7

Emmanuel avanzó por la entrada de coches de una preciosa casa de arenisca rodeada por un porche con sillones de mimbre aquí y allá. Apagó el motor y contempló la escena rural a través del polvoriento parabrisas. Las hileras de rosas de un vivo amarillo en el jardín de estilo francés y el camino circular hecho de guijarros blancos de río proclamaban con toda claridad: «Los criados, la policía y los hojalateros judíos entran por la puerta trasera».

Una criada zulú de mediana edad, con bata verde y playeras azules calzadas sin calcetines, se precipitó desde la puerta principal a lo alto de las escaleras. Echó un vistazo al coche, y luego miró hacia atrás por encima del hombro, como una actriz nerviosa que hubiera salido tropezando a escena antes de que los demás intérpretes estuvieran listos para ocupar sus puestos.

—Qué velocidad —dijo Shabalala—. Es imposible que haya venido desde la cocina o desde la parte de atrás de la casa.

Emmanuel se echó las llaves al bolsillo.

—Debe de ser la criada encargada de recibir a las visitas antes de que abran la puerta del coche.

Se apearon del Chevrolet y un perro astroso de raza indeterminada rodeó a la criada y trotó hacia ellos. El viejo sabueso, ya sin fuerzas para ladrar ni casi para morder, tenía los ojos acuosos y era tan ancho como un baúl.

—Este es un buen chico. —Shabalala rascó al chucho detrás de las orejas con fuerza, desmintiendo instantáneamente la creencia tradicional de que los negros africanos temen a los perros. No obstante, a Emmanuel le parecía de lo más razonable el miedo a los pastores alemanes entrenados para atacar a los hombres nativos nada más verlos.

Haciendo crujir los guijarros de río bajo sus pies, avanzaron hasta la escalera. De la zona posterior de la propiedad llegaban distantes mugidos de vaca y gritos de trabajadores.

—Buenos días —saludó Emmanuel a la criada a la vez que inclinaba la cabeza—. Hemos venido a hablar con la familia Reed. ¿Están en casa?

La criada les indicó con la mano un círculo de sillones de mimbre que había en el porche.

—Vengan a sentarse, por favor. Iré a buscar al baas.

—Sería mejor que habláramos con todos los Reed, no con uno solo —dijo Emmanuel, y se plantó en el sombreado porche de cuatro zancadas—. ¿Está dentro la señora?

—La señora mayor está descansando. La señora joven está nadando. —La criada trató de sonreír, desistió y volvió a señalar los sillones de mimbre—. Siéntense, por favor, enseguida vendrá el baas.

—Muy bien. Lo esperaremos aquí.

Emmanuel cruzó el suelo pulimentado de madera y se dejó caer en un sillón con tres abultados cojines. La criada tenía que seguir las instrucciones recibidas y no pensaba salirse del guion. Shabalala llegó al escalón superior con el jadeante perro pegado a los talones. La criada se retorció sus flexibles dedos, desconcertada por la visión de un zulú vestido con un traje de gran baas. Los trabajadores que regresaban de las minas subterráneas de Johannesburgo aseguraban que en la ciudad había hombres negros como aquel, pero hasta entonces ella no había visto a ninguno.

—Humm… —Miró de reojo los sillones, prohibidos para los nativos. Después miró la entrada principal, también territorio prohibido. Además, las escaleras había que mantenerlas despejadas de jardineros haraganes y de repartidores vagos.

—Váyase, por favor. Yo esperaré aquí con mi baas, el oficial Cooper. —Shabalala alivió la aflicción de la criada y se reclinó en la baranda del porche, relajado y cómodo.

Esa manera de organizar el poder sí la comprendía la sirvienta: una persona daba las órdenes y otra las seguía al pie de la letra. Se retiró a la casa y desde el interior les llegó el eco de unas pisadas apresuradas. La puerta trasera se abrió y se cerró. Emmanuel se levantó.

—No me gusta que me acorralen —dijo, y echó a andar por el porche en dirección a la parte posterior de la casa—. Vamos a dar una vuelta para ver esto.

—Pero la mujer ha dicho…

—No te preocupes. —Emmanuel comprendía la preocupación de Shabalala. Si no se obedecían las órdenes de los Reed, sería la criada la que pagaría el error. La vida ya era bastante difícil para las criadas y los jardineros sin necesidad de que la policía les complicara más las cosas—. Me ocuparé de que el jefe se entere de que ella ha cumplido con su deber y de que la culpa es mía, ¿de acuerdo?

Shabalala asintió, cohibido, y ambos siguieron adelante por el ancho porche de piedra y madera. Cuidados jardines flanqueaban la casa, plantados con hileras de rosas blancas, lirios rosados y arbustos de lavanda en flor. Al otro lado de la cerca se apelotonaban matojos y hierbas silvestres.

—No está mal —dijo Emmanuel cuando tuvieron una vista completa de la propiedad de los Reed. Una extensión verde descendía hasta las orillas de un lago plateado y, más allá, una escarpadura de arenisca desprendía un tenue resplandor rojo y dorado bajo la luz matinal. Una nadadora solitaria, la señora joven, cruzaba las aguas con lánguidas brazadas de crol. El porche trasero era el lugar ideal para relajarse con una copa en la mano y preguntarse qué estarían haciendo los pobres.

—Este Reed es un jefe blanco —dijo Shabalala.

—Y que lo digas. —Emmanuel bajó por la escalera trasera hacia un huerto donde se alineaban lechugas, tomateras y espinacas—. Esperemos que esté más dispuesto a cooperar que Matebula.

Dos mozos de jardín con monos azules y andrajosos sombreros de algodón arrancaban malas hierbas en el huerto, hablando en voz baja. El crujido de las pisadas los sobresaltó y levantaron la vista. Al ver a dos agentes policiales, reanudaron su trabajo con redoblado vigor.

—Yo me ocupo de los ingleses, tú de los zulúes —le dijo quedamente Emmanuel a Shabalala antes de asomarse por encima de la valla que delimitaba el huerto y que le llegaba a la cadera. Se dirigió al mayor de los boys, un hombre de piel oscura con un pómulo fracturado, que confería una apariencia escabrosa e irregular a su rostro—. ¿Dónde está el señor Reed?

—Allí, ma’ baas. —El jardinero se enderezó y señaló un estrecho camino que conducía a un lejano corral envuelto en una polvareda. La criada prácticamente había llegado hasta allá, corriendo a un ritmo sostenido—. En los bañaderos.

Emmanuel se llevó el dedo al sombrero en señal de agradecimiento y enfiló el camino de hormigón. Un silencio casi palpable descendió sobre los jardineros, y él ralentizó el paso hasta que Shabalala y el perro viejo lo alcanzaron.

—¿Has oído eso? —dijo.

Yebo. Saben que hemos venido por Amahle y están conteniendo el aliento.

—Como hace la gente supersticiosa cuando pasa un coche fúnebre o cuando ven a un lisiado en silla de ruedas. —Emmanuel echó una ojeada por encima del hombro. En efecto, los «mozos» habían dejado de escardar y permanecían inmóviles entre los surcos de tierra removida, como estatuas especialmente esculpidas para jardines africanos.

—Volveré para tratar de averiguar por qué están tan asustados —dijo Shabalala.

A media distancia de los corrales, el camino pasaba a ser de gravilla y, más adelante, de tierra. Los bañaderos estaban detrás de los corrales. Una fila de peones agrícolas negros estaban apiñados a lo largo de una profunda zanja llena con una dilución de productos químicos. Azuzaban al ganado con palos para que atravesaran las compuertas y se sumergieran en el baño, y luego salieran por el otro lado, chorreando e inmunes a la fiebre de la garrapata.

—Esos deben de ser los Reed —dijo Emmanuel—. Parecen padre e hijo.

Dos hombres blancos, instalados bajo la gran copa plana de un árbol, contaban las reses que iban recibiendo el baño de inmersión y apuntaban las cifras en sendos cuadernos. El joven Reed levantó la vista cuando llegó la criada a darle el recado. Ladeó la cabeza a la izquierda para escuchar y despidió a la criada con un rápido movimiento del dedo. Ella dio la vuelta y emprendió el camino de regreso. Los dos Reed la siguieron.

—Vuelven a casa —dijo Emmanuel—. Los bañaderos no son un lugar adecuado para conversar.

Estridentes silbidos y gritos reverberaban sobre los corrales y alcanzaban a oírse en las dependencias de servicio y en el porche trasero. El ruido y el polvo eran motivo suficiente para tener la reunión en el porche. Puede que, en realidad, los Reed no pretendieran acorralar a la policía. Emmanuel intentó ser más generoso; rico y terrateniente no significaba necesariamente arrogante y manipulador.

—Ustedes son los agentes de Durban —dijo el más joven de los Reed cuando él y su padre doblaron la esquina y encontraron a Emmanuel y a Shabalala esperándolos de pie en el porche delantero.

—El oficial Cooper y el agente Shabalala del Departamento de Investigación Criminal —dijo Emmanuel, sorprendido porque el joven granjero hubiera adivinado que eran de Durban y no de Pietermaritzburgo, la ciudad grande más próxima a las estribaciones de los Drakensberg.

—Yo soy Thomas Reed y él es mi padre, Ian Reed.

Una ojeada rápida confirmó que padre e hijo eran auténticos granjeros, con la piel manchada de polvo y mugre bajo las uñas. Con una extensa finca de tierra fértil y una enorme casa desparramada sobre un cerro, los Reed disfrutaban de una posición suficientemente elevada como para que las apariencias no les preocupasen ni lo más mínimo.

—Bienvenidos. Bienvenidos. —Reed padre apretó la mano que Emmanuel le tendía, con una media sonrisa bailándole en los labios. Aparentaba poco más de setenta años y tenía unas pobladas cejas grises y una expresión nebulosa en los ojos color avellana, como si se hubiera olvidado de algo importante y estuviera tratando de recordarlo.

—Este es mi hijo mayor, Tubby. —Ian Reed no le soltaba la mano a Emmanuel—. Ahora él conduce el coche. Yo voy en el asiento de atrás.

—Ya nadie me llama Tubby, padre. Soy Thomas. —El joven Reed tocó a su padre en el hombro—. Ve a sentarte y suma los números de tu lista antes del baño del siguiente lote. Aún queda mucho trabajo por hacer.

—Sí, cómo no. —Ian Reed liberó los dedos de Emmanuel del férreo apretón y echó un vistazo al cuaderno mugriento que tenía en la mano. Números garrapateados, algunos a medio terminar, y con la tinta corrida hasta los márgenes del papel—. Del alba al anochecer, el granjero tiene que cumplir su deber.

—Así es, papá. Siéntate allí a terminar tus cálculos. —Thomas le dio materialmente la vuelta al viejo y señaló un sillón de mimbre orientado hacia la entrada de coches—. Yo voy enseguida, ¿de acuerdo?

Ian Reed se alejó, aferrado a la libreta como si fuera un salvavidas que lo mantenía a flote en un vasto océano sin límites.

—Cinco minutos —dijo Reed—. Tengo cosas que hacer.

Thomas Reed vestía de caqui, pero su distinguido acento inglés y sus modales displicentes eran los inequívocos distintivos de un rey sudafricano del veld. Bajo el sudor y el polvo, Emmanuel vislumbró una educación en un refinado colegio privado y buenas relaciones en las altas esferas sociales.

—Solo unas cuantas preguntas —dijo—. ¿Durante cuánto tiempo trabajó para su familia Amahle Matebula?

Thomas se encogió de hombros.

—No sabría decirlo. La he visto rondando por la granja desde que era niña.

—¿No tenía problemas de los que usted esté enterado? —Emmanuel sacó su libreta, ansioso de rellenar las páginas medio vacías—. ¿Alguna pelea o enfrentamiento entre ella y otros miembros del personal, por ejemplo?

Thomas señaló con un ademán la extensa finca que se fundía a lo lejos con las suaves colinas.

—En Little Flint tenemos pocos problemas, oficial. Nuestros mozos reciben un recambio de ropa y un nuevo par de playeras todas las Navidades. Y en Semana Santa les damos doble ración de azúcar y harina. A las criadas también.

—Me alegro de saberlo. —Emmanuel lanzó una mirada a su página en blanco. La respuesta de Thomas lo había irritado. Había muerto una joven, pero por la emoción que demostraba el granjero, se diría que estaban hablando del equipamiento de la granja—. Entonces, Amahle Matebula era una sirvienta del montón que no destacaba en nada.

—Tenemos quince, o tal vez veinte nativos en Little Flint. —Thomas se raspó con la uña una costra de suciedad que tenía en el pulgar—. Tal como yo lo veo, ninguno de los sirvientes destaca siempre y cuando haga bien su trabajo.

Eso no se lo tragaba nadie. Amahle era una preciosidad. Cualquier hombre con sangre en las venas se habría fijado en ella al verla cruzar el patio o tender la colada. Aunque cabía la posibilidad de que Thomas Reed fuera uno de esos raros especímenes de hombre blanco tan obsesionados con las diferencias raciales que no demostraban interés en las chicas negras o morenas. Emmanuel no confiaba en esos hombres.

—¿Alguna idea sobre quién mató a Amahle? —preguntó.

—Ni la menor idea —dijo Thomas, y no añadió nada.

Shabalala dio un paso atrás y clavó la vista en el montañoso horizonte. La frustración daba a su rostro una apariencia pétrea. Si Amahle hubiera sido blanca, el granjero habría estado deshecho en lágrimas por la pérdida de alguien tan especial.

—Agente… —Emmanuel sentía la tensión de Shabalala. Mantenerse impasible mientras Thomas desdeñaba sus preguntas no era fácil, pero debía de haber algún motivo para tanta reticencia y para que nunca se refiriese a Amahle por su nombre—. Tome declaración a los jardineros y a las criadas. Averigüe quién fue la última persona que vio a Amahle el viernes por la noche. Y también a Philani Dlamini.

Thomas Reed frunció el ceño; de pronto, la mugre que tenía incrustada en el pulgar había perdido importancia.

—Philani no está. No se presentó a trabajar el sábado y hoy tampoco.

—¿Es eso extraño? —preguntó Emmanuel.

—Mucho —dijo Thomas—. Es uno de mis mejores mozos. Nunca falta, llueva o haga sol.

—Comprueba si Amahle y Philani se fueron juntos de la granja —le dijo Emmanuel a Shabalala.

—Lo preguntaré, oficial. —El agente zulú se dirigió a la parte de atrás de la gran casa, a paso lento para que el viejo perro pudiera seguirlo.

Emmanuel miró a Reed.

—¿Se encaprichó alguno de sus trabajadores de Amahle y hubo que llamarlo al orden?

—No me interesa la vida amorosa de las chicas kaffir. —El joven Reed se volvió hacia el círculo de sillones de mimbre, dando por terminada la conversación—. Vamos, padre. Ya es hora de que se bañe el siguiente lote.

Su padre se levantó y fue a su encuentro, con el puño cerrado sobre el cuaderno estrujado e inservible.

—¿Va a volver? —le susurró Ian Reed a su hijo.

—¿Quién? —Thomas frunció el ceño.

—La chica de la que estabais hablando. La hija del jefe.

Thomas se llevó al viejo lejos de Emmanuel.

—Ahora, de vuelta al trabajo, padre —dijo—. Ya hablaremos de eso después.

—Si vuelve del colegio y no la encuentra, tendremos problemas —masculló Ian Reed—. A tu madre no le gustará. Ni lo más mínimo. Después de lo que pasó la última vez.

—Cállate, papá. —Thomas empujó suavemente a su padre para que doblara la esquina. Emmanuel se perdió el resto de la conversación. No importaba. Había oído suficiente para saber que Amahle Matebula era algo más que una simple criada. Esperó a ver la reacción de Thomas ante aquellos comentarios reveladores.

—Mi padre no se entera de nada —dijo Thomas cuando reapareció él solo desde la parte posterior de la casa—. Se le mezclan las cosas en la cabeza, se le cruzan los cables. No se puede tomar en serio nada de lo que dice.

Especialmente si se refiere a una muchacha negra muerta, supuso Emmanuel. Era evidente que el viejo Reed estaba perdiendo la cabeza, pero sus palabras habían tenido suficiente sustancia como para dejar a Thomas anonadado y pálido.

—Una cosa más. —Emmanuel hizo como si no viera los labios apretados y los hombros tensos embutidos en la tela caqui—. Me gustaría hablar con su madre, si ella no tiene inconveniente.

—Hoy no —dijo Thomas—. Sufre migrañas y necesita reposar en la cama. Pero puede llamar mañana por la mañana. A lo mejor ya está mejor.

Thomas Reed se comportaba con tanta frialdad que daba la impresión de que había practicado las respuestas y se las sabía de memoria. No dejaba ninguna pregunta sin contestar, pero no ofrecía ninguna información que valiera la pena. Las divagaciones del anciano habían sido el único momento espontáneo de todo el encuentro.

—Gracias por concederme unos minutos, señor Reed. Sé que tiene mucho trabajo. —Emmanuel liberó al joven granjero. Encontraría otra forma de acceso a la intimidad de la familia—. Esperaré aquí a que el agente Shabalala termine de tomar las declaraciones.

El joven Reed titubeó, calibrando los riesgos de dejar suelto a un policía en sus propiedades.

—Las granjas son peligrosas —dijo—. No se aparte de los caminos ni se meta en el campo, oficial Cooper. Por su propia seguridad.

—No lo haré. —Emmanuel le sostuvo la mirada a Thomas. Mentir sin parpadear era una habilidad que había llegado a dominar en el internado donde estudió—. Soy un hombre urbanita de pies a cabeza.

Reed aceptó esa promesa y se dirigió a zancadas a la escalera de atrás. El segundo factor necesario para ser un buen embustero era la paciencia. Emmanuel concedió al flemático granjero una ventaja de cinco minutos largos antes de seguirlo. Thomas ya estaba a la sombra del árbol de copa plana cuando Emmanuel dio la vuelta al porche. Un movimiento le llamó la atención y se detuvo un instante a observar. Un zulú larguirucho cruzaba la polvareda de los corrales con el paso largo de un cazador. Se detuvo a menos de medio metro del joven baas blanco y le mostró las manos vacías como disculpándose. Thomas se acercó más, apuntándole con el índice, el cuerpo tenso como un puño. El granjero flemático había desaparecido y en su lugar había un gran baas furioso dando órdenes. El zulú volvió a ponerse en marcha hacia el monte. Daba la impresión de que le habían mandado que siguiera de nuevo el rastro de algo o de alguien.

—Disculpe —Emmanuel abordó a una criada de piel oscura que llevaba en equilibrio sobre la cabeza un cesto de mimbre con ropa sucia. Ella también calzaba un par de playeras azules sin calcetines. Reed no había fanfarroneado con respecto a la distribución de productos entre el personal de servicio—. ¿Puede indicarme por dónde se va al lago?

—Por ahí, inkosi —la mujer habló con una voz calmada, el rostro vuelto para señalar un camino flanqueado de postes blancos—. Por ahí se va al lago.

—Gracias. —Emmanuel la dejó alejarse sin hacer más preguntas y se puso en camino. Los jardineros de Little Flint y Shabalala estaban hablando en el huerto. Shabalala hizo como si no viera a Emmanuel, queriendo demostrar a los sirvientes que el policía europeo no era su amigo. Zulúes, pondos, ingleses y afrikáneres creían por igual que los miembros de su propia tribu eran más de fiar que los de otras. Esa creencia profundamente arraigada podría favorecer a Shabalala y soltarles la lengua a los jardineros.

Buena suerte, le dijo mentalmente Emmanuel. Preguntases a quien preguntases, las respuestas francas sobre Amahle escaseaban, por lo menos hasta entonces.

Un embarcadero de madera se proyectaba desde una pequeña caseta para barcas y avanzaba sobre las aguas plateadas. Los reflejos del cielo y de las montañas se ondulaban en la estela de la mujer, que surcaba el lago con poderosas brazadas. Emmanuel alcanzó la orilla un momento antes de que la «señora joven» saliera del agua, jadeante y agotada por sus ejercicios de natación.

La joven se dirigió a la caseta de las barcas, se secó las manos con una toalla y extrajo un paquete de tabaco y cerillas de detrás de una caja de accesorios de pesca. Emmanuel la observó mientras encendía un cigarrillo y daba una profunda calada, saboreando el tabaco con un deleite casi poscoital.

—Mirar fijamente es de mala educación —dijo, y exhaló.

—Le estaba dando tiempo para disfrutar del cigarrillo. —Se acercó andando por las tablas de madera—. Me ha parecido que lo necesitaba.

—¿Sabe mi hermano que está hablando conmigo?

—No. —Por algún motivo, Emmanuel sospechó que eso podía jugar a su favor.

—Lo suponía —le ofreció el arrugado paquete—. ¿Quiere uno?

—Ahora mismo no.

—Creía que todos los investigadores de la policía fumaban.

—La mayoría, pero no todos. —Le enseñó su carné policial, sabiendo que apenas lo miraría por encima. Las chicas de sangre azul y familia adinerada, incluso las de rostro anodino y extremidades robustas, dividían el mundo en dos grupos: las personas que contaban y las que daban igual. Los policías eran sirvientes vestidos de traje; útiles pero, aun así, inferiores.

—Soy Ella. —Echó la ceniza al lago, atrayendo un pez a la superficie—. Está aquí por el asesinato.

—Así es —dijo Emmanuel—. La muerte de Amahle debe de haber sido un golpe duro.

Ella se encogió de hombros y por sus brazos desnudos resbalaron gotitas de humedad.

—Era la única criada que tenía todas las papeletas para que le sucediera algo así.

—Y eso, ¿por qué? —dijo Emmanuel en un tono despreocupado, casi indiferente. Amahle era un ser marginal en el mundo de Ella Reed, una criada que había terminado mal. Todas las señoras, mayores o jóvenes, tenían en mente una lista de los defectos de sus sirvientes. Él escucharía con mucho gusto hasta la última queja de Ella.

—Para empezar, lo tenía todo. Trabajo en una buena casa, suficiente comida y a todos los hombres nativos peleándose por ella. —Ella se quitó el gorro de baño y soltó de una sacudida una rosca de pelo castaño lacio—. Otras chicas habrían estado felices. Pero ella no.

—Era una amargada —apuntó Emmanuel.

Ja —dijo Ella—. Siempre estaba haciendo planes de fuga. El valle de Kamberg no era suficientemente bueno para ella. Ni suficientemente grande.

—Hay que ver. —Emmanuel percibió resentimiento en la voz de Ella. Se suponía que desempeñar un trabajo en una casa europea era la máxima aspiración de las muchachas nativas. Un empleo fijo, sobras de comida, ropa desechada por sus amas… desear algo más era pura codicia. Emmanuel dirigió la mirada hacia la escarpadura de arenisca, al otro lado de las espejeantes aguas, y dijo—: ¿Dónde podría estar mejor que aquí?

—Exactamente. —Ella apagó la colilla contra la barandilla del muelle—. Yo, que fui al instituto femenino de Durban, le decía: «Las ciudades son sucias y peligrosas. No está todo limpio y en paz, como aquí en el valle».

—No quiso escucharla —dijo Emmanuel, pensando en los cadáveres que había visto esparcidos por el campo en Francia y Alemania: algunos con flores creciendo a través de la caja torácica, otros con las cuencas oculares vaciadas por los cuervos.

—No. Amahle quería una casa. Un coche. Un negocio en uno de los barrios negros. Como si todo eso fuera a estar alguna vez a su alcance. —Ella guardó la colilla en el paquete y escondió cuidadosamente el tabaco y las cerillas detrás de la caja de utensilios de pesca: fumar era un placer prohibido—. No quería ver las cosas como eran.

Y ahí radicaba la belleza de los sueños, pensó Emmanuel. Lo imposible quedaba siempre un sueño más allá.

—Palabras huecas —dijo. A eso se reducían al final la mayoría de los sueños, incluidos los suyos. ¿Dónde estaba la vida demasiado grande para vivirla en la provinciana Sudáfrica, la esposa a la que amaba con ardiente fervor y los niños a los que trataba con afecto sin ser suyos porque era un hombre mejor que su padre? Eran deseos que se habían esfumado hacía mucho tiempo. Baba Kaleni había oído el eco de una vida que no había vivido.

—Trató de fugarse. —Ella enjugó el agua de sus robustos brazos y piernas con la toalla. Estiró las bronceadas extremidades. Apenas era consciente de la presencia de un hombre desconocido. En la cara interna del muslo tenía una magulladura, una señal azulada y púrpura. Demasiado parecida a un mordisco por su forma y tamaño para ser accidental—. Llegó hasta la parada de autobús del pueblo —continuó Ella—. Es lo que oí decir.

Emmanuel metió la mano en el bolsillo y sus dedos se cerraron automáticamente sobre la libreta con anotaciones sobre el caso. Por fin, un hecho con el que llenar las páginas. Amahle Matebula era una escapista, una soñadora.

—¿Cuándo pasó eso? —Dejó la libreta donde estaba al darse cuenta de que tomar notas le recordaría a Ella la diferencia entre un chismorreo inocente y un interrogatorio policial formal. Necesitaba que siguiera hablando.

—En invierno. —Se enrolló la toalla al cuerpo y se ajustó los extremos sueltos bajo las axilas para hacerse un vestido sin tirantes—. Yo estaba en la universidad. Me enteré a través de otros criados.

—¿Ya ha terminado el curso? —preguntó Emmanuel. En la mayoría de las universidades se impartían clases hasta las vacaciones de Navidad. Ella aún tendría que estar en Pietermaritzburgo o en Durban.

—Me han dado una semana libre. Por un ataque de asma. El aire de la montaña y el ejercicio me vienen bien.

¿Además de los cigarrillos para fortalecer los pulmones delicados?, pensó Emmanuel.

Ella encajó los pies en unas sandalias de cuero y echó a andar por el camino hacia la casa principal. Varias mariposas blancas salieron volando de un arbusto y se esparcieron por el aire como confeti. Ella las espantó a manotazos y siguió andando.

—¿De qué huiría Amahle? ¿Tiene alguna idea? —preguntó Emmanuel mientras la seguía.

—Cualquiera sabe. —Ella arrancó una brizna de hierba y mordisqueó el extremo dulce—. De la boda, probablemente. Si se puede llamar así a un intercambio de vacas.

—Me han comentado que ese acuerdo no la tenía entusiasmada, precisamente. ¿Le había echado el ojo a alguien que trabajara aquí? A Philani, el jardinero, por ejemplo.

—Imposible. Es un trabajador del montón. Amahle era la hija de un jefe. —Ella hablaba de ellos como si pertenecieran a especies distintas, prácticamente incapaces de comunicarse, y mucho menos de reproducirse—. Puede que le diera falsas esperanzas, pero no significaba nada para ella.

—¿Cómo le dio falsas esperanzas?

—No como usted cree. —Frunció la nariz con desagrado—. Permitía que le hiciera los recados. Que la recogiera o fuera a buscarle algo. Cosas así.

—Hacía con él lo que quería —dijo Emmanuel.

—Claro. Los hombres son fáciles de manejar. —Ella aflojó el paso cuando apareció a la vista la casa principal—. Amahle no era distinta de las chicas blancas. Estaba divirtiéndose un poco antes de casarse.

Philani le pedía más a esa relación. Según el jefe Matebula, había ido diciendo por ahí que Amahle y él estaban comprometidos. Vanas ilusiones que rayaban en el delirio. El amor frustrado era un móvil poderoso para cometer un asesinato.

—¿Sabe a qué hora salió el viernes? —dijo Emmanuel.

—Me fui a dar un paseo antes de que se marchara. —Ella frunció el ceño, tratando de recordar—. Normalmente, la hora de salida son las seis, más o menos, pero mi madre siempre dejaba irse antes a Amahle el día de la paga.

—Comprendo. —Emmanuel memorizó esa hora—. ¿Cobraba en metálico Amahle? —Esa no era siempre la norma. Algunos granjeros repartían pastillas de jabón o latas de sardinas en lugar de dinero en efectivo. Otros entregaban pequeños estipendios y los complementaban con raciones de alimentos o regalos.

—Por supuesto. Parte del dinero se lo gastaba en el pueblo.

Emmanuel tomó nota de ese dato con sorpresa. Hasta entonces, ni siquiera se le había pasado por la cabeza que el robo pudiera ser el móvil del asesinato. La escena del crimen revelaba mayor premeditación que la de un robo precipitado.

—Hábleme del viernes —dijo—. Cuénteme todo lo que recuerde.

La casa principal ya estaba cerca y en sus ventanas se reflejaba el sol. Por suerte, Ella andaba tranquilamente, sin prisa por llegar.

—El viernes fuimos a casa de la señora Anderson a probarnos unos vestidos. Mi madre le dijo a Amahle que fuera a darse una vuelta mientras la señora Anderson metía los bajos y que volviera al cabo de media hora. Luego fuimos a Dawson’s a recoger los sombreros que vamos a estrenar en la feria del condado. Amahle nos acompañó para llevar las sombrereras al coche. —Ella se detuvo en lo alto del camino del lago—. Después volvimos a casa a comer.

—¿Qué le hizo pensar que Amahle se gastó la paga en el pueblo? —preguntó Emmanuel.

—Cuando volvió al cuarto donde estábamos probándonos, llevaba monedas entrechocando en el bolsillo. Hacían mucho ruido.

—¿Alguna idea sobre lo que compró?

—No, pero llegó muy sonriente a la casa de la señora Anderson, así que tuvo que ser algo bueno.

—¿No llevaba nada en las manos? —insistió Emmanuel.

—No —dijo Ella—. Nada.

Eso no demostraba gran cosa. Unos pendientes y un collar se guardaban sin problema en cualquier bolsillo. No se había descubierto nada semejante en el lugar del crimen ni sobre el cuerpo de Amahle en los preliminares del reconocimiento realizado por Zweigman. Shabalala y él tendrían que recorrer todas las tiendas de Roselet para averiguar en qué se había gastado el dinero Amahle. Costaba pensar en un objeto al alcance del salario de una sirvienta por el que valiese la pena matar.

—Y después de comer… —le dio pie Emmanuel.

—Ya se lo he dicho. —Ella enroscó el dedo índice en otra hoja de hierba y tiró de las raíces—. Fui a dar un paseo y llegué a casa cuando ya había anochecido.

—Tiene que andar para recuperarse —dijo Emmanuel. Cuatro horas en los cerros boscosos eran más una excursión que un paseo.

Ja. —Arrancó la hierba de la tierra rojiza—. Me lo ha mandado el médico.

Saltaba a la vista que el aire fresco y el ejercicio estaban surtiendo efecto. Ella no tenía congestión pulmonar y su cuerpo bronceado derrochaba vigor. Estaba reponiéndose muy bien.

—¿Va sola a caminar? —preguntó Emmanuel.

El mordisco pasional de la cara interna de su muslo no se lo había dado ella misma y, aunque no tuviera relación con el caso, había despertado su curiosidad. Aquel valle remoto con granjas diseminadas le había traído a la memoria las largas horas crepusculares en las que salía a la busca del exhaustivo inventario de pecados contra los que el predikant de la Iglesia Reformada Holandesa advertía en el servicio dominical. Luego anotaba sus faltas en una lista. Maria, la hija mayor del predicador, encabezaba el recuento de transgresiones cometidas más veces.

—Thomas dirige la granja y mi madre se pasa el día en el jardín o en la casa, tengo que salir sola. —Ella peló la hoja de hierba y unos trocitos diminutos se pegaron a la toalla—. Todos los nativos saben que soy una Reed. Nunca tengo problemas.

Cómo iba a tenerlos. Hacer daño a la hija de un jefe blanco era una declaración de guerra informal a todos y cada uno de los pobladores europeos de Sudáfrica. El castigo a manos de la policía o de una coalición de granjeros blancos con escopetas y cuerdas no se haría esperar.

—Señora… señora joven. —La criada entrada en años que había aparecido en el porche delantero para recibir al Chevrolet se acercaba a toda prisa por el césped—. La señora mayor se ha levantado. Pregunta por usted.

—Dile que enseguida voy. —Los hombros de Ella se tensaron cuando cruzó el borde del cuidado césped que separaba los jardines del campo. Un camino de piedrecitas blancas conducía directamente a la parte trasera de la granja—. Venga a conocer a mi madre —dijo.

Emmanuel había visto más tranquilos que a ella a estudiantes que se dirigían al despacho del director para recibir un «correctivo».

—¿Ella? —la llamó una voz desde el lado izquierdo del porche—. ¿Dónde estás?

—Ya voy. —Ella subió las escaleras y siguió avanzando pesadamente con pasos remisos, dejando un rastro de arena en el suelo de caoba. La tierra del camino del lago le había embarrado la suela de las sandalias de cuero y le había ensuciado los talones.

Emmanuel vaciló al llegar al último escalón. Si la señora Reed aún estaba en bata, habría que cancelar el interrogatorio. El abogado de la familia —seguramente tendrían más de uno— estimaría que la declaración de la señora Reed no tenía validez ante el tribunal si había el mínimo indicio de que la habían presionado para hablar.

Dobló la esquina detrás de Ella hacia un tramo de porche moteado por la luz del sol. Una elegante mujer blanca estaba sentada en un sofá de mimbre repleto de cojines sueltos. Sujetaba en su regazo, como si fuera un gato, una almohada de seda, acariciándola. A diferencia de los demás Reed, que eran altos y delgados, de piel morena y ojos color avellana, aquella mujer era menuda, con el pelo negro y la tez blanca como la leche.

—¿Dónde has estado? —Sus vivos ojos azules se entrecerraron—. ¿Otra vez correteando por los cerros como una nativa?

Su acento nasal evocaba verdes campos de juego y a robustas escolares recostadas a la sombra de centenarios tejos: una Inglaterra mítica desaparecida hacía siglos, si es que alguna vez había existido.

—Nadando. —Ella apoyó una cadera contra la barandilla e hizo señas a Emmanuel para que se acercase—. Te presento al oficial Cooper. Ha venido por lo de Amahle.

—Ha sido horroroso —dijo la señora Reed—. Que haya pasado aquí mismo, en el valle. A menos de diez kilómetros de nuestra casa. No logro dormir de noche pensándolo.

La señora mayor vestía un impoluto vestido color verde jade. El cabello le caía hasta los hombros con la natural perfección de una estrella de cine. Probablemente, su apariencia no era obra suya sino de las manos invisibles que le lavaban y planchaban la ropa, calentaban los bigudíes y le preparaban el baño. Olía a rosas secas y a canela.

—¿Se le ocurre quién puede haber atacado a Amahle, señora Reed? —Emmanuel supuso que unas cuantas preguntas no harían ningún daño. Si empezaban a aparecer grietas en la fachada de la señora, echaría el freno.

—La pérdida no podría haber sido peor. Las demás nativas cocinan y limpian, pero solo podía confiar en Amahle para el arreglo de las flores y para que pusiera como es debido un servicio de té para los invitados. Era un ama de llaves impecable.

La barandilla del porche crujió cuando Ella cambió de punto de apoyo; todavía mojada por el baño en el lago, con el pelo castaño revuelto y los pies sucios, a ella no se la podría haber descrito con el adjetivo impecable.

—¿Cuánto le pagó a Amahle el viernes? —preguntó Emmanuel. Era improbable que el robo fuera el móvil del asesinato, pero esa idea le estaba dando la lata.

—Dos libras. Cobraba más que las demás sirvientas. Y es que hacía trabajos extra en la casa. —La señora Reed cogió el almohadón de su regazo para enseñárselo—. Esto lo hizo ella. A ver si logra descubrir algún hilo suelto o una puntada que falte.

Una delicada rama de naranjo en flor estaba bordada en la tela de seda, y los estambres eran cuentas de cristal transparentes.

—No pierda el tiempo, oficial —dijo Ella con un deje amargo—. Todo está perfecto.

Emmanuel imaginó un cajón del cuarto de Ella lleno de trabajos manuales sin terminar: fundas de almohada con las costuras desparejadas, pañuelos deshilachados, muñecas de trapo tuertas y sin pelo. Los hijos siempre fallaban a sus padres. Fallar en comparación con una criada debía de ser exasperante.

—Así es. —La señora mayor volvió a ponerse el cojín en el regazo—. No hay el menor fallo o descuido ni en el diseño ni en la ejecución.

Unas pisadas fuertes que subían por la escalera de atrás sirvieron para mitigar la tensión entre madre e hija. Thomas Reed con prisa, imaginó Emmanuel. Echó una ojeada por encima del hombro. Sí, era él.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó enérgicamente Thomas—. Le he dicho que mi madre está enferma y no se le pueden hacer preguntas. Su nativo ya ha acabado de tomar declaración a la servidumbre y usted sigue aquí, importunando a una mujer enferma.

—Si el agente Shabalala ha concluido, ahora mismo me voy. —Emmanuel echó a andar hacia las escaleras.

—Escúcheme bien, Cooper… —Thomas se lanzó a darle un sermón y Emmanuel dejó de escuchar. Él servía a las fuerzas policiales sudafricanas y con un solo amo tenía bastante.

Desapareció dando la vuelta a la esquina de la casa. Shabalala estaba parado al pie de las escaleras, con el viejo perro guardián todavía pegado a él. Emmanuel levantó la mano, haciendo la señal de espera, y aguzó el oído para escuchar la escena que había dejado atrás.

—Es culpa tuya. —Era Thomas, con voz de director de colegio vengativo—. Has permitido a ese hombre que interrogue a nuestra madre por despecho.

—No he permitido nada, como tú dices. Ese hombre es policía y yo no soy más que una chica —dijo Ella—. ¿Por qué no lo has parado tú ahora mismo, cuando se ha largado sin escucharte?

—Por favor…, hijos —dijo la señora Reed.

Los hijos continuaron hablando como si su madre no hubiera intervenido.

—Cuanto antes te cases y te vayas de Little Flint, mejor —dijo Thomas.

—Tengo planes de convertirme en una solterona —replicó Ella, más aficionada que su hermano al juego familiar de pagar con la misma moneda.

—Me alegro. Porque no conozco a ningún hombre capaz de aguantarte.

Los pasos de Thomas hicieron crujir el suelo de madera. Iba de regreso a los corrales.

Emmanuel salvó la distancia que lo separaba de los escalones de atrás y los bajó de dos en dos. Otra lección que había aprendido en el internado, tal vez la más valiosa: no te dejes atrapar.

—Al coche, sin prisa pero sin pausa —le dijo a Shabalala—. Ya hablaremos por el camino.

El sol se había elevado en el cielo y las nubes estaban más negras que cuando habían llegado, hacía una hora. Estaba fraguándose una tormenta.

—¿Has sacado algo en limpio, agente? —preguntó Emmanuel.

—Sí, oficial. Aquí no hay ningún señor Póliza de Seguro. Las chicas de la cocina y los jardineros nunca han oído ese nombre. —Shabalala sacó su libreta y hojeó las páginas—. Además, Philani, el jardinero, no se fue con Amahle el viernes por la tarde, sino quince minutos después. Tenían por costumbre volver juntos a casa, pero la señora le dijo a Philani que debía terminar de escardar los macizos de flores.

—¿Cuándo se marchó Amahle?

—A las seis en punto. Philani a las seis y cuarto.

—Has conseguido soltarles la lengua a los jardineros —dijo Emmanuel—. ¿Qué has empleado, amenazas o tu encanto personal?

—Ni una cosa ni la otra, oficial. El jardinero joven también se llama Shabalala. Es él quien me lo ha contado todo. El jardinero de la cara partida no ha dicho ni mu.

—¿Y las criadas?

Shabalala sonrió de oreja a oreja.

—Con ellas he empleado mi encanto.

—Así que el gobierno del Partido Nacional tiene razón —dijo, muy serio, Emmanuel—. Un hombre negro vestido con traje es un peligro para la comunidad. ¿Qué más te han contado las criadas?

—Que Philani se enfadó porque lo dejaran atrás. Echó a correr detrás de la hija del jefe para tratar de darle alcance.

—Tal vez lo logró —dijo Emmanuel.