9

—Por el camino recogeremos a su kaffir —dijo Karin cuando Emmanuel se reunió con ella al costado de la casa—. Hay que presentárselo a mi padre. No le gusta que haya desconocidos dando vueltas por la propiedad.

A fin de cuentas, el granjero bóer quizá no fuera tan distinto de Thomas Reed. El sol estaba en lo alto del luminoso cielo y la tierra enfangada despedía vapor al calentarse. Con sus recias botas, Karin cruzó el terreno enfangado en línea recta y se detuvo junto a un granero de madera. Emmanuel atravesó el patio con cuidado, pasando de un montículo de hierba húmeda a otro. Karin lo observaba, divertida.

—El cobertizo de los peones está ahí detrás —dijo—. Cuidado con la tierra mojada, agente.

—Gracias. —Emmanuel encajó el golpe.

—Oficial. —Shabalala se apartó de un corrillo de peones zulúes que bebían té en tazas de latón, reclinados en sus palas. Una acequia a medio excavar terminaba pocos metros más allá.

Emmanuel esperó junto al granero. La intrusión de un hombre blanco pondría en jaque la confianza que Shabalala hubiera logrado inspirar a los trabajadores.

—Es el momento de conocer al jefe —le dijo a Shabalala—. Hablaremos después.

Dieron alcance a Karin en un amplio campo baldío cruzado por profundas rodadas de carro. Una verja de hierro forjado rodeaba un nutrido grupo de lápidas blancas comidas por la erosión. El cementerio de la familia Paulus, supuso Emmanuel.

Cuando llegaron al borde de la pronunciada pendiente que descendía hasta el río, Shabalala vaciló y dijo en un susurro:

—Mire eso, oficial.

Junto a un impetuoso río había un carro de bueyes. Dos peones negros subían un bidón de agua de veinticinco litros al lecho plano del carro mientras una jauría de perros chapoteaba en el agua. Un hombre blanco vestido con un mono desgarrado y botas desgastadas restallaba el látigo sobre la pareja de bueyes que tiraba del yugo. El hombre tenía la tez morena, y sus marcados pómulos y su frente despejada revelaban que entre sus antepasados había hotentotes: un auténtico afrikáner. Pura sangre holandesa, y un cuerno, pensó Emmanuel.

—Mi padre. —Karin señaló al jefe de la cuadrilla—. Y los perros.

—Seis —añadió Shabalala en voz baja. Una jauría de perros boerboel de gigantescas mandíbulas y pelaje marrón liso y brillante subían la cuesta ladrando y enseñando los dientes.

—Quédense cerca y no se muevan —dijo Karin—. Parecen feroces, pero son buenos. De verdad.

De un mordisco te arrancarían la mano. Sin dificultad. Sus zarpas buscaban apoyo en la pendiente y de sus bocas chorreaba baba. Emmanuel y Shabalala permanecieron inmóviles, a la espera de que padre o hija detuvieran a los perros antes de que se acercasen demasiado. Al final, sonó un silbido. El hombre blanco gritó:

—¡Quietos!

Los perros se pararon en el acto, retrocedieron hacia la arenosa orilla y se arremolinaron alrededor de las piernas de su amo. Los peones negros sujetaban a los bueyes y les daban palmadas en los costados.

—¿A quién tienes ahí, hija? —gritó el padre en afrikáans, y se enrolló al hombro el látigo trenzado.

—La policía. —Karin bajó por el abrupto ribazo. Emmanuel y Shabalala la siguieron, desistiendo de no estropear sus zapatos de cuero—. Son los investigadores de la policía judicial Cooper y Shabalala, de Durban.

El padre frunció el ceño al ver a Shabalala y dijo en afrikáans:

—¿Ahora tienen policías negros?

—Unos cuantos —respondió Emmanuel en «taal», como llamaban a la lengua afrikáans los iniciados en la verdadera fe. Esperó a que el hombre se burlase de la idea de que hubiera policías negros.

—Muy bien. Para atrapar a un nativo hace falta otro nativo. —Le tendió una mano nudosa—. Sampie Paulus. A mi hija Karin ya la conoce.

—Así es. —Emmanuel le estrechó la mano, asombrado por la fuerza de Sampie y por la textura de papel de lija de su piel.

—Esos son mis mozos, Johannes y Petros. Son hermanos. Tienen buena mano con los bueyes. —Sampie sacó una bolsa de tabaco del bolsillo superior de su mono—. Han venido por lo de Amahle.

—Sí. Llegamos ayer por la mañana.

—¿Han conseguido algo? —Sampie extrajo dos papeles de la bolsa y se volcó en la palma de la mano un poco de picadura de tabaco.

—Aún es pronto —dijo Emmanuel—. Sabemos cuándo desapareció y dónde la encontraron. No mucho más.

—Vengan aquí, a la sombra. —Paulus se dirigió a una zona de arena húmeda donde ardía el rescoldo de una fogata. Los perros lo siguieron. Sampie se acomodó flexionando las piernas, con los brazos sobre las rodillas, como un nativo—. ¿Han estado en el kraal de Matebula?

—Hemos visto al jefe y a su primogénito, Mandla. —Emmanuel se acuclilló junto a Sampie, sin hacer caso al escozor de sus fatigadas pantorrillas ni a Karin, que se sentó con las piernas cruzadas mientras los perros se le subían encima. Shabalala se quedó al borde del tramo de sombra, escuchando.

—Mandla vino por aquí el otro día. —Sampie lio el cigarrillo y pegó el papel de un lametazo—. Preguntó por Philani Dlamini, el jardinero de la granja inglesa.

—¿Sabía todo el mundo que estaba en esta zona? —Si el paradero de Philani era un secreto a voces, la lista de sospechosos de su asesinato aumentaría.

—Nadie lo había visto. Incluidos Karin y yo. —Sampie sacó de su bolsillo trasero un encendedor metálico oxidado. Tuvo que accionar cuatro veces la rueda con el pulgar para sacarle llama—. Si fuera yo al que Mandla estuviera siguiendo el rastro, me escondería en un agujero y no asomaría la nariz.

Sampie tenía razón. Philani no debía de haber revelado su paradero a un círculo amplio de gente. El asesino tenía que ser una persona de confianza del jardinero.

—Nosotros también vamos siguiéndole el rastro a Philani —mintió Emmanuel—. ¿Qué aspecto tiene? —Su instinto le decía que el muerto del refugio era el jardinero, pero quedaban horas por delante antes de que se trasladase el cadáver y se organizara una identificación formal. Una lista de atributos físicos que pudieran compararse con los que había anotado en la escena del crimen daría más peso a su intuición.

—De unos treinta o treinta y cinco años, poco más o menos. Con la piel clara. Bajo para ser un zulú. —El granjero de rudas facciones señaló a Shabalala con unos dedos manchados de nicotina—. No como su mozo. Ese sí que es un zulú como Dios manda.

Sí, y todos los ingleses tenían el pecho de palomo y la piel rosada y no sabían nada de África. Los indios eran muy trabajadores, pero no se podía confiar en ellos porque eran taimados. Los mestizos eran astutos y maliciosos, y mala compañía para los hijos de uno. La mayoría de los sudafricanos, fuera cual fuese el color de su piel, tenían una imagen mental deformada de cada grupo racial a modo de referencia sencilla.

—¿Altura, peso y color de ojos? —preguntó Emmanuel. La breve descripción de Sampie se correspondía con la del cadáver que estaba en la escena del crimen. Los detalles más precisos le servirían de ayuda a Zweigman en el reconocimiento.

—Era bajo. Robusto. De ojos castaños… creo. —Sampie dio una profunda calada y exhaló por las fosas nasales distendidas—. ¿Qué tiene que ver el jardinero con todo esto? Mandla me contó el cuento de que Philani le debía dinero, vaya kak.

—Corren rumores de que Philani estaba comprometido con Amahle.

Sampie se volvió hacia sus mozos y dijo a voces en zulú:

—El jardinero del inglés con la hija del gran jefe. ¿Habéis oído cosa igual?

Los peones lo negaron moviendo de lado a lado la cabeza y volvieron a ocuparse de los bueyes. Evidentemente, esa pregunta íntima les hacía sentirse incómodos y cualquier comentario sobre la muchacha muerta entrañaba un peligro.

—En sueños, tal vez. —Sampie estrujó la punta del cigarrillo liado a mano entre el pulgar y el índice y se metió la colilla en el bolsillo de arriba. Un hombre ahorrativo y austero—. Es lo que pasa con las chicas guapas, ¿no? A los hombres se les meten ideas absurdas en la cabeza. Dlamini no habrá sido el primero.

El granjero afrikáner se levantó e hizo restallar el látigo de cuero en el aire, la señal para emprender el regreso. Los perros se estiraron y bostezaron mientras Karin se sacudía sus pelos del pantalón. En medio de aquel revuelo, Shabalala se acuclilló y observó cómo la corriente del río saltaba sobre las rocas.

—Nos vemos en la casa, oficial —dijo Karin, y se alejó con los perros, que iban corriendo delante de ella. Los peones estabilizaron el carro sobre dos profundas rodadas que se hundían en la tierra. Y Sampie se puso detrás para empujar y se sumó, él también, al canto de trabajo de los zulúes.

—Venga, oficial. —Shabalala se enderezó y echó a andar por la arenosa ribera en la misma dirección que habían seguido los bueyes—. El agua está bajando muy deprisa. Dentro de una hora podremos cruzar el arroyo y volver al coche.

Ja —dijo, contrariado, Emmanuel. No tenía prisa por contarle a la madre de Philani que su hijo estaba destrozado en una cornisa de piedra.

El patio de la granja quedó encenagado por el paso de las ruedas del carro y las pezuñas de los bueyes. Johannes y Petros, los mozos de Sampie, transportaron los barriles a través del porche, haciéndolos rodar, y los apoyaron contra la pared posterior de la casa.

Al atravesar el lodazal, Emmanuel y Shabalala se embarraron aún más los zapatos y los bajos de los pantalones, que ya estaban emplastados de arena del río. El humo del fuego de la cocina se elevaba en una columna larga y gris que se recortaba contra el cielo. Un hombre se acercó corriendo como un rayo desde el bosquecillo de granados y cubrió la distancia que los separaba en un abrir y cerrar de ojos.

—Qué bárbaro —dijo Emmanuel.

Cyrus, el corredor, sudoroso y aspirando el aire a bocanadas, estaba de regreso en Covenant. Su camisa, raída y llena agujeros antes de la carrera, le colgaba de un hombro hecha un harapo. Debía de haber tomado un atajo a través de los espinos para llegar lo más deprisa posible a Little Flint Farm.

—Para usted. —El corredor le tendió el palo rajado con una mano trémula—. De la señora joven de la granja inglesa.

Emmanuel hurgó en su bolsillo y le dio un puñado de monedas a cambio del mensaje.

—Gracias, Cyrus. Siento lo de la camisa —dijo, y desdobló la nota. En medio del papel había cinco palabras escritas en tinta azul: «En la comisaría no responden». Y, debajo, la enrevesada firma de Ella. Le pasó la hoja a Shabalala.

El agente zulú la leyó y se la devolvió.

—Seguimos estando solos —dijo. Una tribu no era nada si sus distintas facciones no se unían cuando había problemas. Las fuerzas del orden requerían ese mismo tipo de lealtad.

—Otra vez tenemos que arreglárnoslas entre Zweigman, tú y yo —dijo Emmanuel.

Yebo —dijo Shabalala—. Pero trabajar así se nos da muy bien.

Emmanuel soltó una carcajada y recordó que, en efecto, se les había dado muy bien trabajar juntos; lo único que le preocupaba eran los problemas en los que se habían metido al resolver otros casos. Se preguntó si los investigadores preguntones y los médicos judíos tendrían tantas vidas como los gatos.

Karin cruzó el patio con paso decidido.

—¿Ha traído Cyrus malas noticias? —dijo. Encajó los pulgares en el cinturón de sus sucios vaqueros y esperó.

—No han cogido el teléfono en la comisaría —respondió Emmanuel. Trasladar el cuerpo sin ayuda de Bagley sería todo un reto.

—Mi padre dice que su mozo puede comer con los peones en el cobertizo de los kaffirs. —Karin señaló una cabaña enjalbegada con techo de paja que había más allá del cobertizo de ordeño, y añadió dirigiéndose a Shabalala—: Vuelve a la casa grande cuando te llame, ¿de acuerdo?

Shabalala inclinó su sombrero y se fue.

Emmanuel tuvo el honor de sentarse a la mesa solo para blancos de la casa principal de la granja. Sampie, Karin y él comieron estofado de gacela con patatas prácticamente en silencio. De tanto en tanto, Sampie pedía algo con un gruñido y Karin obedecía. De postre les dio naranjas peladas acompañadas de un dedito de brandy de melocotón servido en viejos tarros de mermelada. Emmanuel tomó solo la mitad de su ración de estofado y se disponía a pedir que le rellenaran el tarro de brandy cuando se oyó un grito procedente del patio.

—¿Qué es eso? —Sampie se levantó de un salto y ladeó la cabeza a la derecha, escuchando. Más gritos y el golpeteo de unas botas de goma contra la tierra. Karin se puso en pie y alargó el brazo hacia el rifle que estaba en un rincón de la cocina.

Los perros empezaron a rascar el suelo junto a la puerta trasera, clavando las afiladas uñas en la tierra. Sampie los apartó a empujones y giró el picaporte.

—¡Fuera! —bramó, y los boerboels se precipitaron a salir al patio, aullando. El padre, la hija y Emmanuel siguieron a la jauría de perros mientras Karin se echaba el rifle al hombro como un curtido francotirador del ejército. En comparación con la cocina, afuera hacía fresco, y el sol había pasado de su cénit.

—Junto al gallinero —dijo Sampie—. Están allí. Corre, Karin.

Los perros ya estaban corriendo alrededor de la alambrada que rodeaba el corral de gallinas. Sampie y Karin se acercaron desde distintos puntos. Si aún había alguien ahí dentro, no tendría escapatoria.

—Ladrones —dijo Shabalala cuando Emmanuel avanzó hacia el alboroto. Los trabajadores se habían desperdigado entre los edificios de la granja y no paraban de vociferar. Los perros ladraban. En el bosque, las gallinas de Guinea daban sus propias voces de alarma—. Párese y quédese en silencio, oficial.

Los gruñidos de los boerboels sofocaban el canto del gallo y el cloqueo de las gallinas. Emmanuel se detuvo en el patio y se esforzó en escuchar en medio de aquel pandemónium.

—¿Lo ha oído? —susurró Shabalala.

—Unos pasos —dijo Emmanuel. Era un sonido apenas discernible—. ¿De dónde proceden?

De la zona del gallinero salió una sarta de maldiciones afrikáans muy subidas de tono. Karin y Sampie estaban soltando sapos y culebras contra el ladrón, que debía de haberse colado por la alambrada.

Se oyó un ruido sordo en el interior de la casa. Emmanuel y Shabalala corrieron a la puerta principal, que la criada, trémula y acurrucada contra la pared en esos momentos, había dejado abierta. El interior parecía oscuro después de estar al sol. Un metal oxidado chirrió al deslizarse sobre otro metal oxidado.

—El cerrojo de la puerta trasera —dijo Emmanuel, y emprendió una carrera de obstáculos entre las sillas desvencijadas y las pilas de periódicos amarillentos que ocupaban el pasillo. Algo pesado se estampó contra el suelo. Se oyó un grito ahogado y el crujido de una puerta que se abría.

Emmanuel y Shabalala entraron a la vez en la cocina. Una figura masculina cruzó el porche como una exhalación y salió de estampida hacia el lindero del bosque. Al advertir que se abría un nuevo frente de ataque, los boerboels doblaron a toda velocidad la esquina del cobertizo. El fugitivo se fundió con la vegetación y los perros lo siguieron.

—¿Has visto eso? —dijo Emmanuel cuando desaparecieron los perros.

Yebo —dijo Shabalala—. Mis ojos también lo han visto. Un chico blanco con uniforme de colegio y un ribete rojo en la chaqueta.