de la comisaría y mira las entradas del sábado por la mañana. A ver si Amahle está inscrita como persona desaparecida.

Emmanuel estaba seguro de que no habían anotado la desaparición de Amahle, pero un registro que lo confirmara demostraría que Bagley era un embustero. Abrió la carpeta y sacó una hoja con una entrada.

—Edmund Crisp. Director. King’s Row College. Este debe de ser el colegio del que se escapa Gabriel.

Emmanuel llamó al King’s Row y al final, después de sortear a un recepcionista desconfiado, logró que se pusiera al teléfono Edmund Crisp. Saltaba a la vista que las llamadas de la policía no eran bien recibidas.

—Sí, Gabriel Reed estudia aquí —dijo Crisp—. En estos momentos, está haciendo una excursión especial. Una acampada en el monte que forma parte del programa de educación al aire libre. Los niños participantes volverán dentro de cuatro días.

Emmanuel admiró la astucia con que el director había combinado realidad y ficción. Las mejores mentiras siempre incluían algún elemento verdadero. Que Gabriel estaba acampando en el monte era cierto.

—Volveré a llamar dentro de cuatro días —dijo, y colgó. En el King’s Row College seguramente había un salón de actos o un laboratorio de ciencias con el nombre de la familia Reed grabado en una placa de bronce.

Shabalala deslizó un cuaderno de tapas duras sobre el escritorio.

—El libro de incidencias de la comisaría. Estaba escondido detrás de los expedientes del primer cajón. Eche un vistazo.

Un asalto a Dawson’s y un robo de vacas estaban anotados con un bolígrafo negro. El nombre de Amahle, incorrectamente deletreado como Amahlay, figuraba en la última línea, garrapateado en tinta azul clara.

—Lo añadieron después —señaló Shabalala—. El comisario es un mentiroso.

—Y de los malos. —Ese subterfugio infantil era ridículo. Demostraba un desdén absoluto hacia la capacidad investigadora de la policía judicial de Durban—. ¿Sigues arrepentido de haber forzado el archivador?

—A veces es necesario robar miel a las abejas. —La respuesta fue acompañada por un encogimiento de hombros.

—O de la cocina de Sampie Paulus.

Emmanuel empujó el expediente y el libro de incidencias hasta el centro del escritorio de Bagley. Dejó los cajones del archivador abiertos sobre los rieles rotos. Detalles nimios, pero que transmitían claramente al comisario del pueblo el mensaje de que no había engañado a nadie.

Emmanuel recogió la palanca y se la metió bajo el brazo.

—Vamos a buscar al chico —dijo.