10

El rostro de Sampie Paulus chorreaba sudor y sus pálidos ojos relucían en la penumbra. Golpeó la mesa de la cocina con el fondo del tarro de mermelada y Karin le sirvió más brandy de melocotón. Los perros habían regresado de la cacería y dormían delante de la estufa de leña.

—Era ese cerdo de Reed —dijo Sampie—. Seguro.

—Claro —asintió Karin—. ¿Quién si no?

—¿De Little Flint? —Emmanuel aún estaba tratando de explicarse cómo un ladrón blanco con el uniforme de un colegio privado robaba a personas que vivían con estrecheces. ¿Qué poseían que él pudiera desear?

Ja. —Sampie bebió de golpe la mitad del contenido del tarro—. Roba en todas las granjas de los alrededores. Lleva años así, pero ¿qué hace el gilipollas de Bagley para impedirlo? Nada. Presentar una denuncia a la policía es una pérdida de tiempo. Todo esto es una fokken vergüenza.

Emmanuel miró de reojo a Karin, que estaba apartada en las sombras sin decir nada. Shabalala se había situado en un rincón sin iluminar y también guardaba silencio.

—Esta mañana he conocido a Thomas, a Ella y a los padres —dijo Emmanuel—. ¿Quién es el chico?

—El hijo pequeño —respondió Karin—. El befokked.

—¿Por qué está loco? —Emmanuel prácticamente la sintió encogerse de hombros en la oscuridad.

—No le funciona bien la cabeza. Nunca le ha funcionado.

—Deme un ejemplo —dijo Emmanuel. Según con qué criterios, a él también le considerarían befok.

—Está bien —dijo Karin secamente, exasperada—. No hay curso en el que no se escape del colegio. Vive en el bosque y roba en todas las granjas, incluso en la de su familia. Las tiendas del pueblo le tienen prohibida la entrada porque también les roba.

—En las vacaciones de Semana Santa pegó a un peón de Little Flint y tuvo que venir la doctora de Roselet —dijo Sampie—. El comisario silenció el asunto.

—¿Cómo se llama? —preguntó Emmanuel. Un jovencito perturbado y agresivo de Little Flint podría haber sido quien mató a Amahle, pensó.

—Gabriel —dijo Karin—. Y habla muy raro, ¿verdad, padre?

—Como un disco de gramófono rayado. Solo dice incoherencias. —Sampie bebió la mitad del brandy que le quedaba y el impacto del alcohol le llenó los ojos de lágrimas—. ¿Qué se ha llevado esta vez?

—La miel. —Karin estaba disgustada—. Me la acababan de traer esta mañana. Y además la manta gris y amarilla de mi cama.

Hubo una larga pausa antes de que Sampie dijera:

—Qué raro, normalmente se lleva huevos del gallinero o sardinas de la despensa. A veces, mermelada. Es la primera vez que se lleva algo que no es de comer.

Befok. Ya lo he dicho antes.

Emmanuel sopesó ese nuevo dato. Todas las familias tenían sus ovejas negras: tíos malversadores, tías que se perdían por la ginebra, hijos puteros e hijas promiscuas. En ese sentido, los Reed no eran especiales.

—A lo mejor Gabriel se ha llevado la manta porque tenía frío —dijo—. De noche la temperatura baja mucho, sobre todo en el monte.

Ja, pero en primavera no tanto —dijo Sampie—. Además, sabe hacer una hoguera. La pasada Semana Santa, Karin encontró uno de sus escondites, ¿verdad, hija? Una gruta detrás de un árbol.

Emmanuel oyó cómo Karin pasaba el peso de un pie al otro, como haría un boxeador antes de descargar un puñetazo.

—¿Conoce todas las cuevas que hay en el monte alrededor de la granja, Karin? —preguntó.

—Qué va —dijo ella, a la defensiva—. No sé dónde está escondido ese chico. Su padre y su hermano suelen mandar a uno de sus zulúes a buscarlo y luego lo llevan otra vez al colegio, llorando como un crío.

El zulú al que Thomas Reed había echado una reprimenda en el corral quizá fuera uno de los rastreadores.

—¿Saben cuánto tiempo lleva Gabriel por ahí esta vez? —preguntó Emmanuel.

—Ni idea. —Sampie daba vueltas al tarro de mermelada entre las manos, sin decidirse a rellenarlo—. Siempre nos enteramos de que el pequeño canalla está en el bosque cuando se cuela en el gallinero o en la despensa.

—Entonces, ¿lo de hoy no pasaba desde hacía tiempo?

Ja. Se habrá escapado del colegio hace dos o tres días. Es lo que tarda en recorrer el valle para volver a casa. —Sampie deslizó el tarro sobre la mesa—. Para hacerle justicia, hay que decir que siempre se la juega a mis perros.

—El demonio se las sabe todas, padre —dijo Karin, y Sampie asintió con la cabeza.

Emmanuel ató cabos. Si lo que decían Sampie y Karin era cierto, el chaval de los Reed era un fugitivo y un ladrón reincidente, a quien la ceguera deliberada del comisario Bagley eximía de pagar las consecuencias de sus actos. Emmanuel sabía cómo podría desarrollarse esa historia. Era fácil pasar de los delitos menores a los mayores. De hecho, era prácticamente inevitable si el infractor no recibía un castigo. Algunos amigos de la infancia de Emmanuel se habían echado a las calles al salir del colegio y habían acabado en la cárcel antes de cumplir los veinte. Él también sentía la apremiante llamada de los rincones oscuros y peligrosos de Sophiatown. Por una de esas paradojas de la vida, enrolarse en el ejército lo había salvado y, al mismo tiempo, quizá lo había hundido.

—Entonces, es posible que Gabriel llevara varios días en el monte sin que nadie se hubiera enterado —dijo Emmanuel. Dependiendo del momento en que se hubiese fugado del colegio, cabría o no la posibilidad de que el chico hubiera estado en la zona donde asesinaron a Amahle.

—Eso es asunto de los Reed, a mí ni me va ni me viene. Tendrá que preguntárselo a ellos. Y ya que va a ir a verlos, oficial Cooper, dígales que cuándo me van a comprar una manta y a reponer el tarro de miel. —Sampie echó la silla atrás—. Dentro de media hora comprobaremos el nivel del río y sabremos a qué atenernos.

Karin retiró el tarro de mermelada de la mesa mientras Sampie salía de la cocina arrastrando los pies para reanudar las faenas.

—¿Ha visto a Gabriel en los últimos días? —le preguntó Emmanuel a Karin. Las huellas que había alrededor del cadáver de Amahle podrían ser las de un colegial.

—No. —Se quedó mirando fijamente los remolinos que hacía el alcohol al fondo del tarro que tenía en la mano—. No le echado la vista encima. —Miró a Emmanuel a los ojos y se bebió el brandy de un trago—. Tengo que volver al trabajo —dijo, y se puso en marcha.

Emmanuel la llamó cuando casi había llegado a la puerta del pasillo.

—Espere. Su padre ha dicho que Gabriel Reed pegó a uno de los trabajadores de Little Flint Farm.

Ja. La doctora vino del pueblo para remediar la situación. —Frotó con el dedo una grieta de la pared de adobe.

—Tuvo que ser algo grave.

—La doctora no pudo venir cuando padre tuvo la gripe el invierno pasado, pero se desplazó para ayudar a un kaffir. ¿Qué le parece?

—Me parece que alguien debía de estar malherido —dijo Emmanuel. La familia se había visto obligada a solicitar una asistencia médica como es debido en lugar de recurrir al botiquín de primeros auxilios o a que una monja del pueblo le llevara unas dosis de procaína—. ¿Sabe qué provocó la paliza?

Una sonrisa curvó los labios de Karin y en ese momento, a media luz, pareció sumisa y dócil.

—No estoy segura. Quizá tuvo que ver con que un peón le pusiera la mano encima a alguna de las kaffirs preferidas de los Reed…

—¿Amahle? —preguntó Emmanuel.

—No lo sé. Son asuntos de los ingleses. —Y salió de la cocina.

—Bueno, si no ha sido una insinuación de que Amahle fue la causa del problema, ha sido puro rencor —le comentó Emmanuel a Shabalala—. A Karin no le gustan los Reed ni cómo trataban a Amahle cuando estaba viva, eso está claro.

—El hortelano con la cara partida debe de ser el que recibió la paliza del pequeño baas Reed —se le ocurrió a Shabalala—. Él no dirá nada. Tendremos que informarnos sobre la pelea a través del comisario y de la doctora.

—Como Bagley está desaparecido, se lo preguntaremos a la doctora Daglish cuando volvamos a Roselet. Si las heridas del peón eran graves, seguro que tuvo que ir varias veces a Little Flint. —Emmanuel tomó un trago de brandy y le ofreció la botella a Shabalala, que la rechazó—. Resulta que Daglish sí conocía a Amahle. ¿Por qué habrá mentido sobre algo así?

Las aguas habían descendido y la carretera general de Roselet quedaba a un par de saltos sobre las piedras del arroyo. Shabalala lo atravesó primero y Emmanuel lo siguió. A esas alturas, mojarse ya les daba igual. Estaban tan harapientos como un par de vagabundos vestidos con trajes robados.

—El señor Póliza de Seguro no existe —dijo Emmanuel, y echó a andar hacia el Chevrolet por la hierba de la orilla. Eran las dos de la tarde y probablemente Zweigman habría concluido el reconocimiento. Los resultados quizá les proporcionaran alguna respuesta.

—Nadie ha oído hablar de él, oficial. No es un zulú del valle.

—Preguntaremos en el pueblo, pero me da la impresión de que es una pista que no lleva a ninguna parte. —Sacó la llave del coche y la insertó en la puerta del lado del conductor. Algo raro pasaba, el ojo de la cerradura estaba más abajo de lo normal. Retrocedió para echar un vistazo.

—Pequeño canalla. —Ahora Emmanuel sabía cómo se sentía Sampie Paulus cuando el chico de los Reed robaba en su granja y se iba de rositas—. La rueda delantera está rajada.

—Vaya… —Shabalala se agachó a examinar el estropicio—. Un tajo hecho con un cuchillo pequeño. Hay que cambiar la rueda.

Un retraso más, pensó Emmanuel. No era de extrañar que detestase el campo. Polvo, moscas, boñigas de vaca y, ahora, un ladrón infantil con propensión a las travesuras y armado con un cuchillo.

—Voy a ver si tenemos repuesto.

Abrió el maletero, rogando que el parque móvil policial cumpliera unos requisitos mínimos. Los cumplía; al menos, en esa ocasión. Sacó la caja de herramientas y desencajó de su hueco la rueda de repuesto. Armado con el gato y la llave inglesa, Shabalala se puso a la labor. A pesar de que no estaba autorizado a conducir un coche, el policía negro había aprendido en algún momento a cambiar una rueda.