El pueblo estaba en calma. Una arrugada mujer blanca y su gigantesca criada negra pasaban lentamente de largo junto a dos camiones agrícolas aparcados delante de Dawson’s General Store. Un perro amarillo flacucho trotaba por el lateral de la calle con el morro pegado al suelo.
—Tres comercios grandes —dijo Emmanuel. Había puesto al día a Shabalala sobre las compras realizadas por Amahle después de cobrar—. El café es solo para europeos, así que ahí no entró. Nos quedan el almacén de material agrícola, el almacén general y las tiendas spaza escondidas en los callejones. Como mucho, un par de horas de trabajo.
—Yo preguntaré en las tiendas spaza —dijo Shabalala. Esos negocios camuflados que funcionaban en cuartos traseros y desde ventanas discretas eran el alma de la comunidad negra. Las tiendas spaza operaban sin licencia y a espaldas de las autoridades—. Puede que la hija del jefe comprase una Fanta o cualquier otra chuchería.
—Muy posible. —Emmanuel giró a la izquierda, hacia la entrada de coches de la casa de la doctora.
—Oficial… —Shabalala clavó los dedos en el salpicadero—. Cuidado.
Zweigman y Daglish se materializaron de la nada, corriendo a tumba abierta hacia el coche como si se hubieran fugado de la casa de un médico demente. Emmanuel pisó a fondo el freno y las ruedas levantaron una rociada de gravilla. El Chevrolet se paró a pocos centímetros de las manos extendidas de Zweigman.
—Deprisa. —El médico alemán sudaba copiosamente y tenía un chichón en el centro de la frente—. Sigue ahí dentro.
—¿Quién? —Emmanuel saltó del coche en cuestión de segundos. Shabalala le había tomado la delantera y ya estaba inspeccionando el jardín y el camino lateral en busca de señales de peligro.
—Hemos tratado de llamar a la comisaría desde casa —dijo atropelladamente Margaret Daglish, que tenía las mejillas coloradas—. Como no han respondido, hemos salido corriendo.
—Cuéntenme qué ha pasado —dijo Emmanuel.
—Shh… —Shabalala pidió silencio levantando un dedo—. Unos pasos chapoteando en agua.
—El arroyo —dedujo Margaret Daglish—. Gracias a Dios. Vuelve corriendo al valle.
—Hamba —le dijo Emmanuel a Shabalala—. En marcha.
Echaron a correr por el sendero y en menos de treinta segundos salían del terreno por la parte de atrás. Treinta segundos más y ya estaban en el somero arroyo lleno de piedras. Al otro lado, demasiado lejos para identificarla, una mota negra atravesaba el veld a una velocidad inaudita.
—Espera. —Emmanuel agarró del brazo a Shabalala sin darle tiempo a saltar el arroyo—. ¿Crees que puedes darle alcance?
—Sí —dijo Shabalala, y añadió—: En algún momento.
—Deja que se vaya. —No había otra opción. Acortar distancias costaría un tiempo precioso, y la captura y el interrogatorio posterior no estaban garantizados. La mota se fundió con un peñasco y se perdió en la lejanía—. Vamos a ver qué les ha pasado a Daglish y a Zweigman.
—Un momento, por favor.
Shabalala se agachó a la orilla del arroyo y examinó unas concavidades casi imperceptibles en la arena. Después se encorvó y recorrió el camino que conducía al sótano, deteniéndose cada pocos pasos para examinar la hierba aplastada y la tierra removida. Emmanuel contuvo el aliento. Shabalala solo se tomaba un tiempo extra si pensaba que valía la pena.
—Es él —dijo Shabalala—. El mismo hombre que se quedó con Amahle en el monte.
—La doctora Daglish sabe quién ha dejado estas huellas —dijo Emmanuel—. Puede que ya tengamos a un sospechoso.
El camino hacia la casa de la doctora subía en pendiente, pero la ascensión fue fácil. Al final de la cuesta les esperaban datos concretos: el nombre del hombre que había estado en la escena del crimen y una orientación clara para la investigación.
Un ruido sordo les hizo acelerar aún más el paso. La doctora Daglish estaba junto a la entrada del sótano y Zweigman embestía con el hombro contra la puerta, tratando de forzarla.
—No tendríamos que haberla abandonado —dijo Daglish con desconsuelo—. Ha sido una cobardía.
—No hemos tenido más remedio —replicó Zweigman, y, a la desesperada, golpeó con los puños la puerta cerrada.
—Déjenos echar un vistazo.
Emmanuel se aproximó y examinó la puerta: una pieza de madera maciza tan resistente como para proteger de los dragones a una doncella. Resultaba irónico, dadas las circunstancias.
—¿Podríamos echarla abajo de una patada? —preguntó Shabalala.
—No. —Fue la concisa respuesta—. Ni juntándonos los dos tendríamos fuerza.
La cerradura era de bronce macizo, desgastada por los elementos. Verdes filamentos de musgo se extendían sobre la superficie picada del metal.
—Trae la palanca del maletero del coche, agente.
Shabalala estiró la mano para que le diera las llaves. Era un gesto de lo más normal y, sin embargo, a Emmanuel le hacía sentirse muy incómodo. Las llaves del coche, del mueble archivador de la oficina y del armero de la comisaría jamás estarían en el bolsillo de Shabalala. Al menos en esta vida.
—Tengo una palanca en el cobertizo de las herramientas —dijo Daglish, ansiosa de ayudar—. Aquí mismo.
Echó a correr por la hierba hacia un edificio anexo rectangular y abrió de un empujón la puerta oxidada. El sonido de imprecaciones educadas y de botellas entrechocando fue seguido de un triunfante «¡Ajá!». La doctora salió con la palanca en la mano y se la pasó a Shabalala, sin duda alguna el más fuerte de los tres hombres. Él vaciló, sin saber qué hacer. El protocolo exigía que los oficiales europeos fueran los primeros en todo.
—Adelante —dijo Emmanuel, y se apartó para que Shabalala tuviera acceso a la cerradura. Tratar de igualar la relación fuerza-peso del zulú sería una pérdida de tiempo.
—¿Qué habrá hecho ahí dentro? —le susurró Daglish a Zweigman—. ¿Algo malo?
—Lo malo ya ha sucedido. La muchacha está muerta —respondió el médico alemán con fría lógica—. Ya no le puede pasar nada más.
Sabiduría adquirida en la guerra, como bien sabía Emmanuel.
—Aahh… —Shabalala exhaló y tiró con fuerza de la palanca. La cerradura se partió con un chasquido y por el aire salieron volando fragmentos de metal y de madera. La puerta crujió al abrirse hacia la oscuridad. Del interior emanaba aire frío.
—Venga conmigo, agente.
Emmanuel se agachó para esquivar los bajos aleros y entró. Pulsó el interruptor de la luz. Por el suelo estaban desparramados vendajes sueltos e instrumentos quirúrgicos, evidencia de un paroxismo de rabia o de dolor. Miró de pasada el desbarajuste. Shabalala se puso a su lado y avanzaron juntos hacia el fondo del cuarto.
Amahle tenía remetida bajo los hombros y estirada sobre las piernas y pies desnudos la sábana blanca que la cubría. La manta gris y amarilla robada a Karin Paulus estaba cuidadosamente enrollada bajo su cabeza.
—Gabriel Reed —dijo Emmanuel.
Zweigman fue recogiendo del suelo sondas y bisturís de metal y colocándolos uno junto a otro en la mesa auxiliar, y mientras lo hacía iba reorganizando sistemáticamente sus pensamientos y emociones.
—Ha pasado todo muy deprisa —dijo—. La doctora Daglish y yo estábamos solos, acabando el reconocimiento. Y, sin saber cómo, de pronto el chico estaba aquí dentro, gritando y tirando el instrumental al suelo.
—No se me ocurrió cerrar con llave —dijo Daglish quedamente.
—Es comprensible. No había peligro. —Zweigman se agachó a recoger un rollo de algodón y se tambaleó. El chichón en forma de huevo de su frente cada vez era más grande.
—Siéntese, no se vaya a caer. —Emmanuel lo agarró del codo para acompañarlo a una silla.
—No. Gracias. —El médico alemán le dio unas palmaditas en la mano a Emmanuel. Este lo soltó. Zweigman continuó removiendo los desechos médicos—. Estoy buscando algo muy concreto.
—Es verdad… —Daglish se agachó junto a Zweigman y se incorporó a la búsqueda—. Casi me había olvidado.
Colocaban bajo la luz eléctrica cada pieza de instrumental para examinarla y así fueron registrando el suelo, centímetro a centímetro. Emmanuel y Shabalala se retiraron para dejar espacio a los médicos.
—Ajá… aquí está. —Zweigman se puso de rodillas y pegó la cara al suelo—. Pinzas y un recipiente, por favor, doctora.
Daglish le tendió lo que le pedía. Emmanuel tardó un rato en distinguir el minúsculo objeto sujeto por las pinzas, un fragmento muy afilado de una materia orgánica blanca y marrón. No tenía ni idea de lo que era.
—Una púa de puercoespín —dijo Shabalala, y Daglish sonrió.
—Eso suponía yo —dijo—. Me las encuentro en el jardín y en mis paseos por la otra orilla del río.
—¿De dónde ha salido esta? —preguntó Emmanuel. Las mujeres zulúes que custodiaban el cadáver de Amahle llevaban púas traslúcidas adornando sus tocados, un privilegio reservado a las casadas. La pequeña esposa enfurruñada del jefe Matebula también llevaba púas entretejidas en el pelo.
—Estaba incrustada al fondo de la perforación de la espalda de la chica. Esta mañana examinamos la herida y no encontramos nada. Después de comer decidimos probar de nuevo… a ver si había suerte —dijo Zweigman—. El colegial loco irrumpió justo después de que hubiéramos encontrado esto.
—Estábamos riéndonos —confesó Daglish—. No porque la situación fuera graciosa. Es que no esperábamos encontrar nada, y ahí estaba… la púa afilada. Fue una sorpresa.
—La situación debió de parecerle macabra al chico. —Zweigman dejó la púa en la bandeja metálica—. Dos adultos riéndose en presencia de un cadáver.
—Sí, imagino que Gabriel lo vio así. Se puso furioso. Nos dijo que saliéramos del sótano.
—Rechacé su propuesta —dijo Zweigman con su característico sarcasmo—. Me golpeó la cabeza contra la pared y dijo que iba a rajarnos con el cuchillo, igual que había rajado a la muchacha. Por eso salimos corriendo.
—Entonces llamé a la comisaría y no contestaron —dijo Daglish—. No quería abandonar el sótano dejando al chico con el cadáver, pero tenía miedo. Además, ya había pegado al doctor Zweigman.
—Hicieron lo que tenían que hacer —la tranquilizó Emmanuel, y volvió a fijarse en la sábana blanca remetida bajo los hombros de Amahle y en la manta delicadamente enrollada bajo su cabeza. Después de poner el sótano patas arriba y de atacar violentamente a Zweigman, el chaval se había tomado su tiempo para cuidar a Amahle. Tenía una personalidad contradictoria, que de un minuto a otro pasaba de la agresividad a la dulzura.
Emmanuel había sido testigo de esa paradoja en distintos escenarios de crímenes, una muestra de ternura después de un repentino y brutal acto de violencia. Acomodar el cadáver con una almohada o una manta, cerrarle los ojos, estirar hacia abajo el borde de su vestido o colocarle bien las extremidades era la única forma en que el asesino podía expresar amor o remordimiento por última vez.
—¿Fue esto lo que mató a Amahle? —Emmanuel señaló el fragmento de púa que reposaba en la bandeja. De unos cinco centímetros de longitud y con la punta afilada, no tenía aspecto de poder dañar a nadie.
—Por sí solo, no —dijo Zweigman—. Incrustado en la carne, podría haber acabado por producir una infección. O, igualmente, podría haberse abierto paso hasta la superficie de la piel y haber sido expulsado sin provocar ningún trastorno de consideración.
—¿Agente? —Emmanuel incitó a Shabalala a exponer ideas basadas en la intuición y el conocimiento del terreno más que en datos médicos.
—La púa no ha llegado a tanta profundidad por casualidad —dijo el agente zulú—. La clavaron en la carne, como una aguja.
—Interesante. —Zweigman escudriñó el interior de la púa hueca, cuyo extremo estaba abierto—. Cualquier aguja confeccionada con un material suficientemente duro se puede usar para inyectar un medicamento en el torrente sanguíneo. O una toxina.
—¿La envenenaron? —preguntó Emmanuel. Un ataque interno contra los órganos vitales de Amahle explicaría la ausencia de huesos fracturados y de lesiones de importancia en su cuerpo.
—Es una conjetura con fundamento, oficial Cooper —dijo Zweigman—. El análisis de la punta de la púa confirmaría el uso de un veneno, pero solo una autopsia en regla determinaría de manera incontrovertible la causa de la muerte.
No era una buena noticia para la investigación ni para la exigencia de la familia de Amahle de que esta volviera a casa. Los resultados de la autopsia y de una prueba toxicológica podrían tardar semanas, dependiendo de la acumulación de casos.
—¿Alguna otra conjetura con fundamento sobre la causa de la muerte? —Emmanuel no pudo disimular su frustración ante la falta de resultados concluyentes del reconocimiento. Sacarle una confesión a Gabriel Reed en un interrogatorio sería más fácil si tenían algo con qué presionarlo; por ejemplo, una idea inequívoca sobre cómo habían matado a Amahle.
Zweigman colocó la bandeja de muestras en la mesa auxiliar y cogió un rimero de papeles. Se subió las gafas al puente de la nariz y miró con los ojos entornados lo que él mismo había escrito con letra minúscula. «La víctima es una mujer nativa de entre dieciséis y diecinueve años. Tenía buena salud en el momento de su muerte, sin señales de haber sido maltratada físicamente. Estaba bien alimentada y cuidada. Las únicas lesiones visibles que presentaba la víctima eran una pequeña contusión en la cara interna del muslo izquierdo y una herida de perforación en las vértebras lumbares. Una inflamación de color rojo sube desde la herida hasta la base del cuello. Causa desconocida. Hora estimada de la muerte entre las seis de la tarde del viernes y las ocho de la tarde del sábado». Zweigman se detuvo y dejó los papeles.
—Por mucho que le duela, oficial, ni la doctora Daglish ni yo podemos ofrecerle lo que no tenemos. La especulación no es científica.
—Si tuviera que especular —dijo Emmanuel suavizando el tono, porque a un hombre de la talla de Zweigman debía de molestarle admitir que no había sacado nada en limpio—, ¿cuál sería la causa más probable de la muerte?
—Nunca había visto unos síntomas así hasta ahora. Ni en Alemania ni en Sudáfrica. —Zweigman volvió a mirar la bandeja metálica, fascinado por el poder destructivo de un objeto tan pequeño—. Si envenenaron la punta y luego se la clavaron en el cuerpo, la herida y la hinchazón que le recorre la columna quedarían explicadas.
El hueco de la púa no tenía capacidad para más de media cucharadita de líquido.
—Una sustancia potente —dijo Emmanuel.
—Desde luego. No me viene a la cabeza ningún compuesto conocido —dijo Zweigman.
—Pero su cabeza es europea —apuntó la doctora Daglish en un susurro, inclinándose hacia ellos—. Los zulúes tienen médicos que utilizan plantas y animales del valle para curar y hacer magia. Son pociones secretas.
Emmanuel no creía en los poderes místicos de esos sanadores tradicionales, que arrojaban al suelo huesos de animales para diagnosticar y tratar las dolencias. Miró a Shabalala a los ojos. Era evidente que el agente zulú estaba intentando mantenerse al margen de la conversación en susurros.
—¿Tú qué opinas? ¿Podría un curandero preparar un veneno tan potente como para matar?
—No lo sé. Cada sangoma es diferente —pronunció esa palabra con una mezcla de miedo y respeto. Un sangoma no era un simple curandero, sino una persona con capacidad para trasladarse del mundo ordinario al sobrenatural. «Curandero» era un término de los misioneros que había sido adoptado por los europeos y los africanos cultos. Al emplear la denominación correcta, Shabalala le recordó a Emmanuel una diferencia fundamental entre ellos. Su compañero se permitía creer en que la magia y los espíritus podían existir, aunque jamás lo reconocería ante dos profesionales de la medicina.
Zweigman se palpó la frente alrededor del chichón.
—¿Qué tratamiento me recomienda para mi lesión, doctora Daglish? Cada vez me duele más.
—Una compresa fría, dos aspirinas y una taza de té. En ese orden —dijo Daglish.
—Excelente prescripción. —Zweigman se dirigió a la puerta rota del sótano—. Estoy seguro de que los agentes Cooper y Shabalala podrán tomarse un descanso dentro de unos minutos.
—Por supuesto. —Daglish se detuvo un instante junto a la puerta antes de salir—. ¿Qué quieren beber ustedes?
—Té —dijo Emmanuel, y se preguntó si el viejo judío de verdad necesitaba una aspirina o si solo quería despejar el campo para que Shabalala pudiera hablar con libertad. Zweigman tenían una habilidad pasmosa para interpretar las situaciones; otra consecuencia de los tiempos de guerra, cuando la más leve pausa en una frase podía marcar la diferencia entre volver a casa a cenar o terminar en un vagón de ganado con destino al este.
—Yo también té, gracias —dijo Shabalala, y ambos médicos desfilaron hacia el exterior. Sus pasos resonaron en las escaleras que conducían a la puerta trasera de la casa.
—No es una muerte muti.
Eso lo tenía claro Emmanuel gracias a sus años de convivencia con zulúes, tsuanas y blancos pobres en el caos de Sophiatown. En zulú, muti significaba medicina, pero la policía usaba ese término para referirse casi exclusivamente al espectro oscuro de la medicina tradicional, que utilizaba órganos o partes del cuerpo humano para reforzar los hechizos y el efecto de las curas: una mano cercenada incorporada al umbral de una tienda para atraer a la clientela, un feto extraído a una embarazada y enterrado en un campo para mejorar la cosecha, los intestinos de un niño pequeño para proporcionar fuerza y éxito. Este sórdido comercio continuaba practicándose en las ciudades y en el campo, alimentado por la antigua e inquebrantable creencia en el poder de la hechicería.
—No es muti —corroboró Shabalala—. La sangre y los órganos de una muchacha joven son muy poderosos. Amahle está intacta.
—Detrás de la preparación del veneno podría estar un sangoma, ¿verdad? —dijo Emmanuel.
—Sí. Todo sangoma debe aprender a curar y a hacer daño. Una vez que lo han aprendido, utilizar sus conocimientos de una manera u otra depende de ellos.
—Así que cualquier curandero tradicional sabría dónde buscar venenos en la naturaleza, no solo los curanderos que usan la magia negra.
—Así es, pero… —Shabalala hizo una pausa para encontrar una manera sencilla de explicar las normas que regían el uso de la muti negra—. Si un sangoma o una sangoma abre la bolsa de las medicinas para provocar dolor o la muerte a una persona, la oscuridad se cuela en la bolsa y se queda ahí para siempre. Aunque traten de hacer el bien, la oscuridad los seguirá siempre.
—Están contaminados.
Emmanuel lo entendió. Uno de los himnos preferidos de su internado se vanagloriaba de que «la bondad y la misericordia sin duda me seguirán durante todos los días de mi vida», pero él sabía, incluso a los quince años, que lo contrario también era cierto. Las sombras y la sangre poseían la misma perseverancia.
—Por eso, casi todos los sangomas evitan la muti negra. No es posible dedicarse a ella una temporada y luego dejarla —dijo Shabalala—. Es para siempre.
—¿Quién emplearía a un sangoma para matar a nuestra joven? —preguntó Emmanuel—. Hasta ahora, ninguno de los zulúes que hemos conocido tenía motivos para matarla.
Shabalala se disponía a responder, pero en lugar de eso cerró herméticamente la boca.
—Suéltalo, agente —dijo Emmanuel. Qué fatigoso era chocar contra la barrera racial en cada curva y bache del camino.
Shabalala echó una ojeada a Amahle, arropada por la sábana.
—Algunos europeos recurren a los sangomas, pero vienen de noche, andando sigilosamente en la oscuridad. Se avergüenzan de lo que hacen y por eso ocultan sus actividades ante otros blancos. Este chico, Gabriel, no oculta nada. Se pasó la noche vigilando el cadáver y ahora ha venido a rendirle honores a cara descubierta, a plena luz del día.
Desde cualquier punto de vista, inglés, afrikáner o negro africano, esa conducta era befokked. Demostrar abiertamente afecto por encima de la barrera racial abochornaba profundamente a la comunidad y atraía la atención de la policía.
—Puede que el chaval esté loco —dijo Emmanuel—. Pero irrumpir en este sótano es una locura de otro orden. Se ha puesto la soga al cuello por un motivo que no logro imaginar.
—Quizá el chico no crea haber hecho nada malo.
—Es verdad —con eso, apuntaba la posibilidad de un alegato de inimputabilidad y una larga estancia en una institución psiquiátrica. El dinero de su familia le proporcionaría una habitación individual y sesiones diarias de tejido de cestos con fondo de música clásica—. Las cosas como son, nadie en su sano juicio mata a una chica, se queda junto al cadáver y después le sigue el rastro para cerciorarse de que su cabeza está reposando cómodamente.
—Eso es un misterio —dijo Shabalala.
Los trinos de los pájaros llevaron al frío y húmedo sótano el sonido de la primavera y los amplios horizontes. Emmanuel cruzó la puerta rota para salir al aire libre. Le venían a la memoria detalles de la escena del crimen: la manta de cuadros enrollada, las flores silvestres esparcidas por todos lados, las ramas protectoras de la higuera que se extendían sobre el cuerpo como las alas de un ángel. El comportamiento de Gabriel, por extraño que fuera, respondía al deseo de cuidar a Amahle, incluso después de muerta.
—Una púa envenenada —dijo Emmanuel, tratando de situar en su contexto el uso de esa arma sofisticada. El veneno era un asesino furtivo que no dejaba huellas digitales, mientras que a Gabriel le importaba poco mantenerse oculto o cubrir sus huellas—. No encaja precisamente con un crimen pasional o una discusión violenta. Aquí hubo planificación.
—Otro misterio.
Shabalala se agachó bajo los aleros y se sumó a la contemplación. Los dos hombres se quedaron mirando los montes que se elevaban al otro lado del valle. El silbido de un hervidor ahogó los compases de música clásica que emitía una radio en la cocina de los Daglish.
—Tenemos que encontrar al chico de los Reed, y no somos los únicos que andamos buscándolo —Emmanuel aludía así a la escena en el corral de Little Flint que había presenciado—. Creo que Thomas, su hermano mayor, tiene a un rastreador siguiendo sus huellas. Si la familia lo encuentra primero, podemos irnos despidiendo de hablar con él. Al menos hasta que formen en posición defensiva los abogados y los expertos médicos.
—Seguir el rastro del chico será fácil —dijo Shabalala—. Pero es muy rápido. Atraparlo será difícil.
—Dime qué necesitamos.
—Comida, agua, cerillas, una manta para cada uno. Ropa cómoda y zapatos de correr para usted, oficial.
El conocimiento del terreno montañoso que tenía Gabriel y su enorme astucia le daban ventaja. Ahora que había cumplido su objetivo de llevarle la manta a Amahle, no regresaría pronto por el pueblo. Sabiendo todo eso, Shabalala se disponía a hacer una excursión que durase hasta el día siguiente.
—Nos vamos de acampada.
—De cacería.
—¿Cuándo salimos?
—Ya, antes de que oscurezca.
—En cuanto nos hayamos aprovisionado y organice que un furgón fúnebre recoja el cadáver de la cornisa del monte junto a Covenant Farm —dijo Emmanuel—. En Dawson’s deben de tener todo lo que nos hace falta.
—A mí no me hace falta nada. —El agente zulú estrujó su sombrero, formando una nueva arruga en la copa—. Tengo todo lo que necesito.
—No vas a correr monte arriba vestido de traje y con esos zapatos. Otra vez no —dijo Emmanuel—. Y yo tampoco.
La renuencia de Shabalala a gastar dinero era comprensible. Los gastos realizados en el desempeño de una misión eran reembolsables si se adjuntaban los recibos sellados y fechados al informe final de la investigación. Luego venían semanas de escrutinio burocrático para determinar si los productos adquiridos eran un gasto legítimo. Lo mejor era eludir todo ese proceso.
—No te preocupes —dijo Emmanuel—. Van Niekerk nos lo reembolsará en efectivo.
Trabajar para un inspector de policía que se saltaba las normas tenía sus ventajas.
—Entonces, vamos enseguida a Dawson’s.
El sol había descendido, señal de que la tarde iba pasando muy deprisa. Con cada minuto, Gabriel se adentraba más en la cordillera y quedaba más lejos de su alcance.
—El té, caballeros.
Zweigman bajó las escaleras con un par de tazas en las manos. Daglish iba un peldaño por detrás, cargada con una bandeja con la tetera y dos tazas más.
—Gracias.
Emmanuel aceptó el cremoso té con leche que le tendía Zweigman y sintió su olor excesivamente dulzón. Desde el almuerzo en la granja de los Paulus tenía un regusto grasiento en la boca. Y sabía que la comida de Shabalala habría sido aún menos apetitosa: una mazorca de maíz al vapor acompañada de una bebida de maíz fermentado o de una gruesa rebanada de pan duro untada con manteca. En Little Flint Farm no les habían ofrecido nada de nada. Echó el ojo al plato de dulces de la bandeja de Daglish. Shabalala ya estaba engullendo un trozo de galleta y bebiendo té a tragos.
Emmanuel comió un par de galletas y vació su taza. Combustible para la persecución a campo traviesa.
—Con eso no han tenido ni para empezar —dijo Daglish, y apoyó la bandeja en el escalón de en medio—. ¿Otro té, oficial Cooper?
—Los dos repetiremos, gracias.
Tendió su taza para que se la rellenaran y Shabalala lo imitó. Daniel Reed estaba cada vez más lejos, pero no conseguirían acortar distancias con el estómago vacío.
—Quizá tendríamos que haber sacrificado una vaca —dijo Zweigman con ironía—. ¿Cuándo han comido por última vez?
—Hace unas horas —respondió Emmanuel—. Pero ninguno de los dos comimos mucho. Estábamos en Covenant Farm… la granja de los Paulus. —Se volvió hacia Daglish—. Nos han comentado que la llamaron para atender a un trabajador herido de Little Flint Farm durante las vacaciones de Semana Santa.
—Ah… —La doctora se acercó al pecho la muñeca ya sin vendaje, como si la mención de Little Flint hiciera resurgir el dolor en sus articulaciones.
—Me gustaría saber qué pasó. Que me lo cuente a su manera.
Daglish empezó a hacer movimientos nerviosos, desplazó ligeramente la tetera sobre la bandeja y jugueteó con las cucharillas de plata, primero las colocó una junto a otra y luego las separó.
—Sabía que tendría que revivir esa noche —murmuró quedamente, con un tono pesaroso.
—Coja su té y vamos a pasear, doctora.
—Sí. —No se resistió—. Paseemos.