8

Emmanuel redujo a cincuenta kilómetros por hora la velocidad del Chevrolet y cambió a tercera. La carretera de tierra que comunicaba Little Flint con Roselet era una escabrosa pista llena de baches ondulados y arena suelta. La alta maleza azotaba las puertas del coche. Echó un vistazo al cielo por el oeste y vio nubarrones negros de tormenta cargados de lluvia. Unas manchas oscuras trazaban círculos en el sentido de las agujas del reloj contra el telón de nubes.

—¿Buitres? —dijo Shabalala, y se inclinó por la ventanilla abierta para ver mejor.

Emmanuel salió de la pista y aparcó en una zona de barro seco.

—Podría ser cualquier cosa —dijo, y se apeó—. ¿Cuánto calculas que tardaríamos?

Shabalala estudió el terreno. Desde la carretera, la tierra bajaba hacia una hondonada y luego ascendía abruptamente hasta un cerro densamente poblado de árboles autóctonos. Los buitres rodeaban una y otra vez la cima, planeando en las corrientes de aire, pacientes como trabajadores de pompas fúnebres en un entierro.

—Media hora —dijo Shabalala—. Trepando deprisa.

A Emmanuel le pareció que dar ese rodeo valía la pena. Se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y se arremangó. Podían esperar una hora más para repasar la información recabada en Little Flint sin que la investigación se resintiera. Shabalala dejó en el asiento del copiloto su chaqueta doblada y subió la ventanilla. Se desabrochó los dos botones de arriba de la camisa y observó la pendiente.

—Tú disfrutas con esto —dijo Emmanuel. Shabalala era una esfinge zulú, pero Emmanuel estaba aprendiendo a ver lo que había detrás de la máscara—. Trepar montañas, correr campo a través y empaparse de sudor.

—Sentarse a una mesa a escribir notas no es vida para un hombre, oficial. —Shabalala se encogió de hombros como disculpándose por menospreciar el trabajo de la policía judicial—. Pero a mi mujer le gusta la paga, el bonito traje y el sombrero.

—Entonces estás atrapado —dijo Emmanuel con una sonrisa, y se echó las llaves del coche al bolsillo del pantalón. Las nubes se acercaban lentamente, proyectando sombras azules sobre las praderas.

—Sí, atrapado —asintió Shabalala, dando a entender con su tono de voz: «Felizmente». Cruzó la estrecha carretera de tierra y bajó la cuesta. Al fondo había una hondonada rebosante de helechos de aspecto prehistórico y de rocas tapizadas de musgo.

Emmanuel lo siguió de cerca. «Felizmente atrapado» también describía su relación con el Departamento de Investigación Criminal, al menos de momento. Tres meses de trabajo duro los podía soportar. Pero si pinchaba en hueso con aquel caso de asesinato y volvía a caer en otra serie de investigaciones ingratas, intercaladas con sueños perturbadores y, de tanto en tanto, una noche con una mujer, el futuro pintaba muy negro. A diferencia de él, Shabalala y Zweigman tenían esposa e hijos que les ayudaban a no perder el rumbo a través de los altibajos de la fortuna.

Emmanuel cruzó el arroyo que había al fondo de la zanja saltando sobre un par de piedras y provocó el estallido de un coro de ranas. Los árboles jóvenes con el tronco cubierto de liquen dieron paso a bosquecillos de caobas de Natal, higueras silvestres y árboles marula. Siguieron ascendiendo por un sendero invadido de maleza durante veinte minutos, hasta que Shabalala aflojó el paso y ladeó la cabeza en dirección al viento.

Emmanuel conocía aquel olor que se filtraba desde los bosques. Sangre, el contenido de las tripas desparramado y orina: los animales y los humanos descuartizados olían muy parecido. Siete buitres planeaban en la corriente de aire y sus cuerpos negros ya casi no se distinguían de las nubes cargadas de lluvia de más arriba.

—Sangre seca y carne —susurró Shabalala—. Detrás de esa roca. —Un promontorio rocoso rodeado de arbustos impedía ver la presa.

—Despacio y con calma. —Emmanuel avanzó cautelosamente a través de la hojarasca que le llegaba al tobillo y trepó a una cornisa plana de arenisca tan ancha como para poner encima una manta y una cesta de picnic. Varios buitres levantaron el vuelo desde su festín, tapando el cielo con sus alas negras y marrones.

Emmanuel se inclinó con las manos apoyadas en las rodillas, reprimiendo el impulso de vomitar. Las moscas, el hedor insoportable, las extremidades retorcidas en posturas extrañas, todo ello era demasiado familiar.

Inkosi Yami. Dios mío. —Shabalala trastabilló hacia atrás. Se dirigió a la cornisa rocosa y vomitó por encima del borde, convulsionándose.

—Échalo todo. —Emmanuel se aproximó un poco más a Shabalala, pero no demasiado. Para dejar a alguien en paz a la vez que le demostrabas que no lo dejabas solo había que afinar mucho—. Seguirás vomitando un rato y luego, cuando creas que ya no te queda nada en el estómago, otra vez.

Un buitre descendió desde la rama de un árbol y recorrió a saltos la cornisa de arenisca, ansioso de seguir comiendo. Emmanuel lo espantó y se quedó quieto un momento para calmarse. Se sacó un pañuelo del bolsillo y se apretó con él la nariz y la boca, cortando el paso al olor.

Un hombre negro menudo yacía sobre el costado derecho, con los brazos y las piernas retorcidos en sentidos opuestos. Vestía un mono azul desteñido, el uniforme del trabajador sudafricano. El talón del pie derecho estaba áspero y agrietado de andar descalzo por el monte, mientras que en el pie izquierdo aún calzaba una playera azul. Sus manos, anchas y callosas, confirmaban que realizaba un trabajo manual duro. Tenía el vientre abierto por un profundo tajo, con parte del hinchado intestino al aire.

—Uno de los dos tiene que aficionarse a fumar —dijo Emmanuel cuando Shabalala llegó a su lado, demacrado y ojeroso.

—Será lo primero que haga, oficial. —El hombre zulú festejó la broma con una sonrisa lánguida y se apretó su pañuelo contra la cara. Examinó el cadáver y dijo—: ¿Philani?

—Eso creo. Lleva las playeras azules que se entregan a los empleados de Little Flint en Navidad. Y hay manchas de hierba en las rodillas de su mono. Falta que lo identifique formalmente alguien que lo conozca.

Los buitres se habían cebado con la cara y el cuerpo del hombre, reduciéndolo a un amasijo de carne y huesos. Emmanuel se inclinó hacia él y dijo:

—El tajo del estómago se lo han hecho intencionadamente.

Yebo. Con la punta de un cuchillo o de una lanza. —Shabalala rodeó el cuerpo, descifrando señales ocultas—. Se lo han dado cuando ya estaba muerto.

—Una mutilación —dijo Emmanuel.

—No, oficial. Un acto bondadoso. Los zulúes creemos que el espíritu está ahí, en los intestinos. —Señaló la herida—. Si no se raja la tripa, el espíritu quedará atrapado en el cuerpo y se pudrirá. Es una tradición de los viejos tiempos.

Emmanuel asimiló el dato y dijo:

—Entonces, esto lo ha hecho un zulú.

—Más de uno. Aquí ha habido cuatro hombres, alrededor del cuerpo y en esta cornisa. Hace unas cinco horas.

—Mandla y sus hombres. —Todo encajaba. El móvil era muy sencillo: vengar la muerte de Amahle—. Han buscado al jardinero y lo han matado. La sangre se lava con sangre, como dijiste.

Las sombras azuladas de las nubes oscurecieron la cornisa y un relámpago rasgó el cielo. El viento cobró más fuerza, levantando remolinos de polvo y hojas secas. No tardaría en llover.

—Cuatro hombres. La tripa rajada post mortem. —Emmanuel trataba de comprender la secuencia de los hechos—. ¿Cómo lo mataron, entonces?

Shabalala siguió varios rastros hasta una roca de basalto que se proyectaba en curva desde la ladera y formaba un abrigo natural. Una ráfaga de viento arrastró un manojo de palitos quemados y ceniza contra la pared del fondo del refugio: los restos de una fogata nocturna. A poco más de un metro había un montón de escuálidas ramas.

Emmanuel rodeó la cornisa y se aproximó al refugio, convencido de que era allí donde el jardinero Philani se había escondido después de desaparecer la noche del viernes. No había llegado muy lejos.

—Fue aquí donde se echó en el suelo, tapándose con unas ramas. —Shabalala se agachó junto al fuego consumido—. Aquí es donde murió. Tumbado de espaldas.

El equivalente a unas cuantas cucharadas de sangre seca había manchado la roca. Algo muy similar al discreto charquito hallado bajo el cuerpo de Amahle.

—Vamos a comprobar si tiene heridas en la parte inferior de la espalda. —Emmanuel regresó junto al cadáver. Profundos desgarros hechos a picotazos zigzagueaban a lo largo de la columna vertebral y en los hombros del muerto. Quizá tuviera una pequeña perforación en algún lugar, pero sería necesario un reconocimiento a fondo para descubrirla: otra tarea para Daniel Zweigman.

—Murió allí. Lo colocaron aquí, al aire libre, para que lo devorasen los buitres —dijo Emmanuel—. Explícame eso, agente.

—Solo se me ocurre un motivo para que los cuatro zulúes destaparan el cadáver y lo trajeran a esta roca. Su intención era que este hombre fuera descubierto.

Sonó un trueno y en los árboles se desató una algarabía de trinos de pájaros. Lagartos y hormigas se deslizaron apresuradamente hacia grietas y fisuras. Empezó a caer la lluvia, primero lentos goterones y, después, en tromba. Shabalala y Emmanuel corrieron al refugio y se acuclillaron bajo la roca como trogloditas. Permanecieron en silencio un buen rato, contentándose con contemplar la fuerza de la tormenta sobre el paisaje. Relámpagos como tridentes hendían el cielo e iluminaban las copas de los árboles y el lejano valle.

Emmanuel sacudió las gotas de lluvia del ala de su sombrero y dijo:

—Tienes razón, Shabalala. El único motivo lógico para dejar un cadáver al raso como cebo es que los hombres quisieran llamar la atención sobre el lugar del asesinato. La cuestión es: ¿por qué?

Shabalala señaló unas marcas que indicaban que habían barrido la arena del refugio.

—Quien lo mató, borró sus huellas. No quería que lo atraparan, pero los guerreros no trataron de ocultar lo que habían hecho al cadáver.

—Como si apuntasen con el dedo y dijeran: «Venid a ver lo que ha sucedido, pero nosotros no somos culpables».

Yebo —asintió Shabalala—. Eso creo yo.

—El motivo para llamar la atención podría ser egoísta. Alguien encontró a Philani antes que Mandla y sus guerreros, y estos quieren que se descubra a los culpables y se les castigue. Como no tienen ninguna pista, nos han pasado el trabajo a nosotros —dijo Emmanuel—. ¿Crees que la policía judicial de Durban habrá llamado a Mandla para decirle que los casos perdidos son nuestra especialidad?

Shabalala rio quedamente. Era la mejor defensa para un policía rodeado de buitres y restos humanos en descomposición.

La lluvia continuaba azotando la ladera. Los truenos retumbaban y espectaculares relámpagos se ramificaban sobre las cumbres. De la tierra húmeda ascendía el olor de África después de la lluvia: una mezcla de polvo, hojas aplastadas y ríos limpios que atravesaban el ancho veld. La madre de Emmanuel lo había descrito como «el olor del paraíso por la mañana».

Al cabo de unos minutos, la tormenta cesó y los relámpagos se desvanecieron. El canto de los pájaros rompió el silencio de los bosques y el mundo estaba más fresco y más verde que antes de la lluvia.

—Tenemos que encontrar la granja más cercana e informar por teléfono a Roselet del asesinato. —Emmanuel se incorporó y alisó las arrugas de las perneras de su pantalón—. Si localizamos a Bagley, solicitaremos refuerzos para bajar el cadáver del monte y que Zweigman lo reconozca.

Era mucho suponer. La intuición le decía a Emmanuel que el comisario Bagley y sus agentes nativos debían de seguir en el campo y se quedarían allí varias horas más. Sin ayuda, Shabalala y él no podrían transportar el cadáver por aquel terreno abrupto.

—Dentro de un par de horas, no quedará mucho de él. —Shabalala indicó con un ademán una hilera de buitres reunidos en las ramas de un podo. Si los espantaban, echarían a volar, pero regresarían en un abrir y cerrar de ojos. El tiempo jugaba a su favor. Solo tenían que esperar.

—Santo Dios… —Emmanuel sabía lo que había que hacer, y también Shabalala, que inhaló entrecortadamente para calmarse—. Haré un bosquejo del lugar como referencia y luego lo trasladaremos al refugio.

Shabalala recogió las ramas tiradas por los alrededores y las arrastró por la cornisa. Las dispuso junto al cadáver para hacer una camilla improvisada y esperó. Emmanuel terminó de dibujar la escena del crimen y, a continuación, anotó al margen la altura y peso aproximados de la víctima. Alrededor de un metro sesenta y entre sesenta y sesenta y cinco kilos, la víctima era un hombre macizo. Después, Emmanuel añadió los datos relativos al abrigo de roca, las huellas borradas y la exposición deliberada del cadáver, y, una vez hecho, guardó la libreta.

—Un momento, por favor, oficial. —Shabalala volvió la espalda al hedor y a las moscas. Tenía los anchos hombros encorvados y respiraba con dificultad.

—No hay prisa. —Emmanuel se puso manos a la obra. Trabajando deprisa y con inexorable determinación, hizo rodar al hombre hasta colocarlo encima de las ramas y le dobló los brazos sobre el abultado abdomen. La guerra era el mejor campo de entrenamiento para tratar con los muertos: niños desnutridos, chicas guapas con los vestidos hechos jirones y soldados que apenas habían llegado a la edad de afeitarse, a todos ellos los había visto y enterrado.

—Estoy listo —dijo Shabalala, y se volvió de nuevo hacia el cadáver sin sentir náuseas.

—Coge la rama de la derecha, yo llevaré la de la izquierda. —Emmanuel agarró el palo más grueso de las improvisadas angarillas y se dispuso a tirar—. Derechos hacia el refugio cuando cuente tres.

Yebo. —El agente zulú agarró una rama y entre los dos llevaron a rastras el cuerpo hasta el contrafuerte de roca.

—En el hueco —dijo Emmanuel, y colocaron el cadáver en la hendidura arenosa salpicada de sangre. El siguiente viaje de Philani iba a ser mucho más largo: hasta la base del monte y luego al pueblo en una furgoneta o coche fúnebre. Tal vez sería la única vez que el diminuto zulú pudiera darse el lujo de ir en un vehículo de motor.

—Vamos a taparlo y a buscar el teléfono más próximo.

Recogieron ramas caídas entre la maleza húmeda y volvieron a cubrir el cuerpo. Shabalala encontró dos troncos pesados y afianzó con ellos las ramas para dificultar el acceso al cadáver a gatos monteses y chacales.

—Desde allí arriba divisaremos todas las granjas, oficial. Desde la cumbre.

—No todas las granjas de los blancos tienen teléfono —dijo Emmanuel mientras trepaban a la cima resbalando—. Pero la casa europea más cercana nos valdrá como punto de partida.

Coronaron el monte en menos de cinco minutos y recorrieron el valle con la mirada en busca de paredes encaladas y del centelleo de los tejados de hierro ondulado. Vieron columnas de humo elevándose desde las hogueras para cocinar de los kraals y desde dos viviendas europeas comunicadas con la carretera general por estrechas vías de acceso.

—Little Flint Farm. —Shabalala señaló un amplio y asimétrico conjunto de edificaciones a muchos kilómetros de su atalaya y luego apuntó hacia una granja más pequeña que estaba mucho más cerca—. Esa es la casa más cercana.

Entre los troncos chorreantes de los granados silvestres se vislumbraban unos muros de adobe y un tejado plateado. Emmanuel encabezaba la marcha por el sendero de hierba que los condujo a un patio de tierra y a una casa. Había gansos bañándose en los charcos embarrados y un gallo cantaba al luminoso mundo que había dejado el paso de la lluvia.

—No tiene un aspecto muy prometedor —dijo Emmanuel—. No hay cables eléctricos. Ni generador. Y apuesto lo que sea a que el único libro de la casa es la Biblia.

Su padre adoptivo era el clásico afrikáner que veía las comodidades modernas como invenciones diabólicas. La pequeña y sórdida granja y el destartalado patio al que habían llegado despertó en Emmanuel el recuerdo de los tiempos pasados en el veld agostado por el sol y de su padre y madre adoptivos rezando mientras se sucedían interminables ciclos de sequía, inundaciones e incendios.

—En el porche trasero —dijo Shabalala—, ahí hay una persona.

Atravesaron el terreno encharcado hasta la deslavazada casa. Los gansos salieron del charco en distintas direcciones, graznando con mucho estrépito. Emmanuel traspasó de mala gana el umbral del porche que había detrás de la casa.

Una joven blanca de piel bronceada, con el espeso cabello negro recogido en una sola trenza, estaba inclinada sobre el cuerpo desviscerado de una gacela. La punta de su cuchillo de caza con mango de hueso se movía velozmente bajo la piel del animal con experta precisión. Sobre el montón de intestinos arrojados a un lado de la mesa de trabajo revoloteaba un enjambre de moscas.

—¿Quiénes son ustedes? —La mujer dejó de trabajar y miró a Emmanuel desde el otro lado del porche. Sus claros ojos verdes reflejaban un leve interés y ningún miedo. Tenía al alcance de las manos ensangrentadas un rifle de calibre 22 con visor.

—La policía. —Emmanuel respiraba superficialmente. El olor de la carne le había recordado al hombre que habían dejado oculto bajo las ramas.

—¿Es ilegal cazar antílopes en esta época? —dijo con acento gutural. Una afrikáner palurda.

—No. —La sanguinolenta sien del animal estaba taladrada por un orificio perfecto; habían abatido al antílope de un solo tiro—. ¿Cómo se llama?

—Karin Paulus. ¿Y usted?

—Soy el oficial Cooper de la policía judicial de West Street, Durban, y él es el agente Shabalala. ¿Me puede prestar su teléfono, si lo tiene?

Probablemente, Karin apenas pasaba de los veinte años, pero aparentaba más y estaba muy curtida para su edad. Si se hubiera criado en la elegante zona residencial de Berea, rodeada de flores y criados, quizá habría sido hermosa.

—El teléfono más cercano está en la granja inglesa. —Karin reanudó el trabajo. Sus fuertes manos despellejaron rápidamente al animal y luego insertaron el cuchillo en las articulaciones para descuartizarlo. Su labio superior relucía, mojado de sudor—. Lo más rápido será que Cyrus, nuestro corredor, les lleve un mensaje y que los ingleses hagan la llamada en su nombre.

—No se preocupe. Tenemos el coche a media hora de camino.

—No les valdrá de nada —replicó Karin.

—¿Por qué no?

—La lluvia —puso el mismo énfasis en las dos palabras, como si estuviera dando instrucciones paternalistas a un nativo—. El arroyo que nos separa de la carretera general tardará un par de horas en bajar de nivel. En una hora, Cyrus puede ir a casa de los ingleses y volver.

—Entiendo. —Se habían quedado empantanados en aquel Edén afrikáner durante unas horas. Emmanuel sacó la libreta y el bolígrafo—. ¿Dónde estamos exactamente?

—En Covenant Farm. —Karin había amontonado los pedazos de carne en un lado de la mesa y estaba limpiando la sangre del cuchillo con un trapo—. Mi tatarabuelo se asentó en estas tierras hace más de cien años, antes de la guerra con los ingleses, pero la gente más nueva del valle quizá no sepa dónde estamos. Puedo dibujarles un mapa.

Las palabras de Karin encerraban orgullo y resentimiento. La familia Paulus debía de haberle arrebatado aquel valle fértil a los zulúes para después labrar la tierra sin más aperos que unos bueyes y un arado. Ahora, los ingleses, con sus teléfonos y sus tractores, se habían adueñado de casi todo el territorio y la sangre y el sudor de los pioneros bóers habían caído en el olvido.

—¿Sabrá llegar el comisario de Roselet? —preguntó Emmanuel. No recordaba que Covenant Farm estuviera señalizada, ni que una pista se desviara hacia allí desde la carretera general.

—Tal vez. —Karin enfundó el cuchillo y embutió uno de los cuartos traseros de la gacela en un saco de arpillera—. Vino por aquí cuando empezaron los robos en la casa y en el granero. Eso fue hace cuatro años. No ha vuelto a dar señales de vida.

La administración de la justicia por parte de los británicos era otro trago amargo; durante mucho tiempo, los delitos cometidos contra las familias afrikáneres habían sido de baja prioridad para la policía de Natal, mayoritariamente británica. En consecuencia, el resentimiento contra los británicos era habitual entre los afrikáneres, pero Emmanuel recordaba que Nomusa y el jefe Matebula también se habían quejado de que Bagley no se dejara ver por el valle. Esa negligencia profesional podría haber sido la razón por la que la llamada anónima se dirigió a la policía de Durban en lugar de al comisario del pueblo.

Arrancó una hoja en blanco de su libreta y la puso en una esquina de la mesa de carnicero junto al bolígrafo.

—Un mapa estaría bien —dijo.

Karin dibujó un mapa rudimentario, lo cogió por un extremo y se lo tendió a Emmanuel. Luego levantó a pulso la bolsa de arpillera y la balanceó en dirección a Shabalala a la vez que decía en un zulú perfecto:

—Mozo, lleva esta carne a la cabaña de detrás del granero grande y dásela a los peones. Diles que es gacela para el puchero de esta noche. Vete. Deprisa.

Shabalala, que se había quedado sin habla, cogió el pesado saco. Karin cruzó el porche haciendo crujir sus botas a la vez que decía por encima del hombro:

—Voy a buscar a Cyrus.

Emmanuel y Shabalala se quedaron clavados al suelo, pasmados por la orden de Karin y por el impecable zulú en que la había dado. La joven no hablaba el «kaffir de cocina» utilizado por las blancas para dar órdenes sencillas a sus sirvientes. Su acento y su pronunciación eran excelentes. Con los ojos cerrados, se la habría tomado por una nativa.

Hiya… —exclamó Shabalala, molesto pero admirado—. Me voy, oficial. Los peones estarán esperando la comida.

Sujetó el rezumante saco alejado de su traje y salió del porche. Un nativo, por muy policía que fuera, acataba las órdenes de las mujeres blancas.

—Ya que vas allí, aprovecha para preguntar por el señor Póliza de Seguro, y mira a ver si los trabajadores tienen algo que decir, bueno o malo, sobre Amahle. Alguien deseaba su muerte.

Yebo. —Shabalala echó a andar por el patio encenagado, sin apartarse del borde de hierba para que no se le embarrasen los zapatos de cuero.

Emmanuel se alejó de la mesa manchada de sangre. Los impalas y las gacelas habían sido la dieta básica de su adolescencia porque sus padres adoptivos no podían permitirse otra cosa. El recuerdo de comer esa carne de sabor fuerte asada, seca, frita y estofada aún le revolvía el estómago.

Bajó al patio, que estaba rodeado de una vegetación exuberante y de brumosas montañas. Era fácil comprender por qué los primeros colonos bóers creían que el propio Dios les había cedido esas tierras. El terreno montañoso y el aire cristalino eran divinos.

Karin apareció desde detrás de un cobertizo bajo de ordeño, seguida a dos pasos por un ágil chaval zulú. Emmanuel dobló el mapa hecho a mano y lo metió dentro de otro papel con un conciso mensaje: «Necesitamos ayuda inmediatamente. Covenant Farm». En la parte exterior escribió el nombre de Ella Reed y unas instrucciones para que llamara a la comisaría de Roselet y transmitiera el mensaje y, de ser necesario, describiera verbalmente el mapa.

—Este es Cyrus, nuestro corredor. —Karin indicó por señas al chico que se adelantara—. Conoce el camino más rápido para ir a la granja inglesa.

Baas. —Cyrus saludó con una inclinación de cabeza y se sacó del bolsillo un palo rajado por la punta—. Estaré de vuelta dentro de una hora.

—Te lo agradezco. —Emmanuel entregó el mensaje al corredor, que lo introdujo en la incisión de la punta del palo para guardarlo con seguridad—. Si la señorita Ella Reed, la señora joven, no está en casa, debes entregarle el mensaje al joven baas, Thomas Reed.

—Entendido. —Cyrus giró en redondo y echó a correr por el patio embarrado. Al cabo de un minuto se adentró en el bosquecillo de granados silvestres y lo perdieron de vista.

—¿Conoce a Ella? —preguntó Karin, y volvió a la mesa de carnicero. Levantó del suelo un cubo de sal, lo sujetó en equilibrio sobre una esquina y limpió la superficie de madera con un trapo seco.

—Prácticamente no —dijo Emmanuel—. Esta mañana le he hecho unas preguntas, y también a su hermano.

—¿Sobre la hija del jefe? —Karin desenrolló la piel de la gacela y la fijó a la mesa con unas clavijas. Se puso a frotar la cara interna con el filo romo de su cuchillo para desprender la grasa.

—¿Ha oído comentar lo de Amahle? —preguntó Emmanuel para incitarla a hablar. Si iba a tener que estar cruzado de brazos, viendo cómo curtían una piel, sacaría partido de ese tiempo.

—Claro. —Karin siguió raspando la piel. Los músculos de sus brazos y sus hombros estaban fortalecidos por el trabajo físico. No tenía nada de señorita blanca mimada—. Todo el valle está hablando de esa chica.

Lo dijo con resentimiento, y eso intrigó a Emmanuel. Decidió sonsacarle algo más a la ruda afrikáner.

—¿Tiene usted mucho trato con los Matebula? —preguntó.

—El kraal de Matebula está en nuestras tierras, pero el que va a recaudar las rentas es mi padre. —Karin arrojó un trozo de grasa al rezumante montón de vísceras apiladas en el suelo—. Yo podría encargarme de esa tarea sin problemas, pero el jefe no lo permitiría. Solo hace negocios con hombres.

—Un jefe que no vale para mucho —dijo Emmanuel.

—El estómago bien lleno y una esposa nueva cada cinco años para meterle el piel es lo único que preocupa a Matebula. —Karin cogió un puñado de sal de roca y espolvoreó el pellejo—. Se lo queda todo para él. Los niños del kraal vienen a hacer trueques a la tienda de la granja para llevarse pan y carne; están hartos de comer siempre lo mismo, trigo molido.

—¿Vino Amahle alguna vez a su tienda? —El pintalabios, el cepillo de dientes y los lápices de la caja de cartón de Amahle tenían que haber salido de alguna parte.

—Ella no necesitaba hacer trueques —dijo Karin—. Los Reed malcrían a sus sirvientes. Y a Amahle más que a ninguno.

—¿Cómo sabe que Amahle estaba malcriada? —preguntó Emmanuel.

—Saltaba a la vista —dijo con aspereza—. Le daban comida y vestidos especiales, y hasta le dejaban llevar pendientes. Era su favorita.

Emmanuel conocía el sistema de los favoritos, lo conocía muy bien. Esa institución colonial se practicaba en todos los internados afrikáneres, británicos y nativos. La versión más sencilla y amable era aquella en que el favorito seguía a su amo o a su ama, cargado con sus libros, ansioso de hacerle cualquier recado en cuanto se lo mandara. La versión complicada era más siniestra: una relación con lenguas y dedos entrometidos que se perpetuaba bajo el peso del silencio. A pesar de los privilegios, ser el «favorito» podía destrozar a una persona.

—Las chicas guapas siempre reciben más de todo —dijo Emmanuel con la esperanza de provocar a Karin para que le revelara más detalles.

—Así funcionan las cosas. —Karin había empezado a frotar la piel con la sal gruesa—. Los ingleses cometieron un grave error con esa chica. Se olvidó de que era kaffir y trataba a todo el mundo como si fueran sus criados.

Karin los había llamado «los ingleses» con un desprecio apenas disimulado. Little Flint y Convenant eran granjas colindantes, pero lo único que tenían en común las familias inglesa y afrikáner era el color de su piel.

—¿A usted incluida?

La mujer afrikáner le echó una ojeada por encima del pellejo, cayendo en la cuenta de que al responder a esa pregunta revelaría más cosas sobre sí misma que sobre Amahle. Continuó salando la piel y dijo:

—Mi padre conoce mejor que yo a la familia Matebula, agente. Él podrá contestarle sus preguntas.

Una buena táctica, pensó Emmanuel, pero ya era demasiado tarde para ocultar su antipatía por la chica zulú muerta. Karin tenía celos de una criada negra.

—¿Un té? —preguntó con una sonrisa tensa, y luego llamó a la puerta trasera de la granja con los nudillos encostrados de sal—. Venga. —Abrió la puerta y desapareció en el interior de la casa sin esperar a que le respondiera.

Emmanuel vaciló un instante, luego se agachó para cruzar la pequeña entrada y se encontró en una cocina destartalada.

—Siéntese allí. —Karin señaló una mesa de roble que ocupaba el centro del espacio. Una criada zulú, que no superaba en altura a una niña de diez años pero rondaba los cincuenta y cinco, se mantuvo apartada mientras Karin se estiraba hacia un armario alto y sacaba lo que debía de ser la porcelana buena de la casa. Le tendió las tazas a la criada enjuta y ella las limpió por dentro con su delantal.

Los ojos de Emmanuel se acostumbraron gradualmente a la tenue luz. Miró a su alrededor. La economía de medios y la inventiva caracterizaban la cocina de los Paulus. En una larga encimera de madera habían encajado un cubo de hierro para hacer un fregadero rudimentario. El suelo estaba cubierto de viejos sacos de harina, la alfombra de los pobres.

La criada colocó dos tazas en la mesa de roble y esperó a que la señora sacara una tetera decorada con rosas amarillas y hojas verdes. Emmanuel se inclinó hacia adelante con curiosidad por ver lo que había en un cuenco colocado en el centro de la mesa. Una pirámide de trozos de panal recién cogidos iba derramando su contenido en el ancho cuenco a través de una estopilla. Ese era el método con el que su madre adoptiva afrikáner tamizaba la miel que Emmanuel recolectaba en las colmenas silvestres cuando tenía quince años.

—¿Azúcar o miel? —preguntó Karin.

—Una cucharada de azúcar, por favor. —Reprimió el impulso de salir corriendo de la casa, de alejarse del olor a sangre y a miel silvestre y del leve tufillo a perro mojado y a barro. Era el aroma de su adolescencia, de los duros inviernos y los abrasadores veranos en el veld, de los angostos pasillos del internado y las peleas a puñetazos. Y era también el olor de las chicas devotas que le daban la espalda en público y luego acudían ocultándose entre las altas hierbas al cobertizo abandonado con un lecho de mantas robadas y cigarrillos de contrabando.

La criada levantó un hervidor de hierro de la cocina de leña y vertió agua humeante en la tetera. Emmanuel volvió al presente. Hacía un calor asfixiante allí dentro, pero decidió que sería mejor no quitarse la corbata. Se descubrió la cabeza.

—¿Ha nacido y se ha criado aquí? —preguntó. Las paredes maltratadas y la mesa de madera tenían pinta de estar allí desde los tiempos en que los Voortrekkers, los pioneros, llegaron desde el otro lado del monte y se establecieron.

Ja, claro. No he salido de la granja salvo para ir al internado de Pietermaritzburgo.

—¿No le importa vivir aquí sola, tan apartada de todo?

—Tengo a mi padre. —Karin se sentó e indicó a la criada que sirviera el té—. Y me las apaño para divertirme.

¿Dónde y con quién?, se preguntó Emmanuel.

—Cooper. Es un nombre inglés —dijo Karin en tono acusatorio.

—Madre afrikáner y padre inglés. —Emmanuel invirtió los hechos para simplificar el linaje de la familia y evitar que se profundizara en el tema. No mencionó la posibilidad de que quizá tuviera también sangre malaya del Cabo—. ¿Y usted?

—Pura sangre holandesa. Mi familia cruzó la cordillera siguiendo a la Gran Marcha. Su carromato está en un museo de Pretoria.

Por lo tanto, la familia Paulus formaba parte del puñado de elegidos de Dios. Pero eso no había cambiado su suerte. Dios solo les había dado una educación básica y les había dejado sin agua corriente ni dinero en el banco. No obstante, tenían abundantes balas para sus rifles.

Emmanuel pasó por alto la referencia a la Gran Marcha, la sagrada caravana afrikáner que atravesó el África meridional en busca de una tierra donde establecer una sociedad racialmente pura y esclavista. Todo eso no tenía para él la menor importancia.

—Así que están solos su padre y usted…

Sería extraño que así fuera. Las viejas familias holandesas eran de lo más prolíficas.

—Mi madre murió cuando yo nací, por eso mi padre me ata corto. —Karin se pasó las yemas de los dedos por el brazo. La criada sirvió el té, con cuidado de no golpear el borde de las tazas buenas con el pitorro.

—¿Dónde está su padre? —preguntó Emmanuel. Las aguas del arroyo tardarían una hora más en bajar y no sabía si podría aguantar otros diez minutos en aquella habitación mal ventilada.

—En el río, llenando barriles de agua para la semana. —Los dedos morenos de Karin se enroscaron alrededor de la taza blanca—. El policía kaffir y usted han encontrado algo en el monte. ¿Qué era?

—Está usted muy segura. —Emmanuel bebió un sorbo de té. Estaba dulzón y cargado, y tenía un regusto amargo que se le atragantó.

—Dos y dos son cuatro —dijo Karin—. Esta mañana había buitres en la cima del monte y luego han llegado ustedes pidiendo un teléfono. Allí arriba hay algo.

—¿Por qué no ha subido a comprobarlo? —preguntó Emmanuel.

—Los quebrantahuesos sobrevolando su presa son tan corrientes como las piedras en estas tierras. No tendría tiempo para nada más si saliera corriendo cada vez que veo alguno. —Se recostó en la silla y tomó un buen trago de té—. No me costaría nada seguir su rastro montaña arriba y descubrir lo que no quiere contarme.

—No lo dudo. —Karin era una cazadora y rastreadora que llevaba toda la vida en esas montañas. En media hora encontraría el refugio y el cadáver—. Pero es demasiado inteligente para inmiscuirse en asuntos oficiales de la policía.

Karin se encogió de hombros y se volvió hacia la criada, que se había encaramado a un taburete en el rincón más cercano a la cocina de leña.

—¿Crees que Mandla encontró al jardinero de la granja inglesa? —le preguntó en zulú.

La criada frotó la planta de sus pies desnudos contra los sacos de harina y respondió con voz queda:

—Quizá. El hijo del jefe y sus hombres bajaron del monte esta mañana justo después del amanecer. No se quedaron a pasar el rato, fueron derechos al río y limpiaron las lanzas con arena.

—Habían usado las lanzas. —Karin miró disimuladamente a Emmanuel con los ojos brillantes y continuó en zulú—: Creo que este policía umlungu ha encontrado al jardinero.

—En tal caso, se lo comunicaré a su madre.

La criada seguía sentada en un rincón en penumbra, con las manos cruzadas en el regazo. No podría realizar su misión hasta la hora de salida, cuando el sol se pusiera tras los montes.

—¿Qué le ha dicho la doncella? —preguntó Emmanuel. Mantenerse impertérrito y fingir que no se enteraba de lo que estaba pasando no era fácil, y aún menos pasar por alto que Karin lo llamase umlungu, término desdeñoso para denominar a un hombre blanco.

Karin señaló el cuenco de tamizar.

—Le he preguntado dónde había cogido la miel y ha contestado que en el bosque, justo detrás del granero. Está buena. Debería probarla.

Emmanuel metió el dedo índice en el cuenco y se lo chupó. Desempeñar el papel de policía de la ciudad despistado tenía sus ventajas. La conversación clandestina había confirmado que Shabalala no se equivocaba con respecto al momento en que Mandla y el impi descubrieron el cadáver. Y que limpiaran las lanzas a la vista de la gente de Covenant Farm demostraba que no tenían nada que ocultar.

—Deliciosa —dijo Emmanuel, y Karin sonrió, disfrutando de la farsa. Jugar con un policía forastero tal vez era una de las diversiones que se inventaba en aquel lugar recóndito.

Tres silbidos lejanos y el tenue restallido de un látigo irrumpieron en la quietud de la cocina. Karin vació su taza y se levantó.

—Es mi padre, con los mozos. Están haciendo los preparativos para cargar los barriles de agua. Venga al río, se lo presentaré.

Emmanuel se alegró de salir de la caldeada cocina y verse en el porche. Las vísceras de la gacela ya no estaban en el suelo, un sirviente anónimo las había recogido. Un gato astroso lamía el charco de sangre que habían dejado.

—Me he olvidado del sombrero —dijo, y se agachó para volver a entrar en la casa. La criada no se había movido de su rincón. Emmanuel se acercó para captar su atención.

—¿Sabe dónde está la madre del jardinero? —preguntó en zulú.

La criada levantó la vista, sorprendida de que hablara con soltura su lengua. Después de un breve titubeo, dijo:

—La madre está al otro lado de la granja inglesa. En el kraal de Mashanini.

Emmanuel le sostuvo la mirada y vio que la córnea de la mujer estaba nublada por el centro. Pasarían unos años antes de que perdiera la vista, pero era inevitable.

—Cuando podamos marcharnos, iré a buscarla y a decirle lo que le ha pasado a su hijo. ¿Me permitirá que lo haga yo?

Hubo una pausa, y luego la criada respondió:

Yebo, inkosi.

—Se lo agradezco.

Recogió su sombrero y salió. No era necesario decirle que no debía comentar esa conversación con Karin. Emmanuel había prometido ir directamente a ver a una mujer zulú asustada y explicarle las cosas cara a cara. Con ese gesto se había ganado el silencio de la criada.